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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Puede que todo eso sea cierto y bastante ingenioso... ¡Échate, Krak! —le gritó Stepán Arkádevich a su perro, que se estaba rascando y removía todo el heno. Sin duda, estaba convencido de la bondad de sus argumentos; por eso conservaba la calma y hablaba sin apresurarse—. Pero no has trazado una línea entre lo que es honrado y lo que no lo es. ¿Es acaso deshonroso que mi sueldo sea más alto que el de mi jefe de despacho, aunque él conoce esos asuntos mejor que yo?

–No lo sé.

–Pues yo te lo voy a decir: el hecho de que tu trabajo en la hacienda te reporte, pongamos, cinco mil rublos, mientras el campesino que nos hospeda, por más que se afane, no obtenga más de cincuenta, es tan poco honrado como que yo gane más que mi jefe de despacho o Maltus reciba más que un ferroviario. Por otro lado, percibo en la sociedad una actitud hostil, absolutamente infundada, contra esas personas y me parece que no es más que envidia...

–No, eso es injusto —intervino Veslovski—. No puede hablarse de envidia, pero hay algo poco limpio en esos asuntos.

–No, perdona —prosiguió Levin—. Dices que es injusto que yo perciba cinco mil y el campesino cincuenta. Y tienes razón. Es injusto, me doy cuenta, pero...

–Así es. ¿Por qué nosotros nos pasamos la vida comiendo, bebiendo, cazando y holgazaneando, mientras él no hace más que trabajar? —le interrumpió Vásenka, que sin duda era la primera vez que pensaba en serio en esa cuestión, y por tanto era completamente sincero.

–Sí, te das cuenta, pero no le cedes tu hacienda —dijo Stepán Arkádevich, con el propósito deliberado, al parecer, de importunar a su amigo.

En los últimos tiempos se había establecido entre los dos cuñados una especie de hostilidad sorda: desde que estaban casados con dos hermanas, era como si hubiera surgido ente ellos una rivalidad sobre cuál organizaba mejor su vida, y ese antagonismo había salido a relucir ahora en la conversación, que empezaba a adquirir un tinte personal.

–No la cedo porque nadie me la pide. Por lo demás, aunque quisiera hacerlo, no podría —replicó Levin—. ¿A quién iba a dársela?

–A este campesino. No la rechazará.

–¿Y cómo iba a dársela? ¿Firmando un acta de compraventa?

–No lo sé. Pero si estás convencido de que no tienes derecho...

–No estoy convencido en absoluto. Al contrario, creo que no tengo derecho a ceder nada, que soy responsable tanto de mi familia como de mis tierras.

–No, permíteme. Si consideras que es moralmente injusto, ¿por qué no actúas en consecuencia?

–Ya lo hago, sólo que en sentido negativo. Me refiero a que procuro no aumentar las diferencias de posición que existen entre ese campesino y yo.

–Perdona que te lo diga, pero eso es una paradoja.

–Sí, más que una explicación es un sofisma —confirmó Veslovski—. Ah, ahí está nuestro anfitrión —añadió, viendo al dueño de la isba, que entró en el pajar acompañado del crujido de sus botas—. ¿Cómo es que sigues levantado?

–¡No es momento para descansar! Pensaba que los señores ya estarían durmiendo, pero de pronto oigo voces. Vengo a coger un garfio. ¿No me morderán? —añadió, pisando cautelosamente con los pies desnudos.

–¿Y tú dónde vas a dormir?

–Vamos a cuidar los caballos en el prado.

–¡Ah, qué noche! —exclamó Veslovski, viendo a la tenue luz del crepúsculo una esquina de la isba y los carros desenganchados, encuadrados por el marco de la puerta abierta—, ¡Escuchen! Unas mujeres están cantando, y nada mal por cierto. ¿Quiénes son, amigo?

–Unas muchachas que viven ahí al lado.

–¡Vamos a dar una vuelta! De todos modos, no nos vamos a dormir. ¡Anímate, Oblonski!

–¡Qué pena que no pueda uno pasear y quedarse tumbado al mismo tiempo! —replicó éste, desperezándose—. Se está tan bien aquí.

–Entonces iré yo solo —dijo Veslovski, levantándose con decisión y poniéndose las botas—. Adiós, señores. Si me divierto, les llamaré. Han tenido la amabilidad de invitarme a cazar y yo sabré corresponderles.

–Un muchacho excelente, ¿verdad? —dijo Oblonski, una vez que Veslovski salió y el campesino cerró la puerta detrás de él.

–Sí, excelente —respondió Levin, que seguía pensando en la conversación que acababan de tener. Le parecía que había expresado sus pensamientos y sentimientos con la mayor claridad de que había sido capaz y, sin embargo, dos personas sinceras y nada tontas le habían dicho a una sola voz que se consolaba con un sofisma. Eso le había desconcertado.

–Así es, amigo mío. Una de dos: o reconocemos que el orden social existente es justo y defendemos nuestros derechos o aceptamos que nos estamos aprovechando de unos privilegios absurdos, que es lo que hago yo, y en ese caso tratamos de disfrutar de ellos lo más posible.

–No, si reconocieras que esa situación es injusta, no podrías disfrutar de esos beneficios, al menos yo no sería capaz. Para mí, lo esencial es sentir que no soy culpable.

–¿Por qué no vamos también nosotros a dar una vuelta? —preguntó.

Stepán Arkádevich, que sin duda empezaba a cansarse de tanta reflexión—. De todas formas no nos dormiremos. ¡Hala, vamos!

Levin no respondió. Seguía dándole vueltas a ese comentario que había hecho en el calor de la conversación; a saber, que sólo actuaba justamente en sentido negativo. «¿Es que sólo es posible ser justo de una manera negativa?», se preguntaba.

–¡Qué intenso es el olor del heno fresco! —exclamó Stepán Arkádevich, incorporándose—. No hay manera de pegar ojo. Vásenka debe de estar tramando algo. ¿No oyes sus carcajadas y su voz? ¿Por qué no vamos con él? ¡Vamos!

–No, yo me quedo —respondió Levin.

–¿También lo haces por principio? —dijo Stepán Arkádevich con una sonrisa, al tiempo que buscaba su gorra en la oscuridad.

–No, pero ¿para qué iba a ir?

–¿Sabes lo que te digo? Que te estás labrando tu propia desgracia —dijo, encontrando por fin la gorra y poniéndose en pie.

–¿Por qué?

–¿Es que te crees que no me doy cuenta de la posición en que te has colocado con respecto a tu mujer? Os he oído discutir, como si fuera una cuestión de vital importancia, si te ibas de caza dos días o no. Todo eso está muy bien en el caso de un idilio, pero no puede durar toda la vida. El hombre debe conservar su independencia, pues tiene sus propios intereses. El hombre debe de ser varonil —concluyó Oblonski, abriendo la puerta.

–¿Qué quieres decir con eso? ¿Que debo cortejar a unas aldeanas? —preguntó Levin.

–¿Y por qué no, si se divierte uno? Ça ne tire pas à conséquence. 115A mi mujer no le hará ningún daño, y yo pasaré un buen rato. Lo principal es preservar el santuario del hogar. Esas cosas no deben pasar en casa. Pero no tiene uno por qué atarse las manos.

–Puede ser —dijo con sequedad Levin y se volvió del otro lado—. Mañana me marcho al amanecer, y no despertaré a nadie.

Messieurs, venez vite! 116—se oyó la voz de Veslovski, que regresaba al pajar—. Charmante! 117La he descubierto yo. Charmante, una auténtica Gretchen. 118Y ya nos hemos hecho amigos. ¡De veras que es preciosa! —añadió con aire satisfecho, como si esa muchacha encantadora hubiera sido creada con el único fin de que él la encontrara de su agrado.

Levin se hizo el dormido. Oblonski, por su parte, se puso los zapatos, encendió un cigarro y salió del pajar. Pronto las voces de los dos amigos se aquietaron.

Levin tardó mucho tiempo en quedarse dormido. Oyó el ruido que hacían los caballos al masticar el heno, al dueño de la casa, que se preparaba para marchar a los campos en compañía de su hijo mayor; al soldado, que se había tumbado en el otro extremo del pajar con su sobrino, el hijo menor del dueño; y al niño, que le contaba a su tío, con su vocecita aflautada, la impresión que le habían causado los perros, terribles y enormes a su juicio. Luego preguntó qué iban a cazar esos perros, y el soldado le respondió con su voz ronca y soñolienta que al día siguiente los cazadores se dirigirían al pantano, y una vez allí dispararían sus escopetas. A continuación, para librarse de las preguntas del muchacho, le dijo: «Duerme, Vaska, duerme. Si no, vas a ver lo que pasa», y al poco rato empezó a roncar él mismo. Todo quedó en silencio. Ya sólo se oía el relincho de los caballos y los graznidos de las becadas. «¿Es posible que sólo sea justo de manera negativa? —se preguntaba Levin– ¿Y qué le vamos a hacer? Yo no tengo la culpa.» Y se puso a pensar en la jornada que tenía por delante.

«Mañana me marcharé a primera hora y procuraré no acalorarme. Hay muchísimas becadas y también agachadizas. Y a la vuelta, me habrá llegado la nota de Kitty. Sí, puede que Stiva tenga razón. Soy demasiado pusilánime con ella, no me porto como un hombre... Pero ¡qué le vamos a hacer! ¡También en este caso actúo de manera negativa!»

En una especie de duermevela oyó las risas y las voces alegres de Veslovski y Stepán Arkádevich. Abrió los ojos un instante: los dos amigos charlaban en el vano de la puerta, vivamente iluminados por la luz de la luna, que se había remontado ya en el cielo. Stepán Arkádevich hablaba de la lozanía de una muchacha, comparándola con una nuez recién sacada de la cáscara; Veslovski, estallando en esa risa contagiosa, repetía unas palabras que probablemente le había dicho el dueño de la casa: «Arréglatelas como puedas para encontrar una que sea de tu gusto».

–¡Señores, mañana al amanecer! —dijo Levin medio amodorrado, y a continuación se quedó dormido.

 

XII

Levin se levantó con las primeras luces del alba y se dispuso a despertar a sus compañeros. Vásenka, tumbado boca abajo, una pierna con el calcetín puesto fuera de la manta, dormía tan profundamente que no hubo manera de sacarle una palabra. Oblonski, medio en sueños, le dijo que se negaba a partir tan temprano. Hasta Laska, que dormía hecha un ovillo en un rincón del pajar, se levantó de mala gana, estirando una tras otra las patas traseras. Después de calzarse, coger la escopeta y abrir con mucho cuidado la chirriante puerta del pajar, Levin salió al exterior. Los cocheros dormían al lado de los carruajes, los caballos dormitaban. Sólo uno de ellos comía avena perezosamente, desparramándola con sus resoplidos por el pesebre. Fuera del pajar todo estaba todavía gris.

–¿Por qué te has levantado tan de mañana, amigo? —le preguntó en tono afectuoso, como si se tratase de un viejo conocido, la anciana dueña de la casa, que en ese momento salía de la isba.

–Voy a cazar, abuela. ¿Tengo que seguir ese camino para llegar al pantano?

–Vete todo derecho por detrás de las cabañas, mi querido señor, atraviesa la era y luego los cañaverales. Allí encontrarás el camino.

Pisando cuidadosamente con sus pies descalzos, tostados por el sol, la anciana acompañó a Levin y ella misma le abrió la cancela que daba paso a las eras.

–Yendo todo recto llegarás al pantano. Nuestros muchachos llevaron allí los caballos por la noche.

Laska echó a correr alegremente por el camino; Levin la siguió con pasos rápidos y ligeros, mirando cada dos por tres el cielo. No quería que saliera el sol antes de llegar a su destino. Pero el sol no se demoró. La luna, que aún brillaba cuando salió, ya sólo relucía como un pedazo de mercurio; el lucero del alba, que antes se imponía a la vista, palidecía cada vez más. Las manchas indeterminadas que se divisaban a lo lejos empezaban a adquirir contornos netos: eran montones de centeno. Invisible hasta que salieron los primeros rayos del sol, el rocío que empapaba el alto y oloroso cáñamo, del que ya se habían desprendido las flores masculinas, humedecía los pies y la camisa de Levin por encima de la cintura. En el silencio límpido de la mañana se oían hasta los sonidos más leves. El zumbido de una abeja que pasó cerca de su oreja le pareció el silbido de una bala. Aguzó la vista y divisó otras dos más. Las tres atravesaban el seto del colmenar, levantaban el vuelo por encima del cañaveral y desaparecían en dirección al pantano. El camino le llevó directamente a las marismas, que se reconocían por el vapor que se elevaba del agua, tan pronto denso como ralo, en el que los esparganios y los sauces arbustivos fluctuaban como islotes. Al borde del pantano y del camino los muchachos y los campesinos, que habían pasado la noche en vela, se habían quedado dormidos antes del amanecer, envueltos en sus caftanes. A poca distancia deambulaban tres caballos con las patas trabadas, uno de ellos con un tintineo de cadenas. Laska iba al lado de su amo, mirando a uno y otro lado, y parecía pedirle permiso para adelantarle. Al pasar al lado de los campesinos dormidos y llegar a los primeros juncos, Levin examinó las cápsulas y dejó marchar a Laska. Uno de los caballos, un robusto potro castaño de tres años, se espantó al ver a la perra, levantó la cola y relinchó. Los otros caballos también se asustaron y empezaron a chapotear con sus patas trabadas y salieron dando brincos del pantano; cada vez que levantaban los cascos del espeso barro hacían un ruido semejante a un batir de palmas. Laska se detuvo, dirigió a los caballos una mirada burlona y a continuación observó a su amo con expresión inquisitiva. Levin la acarició y, con un silbido, le indicó que podía iniciar el rastreo.

Laska, con aire alegre y a la vez preocupado, echó a correr por el barro, que se hundía bajo sus patas.

Una vez dentro del pantano, Laska reconoció al punto, entre los olores conocidos de las raíces, las hierbas pantanosas, el moho y el estiércol de caballo, tan extraño en ese ambiente, el olor a ave, que impregnaba todo aquel lugar y que era el que más la excitaba. Aquí y allá, entre el musgo y la bardana, ese olor era particularmente intenso, pero no había manera de determinar en qué lado aumentaba o se debilitaba. Para encontrar el rastro tenía que seguir adelante en la dirección del viento. Sin sentir el movimiento de sus propias patas, Laska echó a correr a galope tendido, para poder detenerse en cualquier momento en caso de que fuera necesario, torció a la derecha, alejándose de la brisa matinal, que soplaba desde el este, y entonces se volvió de cara al viento. Después de aspirar el aire con los orificios de la nariz muy abiertos, se dio cuenta de que no era necesario seguir buscando: las aves, en un número considerable, estaban allí delante. Laska aminoró la velocidad de la marcha. Sabía que estaban allí, pero no podía determinar dónde. Para encontrar el lugar preciso, empezó a moverse en círculos, pero de pronto la distrajo la voz de su amo: «¡Laska, aquí!», gritó Levin, señalándole una dirección diferente. Se detuvo, como preguntándole si no sería mejor continuar por donde había empezado, pero Levin repitió la orden con enfado, indicándole un montículo inundado de agua donde no podía haber nada. Laska le obedeció y fingió buscar, sólo por darle gusto; después de recorrer el montículo, volvió al mismo lugar de antes, y al momento percibió la presencia de las aves. Ahora que Levin no la molestaba, sabía lo que tenía que hacer. Sin mirar bajo las patas, tropezando irritada en los altos montículos y metiéndose en el agua, pero incorporándose en seguida sobre sus patas ágiles y fuertes, empezó a trazar el círculo que acabaría aclarándoselo todo. El olor de las aves cada vez era más fuerte y más preciso. De pronto comprendió que había una a cinco pasos de allí, al otro lado de un montículo; se detuvo y se quedó totalmente inmóvil. Sus cortas patas no le permitían ver nada, pero por el olor sabía que no podía estar a más de cinco pasos de distancia. Percibía con intensidad creciente la presencia del ave y se recreaba en la espera. Tenía la cola tensa y sólo la punta se estremecía. La boca estaba ligeramente entreabierta, las orejas erguidas. Una de ellas se le había doblado durante la carrera. Respiraba trabajosamente, pero con cautela; con más cautela aún se volvió hacia su amo, más con la mirada que con la cabeza. Levin, con su expresión habitual y sus ojos siempre terribles, avanzaba muy despacio, según le parecía a la perra, tropezando con los montículos. Pero Laska se equivocaba: su amo iba corriendo.

Al advertir esa postura tan peculiar de Laska, con el cuerpo casi pegado al suelo, la boca entreabierta, las patas traseras rastrillando la tierra, Levin comprendió que había olfateado una agachadiza. Suplicando a Dios que no le permitiera fallar ese primer tiro, se acercó corriendo. Una vez a su lado, dirigió la vista al frente y vio con los ojos lo que Laska había percibido con el olfato. En el espacio comprendido entre dos montículos descubrió a una agachadiza. Había vuelto la cabeza y escuchaba. Después abrió un poco las alas, las plegó de nuevo, sacudió la cola con torpeza y desapareció detrás de un recodo.

–Busca, busca —gritó Levin, empujando a Laska por detrás.

«Pero si no puedo —pensó la perra—. ¿Adonde iba a ir? Desde aquí puedo olerías, pero si me muevo perderé el rastro y no sabré dónde están ni qué clase de aves son.» Pero Levin la empujó con la rodilla y le susurró muy agitado:

–¡Busca, Laska, busca!

«Bueno, lo haré, si eso es lo que quiere, pero ya no respondo de mí», pensó la perra y se lanzó con todas sus fuerzas entre los dos montículos. Ya no olfateaba. Sólo oía y veía, pero no entendía nada.

A unos diez pasos del lugar en el que se encontraba antes, alzó el vuelo una agachadiza, con un graznido ronco y el batir de alas tan peculiar de esas aves. Levin disparó y la agachadiza se desplomó, golpeando el húmedo barro con su pecho blanco. Sin necesidad de que la espantara la perra, una segunda echó a volar por detrás de Levin.

Cuando éste se volvió, ya estaba lejos. Pero el disparo la alcanzó. Después de volar unos veinte pasos, se paró en seco y empezó a caer, dando vueltas como una pelota, hasta estamparse en un lugar seco.

«¡Esta vez irá bien! —pensó Levin, metiendo en el morral las dos agachadizas, gruesas y aún calientes—. ¿Verdad que tendremos suerte, Laska?»

Cuando Levin, después de cargar la escopeta, se puso de nuevo en camino, el sol ya había salido, aunque unas nubecillas lo tapaban. La luna, que había perdido su resplandor, se distinguía en el cielo como una mancha blanca; ya no se veía ni una sola estrella. Los cañaverales, antes plateados por el rocío, ahora se habían vuelto dorados. El moho de las aguas tenía una tonalidad ambarina. El color azulado de la hierba se había transformado en un verde amarillento. Las aves del pantano se agitaban en los arbustos resplandecientes de rocío, que proyectaban largas sombras a lo largo del riachuelo. Un gavilán, despierto ya, se había posado en un almiar, y movía la cabeza de un lado al otro, mirando el pantano. Las cornejas sobrevolaban el campo, un muchacho descalzo conducía los caballos hasta el lugar donde un anciano acababa de despertarse y se rascaba, después de haber retirado el caftán. El humo de los disparos blanqueaba sobre la hierba verde como un reguero de leche.

Uno de los muchachos se acercó corriendo a Levin.

–¡Ayer estaba esto lleno de patos, señor! —le gritó, siguiéndole a cierta distancia.

Levin se sintió doblemente satisfecho de matar tres becadas, una tras otra, en presencia de ese muchacho, que le expresaba su entusiasmo.

 

XIII

Esa superstición de los cazadores, según la cual si se acierta el primer animal o la primera ave la caza será afortunada, se reveló certera.

A las diez de la mañana, cansado, hambriento y feliz, Levin, después de haber recorrido unas treinta verstas, regresó a la casa con diecinueve aves de los pantanos y un pato, que llevaba atado al cinturón, porque ya no le cabía en el morral. Sus compañeros, que se habían levantado hacía rato, habían tenido tiempo de matar el hambre dando cuenta de un buen desayuno.

–Esperen, esperen. Estoy seguro de que hay diecinueve —dijo Levin, contando por segunda vez las becadas y las agachadizas, que ya no tenían un aspecto tan imponente como cuando volaban: estaban agarrotadas y rígidas, embadurnadas de sangre, con la cabeza ladeada.

La cuenta era correcta, y a Levin le agradó comprobar la envidia de Oblonski. También le llenó de satisfacción encontrarse con el mensajero de Kitty, que le esperaba con una nota.

Estoy muy bien y muy alegre. Si te preocupabas por mi estado, ahora puedes estar más tranquilo que antes. Tengo un nuevo guardia personal, Maria Vasílevna (era la comadrona, un personaje nuevo e importante en la vida familiar de Levin). Ha venido a ver cómo estoy. Me ha encontrado en perfecto estado de salud, pero hemos decidido que se quede aquí hasta tu regreso. Todos están bien y contentos, así que no hay razón para que te apresures. Si la caza es buena, quédate un día más.

Estas dos alegrías, una jornada de caza afortunada y el billete de su mujer, eran tan grandes que dos pequeños contratiempos que se produjeron después apenas afectaron a Levin. El primero consistía en que el alazán de refuerzo, al que sin duda habían hecho trabajar en exceso la víspera, no comía y parecía abatido. El cochero dijo que estaba reventado.

–Ayer le hicieron correr demasiado, Konstantín Dmítrich —dijo—. ¡Diez verstas a esa velocidad por semejantes caminos!

El otro incidente, que en un primer momento estropeó la excelente disposición de ánimo de Levin, aunque después le hizo reír de lo lindo, afectaba a las provisiones: por lo visto, de las viandas que Kitty les había preparado en tal abundancia que parecían suficientes para una semana, no quedaba nada. Mientras regresaba de su partida de caza cansado y hambriento, Levin iba pensando con tanta insistencia en las empanadas que, al acercarse a la casa, tuvo la impresión de estar oliéndolas e incluso saboreándolas, igual que Laska olfateaba las aves. Sin perder un instante, ordenó a Filipp que se las sirviera. Fue entonces cuando se enteró de que no sólo se habían acabado las empanadas, sino también el pollo.

–¡Menudo apetito tiene! —exclamó Stepán Arkádevich con una sonrisa, señalando a Vásenka Veslovski—. Yo no puedo quejarme del mío, pero lo de éste es algo fuera de lo común.

Mais c'était délicieux 119—dijo Veslovski, alabando la carne de vaca que acababa de comer.

–¡Bueno, qué le vamos a hacer! —exclamó Levin, mirando con aire sombrío a Veslovski—. Filipp, sírveme un poco de esa carne, entonces.

–No queda nada. Yo mismo he arrojado los huesos a los perros —respondió Filipp.

Levin se sentía tan despechado que añadió con irritación:

–¡Podían haberme dejado algo! —Y estuvo a punto de echarse a llorar—. En ese caso limpia una de estas aves —prosiguió con voz temblorosa, tratando de no mirar a Vásenka– y rellénala de ortigas. Y tráeme al menos un poco de leche.

Sólo después de beber la leche, se avergonzó de haber dado rienda suelta a su irritación delante de un extraño y se rio de ese resentimiento motivado por el hambre.

Esa misma tarde, después de una nueva partida de caza en la que Veslovski abatió algunas piezas, los tres amigos regresaron a casa.

En el camino de vuelta reinaba la misma animación que a la ida. Veslovski tan pronto cantaba como recordaba con agrado a los campesinos que le habían agasajado con vodka, al tiempo que le decían: «No te ofendas», o comentaba sus aventuras nocturnas con las aldeanas y con esa muchacha de la granja en particular, o se refería al campesino que le había preguntado si estaba casado y, al responderle que no, le había dicho: «Entonces deja en paz a las mujeres ajenas y búscate una que sea de tu gusto». Esas palabras le habían parecido especialmente divertidas.

–En general, he quedado encantado de nuestra excursión. ¿Y usted, Levin?

–Yo también lo he pasado muy bien —contestó éste con sinceridad, muy satisfecho de que la animosidad que había experimentado en casa por Vásenka Veslovski se hubiera trocado en un sentimiento de lo más cordial.

 

XIV

Al día siguiente, a eso de las diez, Levin, después de recorrer la hacienda, llamó a la puerta de la habitación en la que Vásenka había pasado la noche.

—Entrez! —gritó Veslovski—. Perdóneme, acabo de hacer mis ablutions—añadió con una sonrisa, plantándose delante de él en paños menores.

–No se preocupe, por favor —replicó Levin, sentándose al pie de la ventana—. ¿Ha dormido usted bien?

–Como un tronco. ¡Y qué día hace hoy para ir de caza!

–Sí. ¿Toma usted té o café?

–Ni una cosa ni otra. Esperaré hasta el almuerzo. La verdad es que me siento un poco avergonzado. Supongo que las señoras se habrán levantado ya. Sería estupendo dar una vuelta. ¿Por qué no me enseña usted sus caballos?

Después de pasear por el jardín, visitar las cuadras e incluso hacer gimnasia en las barras paralelas, Levin regresó a casa con su invitado y entró con él en el salón.

–¡Una cacería excelente! ¡No puede imaginarse cuántas impresiones me he llevado! —dijo Veslovski, acercándose a Kitty, que estaba sentada al lado del samovar—. ¡Qué pena que las señoras estén privadas de esos placeres!

«No pasa nada. Es normal que le diga unas palabras a la dueña de la casa», se dijo Levin. De nuevo le había parecido advertir algo impropio en la sonrisa y la expresión victoriosa con que el invitado se dirigía a su mujer.

La princesa, sentada en el otro extremo de la mesa en compañía de Maria Vasílevna y Stepán Arkádevich, llamó a Levin y se puso a hablarle de la necesidad de alquilar una vivienda en Moscú a la que Kitty pudiera trasladarse en el momento de dar a luz. Si él ya había encontrado desagradables los preparativos para la boda, cuya insignificancia le parecía ofensiva en comparación con el grandioso acontecimiento, más ofensivos se le antojaban ahora los que se hacían para el futuro parto, cuya fecha calculaban contando con los dedos de la mano. Procuraba no escuchar esas conversaciones sobre el modo de fajar al niño y se esforzaba por volver la cabeza para no ver las misteriosas e interminables vendas de punto y los paños triangulares a los que Dolly concedía gran importancia, etcétera. El nacimiento de su hijo (estaba seguro de que sería niño), no por esperado menos incomprensible —tan insólito le parecía—, por un lado se le antojaba una felicidad tan inmensa que la juzgaba imposible, y por otro un hecho tan misterioso que acogía ese supuesto conocimiento de lo que iba a suceder y, en consecuencia, los preparativos de que se ocupaban esas personas, como si se tratara de algo corriente, producto de la previsión humana, con una mezcla de indignación y rechazo.

Pero la princesa no comprendía tales sentimientos e interpretaba su renuencia a hablar y pensar en esas cuestiones al aturdimiento e indiferencia de su yerno, y, por tanto, no lo dejaba en paz. Había encargado a Stepán Arkádevich la tarea de buscar un piso y ahora había pedido a Levin que se acercara para darle su opinión.

–Yo no sé nada, princesa. Haga lo que le parezca —dijo éste.

–Hay que decidir cuándo os vais a trasladar.

–La verdad es que no tengo ni idea. Lo único que sé es que nacen millones de niños fuera de Moscú, sin la ayuda de ningún médico... así que...

–En ese caso...

–Se hará lo que Kitty quiera.

–¡Con Kitty no se puede hablar de estas cosas! ¿Acaso quieres que la asuste? Esta primavera Natalia Golítsina murió por culpa de un mal comadrón.

–Haré lo que usted me diga —replicó Levin con aire sombrío.

La princesa siguió hablando, pero él ya no la escuchaba. Aunque la conversación con la princesa había conseguido irritarlo, su descontento no se debía a esas palabras, sino a lo que veía al lado del samovar.

«No, esto no puede seguir así», pensaba, mirando de vez en cuando a Vásenka que, inclinado sobre Kitty, le decía algo con su encantadora sonrisa, mientras ella se ruborizaba y daba muestras de inquietud.

Había algo inconveniente en la postura de Vásenka, así como en su mirada y su sonrisa. Levin percibía incluso algo inconveniente en la postura y la mirada de Kitty. Y de nuevo todo se volvió oscuro a sus ojos. De nuevo, igual que dos días antes, sin la menor transición, cayó de las alturas de la felicidad, de la serenidad y de la dignidad al abismo de la desesperación, la humillación y la ira. De nuevo todo el mundo se le volvió repulsivo.

–Haga lo que le parezca, princesa —dijo, volviéndose otra vez.

–¡Cuánto pesa el sombrero de Monómaco! 120—le dijo en tono de broma Stepán Arkádevich, aludiendo, por lo visto, no sólo a la conversación con la princesa, sino a la agitación de Levin, en la que había reparado—. ¡Qué tarde te has levantado hoy, Dolly!

Todos se pusieron en pie para saludar a Daria Aleksándrovna. Vásenka, con esa falta de cortesía propia de la generación joven, se levantó sólo un instante, le dirigió un breve saludo y, riéndose de algún comentario, prosiguió la conversación iniciada con Kitty.

–Masha me ha dejado extenuada. Ha dormido mal y hoy está muy caprichosa —replicó Dolly.

Lo mismo que el día anterior, Vásenka y Kitty hablaban de Anna y se preguntaban si era posible situar el amor por encima de las convenciones sociales. Kitty encontraba desagradable esa conversación. Le inquietaba tanto el contenido como el tono, y en mayor medida aún el efecto que tendría en su marido. Pero era demasiado ingenua y sencilla para ponerle fin e incluso para ocultar el placer que le causaban las atenciones del invitado. Quería interrumpir la conversación, pero no sabía cómo hacerlo. Veía que su marido estaba pendiente de todos sus gestos y palabras y que los interpretaría del peor modo posible. Y, en efecto, cuando le preguntó a Dolly qué le pasaba a Masha, y Vásenka, esperando que acabara esa charla que consideraba tan aburrida, se quedó mirando con indiferencia a Dolly, Levin juzgó que esa pregunta era poco natural y que ponía de manifiesto una hipocresía repugnante.

–¿Vamos a ir hoy a buscar setas? —preguntó Dolly.

–Sí, vamos. Yo también iré —dijo Kitty, y se ruborizó. Quiso preguntarle a Vásenka, por cortesía, si les apetecía acompañarlas, pero no lo hizo—. ¿Adonde vas, Kostia? —preguntó con aire culpable, cuando Levin pasó a su lado con pasos decididos. Esa expresión culpable le había confirmado todas sus sospechas.

–En mi ausencia ha venido el mecánico, y todavía no he hablado con él —respondió, sin mirarla.

Bajó por las escaleras, pero aún no había tenido tiempo de salir de su despacho cuando oyó los conocidos pasos de su mujer, que iba a su encuentro con imprudente vivacidad.

–¿Qué quieres? —preguntó Levin con sequedad—. Estamos ocupados.

–Perdóneme —dijo Kitty, dirigiéndose al mecánico alemán—. Tengo que decirle unas palabras a mi marido.


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