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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Ya he dicho lo que tenía que decir. ¿Para qué repetirlo? —le interrumpió de pronto Anna, incapaz de dominar su irritación.

«No hay ninguna razón para que un hombre se despida de la mujer a la que ama —pensó—, por la que ha intentado matarse y ha arruinado su vida, y que no puede vivir sin él. ¡No hay ninguna razón!»

Apretó los labios y clavó sus ojos brillantes en las manos de venas protuberantes de su marido, que se las frotaba lentamente.

–No volvamos a hablar nunca de este tema —añadió, ya más tranquila.

–Te he dejado resolver ese asunto, y me alegra mucho ver... —empezó Karenin.

–Que mis deseos coinciden con los tuyos —se apresuró Anna a concluir la frase. Le molestaba que su marido hablara tan despacio cuando ella sabía de antemano todo lo que iba a decir.

–Sí —corroboró Karenin—, y la princesa Tverskaia no tiene ningún derecho a inmiscuirse en asuntos familiares tan complejos. Sobre todo ella que...

–No concedo ningún crédito a esas murmuraciones —le interrumpió Anna—. Lo único que sé es que me profesa un afecto sincero.

Alekséi Aleksándrovich suspiró y guardó silencio. Anna jugueteaba inquieta con las borlas de su bata y lo miraba con esa dolorosa sensación de repulsión física que tanto se reprochaba, pero que no podía dominar. Lo único que deseaba en esos momentos era librarse de su odiosa presencia.

–Acabo de enviar a buscar al médico —dijo Alekséi Aleksándrovich.

–¿Para qué? Ya me encuentro bien.

–La niña no deja de gritar. Me han dicho que la nodriza tiene poca leche.

–¿Por qué no me dejaste que le diera el pecho cuando te lo pedí? Pero da igual. —Alekséi Aleksándrovich entendió lo que significaba ese «da igual»—. Es una criaturita y la dejarán morir. —Llamó y pidió que le llevaran a la niña—. Pedí que me dejaran darle el pecho, no me lo permitieron y ahora me echan la culpa.

–No te echo la culpa...

–¡Sí que me la echas! ¡Dios mío! ¿Por qué no me habré muerto? —Y estalló en sollozos—. Perdóname, estoy nerviosa y no sé lo que digo —dijo, recobrando la serenidad—. Pero te ruego que te vayas...

«No, esto no puede seguir así», se dijo con resolución Alekséi Aleksándrovich al salir de la habitación.

Jamás se le había revelado con tanta claridad como ahora la imposibilidad de prolongar esa situación ante los ojos del mundo, el odio que su mujer sentía por él y, en general, el poder de esa fuerza misteriosa y brutal que, oponiéndose a las aspiraciones de su alma, guiaba su vida y exigía la plasmación de su voluntad y un cambio en las relaciones con su mujer. Se daba perfecta cuenta de que el mundo entero y su mujer exigían algo de él, pero no sabía exactamente qué. Y, como consecuencia, notaba que en su alma iba creciendo un sentimiento de ira que destruía su serenidad y todo el mérito de su hazaña. Consideraba que para Anna sería mejor romper cualquier contacto con Vronski; pero si ellos mismos lo juzgaban imposible, estaba dispuesto a tolerar de nuevo la relación, con tal de que el honor de los niños no sufriera el menor menoscabo, de que no le privaran de su compañía y de que no le obligaran a cambiar su situación. Por mala que fuera esa solución, era preferible a una ruptura, que colocara a Anna en una situación vergonzosa y desesperada, y a él le privaría de todo cuanto amaba. Pero se sentía impotente. Sabía por anticipado que todo estaba en su contra, que no le dejarían hacer lo que ahora le parecía tan natural y justo; al contrario, le obligarían a dar pasos equivocados, pero que el mundo consideraba necesarios.

 

XXI

Antes de que Betsy tuviera tiempo de atravesar la puerta de la sala, se topó con Stepán Arkádevich, que acababa de volver de Yeliséiev, donde habían recibido unas ostras frescas.

–¡Ah, princesa! ¡Qué encuentro tan agradable! —exclamó—. He estado en su casa.

–No puedo dedicarle mucho tiempo porque me marcho ya —dijo Betsy con una sonrisa, mientras se ponía un guante.

–Espere, princesa, permítame que le bese la mano. Lo que más me satisface de que se hayan vuelto a imponer las modas antiguas es esa costumbre de besar la mano a las damas. —Le besó la mano a Betsy—. ¿Cuándo podemos vernos?

–No se lo merece usted —respondió Betsy, sin dejar de sonreír.

–Sí, ya lo creo que me lo merezco, porque me he convertido en una persona muy formal. No sólo arreglo mis propios asuntos, sino también los ajenos —dijo con una expresión significativa.

–¡Ah, cuánto me alegro! —replicó Betsy, comprendiendo en seguida que se refería a Anna. Los dos entraron en la sala y se detuvieron en un rincón—. La va a matar —dijo Betsy con convicción—. Es imposible, imposible...

–Me alegro de que piense usted así —dijo Stepán Arkádevich, sacudiendo la cabeza, con una expresión grave, apenada y compasiva—. Por eso he venido a San Petersburgo.

–En la ciudad no se habla de otra cosa —dijo Betsy—. Es una situación imposible. Anna se está consumiendo a ojos vistas. Karenin no entiende que es una de esas mujeres que no pueden jugar con sus sentimientos. Una de dos: o actúa enérgicamente y se la lleva o le concede el divorcio. Pero este estado de cosas la está matando.

–Sí, sí... precisamente... —dijo Oblonski, suspirando—. Por eso he venido. Es decir, no sólo por eso... Me han nombrado gentilhombre de cámara y tengo que darle las gracias a quien corresponde. Pero lo principal es arreglar este asunto.

–¡Bueno, que Dios le ayude! —dijo Betsy.

Tras acompañar a Betsy a la entrada, besarle una vez más la mano por encima del guante, donde late el pulso, y soltarle una broma tan indecorosa que la princesa no supo si reírse o enfadarse, Stepán Arkádevich pasó a ver a su hermana. La encontró bañada en lágrimas.

A pesar de la chispeante alegría que le embargaba, Oblonski adoptó en seguida, con la mayor naturalidad, el tono compasivo, poético y emotivo que convenía al humor de Anna. Le preguntó por su salud y cómo había pasado la mañana.

–Muy mal, muy mal. Y la tarde lo mismo. Y todo mi pasado lo mismo. Y los días que me esperan lo mismo —contestó Anna.

–Me parece que lo ves todo demasiado negro. Hay que sobreponerse, mirar la vida de frente. Sé que es duro, pero...

–He oído que las mujeres aman a los hombres hasta por sus vicios —dijo de pronto Anna—, pero yo a mi marido lo odio por sus virtudes. No puedo vivir con él. Entiéndelo, su aspecto me afecta físicamente, me saca de mis casillas. No puedo vivir con él. No puedo. ¿Qué voy a hacer? Antes era desdichada y creía que no era posible serlo más, pero jamás podía imaginarme una situación como la que estoy viviendo ahora. Figúrate, aunque reconozco que es un hombre bondadoso e intachable, aunque sé que no le llego ni a la suela de los zapatos, lo odio. Lo odio por su magnanimidad. Y no me queda otra salida que...

Iba a decir «la muerte», pero Stepán Arkádevich no la dejó terminar.

–Estás enferma e irritada —dijo—. Créeme cuando te digo que exageras mucho las cosas. Te aseguro que tu situación no es tan terrible.

Y Stepán Arkádevich sonrió. Ninguna otra persona en su lugar se habría permitido una reacción así ante una mujer entregada a tamaña desesperación (semejante actitud habría parecido una falta de delicadeza), pero en su sonrisa había tanta bondad, además de una ternura casi femenina, que, lejos de ofender, calmaba y consolaba. Sus palabras serenas y apaciguadoras y su sonrisa producían el mismo efecto relajante que el aceite de almendras. Y Anna no tardó en notarlo.

–No, Stiva —dijo—. ¡Estoy perdida, perdida! Peor aún. Aún no estoy perdida, no puedo decir que todo ha terminado. Al contrario, me doy cuenta de que todavía no ha terminado. Soy como una cuerda demasiado tensa que tiene que romperse. Pero aún no ha terminado todo... Y el final será terrible.

–No pasa nada, la cuerda puede aflojarse. No hay situación que no tenga alguna salida.

–Después de darle muchas vueltas, no veo más que una...

Dándose cuenta, por la mirada asustada de su hermana, de que de nuevo estaba pensando en la muerte, Stepán Arkádevich no le dejó terminar.

–Nada de eso —replicó—. Escúchame. No puedes juzgar tu situación como yo. Permíteme que te exponga con sinceridad mi opinión. —De nuevo esbozó una de esas discretas sonrisas que eran como el aceite de almendras—. Empezaré por el principio: te casaste con un hombre que era diez años mayor que tú. Te casaste sin amor, o al menos sin conocer el amor. Vamos a suponer que fuera un error.

–¡Un error terrible! —exclamó Anna.

–Pero te lo repito: es un hecho que no tiene vuelta de hoja. Luego has tenido la desgracia, digámoslo así, de enamorarte de otro hombre. Es una desgracia, pero también un hecho que no tiene vuelta de hoja. Tu marido lo ha aceptado y te ha perdonado. —Después de cada frase hacía una pausa, esperando alguna objeción por parte de su hermana, pero Anna no decía nada—. Así están las cosas. La cuestión ahora es la siguiente: ¿puedes seguir viviendo con tu marido? ¿Es eso lo que quieres? ¿Lo quiere él?

–No sé nada, nada.

–Pero tú misma has dicho que no puedes soportarlo.

–No, yo no he dicho eso. Retiro mis palabras. No sé nada, no entiendo nada.

–Pero permíteme...

–Tú no puedes entenderlo. Siento que estoy cayendo cabeza abajo por un abismo y que no debo salvarme. Y que además no puedo.

–No importa. Pondremos algo debajo y te cogeremos antes de que llegues al suelo. Te comprendo, comprendo que no te atrevas a expresar tus deseos, tus sentimientos.

–No deseo nada, absolutamente nada... Sólo que todo esto termine de una vez.

–También él lo ve y se da cuenta. ¿Es que crees que no sufre tanto como tú? Tú te atormentas, él se atormenta... ¿Cómo va a acabar todo esto? En cambio, el divorcio podría resolverlo todo.

Había expuesto, no sin esfuerzo, su idea principal, y ahora la miraba con aire significativo.

Anna, sin responder palabra, negó con la cabeza. Pero por la expresión de su cara, que se iluminó de pronto con la belleza de antaño, Oblonski se dio cuenta de que si no deseaba esa solución era porque la consideraba una suerte de felicidad imposible.

–¡Me da mucha pena de vosotros! ¡No sabes cuánto me alegraría poder arreglar la situación! —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo ya con mayor aplomo—. ¡No digas nada! ¡No digas nada! ¡Si Dios me permitiera expresar lo que siento! Voy a ir a verlo.

Anna miró a su hermano con ojos pensativos y brillantes y no dijo nada.

 

XXII

Stepán Arkádevich entró en el despacho de Alekséi Aleksándrovich con la expresión un tanto solemne con que solía ocupar el sillón presidencial de la Audiencia. Alekséi Aleksándrovich, con las manos a la espalda, recorría la habitación, pensando en lo mismo que Oblonski había estado hablando con su hermana.

–¿Te molesto? —preguntó Stepán Arkádevich, turbándose de pronto al ver a su cuñado, algo que le sucedía rara vez. Para disimularlo, sacó una petaca de cierre especial que había comprado recientemente, olió la piel y extrajo un cigarrillo.

–No. ¿Puedo servirte en algo? —respondió Alekséi Aleksándrovich de mala gana.

–Sí, quería... necesitaba... Sí, necesitaba hablar contigo —dijo Stepán Arkádevich, sorprendido del inusitado azoramiento que le embargaba. Ese sentimiento era tan extraño e inesperado que Oblonski no reconoció la voz de su conciencia, que le prevenía de que iba a cometer una mala acción. Haciendo un esfuerzo, consiguió vencer la timidez que se había apoderado de él—. No creo necesario decirte lo mucho que quiero a mi hermana y el afecto y el respeto que te profeso a ti —dijo, ruborizándose. Alekséi Aleksándrovich se detuvo y, aunque no dijo nada, su expresión de víctima resignada sorprendió a Oblonski—. Me disponía... Quería hablar contigo de mi hermana y de vuestra situación —prosiguió Stepán Arkádevich, sin lograr desembarazarse de ese apocamiento tan insólito.

Alekséi Aleksándrovich miró a su cuñado con una sonrisa triste y, sin pronunciar palabra, se acercó a la mesa, cogió una carta inacabada y se la tendió.

–No dejo de pensar en esa cuestión. Y al final me he decidido a escribir esto, pensando que me expresaría mejor por escrito, ya que mi presencia la irrita —dijo.

Stepán Arkádevich cogió la carta, contempló con incrédulo asombro los ojos turbios de su cuñado, fijos en los suyos, y empezó a leer:

Me doy cuenta de que mi presencia le molesta. Por penoso que me resulte reconocerlo, entiendo que es así y que no puede ser de otra manera. No la culpo. Dios es testigo de que, durante su enfermedad, tomé la firme resolución de olvidar todo lo que ha pasado entre nosotros y empezar una nueva vida. No me arrepiento ni me arrepentiré nunca de lo que hice entonces. Sólo deseaba su bien, el bien de su alma. Pero ahora veo que no lo he conseguido. Dígame usted misma qué puedo hacer para que se sienta de verdad feliz y recupere la paz interior. Me someto por entero a su voluntad y a su sentido de la justicia.

Stepán Arkádevich devolvió la carta a su cuñado y lo contempló con la misma perplejidad de antes, sin saber qué decir. El silencio les resultaba tan penoso a ambos que los labios de Oblonski se vieron sacudidos por un temblor involuntario, mientras miraba a Karenin sin pronunciar palabra.

–Esto es lo que quería decirle a Anna —dijo Alekséi Aleksándrovich, dándose la vuelta.

–Sí, sí... —replicó Stepán Arkádevich, incapaz de añadir nada más, porque las lágrimas le ahogaban—. Sí, sí. Le entiendo —consiguió pronunciar al fin.

–Me gustaría saber qué es lo que quiere —dijo Alekséi Aleksándrovich.

–Me temo que no se hace cargo de su situación. Ahora mismo es incapaz de juzgar —añadió Stepán Arkádevich, recobrando el dominio de sí mismo—. Se siente abrumada, literalmente abrumada, por tu generosidad. Si lee esta carta, no será capaz de decir nada y se limitará a agachar aún más la cabeza.

–En ese caso, ¿cómo explicar...? ¿Cómo saber lo que quiere?

–Si me permites que te dé mi opinión, creo que te corresponde a ti señalar claramente las medidas que consideras necesarias para acabar con esta situación.

–Entonces, ¿crees que todo esto debe terminar? —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich—. Pero ¿cómo? —añadió, pasándose la mano por los ojos con un gesto muy poco habitual en él—. No veo ninguna salida.

–No hay situación que no la tenga —dijo Stepán Arkádevich, poniéndose en pie, ya más animado—. Hace algún tiempo pensaste en la posibilidad de divorciarte... Si estás convencido de que no podéis ser felices juntos...

–La felicidad se puede entender de distintas maneras. Pero supongamos que estoy de acuerdo con todo, que no quiero nada. ¿Qué salida puede tener nuestra situación?

–Si quieres saber mi opinión —dijo Stepán Arkádevich con la misma sonrisa, dulce y tierna como la leche de almendras, con la que se había dirigido antes a Anna, una sonrisa tan bondadosa y convincente que, sin querer, Alekséi Aleksándrovich reconoció su debilidad, se sometió a su cuñado y se mostró dispuesto a creer en todo lo que dijera—, Anna nunca confesará lo que quiere. Pero sólo puede desear una cosa —prosiguió Stepán Arkádevich—: romper esta relación, librarse de todos los recuerdos ligados a ella. Creo que, dada vuestra situación, es indispensable que aclaréis cuál va a ser vuestra relación a partir de ahora. Y eso sólo podrá lograrse cuando ambos recobréis vuestra libertad.

–El divorcio —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich con repugnancia.

–Sí, eso es lo que creo yo. El divorcio. Sí, el divorcio —repitió Stepán Arkádevich, ruborizándose—. Es, desde todos los puntos de vista, la salida más razonable para un matrimonio que ha llegado a una situación como la vuestra. ¿Qué hacer cuando marido y mujer han llegado a la conclusión de que es imposible seguir viviendo juntos? Es algo que siempre puede suceder. —Exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos—. Lo único que hay que tomar en consideración en este caso es lo siguiente: ¿desea uno de los cónyuges contraer matrimonio de nuevo? En caso de que no sea así, la cosa es muy sencilla —añadió, liberándose cada vez más de la timidez que le había atenazado.

Alekséi Aleksándrovich, con los rasgos alterados por la emoción, murmuró algo para sus adentros, pero no respondió. Eso que a Stepán Arkádevich le parecía tan sencillo lo había pensado él miles y miles de veces. Y no sólo no le parecía sencillo, sino completamente imposible. Ahora que estaba al tanto de todos los detalles del divorcio, la solución se le antojaba impensable, porque el sentimiento de su propia dignidad y el respeto a la religión no le permitían asumir la culpabilidad de un adulterio ficticio y menos aún tolerar que su mujer, a quien había perdonado y seguía queriendo, se cubriera de oprobio y de ignominia. También le parecía inviable por otras razones aún más importantes.

¿Qué sería de su hijo si se divorciaban? No sería posible confiárselo a su madre. La madre divorciada tendría una familia ilegítima, en cuyo seno la situación del hijastro sería probablemente mala, como también su educación. ¿Quedarse él con el niño? Sabía que eso sería un acto de venganza y no quería llegar a esos extremos. Pero la causa principal por la que se oponía al divorcio era que, si aceptaba esa solución, causaría la perdición de Anna. Una de las frases que Daria Aleksándrovna le había dicho en Moscú le había llegado al fondo del alma; a saber, que al pedir el divorcio sólo tenía en cuenta sus propios intereses y no se daba cuenta de que estaba causando la ruina definitiva de su mujer. Y ahora, relacionando esas palabras con su perdón y su cariño por los niños, las interpretaba a su manera. Si aceptaba el divorcio, si le concedía la libertad, la estaría privando, en su opinión, de los últimos vínculos que la unían a la vida de sus hijos, a los que tanto quería, arrebatándole el último apoyo con que contaba para seguir por la senda del bien y empujándola al abismo. Sabía que, en cuanto se convirtiera en una mujer divorciada, se uniría a Vronski, y esas relaciones serían ilegítimas y culpables porque, según las leyes de la Iglesia, una mujer no puede volver a casarse mientras el marido viva. «Se unirá a Vronski, y al cabo de uno o dos años la abandonará, o ella se juntará con otro —pensaba Alekséi Aleksándrovich—. Si acepto ese divorcio ilícito, seré el culpable de su ruina.» Se había dicho todo eso cientos de veces y estaba convencido de que el divorcio, lejos de ser un asunto sencillo, como había dicho su cuñado, era completamente imposible. No creía en ninguna de las palabras de Stepán Arkádevich, tenía miles de argumentos para refutar cada una de sus aseveraciones, pero le escuchaba, pues de algún modo se daba cuenta de que por su boca se expresaba esa fuerza bruta y todopoderosa que guiaba su vida y a la que tendría que someterse.

–Aquí lo único que cabe discutir son las condiciones que aceptarías para conceder el divorcio. Ella no quiere nada, no se atreve a pedir nada, y se somete por entero a tu magnanimidad.

«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué este castigo?», pensaba Alekséi Aleksándrovich, recordando los detalles del divorcio en que el marido asume la culpa y cubriéndose la cara avergonzado, con el mismo gesto al que había recurrido Vronski.

–Estás alterado, lo entiendo. Pero si lo piensas un poco...

«Presentar la mejilla izquierda a quien te ha golpeado la derecha. Entregar la camisa a quien te ha arrebatado el abrigo», pensó Alekséi Aleksándrovich.

–¡Sí, sí! —gritó con voz chillona—. Cargaré con toda la vergüenza, hasta renunciaré a mi hijo, pero... ¿no sería mejor dejar las cosas como están? En cualquier caso, haz lo que quieras...

Y, dándole la espalda a su cuñado, para que no pudiera verle, se sentó en una silla que había al pie de la ventana. Sentía vergüenza y amargura, pero también alegría y emoción ante ese ejemplo sublime de humildad.

Stepán Arkádevich estaba conmovido y guardaba silencio.

–Alekséi Aleksándrovich, créeme cuando te digo que Anna apreciará tu magnanimidad —dijo—. Por lo visto, tal es la voluntad de Dios —añadió. Nada más pronunciar esas palabras, se dio cuenta de que acababa de decir una estupidez y a duras penas pudo contener una sonrisa.

Alekséi Aleksándrovich quiso replicar algo, pero las lágrimas se lo impidieron.

–Es una desgracia fatal y así hay que aceptarla. Yo me la tomo como un hecho consumado y trato de ayudaros en lo que puedo —dijo Stepán Arkádevich.

Al salir del despacho de su cuñado, estaba conmovido, pero al mismo tiempo se sentía satisfecho de haber cumplido su misión, pues estaba convencido de que Alekséi Aleksándrovich no se echaría atrás. Y a tal satisfacción venía a sumarse una idea que le había venido a la cabeza: cuando concluyera todo el asunto, le haría la siguiente pregunta a su mujer y a sus íntimos: «¿En qué nos diferenciamos el emperador y yo? En que él establece alianzas y nadie se beneficia, mientras yo rompo alianzas y se benefician tres personas... O bien: ¿en qué nos parecemos el soberano y yo? En que... Bueno, ya se me ocurrirá algo mejor», se dijo con una sonrisa.

 

XXIII

La herida de Vronski era peligrosa, aunque no le había alcanzado el corazón. Pasó varios días entre la vida y la muerte. Cuando estuvo en condiciones de hablar por primera vez, sólo Varia, la esposa de su hermano, se hallaba en la habitación.

–¡Varia! —dijo, mirándola con severidad—. Se me disparó la pistola. Díselo así a todo el mundo, por favor. Y no vuelvas a hablar de esta historia, es demasiado ridícula.

Sin responder a sus palabras, Varia se inclinó sobre él y le miró a la cara con una alegre sonrisa. Los claros ojos del herido ya no tenían ese brillo de la fiebre, pero su expresión era severa.

–¡Gracias a Dios! —dijo Varia—, ¿Te duele algo?

–Un poco aquí. —Y Vronski señaló el pecho.

–Entonces te voy a cambiar el vendaje.

Vronski la miró en silencio, apretando sus fuertes mandíbulas, mientras la joven le cambiaba el vendaje. Cuando terminó, Vronski le dijo:

–No estoy delirando. Te ruego que hagas cuanto esté en tu mano para que la gente no piense que me he disparado a propósito.

–Nadie lo piensa. Lo único que espero es que el arma no se te vuelva a disparar —dijo Varia con una sonrisa inquisitiva.

–No creo que vuelva a pasar. Más habría valido...

Y sonrió con aire sombrío.

A pesar de estas palabras y esta sonrisa, que tanto asustaron a Varia, cuando la inflamación desapareció y empezó a restablecerse, Vronski sintió que se había liberado de una parte de sus penas. Era como si con ese acto se hubiera desembarazado de la vergüenza y la humillación que le embargaban antes. Ahora podía pensar con calma en Alekséi Aleksándrovich. Reconocía su magnanimidad sin sentirse humillado. Además, había vuelto a la senda de su vida de antaño. Era capaz de mirar a la gente a la cara sin azorarse y había vuelto a vivir con arreglo a sus viejas costumbres. Sólo había una cosa que no había podido arrancar de su corazón, a pesar de sus denodados esfuerzos: el dolor, casi la desesperación, de haberla perdido para siempre. Ahora que había expiado su culpa ante el marido, estaba firmemente decidido a renunciar a ella, a no interponerse nunca entre la esposa arrepentida y su marido. Pero no podía arrancar de su corazón la pena de haber perdido su amor ni podía borrar de su recuerdo esos instantes de felicidad que había conocido a su lado, tan poco apreciados entonces y que ahora le perseguían con su encanto.

Serpujovski le había conseguido un destino en Tashkent y Vronski lo había aceptado sin la menor vacilación. Pero, a medida que se acercaba el momento de la partida, el sacrificio que estaba ofreciendo a lo que consideraba su deber se le hacía más duro.

La herida ya había cicatrizado y empezó a salir de casa para ocuparse de los preparativos del viaje a Tashkent.

«Verla una vez más y luego enterrarme, morir», pensaba. Y, en una visita que hizo a Betsy para despedirse, le expresó su deseo. Con esa embajada fue Betsy a casa de Anna, y después se reunió con Vronski para comunicarle la respuesta negativa.

«Tanto mejor —se dijo Vronski, cuando recibió la noticia—. Era una debilidad que habría acabado con mis últimas fuerzas.»

Al día siguiente por la mañana Betsy en persona fue a verle y le anunció que, según le había contado Oblonski, Alekséi Aleksándrovich aceptaba la solución del divorcio; por tanto, no había ningún inconveniente en que visitara a Anna.

Desentendiéndose de Betsy, a la que ni siquiera acompañó a la puerta, rechazando todas sus resoluciones anteriores y olvidándose de preguntar cuándo podía ver a Anna y dónde se encontraba su marido, Vronski se dirigió sin pérdida de tiempo a casa de los Karenin. Subió a toda prisa la escalera, sin ver lo que tenía delante, y con pasos rápidos, casi corriendo, entró en la habitación de Anna. Una vez allí, sin pensar en nada ni preocuparse de la posible presencia de un tercero, la abrazó y empezó a cubrir de besos su rostro, sus manos y su cuello.

Anna se había preparado para esa entrevista, había meditado en lo que le diría, pero no tuvo tiempo de pronunciar palabra. Se sintió arrebatada por la misma pasión que Vronski. Quiso calmarle y calmarse ella misma, pero ya era demasiado tarde. Vronski le había contagiado sus sentimientos. Sus labios temblaban de tal modo que durante un buen rato no fue capaz de hablar.

–Sí, te pertenezco, soy tuya —pronunció por fin, apretando las manos de Vronski contra su pecho.

–¡Así tenía que ser! —replicó él—. Y así será mientras vivamos. Ahora lo sé.

–Es verdad —dijo Anna, palideciendo cada vez más y abrazando la cabeza de Vronski—. En cualquier caso, ¿no resulta todo esto un poco terrible después de lo que ha sucedido?

–Todo pasará, todo pasará. ¡Seremos tan felices! Si nuestro amor pudiera crecer, crecería gracias precisamente a lo que tiene de terrible —contestó Vronski, levantando la cabeza y esbozando una sonrisa que dejó al descubierto sus fuertes dientes.

Y Anna no pudo por menos de responder con una sonrisa, no tanto a las palabras de Vronski, como a sus ojos enamorados. Le cogió la mano y se acarició con ella las mejillas frías y los cabellos cortos.

–No te reconozco con esos cabellos tan cortos. Te quedan muy bien. Pareces un muchacho. Pero ¡qué pálida estás!

–Sí, aún estoy muy débil —repuso Anna con una sonrisa. Y sus labios volvieron a temblar.

–Iremos a Italia, te restablecerás.

–¿Es posible que podamos vivir como marido y mujer, solos los dos? —preguntó Anna, mirándole a los ojos a muy poca distancia.

–Lo único que me sorprende es que alguna vez haya podido ser de otra manera.

–Me ha dicho Stiva que élconsiente en todo, pero no puedo aceptar sumagnanimidad —dijo Anna con aire pensativo, apartando la mirada del rostro de Vronski—. No quiero el divorcio, ahora me da todo igual. Lo que no sé es lo que va a decidir con respeto a Seriozha.

A Vronski no le entraba en la cabeza que en un instante así Anna pudiera sacar a colación el tema de su hijo y del divorcio. ¿Qué podía importar eso?

–Déjalo, no pienses en esas cosas —dijo, dándole la vuelta a su mano y tratando de atraer su atención, pero Anna no le miraba.

–¡Ah! ¿Por qué no me habré muerto? ¡Habría sido lo mejor! —exclamó, y unas lágrimas se deslizaron en silencio por sus mejillas. No obstante, trató de sonreír para no apenarlo.

De haberse atenido a sus antiguas ideas, Vronski habría considerado imposible e ignominioso renunciar a un destino como Tashkent, tan peligroso y halagador. Ahora, en cambio, lo rechazó sin vacilar y, advirtiendo que sus superiores desaprobaban su conducta, pidió inmediatamente el retiro.

Al cabo de un mes, Alekséi Aleksándrovich se quedó solo en su casa con su hijo. En cuanto a Anna y Vronski, partieron para el extranjero, sin obtener el divorcio, al que habían renunciado definitivamente.

 

QUINTA PARTE

 

I

La princesa Scherbátskaia creía imposible celebrar la boda antes de la Cuaresma, para la que sólo quedaban cinco semanas, ya que la mitad del ajuar no estaría listo para entonces. Pero estaba de acuerdo con Levin en que no debían aplazar la ceremonia hasta después de esa fecha, porque la anciana tía del príncipe estaba muy enferma y podía morir en cualquier momento, en cuyo caso el luto la retrasaría aún más. Por eso, después de tomar la decisión de dividir el ajuar en dos partes, una grande y otra pequeña, la princesa aceptó celebrar la boda en la fecha prevista. Resolvió preparar la parte más pequeña sin más dilación y enviar la grande después, y se enfadó mucho con Levin cuando éste se mostró incapaz de expresar con claridad su aceptación o rechazo. Lo cierto es que era una medida bastante conveniente porque los jóvenes pensaban trasladarse al campo inmediatamente después de la boda, y allí no necesitarían los objetos incluidos en la parte grande del ajuar.

Levin seguía sumido en ese estado de locura. Le parecía que tanto él como su felicidad constituían el principal y único fin de toda la creación, que no debía pensar ni preocuparse de nada, pues ya se ocuparían los demás. Ni siquiera tenía planes u objetivos para su vida futura. Dejaba esa cuestión a otras personas, convencido de que todo saldría de maravilla. Su hermano Serguéi Ivánovich, Stepán Arkádevich y la princesa le indicaban lo que debía hacer. Y él se limitaba a mostrar su conformidad con todo lo que le proponían. Su hermano pidió prestado dinero para él. La princesa le había sugerido que se fueran de Moscú después de la boda. Stepán Arkádevich le aconsejó marcharse al extranjero. Y Levin estaba de acuerdo con todo. «Haced lo que queráis, si eso os divierte. Soy feliz, y mi felicidad no va a ser mayor ni menor por lo que vosotros hagáis», pensaba.

Cuando le comunicó a Kitty que Stepán Arkádevich le había aconsejado ir al extranjero, le sorprendió mucho que ella no se mostrara de acuerdo y que tuviera sus propios planes, bastante definidos, sobre su vida futura. Sabía que a Levin le apasionaban las labores del campo, que ella no comprendía ni deseaba comprender. Eso no era óbice para que las considerase muy importantes. Y, como sospechaba que se establecerían en el campo, no quería viajar al extranjero, donde no iba a vivir, sino al lugar que estaba destinado a convertirse en su nuevo hogar. Esta decisión, expresada con tal precisión, sorprendió a Levin. Pero, como a él le daba lo mismo, le pidió inmediatamente a Stepán Arkádevich, como si fuera responsabilidad suya, que fuera a la aldea y lo preparara todo a su manera, con el buen gusto que le caracterizaba.


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