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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Levin no tardó en sentirse en la posición de un hombre que ha cambiado su espesa pelliza por un traje de muselina y que al salir a la calle helada por primera vez se da cuenta de manera indubitable, no por medio del razonamiento, sino porque lo siente con todo su ser, que es como si estuviera desnudo y que perecerá inevitablemente entre horribles sufrimientos.

Desde ese momento, aunque no se diera cuenta y siguiera viviendo como antes, Levin no había dejado de sentir ese terror ante su propia ignorancia.

Además, sentía de un modo vago que lo que llamaba sus convicciones no sólo era ignorancia, sino un modo de pensar que le impedía adquirir los conocimientos que necesitaba.

En los primeros tiempos de su vida de casado, las nuevas alegrías y obligaciones habían acallado por completo esos pensamientos; pero en los últimos tiempos, después de que su mujer diera a luz, cuando vivía ocioso en Moscú, había vuelto a plantearse, cada vez más a menudo y con una insistencia mayor, esa cuestión que exigía una respuesta.

Esa cuestión podía plantearse de la siguiente manera: «Si no acepto las explicaciones que da el cristianismo al problema de mi existencia, ¿cuáles acepto?». Y no era capaz de encontrar en todo el arsenal de sus convicciones una sola respuesta ni nada que se le pareciera.

Estaba en la misma situación de un hombre que buscara alimentos en tiendas de juguetes y de armas.

Sin proponérselo, e incluso sin darse cuenta, empezó a buscar en cada libro, en cada persona, en cada conversación una relación con esas cuestiones y una posible solución.

Lo que más le sorprendía y le apenaba era que la mayoría de las personas de su ambiente y de su edad, que habían cambiado sus antiguas creencias por las mismas nuevas ideas que él, no veían en ello nada malo y estaban completamente satisfechas y tranquilas. Así pues, además de la cuestión principal, a Levin le atormentaban otras: ¿eran sinceras esas personas? ¿No fingían? ¿O es que comprendían de una manera distinta, más clara, las respuestas de la ciencia a las cuestiones que le interesaban? Y estudiaba en detalle tanto las opiniones de estas personas como los libros en los que se exponían tales respuestas.

Lo único que había sacado en claro, desde que había empezado a ocuparse de tales asuntos, era que se había equivocado al suponer, como sus compañeros de universidad, que la religión se había quedado obsoleta y vacía de contenido. Todas las personas a las que más quería y respetaba eran creyentes: el viejo príncipe, Lvov, al que tanto aprecio había cobrado, Serguéi Ivánovich; todas las mujeres creían —su mujer conservaba la misma fe que él había tenido en su primera infancia– y el noventa y nueve por ciento del pueblo ruso, de ese pueblo cuya vida le inspiraba el máximo respeto.

Además, después de leer muchos libros, se convenció de que las personas que compartían sus opiniones no les concedían ninguna importancia particular; lejos de analizar las cuestiones fundamentales y buscar unas respuestas sin las cuales Levin no podía vivir, se desentendían de ellas para ocuparse de otras completamente distintas, que a él no podían interesarle, como, por ejemplo, la evolución de los organismos, la explicación mecánica del alma y otras por el estilo.

Por si eso fuera poco, durante el parto de su mujer, le había sucedido un acontecimiento extraordinario. Él, que no creía en Dios, se había puesto a rezar, y lo había hecho con fe. Pero, una vez pasado ese momento, fue incapaz de encontrar un lugar en su vida para ese estado de ánimo.

No podía reconocer que entonces había conocido la verdad y ahora se equivocaba porque, en cuanto se ponía a pensar con serenidad, todo saltaba en mil pedazos. Tampoco podía admitir que entonces se había equivocado, porque concedía un inmenso valor a ese estado de ánimo. Si lo consideraba un rasgo de debilidad, estaría profanando ese momento. En su interior se libraba una terrible batalla, y él hacía acopio de todas sus fuerzas para ponerle fin.

 

IX

Estos pensamientos le agobiaban y le atormentaban, unas veces con más intensidad, otras con menos, pero sin abandonarlo nunca. Leía y reflexionaba, y, cuanto más leía y reflexionaba, más lejos se sentía del fin que perseguía.

Convencido de que no hallaría ninguna respuesta en los materialistas, en los últimos tiempos, primero en Moscú y más tarde ya en el campo, había leído y releído a Platón, Spinoza, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, filósofos que no daban una explicación materialista de la vida.

Sus ideas le parecían fecundas mientras leía o buscaba una refutación de otras doctrinas, sobre todo de las materialistas. Pero en cuanto abordaba la solución de lo que le interesaba, estimulado bien por esas lecturas o por el curso de sus propios pensamientos, le sucedía siempre lo mismo. Cuando analizaba la definición de términos tan vagos como «espíritu», «voluntad», «libertad» o «sustancia», se dejaba atrapar en la trampa verbal que le tendían los filósofos o que se tendía él mismo y tenía la impresión de que empezaba a entender algo. Pero, bastaba que se olvidara de esa artificiosa sucesión de pensamientos y, una vez inmerso en la vida real, analizara lo que tanta satisfacción le había causado cuando pensaba siguiendo una línea dada, para que de repente todo ese edificio artificioso se viniera abajo como un castillo de naipes, con lo que quedaba demostrado que el edificio se había construido con esas mismas palabras cambiadas de lugar, sin tener en cuenta algo que en la vida es más importante que la razón.

Durante un tiempo, mientras leía a Schopenhauer sustituyó la palabra «voluntad» por la palabra «amor», y esa nueva filosofía le consoló un par de días, mientras no se apartó de ella. Pero se derrumbó exactamente de la misma manera cuando la contempló desde la vida. Entonces le pareció otro de esos trajes de muselina que no le calentaban.

Su hermano Serguéi Ivánovich le había aconsejado que leyera las obras teológicas de Jomiákov. Levin leyó el segundo tomo y, a pesar de que en un principio su tono polémico, elegante e ingenioso le desagradó, se quedó sorprendido de su doctrina sobre la Iglesia. Le impresionó la idea de que la comprensión de las verdades divinas, negada al hombre como individuo, se le concediera a una congregación de personas unidas por un mismo amor; es decir, la Iglesia. Le alegró el pensamiento de que fuera más fácil creer en una Iglesia viva y existente, compuesta de todas las creencias de los hombres, con Dios a la cabeza, y por tanto sagrada e infalible, y a partir de ahí aceptar la existencia de Dios, la creación, la caída y la redención, que empezar por un Dios lejano y misterioso, pasar luego a la creación, etcétera. Pero después de leer dos historias de la Iglesia, una escrita por un católico y otra por un ortodoxo, y comprobar que las dos, infalibles por naturaleza, se negaban la una a la otra, quedó desilusionado de la doctrina de Jomiákov, y también ese edificio se derrumbó, igual que las construcciones filosóficas.

Durante toda la primavera había sido otra persona y había pasado por momentos terribles.

«No puedo vivir sin saber lo que soy y para qué estoy aquí. Y, como no puedo saberlo, no puedo vivir», se decía.

«En la infinitud del tiempo, en la infinitud de la materia y en la infinitud del espacio surge la burbuja de un organismo, que dura un instante y después estalla. Esa burbuja soy yo.»

Ese angustioso sofisma era el último y único resultado de siglos de reflexiones humanas.

Era la última creencia en la que se basaban todas las investigaciones del pensamiento humano en casi todos los campos. Era la idea dominante, y Levin acabó adoptándola, probablemente porque era más clara que las demás, aunque ni él mismo sabría decir cómo y cuándo.

Pero no sólo era un sofisma, sino una broma cruel de una fuerza maligna y repulsiva, a la que era imposible someterse.

Había que escapar de esa fuerza. Y la liberación estaba al alcance de todo el mundo. Era necesario acabar con esa dependencia del mal. Y sólo había un medio de lograrlo: la muerte.

Así fue como Levin, hombre casado y feliz, que gozaba de buena salud, estuvo varias veces tan cerca del suicidio que tuvo que esconder una cuerda para no ahorcarse, y no salía al campo con una escopeta por temor a pegarse un tiro.

Pero, en lugar de ahorcarse o de pegarse un tiro, siguió viviendo.

 

X

Cuando Levin pensaba qué era y para qué vivía, no hallaba respuesta y se desesperaba; pero, cuando dejaba de preguntárselo, creía saberlo, porque vivía y actuaba con firmeza y resolución. Y en los últimos tiempos esa firmeza y esa resolución habían aumentado.

Después de regresar al campo a principios de junio, reanudó sus ocupaciones habituales. Las labores agrícolas, el trato con los campesinos y los vecinos, la administración de la casa, los asuntos de su hermana y de su hermano, que ambos le habían confiado, las relaciones con su mujer y sus parientes, el cuidado de su hijo y la cría de abejas, por la que se había interesado mucho esa primavera, absorbían todo su tiempo.

No se ocupaba de tales actividades porque las justificase en nombre de unos principios generales, como había hecho antes. Al contrario: desilusionado, por una parte, del fracaso de sus empresas anteriores en favor del bien común; y, obsesionado, por otra, con sus pensamientos y con las tareas que se acumulaban por todas partes, había abandonado completamente cualquier consideración sobre el particular. Se ocupaba de esas actividades simplemente porque le parecía que debía hacerlo, que no le quedaba otra salida.

Antes (era un proceso que se había iniciado en la infancia y había ido desarrollándose hasta que alcanzó la plena madurez), la idea de hacer algo que fuera útil a todos, a la humanidad, a Rusia, a la provincia, a la aldea, le llenaba de alegría; pero la actividad misma le parecía siempre incoherente y no tenía la plena seguridad de que fuera imprescindible. En suma, esa misma actividad que al principio le había parecido tan grande iba empequeñeciéndose cada vez más hasta acabar en nada. Ahora, después de casarse, cuando había ido limitándose hasta ocuparse sólo de aquellas que servían a sus propios intereses, estaba convencido de que su obra era indispensable y veía que marchaba mucho mejor que antes y que sus proporciones eran cada vez más grandes, aunque ya no se alegraba al pensar en sus tareas.

Ahora, casi en contra de su voluntad, se hundía cada vez más en la tierra, como un arado, y no podía salir de allí sin trazar un surco.

Era indudable que su familia debía vivir como lo habían hecho sus padres y sus abuelos, es decir, en el mismo nivel de instrucción y educando a los hijos del mismo modo. Era algo tan necesario como comer cuando se tiene hambre. Así, igual que era necesario preparar la comida, debía llevarse la máquina económica de Pokróvskoie de manera que rindiera beneficios. Y, del mismo modo que estaba obligado a pagar sus deudas, era preciso mantener el patrimonio, para que cuando su hijo lo recibiera en herencia le diera las gracias, igual que Levin se las había dado al abuelo por todo lo que había construido y plantado. Por eso no había que arrendar las tierras, sino cultivarlas uno mismo, tener ganado, abonar los campos y plantar bosques.

No podía desentenderse de los asuntos de Serguéi Ivánovich y de su hermana, ni de todos los campesinos que habían adquirido la costumbre de consultarle, como no se puede soltar a una criatura que se tiene en brazos. Tenía que cuidar de su mujer y del niño, y también de su cuñada y de sus hijos, y pasar al menos una parte del día con ellos.

Todo eso, unido a las partidas de caza y su nuevo interés por la apicultura, llenaba la vida de Levin, que tan carente de sentido le parecía cuando se ponía a pensar en ella.

Pero, además de que sabía perfectamente lo quedebía hacer, también sabía cómodebía hacerlo y quétareas había que anteponer.

Sabía que debía contratar braceros al precio más barato posible, pero que no debía esclavizarlos pagándoles por adelantado menos dinero del que merecían, aunque resultara muy ventajoso. Podía venderse paja a los campesinos en épocas de carestía, por mucha compasión que inspirasen. Pero había que eliminar las posadas y tabernas, aunque produjeran beneficios. Había que castigar con la mayor severidad posible la tala de árboles, pero no se debía multar a los campesinos cuando dejaban entrar al ganado en sus pastos. Y, aunque los guardas se disgustasen y los campesinos perdieran el temor, no había más remedio que devolver el ganado a sus propietarios.

Tenía que prestar dinero a Piotr para que dejara de abonar un diez por ciento al mes a un usurero, pero no se podía condonar ni aplazar el pago del arriendo a los campesinos que no habían satisfecho la contribución. No se le podía perdonar al administrador que no hubiera mandado segar un prado pequeño, con lo que la hierba se había echado a perder, pero no debían segarse las ochenta hectáreas en las que se había plantado un bosque joven. No se podía permitir que un bracero, en plena faena, se fuera a su casa porque había muerto su padre, por mucha compasión que inspirase, y no había más remedio que dejar de pagarle el jornal durante esos importantes meses en los que había estado ausente; pero no se podía dejar de pagar la mensualidad a los viejos criados, aunque ya no sirviesen para nada.

Levin también sabía que, al regresar a casa, lo primero que tenía que hacer era ir a ver a su mujer, que no estaba bien de salud. Los campesinos que llevaban aguardándolo ya tres horas podían esperar un poco más. También sabía que, a pesar del placer que le procuraba introducir un enjambre en la colmena, debía dejar esa tarea a un viejecito para atender a los campesinos que habían ido a buscarle al colmenar.

No sabía si actuaba bien o mal, y no sólo no deseaba averiguarlo, sino que evitaba cualquier conversación o consideración al respecto.

Los razonamientos le hacían dudar y le impedían ver lo que debía y no debía hacer. Cuando dejaba de pensar y se limitaba a vivir, sentía constantemente en su interior la presencia de un juez infalible que, cuando se presentaban dos alternativas, elegía cuál era la mejor y cuál la peor. Y, siempre que tomaba una decisión equivocada, se daba cuenta en seguida.

Así vivía, sin saber qué era ni para qué estaba en el mundo, y sin contemplar la posibilidad de saberlo algún día. Esta ignorancia le atormentaba tanto que temía acabar suicidándose. Pero, al mismo tiempo, seguía con firmeza y determinación su propio camino en la vida.

 

XI

El día en que Serguéi Ivánovich llegó a Pokróvskoie había sido muy penoso para Levin.

Era el período de mayor actividad en el campo, cuando los campesinos dan muestras de una capacidad de trabajo y un espíritu de sacrificio extraordinarios, que no se manifiestan en otros órdenes de la vida y que serían muy valorados si quienes los atesoran los apreciaran, si no se repitiesen todos los años y si sus resultados no fuesen tan sencillos.

Segar, recoger y acarrear el centeno y la avena, acabar de segar los prados, volver a arar los barbechos, trillar la simiente y sembrar el grano de otoño. Todo eso parece sencillo y ordinario. Pero, para llevarlo a cabo es necesario que, durante tres o cuatro semanas, todos los habitantes de la aldea, desde los mayores hasta los pequeños, trabajen sin descanso, tres veces más de lo habitual, alimentándose de kvas, cebolla y pan negro, trillando y transportando las gavillas de noche y dedicando al sueño no más de dos o tres horas al día. Y esa misma actividad se repite cada año en toda Rusia.

Como había pasado la mayor parte de su vida en el campo, en estrecho contacto con el pueblo, Levin tenía la sensación de que la excitación general que se apoderaba de los campesinos en ese período de tanto trabajo se le comunicaba también a él.

Por la mañana temprano había asistido a la primera siembra del centeno, luego había contemplado cómo acarreaban y agavillaban la avena. Había regresado a casa a la hora en que se levantaban su mujer y su cuñada, había tomado un café con ellas y se había marchado a pie a la granja, donde debían poner en marcha la nueva trilladora para preparar la simiente.

A lo largo de todo ese día, mientras hablaba con el administrador, con los campesinos, con su mujer, con Dolly, con los hijos de ésta o con su suegro, había estado pensando en la única cuestión que le preocupaba en esos momentos, al margen de las faenas del campo. Y había buscado por todas partes argumentos que le permitieran dar respuesta a esas preguntas: «¿Qué soy? ¿Dónde estoy? ¿Para qué vivo?».

En medio de un fresco granero, que acababan de recubrir con olorosas varas de avellano, aún con hojas fragantes, encajadas en las frescas y descortezadas vigas de álamo que sostenían el tejado de paja, Levin miraba tan pronto por la puerta abierta, en cuyo umbral se arremolinaba y revoloteaba el polvo seco y acre de la trilladora, como la hierba de la era, iluminada por el ardiente sol, o la paja fresca, que acababan de traer del almiar, o las golondrinas de pecho blanco y cabeza moteada que, con un silbido, se refugiaban debajo del tejado y, batiendo las alas, se detenían en el vano del portón, o a los campesinos que iban de un lado a otro por el granero oscuro y polvoriento, mientras se le ocurrían extraños pensamientos.

«¿Para qué se hace todo esto? ¿Por qué estoy aquí y les obligo a trabajar? ¿Por qué todos se afanan y tratan de demostrarme su celo? ¿Por qué se esfuerza tanto la vieja Matriona, a quien conozco bien? (La curé cuando le cayó una viga durante el incendio) —se decía, mirando a una mujer enjuta que rastrillaba el grano, moviéndose con dificultad por la era dura e irregular con sus pies desnudos y quemados por el sol—. Entonces se restableció. Pero hoy o mañana, o dentro de diez años, la enterrarán, y no quedará nada de ella, ni tampoco de esa muchacha presumida de la chaqueta roja, que separa las espigas de la paja con movimientos tan ágiles y delicados. También a ella la enterrarán. Y a ese caballo pío poco le queda ya —pensó, contemplando un caballo que se arrastraba con fatiga y respiraba afanosamente con los ollares hinchados, mientras pisaba una rueda inclinada que giraba por debajo de sus patas—. También enterrarán a Fiódor, el abastecedor de la trilladora, con su barba rizada, llena de paja, y su camisa desgarrada a la altura del hombro blanco. Y, sin embargo, deshace las gavillas, da órdenes, les grita a las mujeres y con un movimiento rápido ajusta la correa del volante. Y, sobre todo, no sólo los enterrarán a ellos, sino también a mí, y no quedará nada. ¿Por qué?»

Mientras pensaba en esas cosas, no dejaba de consultar el reloj, para calcular cuánto podían trillar en una hora. Necesitaba saberlo para establecer la cuota de la jornada.

«Pronto llevarán ya casi una hora y sólo han empezado el tercer almiar», pensó Levin.

Se acercó al abastecedor y, gritando con fuerza, para que su voz prevaleciera sobre el estruendo de la máquina, le dijo que echara menos.

–¡No eches demasiado de una vez, Fiódor! Mira, se atasca. Por eso va tan despacio. Iguálalo.

Ennegrecido por el polvo, que se le había pegado al rostro cubierto de sudor, Fiódor gritó algo a modo de respuesta, pero no hizo lo que Levin le pedía.

Éste se acercó al tambor, apartó a Fiódor y se puso a abastecer la máquina él mismo.

Después de trabajar hasta la hora de comer de los campesinos, salió del granero en compañía del abastecedor y entabló conversación con él, deteniéndose al lado de un montón de centeno amarillento dispuesto cuidadosamente en la era para trillar.

El abastecedor venía de una aldea lejana, en la que, hacía tiempo, Levin había cedido tierras para que las explotaran en régimen de cooperativa. Ahora se las había alquilado a un posadero.

Levin le habló a Fiódor de esas tierras y le preguntó si al año siguiente las arrendaría Platón, un campesino rico y bondadoso de esa misma aldea.

–El precio es muy alto. Platón no obtendrá ningún beneficio, Konstantín Dmítrich —respondió el campesino, quitándose unas espigas que se le habían metido dentro de la camisa sudada.

–¿Y cómo es que Kiríllov les saca provecho?

–¿Cómo no va a sacarles provecho Mitiuja —de esa manera despectiva llamó Fiódor al posadero—, Konstantín Dmítrich? Aprieta hasta que obtiene lo suyo. No se compadece de ningún cristiano. En cambio, el tío Fokánich —así llamaba al viejo Platón—, no despelleja a nadie. A uno le presta dinero, a otro le perdona la deuda. Por eso no hace dinero. Es un buen hombre.

–Pero ¿por qué perdona las deudas?

–Bueno, verá, no todos somos iguales. Unos sólo viven para sí mismos; por ejemplo Mitiuja, que no hace más que llenarse la panza. Fokánich, en cambio, es un anciano justo. Vive para el alma. Se acuerda de Dios.

–¿Cómo que se acuerda de Dios? ¿Qué es eso de que vive para el alma? —preguntó Levin casi a gritos.

–Pues ya se sabe: respeta la verdad, sigue la ley de Dios. No todos los hombres somos iguales. Usted, por ejemplo, tampoco es capaz de ofender a nadie...

–¡Bueno, bueno, adiós! —exclamó Levin, tan agitado que casi no podía respirar. Acto seguido se dio la vuelta, cogió su bastón y se alejó rápidamente en dirección a la casa.

Una alegría hasta entonces desconocida se apoderó de él. Al oírle decir a Fiódor que Fokánich vivía para el alma, respetando la verdad y siguiendo la ley de Dios, unos pensamientos confusos, pero de enorme importancia, surgieron en tropel de algún rincón de su ser y, tendiendo todos a un mismo fin, se pusieron a revolotear en su cabeza, cegándole con su luz.

 

XII

Levin iba por el camino real a grandes pasos, atento no tanto a sus pensamientos (todavía no había conseguido ordenarlos) como a su estado de ánimo, desconocido hasta entonces para él.

Las palabras que había pronunciado el campesino habían producido en su alma el efecto de una chispa eléctrica que de pronto hubiera transformado y unido en una sola cosa todo el enjambre de pensamientos descabalados, impotentes e inconexos que le ocupaban en todo momento. Sin que él mismo se diera cuenta, esas ideas habían estado bullendo en su cabeza mientras hablaba del arriendo de las tierras.

Sentía algo nuevo en su alma y, aunque no sabía lo que era, su mera presencia bastaba para llenarlo de alegría.

«No vivir para uno mismo, sino para Dios. ¿Para qué Dios? Para Dios. ¿Es que puede decirse algo más insensato que lo que él ha dicho? Según Fiódor, no hay que vivir para uno mismo, es decir, debemos dejar de lado lo que comprendemos, lo que nos atrae y lo que nos gusta, en beneficio de algo incomprensible, de Dios, al que nadie puede comprender ni definir. ¿Entonces? ¿Es que no he entendido las insensatas palabras de Fiódor? Y, una vez comprendidas, ¿he dudado de su justicia? ¿Me han parecido estúpidas, confusas o imprecisas?

»No, las he comprendido de la misma manera que él; las he comprendido plenamente y con más claridad que cualquier otra cosa en la vida. Jamás las he puesto ni las pondré en cuestión. Y no soy sólo yo. Es la única cosa que todo el mundo comprende plenamente, la única de la que no dudan y en la que están siempre de acuerdo.

»Fiódor dice que Kiríllov, el posadero, vive para llenarse la panza. Es comprensible y razonable. En la medida en que somos seres racionales, sólo vivimos para llenarnos la panza. Y de pronto ese mismo Fiódor dice que esa manera de vivir es reprobable, que hay que vivir para la verdad, para Dios, y yo le entiendo sin necesidad de más explicaciones. Yo, los millones de personas que vivieron en los siglos pasados y los millones que viven ahora, tanto los campesinos y los pobres de espíritu, como los sabios que han meditado y escrito sobre la cuestión, que dicen lo mismo con su lenguaje confuso, todos estamos de acuerdo en una única cosa: para qué se debe vivir y en qué consiste el bien. Yo y millones de personas tenemos una única certeza firme, clara e indudable, una certeza que no puede explicarse por medio de la razón: está fuera de su ámbito, y no tiene causas ni puede tener consecuencias.

»Si el bien tiene una causa, ya no es bien. Si tiene una consecuencia, en forma de recompensa, tampoco lo es. Por tanto, el bien está fuera de la cadena de causas y efectos.

»Eso es lo que sé, eso es lo que todo el mundo sabe.

»¿Acaso puede haber un milagro más grande?

»¿Es posible que haya encontrado la solución de todo? ¿Es posible que mis sufrimientos hayan terminado?», penaba Levin, andando por el camino polvoriento, sin notar el calor ni el cansancio, experimentando una sensación de alivio después de largos padecimientos. La sensación era tan alegre que le parecía inverosímil. Se ahogaba de emoción y, sin fuerzas para seguir adelante, dejó a un lado el camino, se internó en un bosque y se sentó a la sombra de los álamos, sobre la hierba sin segar. Se quitó el sombrero de la cabeza empapada en sudor y se tendió en la áspera y jugosa hierba del bosque, apoyándose en un brazo.

«Sí, tengo que ordenar mis ideas, esforzarme por comprender —pensaba, mirando fijamente la hierba incólume que tenía delante, y, siguiendo los movimientos de un insecto verde que subía por un tallo de grama y veía interrumpido su avance por una hoja de angélica—. Desde el comienzo mismo —se dijo, apartando la hoja de angélica para que el insecto pudiera pasar y acercándole otra hierba—. ¿Por qué estoy tan alegre? ¿Qué es lo que he descubierto?

»Antes decía que en mi cuerpo, en el cuerpo de esa planta y en el de ese insecto (no ha querido trepar por esa hierba, ha desplegado las alas y ha salido volando) se producía un intercambio de materia, de acuerdo con leyes físicas, químicas y fisiológicas. Y que en todos nosotros, como también en los álamos, en las nubes y en las nebulosas se produce una evolución. ¿Evolución de qué? ¿Hacia qué? ¿Una evolución y una lucha infinitas?... ¡Como si pudiera existir una dirección o una lucha infinita! Y me sorprendía que, a pesar de devanarme los sesos intentando comprender, no se me aclarara el sentido de la vida, ni el de mis impulsos y aspiraciones. Cuando el sentido de mis impulsos es tan evidente que se refleja en toda mi vida. De ahí mi sorpresa y alborozo al oír esas palabras del campesino: vivir para Dios, para el alma.

»No he descubierto nada. Únicamente me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido esa fuerza que no sólo me ha dado la vida en el pasado, sino que también me la da ahora. Me he liberado del engaño, he encontrado a mi señor.»

Y de forma sucinta Levin pasó revista a los pensamientos que le habían asaltado en el transcurso de esos dos últimos años, empezando por aquella percepción nítida y rotunda de la muerte al ver a su hermano agonizante.

Entonces comprendió claramente por primera vez que todos los hombres, incluido él, no tenían más futuro que el sufrimiento, la muerte y el olvido eterno y llegó a la conclusión de que era imposible vivir así, que no le quedaba más salida que encontrar una explicación para que la vida no le pareciera una burla maligna y diabólica o, en caso contrario, pegarse un tiro.

Pero no hizo ni lo uno ni lo otro, y siguió viviendo, pensando y sintiendo. Y no sólo eso, sino que en esa época hasta llegó a casarse, conoció muchas alegrías y fue feliz, siempre y cuando no pensara en el sentido de su vida.

¿Qué significaba eso? Que vivía bien, pero pensaba mal.

Había vivido (aunque no fuera consciente de ello) respetando las verdades espirituales que había mamado con la leche de su madre, pero al pensar, no sólo no las había tenido en cuenta, sino que se había desentendido completamente de ellas.

Ahora veía con toda claridad que únicamente había podido vivir gracias a las creencias en las que había sido educado.

«¿Qué habría sido de mí y cómo habría sido mi vida de no haber contado con esas creencias, de no haber sabido que hay que vivir para Dios y no para uno mismo? Habría robado, mentido, matado. Nada de lo que constituye la principal alegría de mi vida habría existido para mí.» Y, por más que se esforzaba, no lograba imaginarse en qué ser bestial se habría convertido de no haber sabido para qué vivía.

«Buscaba una respuesta a mi pregunta. Pero el pensamiento no podía procurármela, porque no puede elevarse a tales alturas. Sólo la vida podía ofrecerme la respuesta, gracias a mi conocimiento de lo que está bien y lo que está mal. Pero no se trata de un conocimiento adquirido; se me ha concedidoigual que a los demás, porque no puede obtenerse en ninguna parte.

»¿De dónde me ha venido? ¿Acaso me ha dictado la razón que hay que amar al prójimo y no estrangularlo? Me lo dijeron en la infancia, y yo lo creí con alegría, porque me aseguraron que así estaba escrito en mi alma. ¿Y quién lo ha descubierto? No la razón. La razón ha descubierto la lucha por la existencia y la ley que exige la eliminación de todos los que impiden la satisfacción de mis deseos. Ésas son deducciones de la razón. Pero la razón no puede concluir que se debe amar al prójimo, porque eso es algo irracional.

»Sí, soberbia», se dijo, tumbándose boca abajo, y se puso a entrelazar tallos de hierba, procurando no romperlos.

«Y no sólo la soberbia de la razón, sino la estupidez de la razón. Y, sobre todo, el fraude. Eso es, el fraude, los embustes de la razón», repitió.

 

XIII

Y Levin se acordó de una escena reciente entre Dolly y los niños. Éstos, al quedarse solos, se habían puesto a cocer frambuesas al calor de una vela y a beber leche a chorros. Cuando la madre los sorprendió, se puso a explicarles, en presencia de Levin, cuánto trabajo costaba a los mayores obtener lo que ellos destruían, y añadió que todo ese trabajo se hacía por ellos, que si rompían las tazas, no tendrían dónde tomar el té y que si derramaban la leche, se quedarían sin nada que comer y se morirían de hambre.

Levin se sorprendió de la serena e indiferente incredulidad con que los niños escucharon las palabras de su madre. Lo único que les apenaba era que hubiese puesto fin a su divertido juego, y no creían nada de lo que les decía. Y no la creían porque no podían imaginarse el verdadero valor de las cosas que disfrutaban y, por tanto, no podían entender que estaban destruyendo sus propios medios de subsistencia.


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