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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–¿No os dije ya por la Cuaresma que la aventarais? —exclamó.

–No se preocupe, todo se hará a su debido tiempo.

Levin, irritado, hizo un gesto con la mano, se dirigió al granero para echar un vistazo a la avena y volvió al establo. La avena aún no se había echado a perder, pero los campesinos la estaban removiendo con palas, cuando habría sido más fácil arrojarla directamente al suelo. Después de ordenar que lo hicieran de ese modo y de llevarse a dos de los hombres que estaban allí trabajando para que sembraran el trébol, se calmó y se olvidó de sus desavenencias con el administrador. Por lo demás, el día era tan hermoso que no merecía la pena enfadarse.

–¡Ignat! —gritó a su cochero, que, remangado, estaba lavando la calesa cerca del pozo—. Ensíllame a...

–¿Cuál quiere, señor?

–Bueno, pues a Kolpik.

–A sus órdenes.

Mientras ensillaban el caballo, Levin volvió a llamar al administrador, que andaba por allí, para hacer las paces con él, y se puso a hablarle de las tareas que debían hacerse en la primavera y de sus planes para la hacienda.

Había que acarrear el estiércol lo antes posible, para que todo estuviese listo antes de la primera siega. Y arar sin interrupción el campo más alejado, para dejarlo en barbecho. La recogida del heno no se haría a medias con los campesinos: para esa labor se contrataría jornaleros.

El administrador escuchaba con atención y parecía esforzarse por aceptar los proyectos del amo, pero tenía ese aspecto desanimado y abatido que Levin conocía tan bien y que tanto le irritaba. Era como si quisiera decir: «Todo eso está muy bien, pero será lo que Dios quiera».

Nada disgustaba tanto a Levin como ese tono. Pero era el que empleaban todos los administradores que había tenido a su servicio. Todos habían mostrado la misma actitud ante sus propuestas: por eso había tomado la decisión de no enfadarse, pero se disgustaba y ponía todo su empeño en luchar contra esa fuerza elemental que siempre se oponía a sus designios y a la que había dado el nombre —no se le ocurría otro– de «lo que Dios quiera».

–Con tal de que tengamos tiempo —dijo el administrador.

–¿Y por qué no lo íbamos a tener?

–Hay que contratar sin falta a unos quinces jornaleros más. Pero no querrá venir ninguno. Hoy se presentaron algunos, pero pidieron setenta rublos por el verano.

Levin guardó silencio. Otra vez se le oponía esa fuerza. Sabía que, por más que lo intentara, no habría manera de contratar a un precio razonable a más de treinta y siete o treinta y ocho jornaleros, cuarenta como mucho. Podrían llegar a contratar cuarenta, pero no más. En cualquier caso, no pudo renunciar a seguir luchando.

–Mande a por ellos a Suri o a Chefirovka. Si no vienen suficientes hombres, hay que ir a buscarlos.

–Por eso que no quede —dijo Vasili Fiódorovich, apesadumbrado—. Pero debo decirle que los caballos están muy débiles.

–Compraremos otros. Ah, ya sé que ustedes harán siempre lo menos posible y de la peor manera —añadió, con una sonrisa—, pero este año no le voy a dejar hacer las cosas a su modo. Me ocuparé yo de todo.

–Tampoco es que duerma usted mucho ahora. A nosotros nos gusta trabajar bajo la mirada del amo.

–Entonces, ¿han sembrado trébol más allá del valle de los Abedules? Voy a ir a echar un vistazo —dijo Levin, mientras subía a lomos de Kolpik, el caballito bayo que le había traído el cochero.

–No podrá vadear los arroyos, Konstantín Dmítrich —le gritó el cochero.

–Bueno, en ese caso iré por el bosque.

Y el obediente caballo, tanto tiempo inactivo, resoplando y tirando de las riendas al atravesar los charcos, avanzó a buen paso por el patio enfangado y salió al campo.

La impresión de alegría que Levin había experimentado en el establo, al ver el ganado, se acrecentó aún más cuando salió a campo abierto, balanceándose acompasadamente al trote de su obediente caballo. Al atravesar el bosque, aspiró el aire tibio, aún impregnado de la frescura de la nieve. Aún se veían aquí y allá manchas de nieve porosa, surcadas de huellas. Le alegraba ver cada árbol, con el tronco cubierto de musgo reverdecido y las yemas a punto de estallar. Cuando salió del bosque, se abrió ante él un espacio inmenso, que se extendía como una alfombra uniforme, verde y aterciopelada, sin calveros ni manchas pantanosas, sólo rastros de nieve medio derretida en algunas hondonadas. No se enfadó al ver que la yegua de un campesino y su potro pisoteaban los prados (ordenó a un aldeano que se encontró por allí que los echara), ni tampoco al escuchar la respuesta burlona y estúpida de Ipat, a quien había preguntado:

–¿Qué, Ipat? ¿Vamos a sembrar pronto?

–Primero tenemos que arar, Konstantín Dmítrich —le respondió.

Cuanto más se prolongaba su paseo, más alegre se sentía, y en su imaginación no paraban de surgir planes para la hacienda, a cual mejor: levantar un seto en la parte meridional de los campos para que no se acumulase la nieve; dividir las tierras laborables en nueve parcelas, abonar seis de ellas y reservar las otras tres para hierba; construir un establo en el lugar más alejado de la hacienda, excavar un estanque y preparar cercas portátiles para poder sacar el ganado y estercolar los campos. De ese modo podrían cultivarse trescientas hectáreas de trigo, cien de patatas y ciento cincuenta de trébol, sin agotar la tierra.

Mecido por esos sueños, siguiendo con cuidado las lindes para que el caballo no pisara los prados, llegó al lugar donde los trabajadores estaban sembrando el trébol. El carro con la simiente no estaba en el extremo, sino en medio del campo, y el trigo de invierno había sido aplastado por las ruedas y los cascos de los caballos. Los dos jornaleros estaban sentados en la linde, probablemente fumando de la misma pipa. La tierra del carro, con la que estaban mezcladas las semillas, no estaba desmenuzada, sino apelmazada o compactada en terrones helados. Al ver al amo, el jornalero Vasili se acercó al carro, mientras Mishka se ponía a sembrar. No estaban haciendo bien las cosas, pero Levin rara vez se enfadaba con los jornaleros. Una vez que Vasili estuvo a su lado, Levin le ordenó que sacara el caballo del sembrado.

–No se preocupe, señor. Volverá a crecer —replicó Vasili.

–Limítate a cumplir lo que te digo —exclamó Levin.

–Muy bien, señor —respondió Vasili, agarrando al caballo por la cabeza—. Es una simiente de primera, Konstantín Dmítrich —añadió, en tono obsequioso—. ¡La única pena es que cuesta mucho avanzar! Es como si arrastráramos veinte kilos de tierra en cada bota.

–¿Y por qué no habéis cribado la tierra? —preguntó Levin.

–La desmenuzamos con las manos —respondió Vasili, cogiendo un terrón con semillas y triturándolo.

Vasili no tenía la culpa de que no hubieran cribado la tierra, pero Levin se enfadó de todos modos.

Para aplacar su indignación y hacer que lo malo le pareciera bueno, recurrió a un método que había puesto en práctica con éxito en más de una ocasión. Después de contemplar cómo Mishka levantaba a cada paso enormes cantidades de barro, se apeó del caballo, cogió la sembradora de manos de Vasili y se dispuso a sembrar.

–¿Hasta dónde has llegado?

Vasili le indicó un lugar con el pie, y Levin se puso a sembrar como pudo las semillas mezcladas de tierra. Avanzaba con dificultad, como por un pantano. Una vez completado un surco, Levin se detuvo, bañado en sudor, y le entregó la sembradora al jornalero.

–Bueno, señor, espero que en verano no me eche la culpa por este surco —dijo Vasili.

–¿Por qué? —preguntó Levin alegremente, comprobando que su remedio había funcionado.

–Ya lo verá cuando llegue el verano. Será diferente. Mire ese campo que sembré la pasada primavera. ¡Eso sí que es sembrar! Porque debe saber usted, Konstantín Dmítrich, que trabajo para usted como para mi propio padre. No me gusta hacer las cosas de cualquier manera ni permito que los demás trabajen mal. Lo que es bueno para el amo es bueno para nosotros. Mire allí —añadió, señalando el campo—. Se alegra el corazón sólo de verlo.

–Y qué primavera tenemos este año, Vasili.

–Ni los más viejos recuerdan otra igual. He estado hace poco en casa, y el viejo ha sembrado tres acres de trigo. Dice que no se puede distinguir del centeno.

–¿Hace mucho que sembráis trigo?

–Desde hace dos años. Nos enseñó usted y nos dio dos medidas. Vendimos la cuarta parte y sembramos las tres restantes.

–Bueno, no dejes de deshacer los terrones —dijo Levin, acercándose al caballo—. Y vigila a Mishka. Si la cosecha es buena, recibirás cincuenta kopeks por hectárea.

–Muy agradecido. Pero ya sin eso estamos contentos con usted.

Levin montó en su caballo para inspeccionar un campo donde sembraron trébol el año anterior y otro que ya había sido arado para sembrar trigo de primavera.

El trébol que despuntaba entre los rastrojos tenía un aspecto inmejorable. Había prendido y destacaba con su intenso verdor entre los tallos rotos del trigo del año anterior. En esa tierra medio helada, el caballo chapoteaba y se hundía hasta las corvas. Era imposible avanzar por la tierra labrada; sólo se podía ir por donde había un poco de hielo, pues en los surcos que se habían deshelado el caballo se hundía. Habían labrado el campo a conciencia. En un par de días podría rastrillarse y sembrar. Todo le parecía hermoso y alegre. Levin regresó vadeando los arroyos, con la esperanza de que las aguas hubiesen bajado. Y no se equivocó: pudo atravesarlos, asustando a su paso a una pareja de patos salvajes. «Debe de haber también chochas», pensó. Justo cuando llegaba al recodo del camino que conducía a su casa, se encontró con un guardabosques que le con firmó su suposición.

Levin prosiguió la marcha al trote, para que le diera tiempo a comer y preparar su escopeta para la tarde.

 

XIV

Al acercarse a la casa, en la mejor disposición de ánimo, Levin oyó una campanilla del lado de la entrada principal.

«Debe de ser alguien que viene de la estación —pensó—. Es justo la hora del tren de Moscú... ¿Quién será? ¿Acaso Nikolái? Me dijo que tal vez, en lugar de ir a tomar las aguas, vendría a visitarme.»

En un primer momento se sintió contrariado, pues temía que la presencia de su hermano agriara la alegría primaveral que le embargaba. Pero, acto seguido, avergonzado de su egoísmo, se dispuso a recibirle con los brazos abiertos y una tierna alegría, si es que era él. Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que venía de la estación, y en el interior distinguió a un señor con una pelliza. No era su hermano. «Ah, si fuera una persona simpática, con la que poder charlar un poco», pensó.

–¡Vaya! —exclamó Levin con jovialidad, levantando los brazos al cielo—. ¡Qué visita tan agradable! ¡Ah, cuánto me alegro de verte! —exclamó, al reconocer a Stepán Arkádevich.

«Él me informará de cuándo se celebrará la boda, si es que no se ha celebrado ya», se dijo para sus adentros.

Y en ese hermoso y espléndido día de primavera se dio cuenta de que el recuerdo de Kitty no le entristecía lo más mínimo.

–¿A que no me esperabas? —preguntó Stepán Arkádevich, apeándose del trineo. Tenía salpicaduras de barro en el caballete de la nariz, en una mejilla y en una ceja, pero rebosaba salud y contento—. En primer lugar, he venido para verte —dijo, abrazándole y besándole—; en segundo, para pegar unos tiros; y en tercero, para vender el bosque de Yergushovo.

–¡Estupendo! ¿Has visto qué primavera tenemos? ¿Cómo has podido llegar en trineo?

–Habría sido aún más difícil en coche, Konstantín Dmítrich —respondió el cochero, viejo conocido del amo de la casa.

–Bueno, me alegro muchísimo de verte —dijo Levin, con una sonrisa sincera, alegre y pueril.

A continuación acompañó a su amigo a la habitación de invitados, a la que llevaron también las cosas de Stepán Arkádevich: un saco de viaje, una escopeta con su funda y una caja de cigarros, y, dejándolo solo para que se lavara un poco y se cambiara de ropa, se dirigió a su despacho para dar órdenes sobre el trébol y las labores de labranza. Agafia Mijáilovna, a quien importaba mucho el buen nombre de la casa, le salió al encuentro en el vestíbulo para hacerle unas preguntas relativas a la comida.

–Haga lo que quiera, pero deprisa —dijo Levin y se fue a ver al administrador.

Cuando regresó, Stepán Arkádevich, ya lavado, peinado y con una sonrisa radiante, salía de su habitación. Subieron juntos al piso de arriba.

–¡Cuánto me alegro de haber venido a verte! Por fin voy a saber cuáles son esos misterios de los que te ocupas aquí. La verdad es que te envidio.

¡Qué casa tan agradable! ¡Qué alegre y luminoso es todo! —dijo Stepán Arkádevich, olvidando que no siempre era primavera y que no todos los días hacía un tiempo tan agradable—. ¡Y tu antigua niñera es un encanto! Yo preferiría tal vez una guapa doncella con su delantalito, pero va muy bien con tu estilo monástico y severo.

Entre otras novedades interesantes, Stepán Arkádevich le anunció que su hermano Serguéi Ivánovich se proponía pasar el verano con él en el campo.

No dijo ni una palabra de Kitty ni de los Scherbatski; sólo le transmitió los saludos de su mujer. Levin apreció esa delicadeza. Por lo demás, estaba muy contento de la visita de Stepán Arkádevich. Como siempre durante sus períodos de soledad, había ido acumulando un montón de pensamientos e impresiones que no podía comunicar a las personas que le rodeaban, y ahora volcaba sobre su amigo el entusiasmo poético que le inspiraba la primavera, sus fracasos y sus planes para la hacienda, reflexiones y observaciones sobre libros que había leído y, sobre todo, la idea principal de su obra, que constituía, aunque él mismo no fuera consciente de ello, una crítica de todos los tratados existentes de economía rural. Stepán Arkádevich, con su proverbial amabilidad y esa capacidad para entenderlo todo con una simple alusión, se mostró especialmente simpático en esta ocasión, y Levin creyó percibir en la actitud de su amigo un matiz de respeto y cordialidad, inédito hasta entonces, que halagó su vanidad.

Los esfuerzos de Agafia Mijáilovna y del cocinero para que la comida fuera especialmente apetitosa tuvieron como resultado que los dos amigos, muertos de hambre, se abalanzaran sobre los entremeses, se atiborraran de pan con mantequilla, fiambre de ave y setas saladas, y que Levin mandase servir la sopa sin esperar las empanadillas, con las que el cocinero había pretendido deslumbrar al invitado. Aunque Stepán Arkádevich estaba acostumbrado a otro tipo de manjares, lo encontró todo excelente, el aguardiente de hierbas, el pan, la mantequilla y, sobre todo, el fiambre de ave, las setas, la sopa de ortigas, la gallina en salsa blanca y el vino blanco de Crimea. En suma, todo le pareció exquisito y delicioso.

–Magnífico, magnífico —exclamó, encendiendo un grueso cigarro, después de dar buena cuenta del asado—. Me siento como si hubiera llegado a buen puerto después de los ruidos y las sacudidas de una travesía en vapor. De modo que, en tu opinión, el trabajador es un elemento que debe ser estudiado y considerado a la hora de elegir los métodos de explotación agrícola. Soy profano en la materia, pero me parece que esa teoría y su aplicación van a tener influencia también en el trabajador.

–Sí, pero escucha. No estoy hablando de economía política, sino de la explotación de la tierra entendida como ciencia. Como en las ciencias naturales, habría que estudiar los datos, así como la figura del trabajador, tanto desde un punto de vista económico como etnográfico...

En ese momento entró Agafia Mijáilovna con la mermelada.

–Ah, Agafia Mijáilovna —le dijo Stepán Arkádevich, besándole la punta de sus rollizos dedos—. ¡Qué fiambre tiene usted! ¡Y qué licor!... Y qué... Kostia, ¿no es ya hora de partir? —añadió.

Levin miró por la ventana y vio que el sol se ponía detrás de las copas desnudas de los árboles del bosque.

–En efecto —dijo—. Kuzmá, engancha la tartana —añadió y bajó corriendo.

Stepán Arkádevich le siguió, quitó con cuidado la funda de una caja de laca, la abrió y se puso a armar una escopeta nueva, de último modelo. Kuzmá, previendo una buena propina, no se separaba del recién llegado, a quien ayudó a ponerse las medias y las botas. Stepán Arkádevich le dejaba hacer.

–Kostia, le dije al comerciante Riabinin que viniera hoy. Da órdenes de que lo reciban y le digan que me espere...

–¿Es a él a quien vas a venderle el bosque?

–Sí. ¿Lo conoces?

–Pues claro. He cerrado algún trato con él «de forma positiva y definitiva».

Stepán Arkádevich se echó a reír. «De forma positiva y definitiva» era la expresión favorita de ese comerciante.

–Sí, habla de un modo muy divertido. ¡Mira cómo sabe adonde va su amo! —añadió, acariciando a Laska, que daba vueltas alrededor de Levin, ladrando y lamiéndole las manos, la escopeta, las botas.

Cuando salieron, la tartana ya estaba preparada en la entrada.

–He ordenado enganchar, aunque el lugar no está lejos. Si lo prefieres, podemos ir andando.

–No, mejor en coche —respondió Stepán Arkádevich, acercándose al vehículo. Tomó asiento, se envolvió las piernas en una manta atigrada y encendió un cigarro—. ¿Y cómo es que no fumas? Los cigarrillos no son un placer como cualquier otro, sino la flor y nata de los placeres. ¡Esto sí que es vida! ¡Qué maravilla! ¡Así es como me gustaría vivir a mí!

–¿Y quién te lo impide? —preguntó Levin, sonriendo.

–Sí, eres un hombre afortunado. Tienes todo lo que te gusta: caballos, perros, caza, labores agrícolas.

–Tal vez sea porque disfruto con lo que tengo y no ambiciono lo que me falta —dijo Levin, acordándose de Kitty.

Stepán Arkádevich se dio cuenta y le miró, pero no dijo nada.

Levin le agradeció a Oblonski que, con su tacto habitual, hubiera adivinado cuánto temía hablar de los Scherbatski y no los hubiera menciona do. Al mismo tiempo, le acuciaba el deseo de saber lo que tanto le atormentaba, pero no se atrevía a sacar el tema.

–Bueno, ¿y cómo van tus asuntos? —preguntó Levin, pensando que no estaba bien ocuparse sólo de sí mismo.

Los ojos de Stepán Arkádevich brillaron de alegría.

–No puedes aceptar que a uno puedan gustarle los bollos cuando ya tiene su ración de pan. En tu opinión, eso es un delito. Pero, en lo que a mí respecta, reconozco que no puedo concebir la vida sin amor —dijo, interpretando a su manera la pregunta de Levin—. Qué le vamos a hacer, tal es mi naturaleza. La verdad es que apenas se hace mal a nadie, y, en cambio, se obtiene tanto placer...

–¿Y qué, hay algo nuevo? —preguntó Levin.

–Pues sí, amigo. Ya conoces esas mujeres descritas por Ossian... Mujeres que uno ve en sueños... Pues bien, esas mujeres también existen en la realidad... Y son terribles. La mujer es un tema inagotable: por más que la estudie uno, siempre encuentra algo nuevo.

–Entonces más vale no estudiarlas.

–No. Un matemático ha dicho que el placer no consiste en encontrar la verdad, sino en buscarla.

Levin escuchaba en silencio y, a pesar de los esfuerzos que hacía, no lograba penetrar en el alma de su amigo, comprender sus sentimientos, el placer que le procuraba el estudio de tales mujeres.

 

XV

El lugar elegido para la caza quedaba cerca, en la orilla de un arroyo poblada de jóvenes álamos temblones. Al llegar al bosque, Levin se apeó y condujo a Oblonski al extremo de un calvero encharcado y cubierto de musgo, en el que ya se había fundido la nieve. A continuación se dirigió al lado opuesto y se apostó al pie de un abedul con dos troncos, apoyó la escopeta en una rama baja y seca, en forma de horca, se quitó el caftán, se ajustó bien el cinturón y comprobó si podía mover los brazos con plena libertad.

La vieja y canosa Laska, que los había seguido, se sentó con precaución enfrente de él y aguzó las orejas. El sol ya se estaba poniendo detrás del inmenso bosque, y a la luz del ocaso los jóvenes abedules, diseminados entre los álamos temblones, se recortaban nítidos con sus ramas colgantes y sus yemas hinchadas, a punto de estallar.

De la espesura del bosque, donde aún había manchas de nieve, llegaba el leve rumor del agua, que fluía en arroyos estrechos y sinuosos. Los pájaros gorjeaban y de vez en cuando saltaban de un árbol a otro.

Había también momentos de un completo silencio, en los que se percibía el murmullo de las hojas del año anterior, removidas por el deshielo y la incipiente hierba.

«¡Fíjate! ¡Se oye y se ve crecer la hierba!», se dijo Levin, observando el estremecimiento de una hoja de álamo, empapada y de color pizarra, al lado de una hebra de hierba joven. Seguía allí, escuchando y mirando tan pronto la tierra mojada y musgosa como la perra Laska, que aguzaba las orejas, o el mar de copas desnudas que se extendía al pie de la montaña o el cielo atravesado de jirones blancos, que se iba oscureciendo poco a poco. Un halcón, batiendo las alas con parsimonia, pasó a gran altura sobre los bosques lejanos. Acto seguido apareció otro, que voló del mismo modo en la misma dirección hasta que se perdió de vista. El gorjeo de los pájaros en la espesura era cada vez más ruidoso y animado. Un búho ululó no lejos de allí. Laska se estremeció, avanzó unos pasos con cautela, ladeó la cabeza y prestó atención. Al otro lado del arroyo cantaba un cuco. Se oyó dos veces su llamada habitual, luego emitió un sonido ronco, apresurado y confuso.

–¡Fíjate! ¡Ya tenemos aquí al cuco! —dijo Stepán Arkádevich, saliendo de unos arbustos.

–Sí, lo oigo —respondió Levin, rompiendo de mala gana el silencio de los bosques con su voz, que él mismo encontró desagradable—. No tendremos que esperar mucho.

Stepán Arkádevich volvió a desaparecer detrás de los matorrales. Levin sólo vio la viva llamita de una cerilla, y a continuación la punta encendida de un cigarrillo y una voluta de humo azul.

«Chik, chik», oyó de pronto: Stepán Arkádevich estaba montando su escopeta.

–¿Qué es ese grito? —preguntó Oblonski, llamando la atención de Levin sobre un chillido prolongado, semejante a ese delicado relincho que lanzan los potros cuando retozan.

–¿No lo sabes? Es una liebre macho. Pero ¡basta de hablar! ¡Escucha, ya están ahí! —gritó casi Levin, armando también su escopeta.

Se oyó un silbido agudo y lejano; al cabo de dos segundos, con esa cadencia que tan bien conoce el cazador, se oyó otro, y luego otro más, seguido de un graznido.

Levin miró a derecha e izquierda, y de pronto, justo enfrente, en el cielo azul oscuro, por encima de las copas imprecisas de los álamos, cubiertas de tiernos brotes, surgió un ave que volaba directamente hacia él. Los graznidos cercanos, semejantes al ruido de una tela que se rasga, resonaban en su misma oreja. Ya podía verse el largo pico y el cuello del ave; pero en el momento en que Levin apuntaba, detrás del arbusto en el que se ocultaba Oblonski brilló un relámpago rojo; el ave cayó como una flecha, pero después consiguió levantar el vuelo. Resplandeció otro relámpago y se oyó un nuevo disparo. El ave sacudió las alas, como tratando de sostenerse en el aire, luego se detuvo, quedó inmóvil un instante y cayó pesadamente en el suelo embarrado.

–¿No habré fallado? —gritó Stepán Arkádevich, que no veía nada por el humo.

–¡Ya lo trae! —dijo Levin, señalando a Laska que, levantando una oreja y meneando la punta del hirsuto rabo, se acercó muy despacio, como que riendo prolongar el placer, y, casi sonriendo, le entregó la pieza a su amo—. Me alegro de que hayas acertado —añadió Levin, aunque le daba cierta envidia no haber sido él quien abatiera esa chocha.

–Pero erré el tiro del cañón derecho —respondió Stepán Arkádevich, cargando la escopeta—. Chis... Ahí viene otra.

En efecto, se oyeron unos silbidos penetrantes, que se sucedían rápidamente uno detrás de otro. Dos chochas, jugueteando y persiguiéndose, sin emitir ningún graznido, sólo silbando, volaron por encima de la cabeza de los dos cazadores. Resonaron cuatro disparos, y las chochas, dando un brusco giro, como las golondrinas, se perdieron de vista.

La partida de caza fue un éxito. Stepán Arkádevich abatió dos piezas más, y Levin otras tantas, aunque sólo encontraron una. Empezaba a oscurecer. Venus, clara y plateada, brillaba ya a poniente con su débil resplandor, remontándose a muy poca altura por encima de los abedules; a oriente, muy arriba, parpadeaba la luz roja del severo Arturo. Las estrellas de la Osa Mayor se encendían y se apagaban por encima de la cabeza de Levin. Las chochas habían dejado de volar, pero él decidió esperar hasta que Venus, que asomaba por debajo de la rama de un abedul, la sobrepasara, y las estrellas de la Osa Mayor se distinguieran con claridad. Venus ya había superado la ramita y el carro de la Osa con su lanza se perfilaba nítido en el cielo azul oscuro, pero Levin seguía esperando.

–¿No es hora de volver? —preguntó Stepán Arkádevich.

En el bosque reinaba ya el silencio, ni un ave se movía.

–Esperemos un poco —respondió Levin.

–Como quieras.

Estaban a una distancia de quince pasos.

–¡Stiva! —exclamo Levin de pronto, de manera inesperada—. Todavía no me has dicho si se ha casado tu cuñada o cuándo se va a casar.

Se sentía tan sereno y seguro de sí mismo que estaba convencido de que ninguna respuesta podría afectarle. Pero en ningún caso esperaba lo que escuchó de labios de Stepán Arkádevich.

–Ni se ha casado ni piensa casarse. Está muy enferma, y los médicos la han enviado al extranjero. Hasta se teme por su vida.

–¡Qué me dices! —exclamó Levin—. ¿Y está muy enferma? ¿Qué le pasa? Y cómo...

Mientras los dos amigos hablaban, Laska, aguzando las orejas, miraba el cielo y luego se volvía a ellos con expresión de reproche.

«Vaya momento de ponerse a charlar. Ya viene una... Sí, ahí está. La van a dejar escapar», pensaba Laska.

En ese momento los cazadores oyeron un silbido penetrante, que casi les hizo daño en los oídos, y ambos echaron mano de sus escopetas Centellearon dos relámpagos y resonaron dos disparos al mismo tiempo La chocha, que volaba a gran altura, plegó las alas por un instante y cayó en la espesura, quebrando los brotes tiernos.

–¡Estupendo! ¡Le hemos acertado a la vez! —exclamó Levin y salió corriendo con Laska en busca de la pieza.

«¿Qué era eso que me ha disgustado? —se preguntaba—. Ah, sí, Kitty está enferma... Es una pena, pero ¿qué se le va a hacer?»

–¡Ah, la has encontrado! ¡Qué lista eres! —dijo, tomando el ave, aún caliente, de las fauces de Laska, y metiéndola en el morral, casi lleno—. ¡La he encontrado, Stiva! —gritó.

 

XVI

De camino a casa, Levin se informó de todos los detalles de la enfermedad de Kitty y de los planes de los Scherbatski. Aunque le avergonzaba reconocerlo, esas novedades le causaron un secreto placer. Le alegraba que aún quedara alguna esperanza y, sobre todo, que ella, que tanto daño le había hecho, también estuviera sufriendo. Pero, cuando Stepán Arkádevich le habló de las causas de la enfermedad y mencionó el nombre de Vronski, le interrumpió:

–No tengo ningún derecho a enterarme de esos secretos de familia. Además, tampoco me interesan.

Stepán Arkádevich esbozó una sonrisa apenas perceptible: había captado en los rasgos de Levin uno de esos bruscos cambios de humor, a los que ya estaba acostumbrado, que le hacían pasar, en cuestión de segundos, de la alegría a la tristeza.

–¿Has ultimado la venta del bosque con Riabinin? —preguntó Levin.

–Sí. El precio es inmejorable: treinta y ocho mil rublos. Ocho mil por adelantado, y el resto en un plazo de seis años. Llevo ya mucho tiempo ocupándome de ese asunto. Nadie me ofrecía más. —Vamos, que has vendido el bosque regalado —replicó Levin, sombrío. —¿Por qué dices eso? —preguntó Stepán Arkádevich con una sonrisa benévola: sabía que ahora a su amigo todo le parecería mal.

–Porque ese bosque vale por lo menos quinientos rublos la hectárea —respondió Levin.

–¡Ah, estos propietarios rurales! —bromeó Stepán Arkádevich—. ¡Siempre ese tono de desprecio por los que venimos de la ciudad! Pero, cuando se trata de cerrar un asunto, nos las arreglamos mejor que nadie. Créeme, lo he calculado todo, y la venta me parece tan ventajosa que hasta tengo miedo de que el comprador se eche atrás. Ten en cuenta que no es un bosque maderable —añadió, convencido de que esa sola palabra, «maderable», bastaría para desbaratar todas las dudas de Levin—, sino de leña. No dará más de treinta estéreos por hectárea, y Riabinin me la paga a doscientos rublos.

Levin sonrió con desprecio. «Conozco muy bien esa manera de hablar de todos esos señores de la ciudad —pensó—. Vienen al campo un par de veces cada diez años, se aprenden dos o tres expresiones de la vida rural, las emplean tanto si viene a cuento como si no y están plenamente convencidos de que lo saben todo. "Maderable, treinta estéreos." Dice palabras cuyo significado no conoce.»

–No me permitiría darte lecciones sobre los documentos de los que os ocupáis en tu oficina —dijo—. Al contrario, en caso necesario te pediría consejo. En cambio, tú te figuras que lo sabes todo de los bosques. Y es un asunto complicado. ¿Has contado los árboles?

–¿Cómo voy a contar los árboles? —replicó Stepán Arkádevich, echándose a reír. En ese momento lo único que deseaba era que su amigo recuperara su buen humor—. Aunque una inteligencia superior pudiera contar la arena del mar, los rayos de los planetas... 27

–Pues te aseguro que la inteligencia superior de Riabinin puede hacerlo. No hay comerciante que no compre un bosque sin contar los árboles, a no ser que le den el bosque regalado, como has hecho tú. Conozco tu bosque. Todos los años voy allí a cazar, y te aseguro que vale quinientos rublos la hectárea, en dinero contante y sonante. Y él te da sólo doscientos, y a plazos. En definitiva, le estás regalando treinta mil rublos.

–Bueno, no exageres —replicó Stepán Arkádevich con voz quejumbrosa—. En ese caso, ¿por qué nadie me ha ofrecido esa suma?

–Porque se ha puesto de acuerdo con los demás comerciantes, a quienes habrá entregado una indemnización. He hecho tratos con todos ellos y los conozco. No son comerciantes, sino especuladores. Riabinin jamás se metería en un negocio que le proporcionara un beneficio de un diez o un quince por ciento. Espera hasta poder comprar por veinte kopeks lo que vale un rublo.

–¡Bueno, basta! Ya veo que estás de mal humor.


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