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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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El alemán hizo intención de salir, pero Levin lo detuvo:

–No se moleste.

–¿Sale el tren a las tres? —preguntó el alemán—. No debo perderlo.

Levin, sin responderle, salió con su mujer.

–Bueno, ¿qué es lo que tienes que decirme? —le preguntó en francés.

No la miraba de frente y hacía lo posible por no fijarse en el temblor de los músculos de su cara, en su aspecto lastimoso y abatido.

–Quería... quería decirte que no se puede vivir así. Esto es un tormento... —murmuró.

–Hay criados en la despensa —dijo Levin con enfado—. No me hagas una escena.

–Vamos allí.

Estaban en una habitación de paso. Kitty quiso entrar en la contigua. Pero la inglesa estaba dándole clase a Tania.

–¡Bueno, vayamos al jardín!

Una vez allí, se toparon con un jardinero que estaba rastrillando el sendero. Sin pensar en que aquel hombre estaba viendo el rostro agitado y cubierto de lágrimas de Kitty, y en que parecían dos personas que escapaban de una desgracia, siguieron andando con pasos rápidos, con la sensación de que tenían que explicarse de una vez, disipar los malentendidos, pasar solos unos instantes y librarse de ese tormento.

–¡Así no se puede vivir! ¡Esto es una tortura! Yo sufro, tú sufres. ¿Por qué? —preguntó Kitty, cuando llegaron por fin a un banquito apartado, en un extremo de la avenida de tilos.

–Dime sólo una cosa: ¿había algo indecoroso, indecente y terriblemente humillante en su tono? —preguntó Levin, deteniéndose delante de ella, en la misma postura que había adoptado la otra noche, con los puños apretados contra el pecho.

–Sí —respondió ella con voz trémula—. Pero ¿no te das cuenta, Kostia, de que yo no tengo la culpa? Llevo toda la mañana queriendo adoptar otra actitud, pero esta gente... ¿Por qué han venido? ¡Con lo felices que éramos antes! —añadió, ahogada por los sollozos que sacudían su desgarbado cuerpo.

Cuando pasaron de nuevo a su lado, el jardinero se quedó asombrado: los había visto correr, aunque nadie los perseguía ni tenían razón alguna para huir; y ahora, aunque no podían haber encontrado en ese banco nada especialmente alegre, volvían a casa con rostros serenos y resplandecientes.

 

XV

Después de acompañar a su mujer al piso de arriba, Levin se dirigió a las dependencias de Dolly. Daria Aleksándrovna, por su parte, se encontraba muy alterada ese día. Recorría la habitación de un extremo al otro y decía con enfado a la niña, que lloraba a lágrima viva en un rincón:

–Te quedarás ahí todo el día, comerás sola, no jugarás con ninguna muñeca y no te haré ningún vestido nuevo —decía, sin saber ya a qué castigo recurrir—. Es una niña insoportable —añadió, dirigiéndose a Levin—. ¿De dónde le vendrán esas malas inclinaciones?

–Pero ¿qué es lo que ha hecho? —preguntó Levin con bastante indiferencia. Quería solicitar el consejo de Dolly sobre la cuestión que le preocupaba y lamentaba haber llegado en un momento tan inoportuno.

–Ha ido a coger frambuesas con Grisha y una vez allí... Ni siquiera puedo decir lo que estaban haciendo. Algo repugnante. ¡Cuánto echo de menos a Miss Elliot! Esta otra niñera es como una máquina, no se ocupa de nada... Figurez vous que'elle... 121

Y Daria Aleksándrovna le contó la travesura de Masha.

–Esto no demuestra nada. No veo ninguna mala inclinación, sólo es una chiquillada —la tranquilizó Levin.

–Pareces disgustado. ¿Para qué has venido a verme? —preguntó Dolly—. ¿Qué pasa allí abajo?

Y por el tono de su pregunta Levin comprendió que le sería fácil exponerle lo que quería.

–No lo sé. Estaba en el jardín con Kitty. Es la segunda vez que discutimos desde que... desde que llegó Stiva. —Dolly le miró con sus ojos inteligentes y comprensivos—. Dime con la mano en el corazón. ¿No había... no en Kitty, sino en ese señor, ese tono que puede ser desagradable, o peor aún, horrible y ofensivo para un marido?

–No sé qué decirte... ¡Quédate en el rincón! —exclamó, dirigiéndose a Masha, que al ver una sonrisa apenas perceptible en el rostro de su madre, se había dado la vuelta—. La opinión de la sociedad sería que se comporta como lo hacen todos los jóvenes. Il fait la cour à une jeune et jolie femme, 122y, si el marido es un hombre de mundo, debe sentirse halagado.

–Sí, sí —dijo Levin con aire sombrío—. Pero ¿tú lo has notado?

–No sólo yo, también Stiva. Después de tomar el té me dijo: Je crois que Veslovski fait un petit brin de tour à Kitty. 123

–Muy bien. Ahora estoy tranquilo. Voy a echarlo —dijo Levin.

–¿Te has vuelto loco? —exclamó Dolly horrorizada—. Pero, ¡Kostia, recapacita un poco! —añadió, echándose a reír—. Bueno, ya puedes ir a buscar a Fanny —le dijo a Masha—. Si quieres, hablaré con Stiva. Él se lo llevará. Se le puede decir que esperas invitados. En general, no conviene tener en casa a un invitado así.

–No, no, me ocuparé yo personalmente.

–Pero ¿vas a discutir con él?

–En absoluto. Hasta pasaré un buen rato —dijo Levin, y, de hecho, sus ojos centellearon de alegría—. Bueno, Dolly, perdónala. No lo volverá a hacer —añadió, refiriéndose a esa pequeña malhechora que, en lugar de ir en busca de Fanny, se había plantado con indecisión delante de su madre, a quien miraba de soslayo, tratando de ganarse su atención.

Cuando la madre la miró, la niña estalló en sollozos y ocultó el rostro en el regazo de Dolly, que le acarició la cabeza con su mano delgada y suave.

«¿Qué tiene en común con nosotros este muchacho?», pensó Levin y se puso a buscar a Veslovski.

Al pasar por el recibidor, ordenó que engancharan la calesa para ir a la estación.

–Ayer se rompió un resorte —le respondió el criado.

–Pues entonces la tartana, y lo antes posible. ¿Dónde está el invitado?

–Se ha retirado a su habitación.

Levin se encontró con Vásenka cuando éste, después de sacar las cosas de su maleta y dejar a un lado las nuevas romanzas que había traído, se estaba probando unas polainas que se ponía para montar a caballo.

Puede que el rostro de Levin tuviera una expresión especial o que el propio Vásenka hubiera comprendido que ce petit brin de courque había iniciado estaba fuera de lugar en esa familia, pero el caso es que al entrar Levin dio muestras de cierta turbación (en la medida en que puede turbarse un hombre de mundo).

–¿Se pone usted polainas para montar?

–Sí, es mucho más limpio —respondió Vásenka con una sonrisa alegre y bonachona, al tiempo que apoyaba la gruesa pierna en una silla y se abrochaba el corchete inferior.

En el fondo era tan buen muchacho que Levin se compadeció de él y sintió vergüenza de sí mismo, en su condición de dueño de la casa, cuando notó la timidez de su mirada.

En la mesa descansaba el trozo de bastón que había roto por la mañana cuando, haciendo gimnasia, habían intentado enderezar las paralelas, hinchadas por la humedad. Levin, sin saber cómo empezar, cogió con la mano ese pedazo y se puso a arrancar las astillas que habían quedado en la punta.

–Quería... —dijo, y al punto se interrumpió. Pero acto seguido se acordó de Kitty y de todo lo que había sucedido, le miró con determinación a los ojos y prosiguió—: He dado órdenes de que enganchen los caballos.

–¿Y para qué? —preguntó Vásenka, asombrado—. ¿Es que vamos a algún sitio?

–Para llevarle a usted a la estación —respondió Levin con aire sombrío, sin dejar de pelar aquel trozo de madera.

–¿Se va usted o es que ha sucedido algo?

–Estoy esperando a unos invitados —dijo Levin, arrancando astillas cada vez más deprisa con sus fuertes dedos—. No, no espero a nadie y no ha sucedido nada, pero le ruego que se marche. Puede interpretar mi falta de cortesía como mejor le parezca.

Vásenka se enderezó.

–Le ruego que me explique... —dijo con dignidad, comprendiendo de una vez.

–No puedo explicarle nada —replicó Levin con voz lenta y reposada, procurando ocultar el temblor de su mandíbula—. Más vale que no pregunte. —Y, como no le quedaban astillas por arrancar, cogió el pedazo entre los dedos, lo rompió en dos mitades y cogió con cuidado una de ellas antes de que cayera al suelo.

Es probable que esos brazos en tensión, esos músculos que había palpado por la mañana, mientras hacían gimnasia, esos ojos brillantes, esa voz serena y esa mandíbula temblorosa tuvieran más peso que las palabras en el ánimo de Vásenka. Se encogió de hombros, sonrió con aire despectivo y se inclinó.

–¿Puedo ver a Oblonski?

Ni el gesto ni la sonrisa de Vásenka irritaron a Levin. «¿Qué otra cosa podría hacer?», pensaba.

–Ahora mismo le digo que venga.

–Pero ¡esto no tiene sentido! —exclamó Stepán Arkádevich, cuando se enteró por boca de su amigo de que lo echaban de la casa. Y, al encontrarse con Levin en el jardín, donde éste estaba paseando en espera de que el invitado se marchara, le dijo—: Mais c'est ridicule! ¿Qué mosca te ha picado? Mais c'est du dernier ridicule! 124Sólo porque un hombre joven...

Pero, por lo visto, el lugar donde le había picado la mosca aún le dolía, porque, cuando Stepán Arkádevich procuró explicarle la conducta de Vásenka, Levin palideció de nuevo y no dejó que su cuñado acabara la frase:

–¡Haz el favor de no darme explicaciones! ¡No puedo actuar de otra manera! Me da mucha vergüenza delante de él y delante de ti. Pero no creo que marcharse de aquí suponga un gran disgusto para él, y a mi mujer y a mí su presencia se nos ha vuelto intolerable.

–Pero ¡se sentirá ofendido! Et puis c'est ridicule. 125

–¡También es ofensivo y doloroso para mí! ¡No soy culpable de nada y no tengo por qué sufrir!

–No me esperaba esto de ti. On peut être jaloux, mais à ce point, c'est du dernier ridicule! 126

Levin se dio la vuelta a toda prisa, se retiró a lo más profundo de la avenida y siguió paseando arriba y abajo. Pronto oyó el traqueteo de la tartana y divisó a través de los árboles a Vásenka, con su gorra escocesa, que atravesaba la alameda tambaleándose a la menor sacudida, acomodado en un montón de heno (por desgracia, la tartana no tenía asiento).

«¿Qué pasa ahora?», pensó Levin, cuando un criado salió corriendo de la casa y detuvo la tartana. A continuación apareció el mecánico alemán, del que Levin se había olvidado por completo. Después de saludar a Veslovski e intercambiar algunas palabras con él, subió a la tartana, y los dos partieron juntos.

Stepán Arkádevich y la princesa estaban indignados del proceder de Levin. En cuanto a éste, no sólo se sentía ridiculeen grado sumo, sino culpable y avergonzado. No obstante, al recordar lo que su mujer y él habían sufrido y al preguntarse qué haría si se volviera a encontrar en la misma situación, se dijo que actuaría de la misma manera.

A pesar de lo que había sucedido, esa misma tarde, todos los presentes, excepto la princesa, que no perdonaba el proceder de Levin, dieron muestras de una animación y una alegría extremas, como unos niños después de un castigo o unos adultos después de una enojosa recepción oficial. Y esa misma noche, cuando la princesa se retiró, hablaron de la expulsión de Vásenka como de un acontecimiento muy lejano. Dolly, que había heredado de su padre el don de contar las cosas con gracia, hizo que a Várenka se le saltaran las lágrimas de risa al contar por tercera y cuarta vez, siempre con nuevos añadidos jocosos, que estaba a punto de ponerse unos lacitos nuevos en honor del invitado cuando entró en el salón y oyó el traqueteo del desvencijado carromato. ¿Quién lo ocuparía? Pues nada menos que Vásenka, con su gorrita escocesa, sus romanzas y sus polainas, sentado en un montón de heno.

–¡Si al menos hubieran ordenado que engancharan la calesa! Luego oigo que alguien grita: «¡Esperen!», y pienso que se han apiadado de él. Pero, cuando me acerco a mirar, veo que ese alemán tan gordo se instala a su lado y que se marchan juntos... Entonces me digo: «¡Adiós a mis lacitos!».

 

XVI

Daria Aleksándrovna no abandonó su proyecto de visitar a Anna. Lamentaba mucho apenar a su hermana y disgustar a Levin. Entendía que los dos hacían muy bien en no tener ninguna relación con Vronski; pero consideraba que su deber era visitar a Anna y demostrarle que sus sentimientos no podían cambiar, a pesar de que la situación de su amiga ahora fuera otra.

Como no quería recurrir a los Levin para hacer el viaje, envió a un criado a la aldea para que alquilara unos caballos. No obstante, cuando Levin se enteró, fue a verla para expresarle su malestar.

–¿Por qué crees que me desagrada tu viaje? Y, aunque así fuera, me desagradaría más aún que no aceptaras mis caballos —le dijo—. No me has dicho ni una vez que habías tomado la resolución de partir. Me disgusta que alquiles caballos en la aldea. Pero lo que más me preocupa es que, aunque te prometan llevarte, no cumplirán su palabra. Yo tengo caballos. Si no quieres que me enfade, debes aceptarlos.

Daria Aleksándrovna tuvo que dar su consentimiento. El día señalado Levin preparó cuatro caballos y otro de repuesto. Unos eran de labor y otros de silla, nada imponentes de aspecto, pero capaces de llevarla en un solo día. No le resultó fácil conseguirlos, porque en esos momentos también se necesitaban caballos para la princesa y para la comadrona, pero su sentido de la hospitalidad no le permitía que su cuñada alquilara caballos estando en su casa; además, sabía que los veinte rublos que le habían pedido por el viaje constituían un gasto muy oneroso para ella, y los asuntos financieros de Daria Aleksándrovna, que los Levin sentían como propios, no marchaban nada bien.

Siguiendo el consejo de Levin, Daria Aleksándrovna salió poco antes del amanecer. El camino era bueno; la calesa, cómoda; los caballos avanzaban a buen ritmo, y en el pescante, al lado del cochero, iba sentado el administrador, al que Levin había enviado en lugar de un criado para mayor seguridad. Daria Aleksándrovna se quedó traspuesta y sólo se despertó cuando llegaron a la posada en la que debían cambiar de caballos.

Después de tomar el té en la casa de aquel campesino rico en la que había hecho alto Levin de camino a las tierras de Sviazhski, de charlar con las mujeres acerca de los niños y con el dueño acerca del conde Vronski, a quien el anciano cubrió de elogios, a eso de las diez Daria Aleksándrovna reanudó su viaje. Cuando estaba en casa, la preocupación constante por sus hijos no le dejaba tiempo para pensar. En cambio ahora, en esas cuatro horas de trayecto, todos los pensamientos acumulados le vinieron de pronto a la cabeza, y pasó revista a su vida como no lo había hecho nunca, desde los ángulos más diversos. Hasta ella misma se extrañó de lo que se le ocurría. Al principio pensó en sus hijos, por los que estaba preocupada, a pesar de que la princesa y, sobre todo, Kitty (tenía más confianza en esta última) habían prometido ocuparse de ellos. «Con tal de que Masha no haga ninguna travesura, Grisha no reciba ninguna coz y Lily no sufra otra indigestión...» Pero al poco rato las cuestiones actuales cedieron su lugar a las del futuro inmediato. Se puso a pensar en que ese invierno tendrían que mudarse de piso en Moscú, cambiar los muebles del salón y encargar una pelliza para la hija mayor. Luego le vinieron a la cabeza diversas cuestiones relacionadas con un futuro más lejano: cómo haría para introducir a sus hijos en el mundo cuando crecieran. «Con las niñas no es tan difícil —se decía—, pero ¿y los chicos?

»No cabe duda de que ahora me ocupo mucho de Grisha, pero sólo porque, al no estar embarazada, dispongo de tiempo libre. Naturalmente, con Stiva no se puede contar. Los sacaré adelante con la ayuda de algunas personas de bien. Pero si vuelvo a quedarme encinta...» Y llegó a la conclusión de que no era justo considerar los dolores del parto como una señal de la maldición que pesa sobre las mujeres. «Dar a luz no es nada; lo duro son los meses de gestación», pensaba, recordando su último embarazo y la pérdida de su hijo. Luego repasó la conversación que había tenido con la campesina joven de la posada. Cuando le preguntó si tenía hijos, aquella hermosa muchacha le respondido alegremente:

–Tenía una niña, pero Dios se la llevó. La enterramos por la Cuaresma.

–¿Y te da mucha pena? —preguntó Daria Aleksándrovna.

–¿Por qué? El viejo tiene ya muchos nietos. No me daba más que preocupaciones. No me dejaba trabajar ni hacer nada. Era como tener las manos atadas.

A Daria Aleksándrovna le había parecido odiosa esa respuesta, a pesar del aspecto bondadoso de la joven, pero ahora, a su pesar, la recordaba. Esas palabras tan cínicas no dejaban de encerrar una parte de verdad.

«En general —se decía Daria Aleksándrovna, pasando revista a sus quince años de matrimonio—, mi vida ha discurrido entre embarazos, mareos, fases de embotamiento mental e indiferencia por todo y, encima, con esa deformación del cuerpo. Kitty, la joven y bonita Kitty, ya ha perdido buena parte de sus encantos; en cuanto a mí, sé que los embarazos me vuelven horrible. Los partos, los sufrimientos terribles y ese instante postrero... Luego la lactancia, las noches en vela, esos dolores espantosos...»

Sólo de pensar en los dolores que le causaban las grietas en los pechos, de los que no se había librado en ninguno de sus embarazos, Daria Aleksándrovna se estremeció. «Después las enfermedades de los niños, ese temor constante; más tarde la educación, las inclinaciones perversas —se acordó del estropicio de Masha con las frambuesas—, los estudios, el latín, todas esas cosas tan incomprensibles y difíciles. Y por encima de todo, la posibilidad de la muerte.» Por su imaginación volvió a pasar ese recuerdo que desgarraba su corazón de madre: el fallecimiento de su último hijo, que murió de difteria; el entierro, la indiferencia general ante ese pequeño ataúd rosado, su corazón destrozado y su dolor solitario delante de esa pálida frente, con rizos en las sienes, y esa boquita abierta y sorprendida en el momento en que colocaban la tapa rosa con un galón dorado en forma de cruz.

«¿Y todo eso para qué? ¿Qué sentido tiene? Viviré sin gozar de un instante de reposo, tan pronto embarazada como ocupada con la crianza, siempre enfurruñada y de mal humor, atormentándome a mí misma y atormentando a los demás, haciéndome odiosa a mi marido... Y encima para que mis hijos sean desgraciados, no completen su educación ni tengan dónde caerse muertos. Ya este año, de no haber sido porque nos han invitado los Levin, no sé dónde habríamos pasado el verano. Desde luego Kitty y Kostia son tan delicados que apenas se da uno cuenta, pero esto no puede seguir así. En cuanto empiecen a tener hijos, no estarán en condición de ayudarnos. Incluso ahora pasan algunos apuros. Y ¿cómo va a ayudarnos papá, cuando apenas le ha quedado nada? No seré capaz de sacar adelante yo sola a los niños, a no ser que recurra a la ayuda ajena y me someta a humillaciones de todo tipo. Pongámonos en el mejor de los casos, que no muera ninguno de los niños y que, mal que bien, consiga educarlos. Como mucho, lo único que habré conseguido es que no sean unos haraganes. Esto es lo único que puedo esperar. Y para eso, ¡cuántos sufrimientos y trabajos!... ¡La vida entera arruinada!» De nuevo recordó lo que le había dicho la muchacha de la posada y volvió a sentir la misma repugnancia, aunque no pudo por menos de reconocer que había un fondo de verdad en esas crueles palabras.

–¿Queda mucho, Mijáila? —preguntó Daria Aleksándrovna al administrador para ahuyentar esos angustiosos pensamientos.

–Dicen que desde esta aldea sólo hay siete verstas.

La calesa atravesó la calle de la aldea y llegó a un puentecillo, por el que avanzaba un jovial grupo de campesinas con bultos al hombro, intercambiando comentarios alegres y ruidosos. Al pasar el coche a su lado, se detuvieron y lo miraron con curiosidad. A Daria Aleksándrovna todos esos rostros vueltos hacia ella se le antojaron rebosantes de salud y contento, y el ansia de vida que se adivinaba en ellos la irritó. «Todos viven, todos disfrutan de la vida —prosiguió con sus reflexiones, cuando la vieja calesa, dejando atrás a las mujeres, enfilaba una cuesta y avanzaba de nuevo al trote, sacudida por el agradable traqueteo de las suaves ballestas—. Yo, en cambio, como una prisionera que sale de la cárcel, liberada de un mundo de preocupaciones que me está matando, sólo ahora dispongo de un momento para reconsiderar mi pasado. Todos viven: esas campesinas, mi hermana Natalia, Várenka, Anna, a la que voy a ver ahora. Sólo yo carezco de vida propia. Todos se ensañan con Anna. ¿Por qué? ¿Acaso soy yo mejor? Al menos yo tengo un marido a quien amo. No tanto como quisiera, pero le amo. En cambio, Anna no quería al suyo. ¿De qué es culpable? Quiere vivir. Dios nos ha inculcado esa necesidad en el corazón. Es más que probable que yo hubiera hecho lo mismo. Hasta ahora sigo sin saber si tomé la decisión correcta al seguir sus consejos, cuando vino a verme a Moscú en aquellos momentos terribles. Tendría que haber abandonado a mi marido y haber empezado una vida nueva. Habría podido amar y ser amada de veras. ¿Acaso es mejor mi situación actual? No respeto a mi marido, sólo lo necesito —pensaba—. Por eso lo aguanto. ¿Acaso es eso mejor? Entonces aún podía gustar, conservaba parte de mi belleza», siguió diciéndose. De pronto sintió deseos de mirarse en el espejito de viaje que llevaba en la bolsa e hizo intención de sacarlo; pero, al ver la espalda del cochero y del administrador, que se bamboleaba en el pescante, le dio miedo de que se volvieran y la sorprendieran, y lo dejó donde estaba.

Pero no necesitaba mirarse para saber que ya era demasiado tarde. Se acordó de Serguéi Ivánovich, que la distinguía con una particular estima, y del bueno de Turovtsin, amigo de Stiva, que la había ayudado a cuidar de sus hijos cuando cogieron la escarlatina y que estaba enamorado de ella. Había también un muchacho muy joven que, como su marido le había dicho en broma, había juzgado que era la más guapa de las tres hermanas. Y por su imaginación desfilaron las historias de amor más apasionadas e inverosímiles. «Anna ha actuado bien, y no seré yo quien le haga ningún reproche. Es feliz, hace feliz a otra persona, y no se ha abandonado como yo. Seguro que no ha perdido su lozanía ni su inteligencia y que sigue mostrándose abierta a todo», pensaba Daria Aleksándrovna, y una sonrisa maliciosa y satisfecha asomó a sus labios, porque, al tiempo que repasaba el idilio de Anna, se representaba otro casi idéntico, protagonizado por ella misma y un hombre imaginario que la adoraba, suma de diversos hombres conocidos. Lo mismo que Anna, se lo confesaba todo a su marido. Y sonrió al figurarse la cara de sorpresa y perplejidad que pondría Stepán Arkádevich al enterarse de la noticia.

En tales ensoñaciones ocupó el tiempo hasta que llegaron al giro del camino real que conducía a Vozdvízhenskoie.

 

XVII

El cochero detuvo los caballos y miró hacia la derecha donde, al pie de un carro, en un campo de centeno, había un grupo de campesinos. El administrador hizo intención de apearse, pero luego se lo pensó mejor y se puso a llamar a uno de ellos con gritos imperiosos, haciéndole señas para que se acercara. La brisa levantada por la marcha del vehículo se calmó cuando se detuvieron. Los tábanos se abalanzaron sobre los sudorosos caballos, que trataban rabiosamente de desembarazarse de ellos. El sonido metálico de una guadaña que estaban afilando cesó de golpe. Uno de los campesinos se incorporó y se acercó a la calesa.

–¿Es que no tienes sangre en las venas? —gritó irritado el administrador al campesino, que avanzaba con parsimonia, pisando con los pies descalzos los montículos del camino seco y mal apisonado—. ¡Ya podías darte un poco más de prisa!

El anciano, con los cabellos rizados sujetos por una tira de corteza de árbol, la espalda encorvada y ennegrecida por el sudor, apretó el paso, se aproximó a la calesa y apoyó la atezada mano en el guardabarros.

–¿Vozdvízhenskoie? ¿La casa del señor? ¿La residencia del conde? —replicó—. Está justo al otro lado del recodo. No hay más que girar a la izquierda y, siguiendo uno todo derecho, llega a la avenida. ¿A quién van a ver? ¿Al conde en persona?

–¿Están en casa, amigo? —preguntó Daria Aleksándrovna en términos un tanto vagos, pues no sabía cómo debía referirse a Anna.

–Supongo que sí —respondió el campesino, dando unos pasos y dejando en el polvo del camino una huella perfecta de la planta del pie, con los cinco dedos marcados—. Supongo que sí —repitió, con el deseo evidente de entablar conversación—. Ayer llegaron más invitados. Y en buen número. ¿Qué quieres? —añadió, volviéndose hacia uno de sus compañeros, que le había gritado algo desde el carro—. ¡Ah, sí! Hace poco pasaron por aquí a caballo. Iban a ver la segadora mecánica. Ahora deben de estar en casa. Y ustedes ¿de dónde vienen?

–De muy lejos —respondió el cochero, apeándose del pescante—. Entonces, ¿no queda mucho?

–Ya te he dicho que está ahí mismo. En cuanto salgas... —respondió el campesino, pasando la mano por el guardabarros.

Un mozo sano y robusto se acercó también.

–¿Habrá algún trabajo para la cosecha en vuestras tierras? —preguntó.

–No lo sé, amigo.

–Entonces tienes que girar a la izquierda y luego seguir recto —dijo el campesino, intentando retener a los viajeros, pues quería charlar un rato más.

El cochero sacudió las riendas, pero apenas habían llegado a la curva cuando se oyeron las voces de los dos campesinos:

–¡Alto! ¡Eh, muchacho! ¡Alto!

El cochero se detuvo.

–¡Vienen por ahí! ¡Son ellos! —volvió a gritar el campesino—. ¡Mira qué deprisa van! —añadió, señalando cuatro jinetes y un charabán en el que viajaban dos personas.

Los jinetes eran Vronski, su jockey, Veslovski y Anna; los ocupantes del charabán, la princesa Varvara y Sviazhski. Volvían de los campos, adonde habían ido para ver cómo funcionaba la segadora que acababa de llegar.

Cuando el coche se detuvo, los jinetes aminoraron la marcha. Anna iba delante en compañía de Veslovski, llevando a paso lento su jaca inglesa, pequeña y robusta, de cola corta y crines cuidadas. La magnífica cabeza de Anna, con los cabellos morenos asomando por debajo del alto sombrero, sus anchos hombros, su esbelto talle en el traje negro de amazona y la donosura y serenidad de su porte asombraron a Dolly.

En un primer momento le pareció inconveniente que Anna montara a caballo. Atribuía a la equitación, en el caso de una mujer, cierta dosis de coquetería juvenil que, en su opinión, no cuadraba bien con la situación de Anna; pero cambió de opinión en cuanto la contempló de cerca. A pesar de su elegancia, todo resultaba tan sencillo, sereno y digno, no sólo en la postura, sino también en el vestido y los ademanes, que no podía pensarse en algo más natural.

Al lado de Anna, montado en un fogoso corcel de color gris, como los del cuerpo de caballería, iba Vásenka Veslovski, con su gorrita escocesa de cintas flotantes, las gruesas piernas extendidas hacia delante, por lo visto muy satisfecho de sí mismo. Daria Aleksándrovna no pudo reprimir una alegre sonrisa al reconocerlo. Los seguía Vronski, a lomos de un purasangre bayo, al parecer excitado por el galope. Vronski trataba de refrenarlo, tirando de las riendas.

Un hombrecillo vestido de jockeycerraba la marcha. Sviazhski y la princesa, en un charabán nuevecito tirado por un trotón negro de gran tamaño, estaban a punto de alcanzar a los jinetes.

En el momento en que Anna reconoció la pequeña figura de Dolly, agazapada en un rincón de la vieja calesa, su rostro se iluminó con una alegre sonrisa. Se le escapó un grito, se estremeció en la silla y lanzó su jaca al galope. Al llegar a la altura de la calesa, descabalgó por su propio pie y, recogiendo la falda de su traje de amazona, corrió al encuentro de su amiga.

–¡Pensaba que eras tú, pero no acababa de creérmelo! ¡Qué felicidad! ¡No puedes imaginarte la alegría que me has dado! —decía, tan pronto acercando su rostro al de Dolly y besándola como apartándose y contemplándola con una sonrisa—. ¡Qué alegría, Alekséi! —añadió, volviéndose hacia Vronski, que se había apeado del caballo y se aproximaba a ellas.

Vronski se acercó a Dolly con el sombrero de copa gris en la mano.

–No sabe lo mucho que nos alegramos de verla —dijo, concediendo una importancia especial a cada una de sus palabras, y a continuación esbozó una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes blancos y fuertes.

Vásenka Veslovski, sin apearse del caballo, se quitó la gorra escocesa y saludó a la recién llegada, agitando jovialmente las cintas por encima de la cabeza.

–Es la princesa Varvara —dijo Anna, en respuesta a la inquisitiva mirada de Dolly, cuando se acercó el charabán.

–¡Ah! —exclamó Daria Aleksándrovna, sin poder ocultar su contrariedad.

La princesa Varvara era la tía de su marido. Dolly la conocía desde hacía tiempo y no la respetaba. Sabía que la princesa se había pasado toda la vida abusando de la hospitalidad de sus parientes ricos. Que ahora se hubiera instalado en casa de Vronski, un hombre que no era nada suyo, la ofendió, pues al fin y al cabo era familia de su marido. Al notar la expresión de Dolly, Anna se turbó, se ruborizó, soltó su falda de amazona y se enredó en ella.

Daria Aleksándrovna se acercó al charabán, que se había detenido, y saludó con frialdad a la princesa Varvara. También conocía a Sviazhski. Éste le preguntó qué tal le iba a su extravagante amigo con su joven esposa y, después de echar un vistazo al abigarrado grupo de caballos y a los guardabarros cubiertos de parches, propuso a las señoras que tomaran asiento en el charabán.

–El caballo es manso y la princesa conduce muy bien —dijo—. Yo iré en este vehículo.

–No, quédense donde están. Iremos nosotras en la calesa —intervino Anna, cogiendo a Dolly del brazo y llevándosela de allí.

Daria Aleksándrovna miró con asombro el carruaje, de una elegancia nunca vista, los magníficos caballos, los rostros radiantes y distinguidos que la rodeaban. Pero lo que más le sorprendió fue el cambio que se había operado en su querida Anna, a quien tan bien conocía. Una mujer menos observadora, que no hubiera tratado a Anna en el pasado y, sobre todo, que no se hubiera entregado a las reflexiones que habían ocupado a Dolly a lo largo del camino, no habría notado nada especial en ella. Dolly se quedó perpleja ante esa belleza fugitiva, que sólo brilla en las mujeres cuando aman, y que ahora advertía en el rostro de Anna. Toda su persona emanaba un encanto especial: los marcados hoyuelos de las mejillas y el mentón, la línea de los labios, la sonrisa que parecía flotar en su cara, el brillo de los ojos, la gracia y ligereza de los ademanes, la plenitud de su voz, hasta el tono entre enfadado y afectuoso con que respondió a Veslovski, que le había preguntado si le permitía montar su jaca para enseñarle a galopar con la pata derecha por delante. Parecía que Anna era consciente de ese atractivo y que se sentía satisfecha.


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