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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Por primera vez se puso a pensar en la posibilidad de que su mujer se hubiera enamorado de otro hombre y se sintió horrorizado.

Sin desvestirse, se paseaba ahora arriba y abajo por el sonoro parqué del comedor, iluminado por una sola lámpara, por la alfombra del salón oscuro, donde la luz sólo se reflejaba en un retrato suyo de gran tamaño, recién terminado, que colgaba por encima del sofá, y por el despacho de Anna, con dos bujías encendidas, que iluminaban los retratos de sus familiares y amigas, y unos cuantos cachivaches sobre su escritorio que ya se le habían vuelto familiares. Después de atravesar esa habitación, llegaba a la puerta del dormitorio y volvía sobre sus pasos.

Entre tantas idas y venidas, a veces hacía un alto, sobre todo al pasar por el comedor iluminado, y se decía: «Sí, es necesario tomar una decisión y acabar con esto de una vez. Tengo que exponerle mi punto de vista y la resolución que he adoptado. —Y proseguía su paseo—. Pero ¿qué le voy a decir? ¿Acaso he decidido algo? —prosiguió al llegar al salón, sin encontrar una respuesta—. Y a fin de cuentas, ¿qué ha sucedido? —se preguntó al dar la vuelta en el despacho—. Nada. Ha estado un buen rato hablando con él. ¿Y qué? Las mujeres hablan a menudo con hombres en sociedad. Por lo demás, si me dejo ganar por los celos, la humillaré a ella y me humillaré a mí mismo —se dijo al entrar en el despacho de Anna; pero ese razonamiento, que tanto peso tenía antes, le pareció ahora muy poco sólido e insustancial. En la puerta del dormitorio se dio de nuevo la vuelta y, nada más poner el pie en el salón oscuro, una voz interior le murmuró que estaba equivocado y que, si los demás habían notado algo, es que algo había. Y al llegar al comedor, volvió a decirse—: Sí, es necesario tomar una decisión, acabar con esto de una vez, exponerle mi punto de vista... —Y ya en el salón, antes de girar, se preguntó—: Pero ¿qué decisión? ¿Es que ha sucedido algo?». Se respondió que no había pasado nada y volvió a repetirse que los celos constituían una humillación para la mujer, pero, al entrar de nuevo en el salón, estaba convencido de que había sucedido algo. Sus pensamientos, como su cuerpo, describían un círculo perfecto, sin llegar a nada nuevo. Cuando se dio cuenta, se pasó la mano por la frente y se sentó en el despacho de Anna.

Al posar la vista en el escritorio, con su carpeta de malaquita y un billete a medio escribir, sus reflexiones tomaron un curso distinto. Se puso a pensar en ella, se preguntó qué ideas y sentimientos podía albergar. Por primera vez se imaginó vivamente su vida personal, sus pensamientos y sus deseos, y la posibilidad de que también ella tuviera una existencia propia le pareció tan terrible que se apresuró a desecharla. Era ese abismo que tanto le espantaba contemplar. Alekséi Aleksándrovich no estaba habituado a sopesar los pensamientos y sentimientos de un alma ajena, y lo consideraba un acto perjudicial, una fantasía peligrosa. «Y lo más terrible de todo —se decía– es que esta inquietud insensata se apodera de mí en el preciso instante en que estaba a punto de acabar mi labor —se refería al proyecto en el que estaba trabajando—, cuando más necesito disfrutar de serenidad y disponer de todas las fuerzas de mi espíritu. Pero ¿qué puedo hacer? No soy de esos hombres que sucumben a las inquietudes y las preocupaciones sin tener el valor de enfrentarse a ellas.»

–Tengo que reflexionar, tomar una resolución y acabar con esto de una vez —dijo en voz alta.

«No es de mi incumbencia analizar sus sentimientos y lo que pase o deje de pasar en su alma. Eso es asunto de su conciencia y pertenece al ámbito de la religión —se dijo, aliviado de haber encontrado una norma que pudiera aplicarse a esa nueva situación—. En definitiva —prosiguió—, todas las cuestiones relacionadas con sus sentimientos pertenecen a su conciencia, no es asunto mío. Mis obligaciones están claramente definidas. Como cabeza de familia, entra dentro de mis atribuciones guiar su conducta; por tanto, soy en cierta manera responsable. Debo señalarle el peligro que veo, prevenirla e incluso hacer uso de mi autoridad. Es preciso que hable con ella.»

Y en la cabeza de Alekséi Aleksándrovich fueron tomando forma las razones que esa misma noche le diría a su mujer. Mientras meditaba en las palabras que le dirigiría, lamentaba tener que emplear su tiempo y su inteligencia en un asunto doméstico tan intrascendente; en cualquier caso, la forma y la secuencia de su discurso fue perfilándose, adquiriendo la claridad y precisión de un informe. «Debo decirle lo siguiente: en primer lugar, explicarle la importancia de la opinión pública y de las conveniencias sociales; en segundo, recordarle el sentido religioso del matrimonio; en tercero, en caso de que sea necesario, hablarle de las desgracias que puede acarrearle a nuestro hijo; en cuarto, aludir a las desgracias que pueden abatirse sobre ella.» Y, entrelazando los dedos, con las palmas hacia dentro, dio un tirón: las articulaciones crujieron.

Este gesto, una mala costumbre —entrelazar los dedos para que crujieran las articulaciones—, siempre le calmaba y le ayudaba a recuperar el equilibrio que tanto necesitaba. Se oyó el ruido de un carruaje en la entrada, y se detuvo en medio del salón.

De la escalera le llegó el ruido de unos pasos de mujer. Alekséi Aleksándrovich, con su discurso preparado, apretaba los dedos cruzados, esperando un nuevo crujido. Y, en efecto, una articulación crujió.

Aunque estaba satisfecho de su discurso, se asustó cuando el rumor creciente de esos pasos ligeros le anunció que Anna se aproximaba: había llegado el momento de la explicación...

 

IX

Anna entró con la cabeza inclinada, jugando con las borlas de su capucha. Su rostro brillaba, pero no de felicidad. Recordaba más bien el terrible resplandor de un incendio en una noche oscura. Al ver a su marido, levantó la cabeza y sonrió como si acabara de despertarse.

–¿Aún no estás en la cama? ¡Qué milagro! —dijo, quitándose la capucha y, sin detenerse, se dirigió a su tocador—. Es tarde, Alekséi Aleksándrovich —añadió desde el umbral.

–Anna, tengo que hablar contigo.

–¿Conmigo? —preguntó ella, asomándose a la puerta y mirándole sorprendida.

–Sí.

–¿Qué pasa? ¿De qué se trata? —preguntó, sentándose—. Bueno, hablemos, si es necesario. Pero más valdría que nos fuéramos a dormir.

Anna decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, y ella misma se asombraba, al oírse, de la facilidad con la que mentía. ¡Qué sencillas y naturales eran sus palabras! ¡Qué real parecía su deseo de dormir! Era como si estuviera revestida de una coraza impenetrable de mentiras, como si una fuerza invisible la sostuviera y la ayudara.

–Anna, tengo que prevenirte —dijo Alekséi Aleksándrovich.

–¿A mí? ¿Por qué? —preguntó ella.

Su mirada era tan franca y alegre que cualquiera que no la conociera tomo su marido no habría notado nada artificioso ni en el timbre ni en el sentido de sus palabras. Pero para él, que no podía irse cinco minutos tarde a la cama sin que ella le preguntara la razón; para él, que era el primero a quien Anna comunicaba sus alegrías, sus triunfos y sus pesares, el hecho de que no quisiera darse cuenta de su estado ni hablarle de sí misma significaba mucho. Se daba cuenta de que su alma, antes abierta para él, se había cerrado. Además, comprendía que, lejos de experimentar confusión, parecía decirle sin rodeos: «Sí, está cerrada; así debe ser y así será de ahora en adelante». Se sentía como un hombre que llega a su casa y la encuentra cerrada. «Tal vez aún pueda encontrar la llave», pensó.

–Debo prevenirte —dijo en voz baja– de los comentarios que tu imprudencia y tu ligereza pueden suscitar en sociedad. Tu conversación demasiado animada de esta tarde con el conde Vronski —pronunció ese nombre con firmeza, serenidad y mesura– no ha pasado desapercibida.

Mientras hablaba, contemplaba los ojos risueños de Anna, que ahora se Be antojaban terribles por su impenetrabilidad, y se daba cuenta de que sus palabras eran inútiles y vanas.

–No cambiarás nunca —replicó Anna, como si no hubiera entendido nada y sólo hubiera prestado atención a la última frase—. Tan pronto te molesta que me aburra como que me divierta. Esta tarde no me he aburrido. ¿Es que eso te ofende?

Alekséi Aleksándrovich se estremeció y volvió a apretar las manos para que las articulaciones crujieran.

–¡Ah, por favor, no hagas eso! ¡No lo soporto! —exclamó ella. —Anna, ¿de verdad eres tú? —dijo Alekséi Aleksándrovich en voz baja, haciendo un esfuerzo e interrumpiendo el movimiento de sus manos. —Pero ¿qué sucede? —preguntó Anna con una expresión de sorpresa sincera y cómica—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

Alekséi Aleksándrovich guardó silencio y se pasó la mano por la frente y los ojos. Se daba cuenta de que, en lugar de prevenir a su mujer de que no se pusiera en evidencia delante de la sociedad, como había sido su deseo, se inquietaba a su pesar por lo que sucedía en su conciencia y chocaba con un obstáculo tal vez imaginario.

–Lo que quería decirte es lo siguiente. Haz el favor de escucharme —continuó con semblante frío y sereno—. Como bien sabes, considero que los celos son un sentimiento ofensivo y humillante y nunca me dejaré guiar por ellos. Pero hay ciertas conveniencias sociales que no se pueden contravenir impunemente. Reconozco que yo no he advertido nada especial esta noche, pero, a juzgar por la impresión que tu comportamiento ha producido en los demás invitados, tu conducta y tu actitud no han sido las que cabría esperar.

–No entiendo absolutamente nada —dijo Anna, encogiéndose de hombros. «En el fondo le da lo mismo —pensó—. Pero la gente se ha dado cuenta y eso es lo que le preocupa.»—. No estás bien, Alekséi Aleksándrovich —añadió, levantándose y disponiéndose a salir, pero él se adelantó, como intentando cortarle el paso.

Anna jamás había visto en su rostro una expresión tan desagradable y sombría. Se quedó donde estaba y, ladeando la cabeza, se puso a quitarse las horquillas con sus diestras manos.

–Bueno, prosigue —dijo con un tono sereno y burlón—. Te escuchan con atención porque me gustaría saber de qué se trata.

Ella misma se sorprendía de poder expresarse con tanta naturalidad y seguridad, así como de la propia elección de las palabras.

–No tengo derecho a entrar en todos los detalles de tus sentimientos, y hasta lo considero inútil y perjudicial —empezó diciendo Alekséi Aleksándrovich—. Al escarbar en nuestras almas, corremos el riesgo de que salgan a la luz cosas que bien podrían quedar ocultas. Tus sentimientos son asunto de tu conciencia. Pero tengo la obligación ante ti, ante mí mismo y ante Dios de recordarte tus deberes. No son los hombres quienes han unido nuestras vidas, sino Dios. Sólo un crimen puede quebrar ese vínculo, y un crimen de ese tipo lleva aparejado un terrible castigo.

–No entiendo nada. ¡Ah, Dios mío! ¡Lo siento, pero me caigo de sueño! —dijo ella, pasándose la mano por los cabellos con un gesto fulgurante, para quitar las horquillas que quedaban.

–Anna, por el amor de Dios, no hables así —le suplicó Alekséi Aleksándrovich—. Puede que esté equivocado, pero créeme cuando te digo que busco tanto tu bien como el mío. Soy tu marido y te quiero.

Por un instante Anna inclinó la cabeza, y esa chispa burlona desapareció de sus ojos; pero las palabras «te quiero» volvieron a soliviantarla. «¿Que me quiere? —se dijo—. ¿Es que puede querer a alguien? Si no hubiera oído hablar del amor, jamás habría dicho esa palabra. Ni siquiera sabe lo que es.»

–De verdad que no te entiendo, Alekséi Aleksándrovich —dijo—. Explícame lo que encuentras...

–Espera, déjame terminar. Te quiero. Pero no estoy hablando de mí. En este caso las personas más importantes sois tú misma y nuestro hijo. Te lo repito: puede que mis palabras te parezcan completamente innecesarias e inoportunas; puede que me las haya dictado una interpretación errónea de los hechos. En tal caso, te pido que me perdones. Pero, si reconoces que tienen un mínimo fundamento, te ruego que reflexiones, y, si tu corazón te lo pide, que me digas...

Alekséi Aleksándrovich, sin darse cuenta él mismo, estaba diciendo algo completamente distinto de lo que había preparado.

–No tengo nada que decirte. Además... —exclamó de repente, reprimiendo a duras penas una sonrisa—, es hora de irse a la cama.

Alekséi Aleksándrovich suspiró y, sin añadir nada más, se dirigió al dormitorio.

Cuando Anna entró, su marido ya se había acostado. Tenía los labios muy apretados y sus ojos no la miraban. Anna se echó en su cama, esperando a cada momento que él volviera a hablarle. Temía y al mismo tiempo deseaba que la conversación se prolongase. Pero Alekséi Aleksándrovich callaba. Anna aguardó un buen rato, sin moverse, y acabó olvidándose de él. Pensaba en otro hombre y lo veía, con el corazón embargado de emoción y una alegría culpable. De repente oyó un ronquido regular y tranquilo. En un primer momento Alekséi Aleksándrovich se interrumpió, como asustado del ruido que estaba haciendo; pero, tras respirar dos veces con normalidad, volvió a roncar como antes.

–Es tarde, tarde —murmuró Anna con una sonrisa. Estuvo un buen rato sin moverse, con los ojos abiertos, cuyo resplandor creía percibir en la oscuridad.

 

X

A partir de esa noche empezó una vida nueva para Alekséi Aleksándrovich y su mujer. En apariencia, no había pasado nada. Anna seguía frecuentando la buena sociedad, sobre todo la casa de la princesa Betsy, y en todas partes se encontraba con Vronski. Alekséi Aleksándrovich se daba cuenta, pero era incapaz de hacer nada. A todos sus intentos de favorecer una explicación, Anna oponía una irónica perplejidad, que actuaba como una suerte de muralla infranqueable. De puertas afuera las cosas seguían igual, pero su relación había cambiado por completo. Alekséi Aleksándrovich, tan enérgico a la hora de tratar asuntos de Estado, se sentía impotente en este caso. Como un buey, agachó la cabeza, esperando con resignación el golpe final. Cada vez que se ponía a pensar en esa cuestión, se decía que debía hacer un nuevo intento de salvarla, de hacerla entra! en razón, recurriendo para ello a la bondad, la ternura y la persuasión, y cada día se proponía hablar con ella. Pero, en cuanto abría la boca, el espíritu del mal y de la mentira que se había apoderado de Anna se enseñoreaba también de él, y decía cosas muy distintas de las que había preparado, y además en un tono inesperado. Por más que lo intentaba, no podía renunciar a esa entonación burlona tan característica, con la que parecía reírse de sus propias palabras. Y así no había manera de expresarlo que quería.

 

XI

Lo que durante casi un año entero había constituido para Vronski el único fin de su vida, sustituyendo a todos los deseos anteriores, y para Anna un sueño terrible, imposible y a la vez maravilloso, acabó haciéndose realidad Pálido, la mandíbula inferior temblorosa, Vronski se inclinaba sobre ella y le suplicaba que se tranquilizara, sin saber muy bien qué decirle.

–¡Anna! ¡Anna! —decía con voz trémula—. ¡Anna, por el amor de Dios...! Pero, cuanto más elevaba la voz, más bajaba ella la cabeza, antaño tan altiva y alegre, ahora cubierta de oprobio. Toda encorvada, se iba deslizando poco a poco del sofá en el que estaba sentada, y habría acabado cayendo sobre la alfombra si Vronski no la hubiera sostenido.

–¡Dios mío! ¡Perdóname! —decía ella entre sollozos, y apretaba la mano de Vronski contra su pecho.

Se sentía tan culpable y criminal que lo único que le quedaba era humillarse y pedirle perdón. Ya no tenía en el mundo a nadie más, por eso imploraba su gracia. Al mirar a Vronski, su humillación se le hacía tan evidente que no se le ocurría decir otra cosa. En cuanto a él, parecía un asesino al pie de su víctima. Ese cuerpo al que había arrebatado la vida era su amor, la primera etapa de su amor. No podía pensar sin amargura y repugnancia en lo que acababa de comprar al precio de esa espantosa vergüenza. La conciencia de su desnudez espiritual abrumaba a Anna y se comunicaba a Vronski. No obstante, por grande que fuera el horror del asesino delante del cadáver, tenía que descuartizarlo, ocultarlo, beneficiarse del crimen cometido.

Entonces, igual que el asesino se abalanza sobre el cadáver con animosidad, casi con pasión, lo arrastra y lo despedaza, Vronski cubría de besos el rostro y los hombros de Anna. Ella le cogía las manos y no se movía. Sí, lesos besos era lo que había comprado al precio de su vergüenza. Y también lesa mano que le pertenecería para siempre, la mano de su cómplice. La levantó y la besó. Vronski se puso de rodillas y quiso verle la cara, pero ella la ocultó y no dijo nada. Por último, como haciendo un esfuerzo por dominarse, se puso en pie y lo apartó. Su rostro inspiraba tanta más compasión cuanto que no había perdido ni un ápice de su belleza.

–Todo ha terminado —dijo—. Tú eres lo único que tengo. Recuérdalo.

–No puedo olvidar lo que constituye el único objeto de mi vida. Por un instante de esta felicidad...

–¡Menuda felicidad! —exclamó Anna con horror y repugnancia, comunicándole involuntariamente su espanto—. ¡Por el amor de Dios, no digas nada! ¡Ni una palabra más! —se levantó bruscamente y se apartó de Vronski—. Ni una palabra más —repitió y, con una expresión de fría desesperación que a él se le antojó extraña, se despidió.

Tenía la impresión de que en esos momentos no era capaz de expresar con palabras el sentimiento de vergüenza, alegría y horror que la embargaba al iniciar esa nueva vida y, antes de pronunciar palabras triviales e imprecisas, prefería guardar silencio. Pero tampoco al día siguiente ni al otro encontró palabras para expresar la complejidad de sus sentimientos; ni siquiera sus pensamientos reflejaban las impresiones de su alma.

Se decía: «No, ahora no puedo pensar en eso; más tarde, cuando esté más tranquila». Pero esa serenidad de espíritu no llegaba nunca. Cada vez que recordaba lo que había sucedido y pensaba en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, se desesperaba y rechazaba esas ideas.

–Más tarde, más tarde —decía—. Cuando esté más tranquila.

Pero en sueños, cuando perdía cualquier dominio sobre el curso de sus reflexiones, su situación se le aparecía en toda su descarnada desnudez. Casi todas las noches soñaba lo mismo: los dos eran sus maridos y le prodigaban sus caricias. Alekséi Aleksándrovich lloraba, le besaba las manos y decía: «¡Qué felices somos ahora!». Alekséi Vronski también estaba allí y también era su marido. Y Anna, sorprendida de que antes esa situación le hubiera parecido imposible, les explicaba, riendo, que todo era ahora mucho más sencillo, que ahora tanto uno como otro estarían contentos y satisfechos. Pero ese sueño la angustiaba como una pesadilla, y se despertaba horrorizada.

 

XII

Ya en los primeros días que siguieron a su vuelta de Moscú, cada vez que Levin se estremecía y se ruborizaba al recordar la humillación de haber sido rechazado, se decía: «Me ruborizaba y me estremecía de la misma manera y consideraba que todo estaba perdido cuando me suspendieron en física y tuve que repetir el segundo curso, y también cuando eché a perder ese asunto que mi hermana me había confiado. ¿Y qué? Con el paso de los años, al recordar estos episodios, me sorprende que pudieran apenarme. Lo mismo sucederá con esta pena. Pasará el tiempo y lo veré todo con indiferencia».

Pero transcurrieron tres meses, y ese recuerdo, en lugar de dejarlo indiferente, seguía causándole el mismo dolor que los primeros días. No podía serenarse porque, después de tanto soñar con la vida familiar, para la que se creía preparado, se encontraba con que seguía soltero, y la posibilidad de casarse estaba más lejana que nunca. Como todas las personas que le rodeaban, sentía con dolor que no estaba bien que un hombre de su edad viviera solo. Recordaba que antes de su viaje a Moscú le había dicho a su vaquero Nikolái, un hombre ingenuo, con el que le gustaba charlar: «¡Pues sí, Nikolái! ¡Quiero casarme!», y que éste se había apresurado a responder, como si fuera un asunto sobre el que no se pudiera albergar la menor duda: «¡Hace tiempo que debía haberlo hecho, Konstantín Dmítrich!». Pero jamás el matrimonio le había parecido tan lejano. El lugar estaba ocupado. Y, cuando en lugar de Kitty, ponía a cualquier otra muchacha conocida, se daba cuenta en seguida de que era algo completamente imposible. Además, al recordar la negativa que había recibido y el papel que había desempeñado en esa historia, sentía que se ahogaba de vergüenza. Por más que se decía que no tenía la culpa de nada, ese recuerdo vergonzoso, unido a otros del mismo tenor, le hacían estremecerse y enrojecer. Había en su pasado, como en el de cualquier hombre, actos que juzgaba reprensibles, por los que le remordía la conciencia; pero su recuerdo le atormentaba mucho menos que aquel acontecimiento insignificante, pero vergonzoso. Esas heridas no cicatrizaban nunca. Y ahora a tales recuerdos venían a sumarse aquella negativa y la penosa impresión que debió de causar a todos esa noche. Pero el tiempo y el trabajo hicieron su obra. Los acontecimientos modestos, pero importantes, de la vida del campo fueron borrando poco a poco los recuerdos dolorosos. Cada semana que pasaba se acordaba menos de Kitty. Esperaba con impaciencia que alguien le anunciara la boda inminente o le confirmara la celebración del matrimonio, esperando que esa noticia, como la extracción de una muela, le curara del todo.

Entre tanto, llegó la primavera, bella, armoniosa, sin esas anticipaciones y amagos tan habituales, una de esas raras primaveras que alegran a un tiempo a las plantas, a los animales y a los hombres. Esa hermosa primavera comunicó a Levin nuevos bríos y le reafirmó en su propósito de renunciar al pasado para organizar su vida solitaria sobre una base sólida e independiente. Aunque no había llevado a cabo muchos de los proyectos que tenía cuando regresó al campo, había observado el más importante: llevar una vida pura. Ya no experimentaba esa vergüenza que tanto solía atormentarle después de una caída, y se atrevía a mirar a los ojos a la gente. En el mes de febrero recibió una carta de Maria Nikoláievna en la que le anunciaba que la salud de su hermano había empeorado, pero que no quería seguir un tratamiento. Nada más recibirla, Levin viajó a Moscú y logró convencer a su hermano de que consultara a un médico y fuera a tomar las aguas al extranjero. Se dio tanta maña para persuadirle y prestarle dinero sin que se enfadara que bien podía sentirse satisfecho. Además de las labores de la hacienda, que requerían una atención especial en primavera, y de la lectura, Levin había empezado a escribir ese invierno una obra sobre economía rural, cuyo objetivo principal consistía en demostrar que el carácter del labrador constituía un factor determinante, de la misma manera que el clima y el suelo, y que, por tanto, la ciencia agrícola debía tener en cuenta en sus proposiciones no sólo esos dos factores —el suelo y el clima—, sino también el carácter invariable del labriego. Así pues, a pesar de su soledad, o quizá a raíz de ella, Levin estaba ocupadísimo. Sólo de tarde en tarde lamentaba no poder comunicar las ideas que se le pasaban por la cabeza más que a Agafia Mijáilovna, con quien a veces departía de física, agronomía y, sobre todo, de filosofía, que era el tema preferido de esa buena mujer.

La primavera se hizo esperar. Un cielo despejado y un ambiente gélido marcaron las últimas semanas de la Cuaresma. De día, la nieve se fundía al calor del sol; pero de noche la temperatura descendía hasta los siete grados bajo cero. La capa de hielo era tan dura que los carros tenían que transitar fuera de los caminos. El día de Pascua aún había nieve. Pero al día siguiente, de pronto, sopló un viento tibio, se amontonaron las nubes, y durante tres días y tres noches estuvo cayendo una lluvia tibia y torrencial. El jueves amainó el viento, una niebla espesa y gris cubrió la tierra, como para ocultar la misteriosa transformación que se estaba produciendo en la naturaleza. Bajo esa capa de niebla, empezaron a fluir las aguas, crujieron y se desplazaron los hielos, se despeñaron los turbios y espumeantes torrentes. El lunes de Pascua, por la tarde, se disipó la niebla, las nubes se desflecaron en vedijas, el tiempo aclaró y empezó la auténtica primavera.

A la mañana siguiente un sol brillante acabó de fundir la fina capa de hielo que cubría las aguas, y el aire cálido se llenó de los vapores de la tierra vivificada. La hierba vieja reverdecía, al tiempo que la nueva empezaba a despuntar, se hincharon los brotes de los mundillos, de los groselleros y de los pegajosos y barnizados abedules, y en las ramas de los sauces, inundados de una luz dorada, revoloteaban y zumbaban las abejas, liberadas de su encierro invernal. Alondras invisibles cantaban sobre los prados aterciopelados y los rastrojos cubiertos de hielo, las avefrías gemían en las hondonadas y los pantanos inundados por las aguas torrenciales, las grullas y los patos salvajes lanzaban desde lo alto del cielo sus graznidos primaverales. El ganado, cuyo pelaje no se había renovado del todo y tenía calvas aquí y allá, mugía en los pastizales, corderos patizambos retozaban alrededor de sus madres, y muchachos de pies ligeros corrían descalzos, dejando sus huellas en los senderos aún húmedos; en los estanques se oían las voces alegres de las mujeres que lavaban la ropa, y en los patios resonaban los hachazos de los campesinos, que reparaban los rastrillos y los arados. Había llegado de verdad la primavera.

 

XIII

Por primera vez Levin se puso un chaquetón de paño en lugar de la pelliza, se calzó las botas altas y se fue a recorrer la hacienda, vadeando los arroyos, cuyo reflejo le hacía daño en los ojos, pisando tan pronto un pedazo de hielo como el barro pegajoso.

La primavera es la época de los proyectos y de los planes. De la misma manera que un árbol no adivina de qué manera y en qué dirección se extenderán sus ramas y sus tiernos brotes, encerrados en las yemas, Levin no sabía, cuando salía de casa, lo que iba a emprender en su adorada hacienda, pero no paraba de alumbrar planes y proyectos maravillosos. Lo primero que hizo fue ir a ver el ganado. Las vacas ya estaban en el cercado, con su pelaje nuevo y resplandeciente, calentado por el sol, y mugían para que las llevaran a los pastos. Levin, que las conocía en detalle, las contempló arrobado, y a continuación ordenó que las sacasen a los campos y llevasen las terneras al cercado. El pastor, muy contento, se preparó para partir. Las vaqueras, con la saya recogida, chapoteaban en el barro con las piernas desnudas, aún sin tostar, persiguiendo con unas varitas a las terneras, que mugían y retozaban alegres, y las conducían al cercado.

Después de admirar las crías de ese año, que eran de una hermosura poco común —las de más edad tenían ya el tamaño de las vacas de los campesinos y la becerra de la Pava, con sólo tres meses, tenía el tamaño de las de un año—, Levin mandó que sacaran una artesa y que les echaran de comer en el cercado. Pero, como no lo habían usado en todo el invierno, las vallas que habían preparado en el otoño se habían echado a perder. Mandó llamar al carpintero, a quien había dado órdenes de que se ocupara de la trilladora. Y se encontró con que éste estaba arreglando los rastrillos, que tendrían que haber estado listos antes de la Cuaresma. Se puso de muy mal humor. Le sacaba de sus casillas que no hubiera modo de acabar con esa dejadez, contra la que llevaba años luchando con todas sus fuerzas. Se enteró de que habían llevado las vallas, innecesarias en invierno, a las cuadras de los campesinos, donde se habían roto, pues eran de construcción ligera, pensadas para las terneras. Por si eso fuera poco, las gradas y todos los aperos agrícolas que tres carpinteros contratados expresamente tendrían que haber revisado y reparado en el transcurso del invierno seguían sin arreglar: se estaban ocupando de esa tarea cuando ya había llegado el momento de rastrillar. Levin mandó llamar al administrador, pero al final decidió ir a buscarlo en persona. Se lo encontró volviendo de la era, tan radiante como todo en ese día, con su caftán corto guarnecido de piel de cordero y una pajita rota entre los dedos.

–¿Por qué el carpintero no está componiendo la trilladora?

–Había pensado decírselo ayer. Es que era necesario arreglar las gradas. Ya es hora de labrar.

–¿Y qué habéis hecho durante el invierno?

–¿Para qué necesita al carpintero?

–¿Dónde están las vallas para el cercado de los terneros?

–Ordené que las pusieran en su sitio. ¡Pero con esta gente no hay manera! —dijo el administrador, gesticulando con los brazos.

–¡No diga usted con esta gente, sino con este administrador! —exclamó Levin, soliviantado—. ¡No sé para qué sigo teniéndole a mi servicio...! —gritó; pero, dándose cuenta de que de ese modo no iba a arreglar nada, dejó la frase a medias y se contentó con suspirar—. Entonces, ¿podemos empezar a sembrar? —preguntó, después de unos instantes de silencio.

–Mañana o pasado mañana se podrá sembrar detrás de Túrkino.

–¿Y el trébol?

–He enviado a Vasili y a Mishka a sembrarlo, pero no sé si lo conseguirán. La tierra sigue siendo un barrizal.

–Pero ¿cuántas hectáreas?

–Unas seis.

–¿Y por qué no todas? —exclamó Levin.

Al enterarse de que sólo iban a sembrar trébol en seis de las veinte hectáreas, Levin se enfadó todavía más. La teoría y su propia experiencia le decían que, para que el trébol brote bien, debe sembrarse lo antes posible, casi con nieve. Pero no conseguía que le hicieran caso.

–Nos faltan manos. ¿Qué se puede hacer con esta gente? Tres no han aparecido. Y además Semión...

–Haber llamado a alguno de los que se ocupan de la paja.

–Es lo que he hecho.

–¿Y dónde están?

–Cinco están preparando el abono. Cuatro remueven la avena para que no se estropee, Konstantín Dmítrich.

Levin sabía perfectamente lo que significa ese «para que no se estropee»: la avena inglesa destinada a la siembra se había echado a perder. Una vez más no habían hecho lo que les había ordenado.


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