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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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No había más remedio que claudicar, porque, a pesar de que todos los médicos habían estudiado en la misma escuela, habían seguido los mismos cursos y practicaban la misma ciencia, y a pesar de que algunos tenían una mala opinión de ese médico famoso, los parientes de la princesa y su círculo de amistades consideraban, vaya usted a saber por qué, que estaba en posesión de conocimientos especiales y que era el único capaz de salvar a Kitty. Después de reconocer y auscultar en detalle a la paciente, confusa y muerta de vergüenza, y de lavarse escrupulosamente las manos, el médico famoso pasó al salón para hablar con el príncipe, que le escuchó con el ceño fruncido y tosiendo de vez en cuando. Su experiencia de la vida, su buena salud y su claridad de juicio le llevaban a dudar de la medicina, y en su fuero interno despotricaba de toda esa comedia, tanto más cuanto que era quizá el único que comprendía el motivo de la enfermedad de Kitty. «Mira cómo ladra el sabueso», se dijo, recurriendo a esa expresión propia de cazadores para referirse al médico famoso, mientras escuchaba su cháchara sobre los síntomas de la enfermedad de su hija. En cuanto a éste, le costaba trabajo disimular el desprecio que le merecía ese viejo señor, y hacía visibles esfuerzos por rebajarse al nivel de su entendimiento. Por lo demás, había comprendido que no tenía ningún sentido hablar con él, que la cabeza de esa familia era la madre. Para ella reservaba las perlas de su elocuencia. En ese momento la princesa entró en el salón, acompañada del médico de cabecera. El príncipe se alejó, para que no se dieran cuenta de lo ridícula que le parecía esa comedia. La princesa, desconcertada, no sabía qué hacer. Se sentía culpable ante Kitty.

–Bueno, doctor, decida nuestro destino —dijo—. Dígamelo todo. —«¿Hay esperanzas?», había querido añadir, pero los labios le temblaron y no fue capaz de formular la pregunta—. Hable, doctor...

–Primero quiero cambiar impresiones con mi colega. Luego tendré el honor de comunicarle mi opinión.

–¿Prefieren que les dejemos solos?

–Como gusten.

La princesa suspiró y salió.

Cuando se quedó a solas con su colega, el médico de cabecera empezó a exponer tímidamente su opinión; a saber, que se trataba del principio de un proceso tuberculoso, pero que... etcétera. El médico famoso le escuchaba, pero en mitad de su perorata echó un vistazo a su grueso reloj de oro.

–Ya —dijo—, pero...

El médico de cabecera guardó un respetuoso silencio.

–Como usted sabe, no podemos diagnosticar el principio de un proceso tuberculoso. Antes de la aparición de las cavernas, no disponemos de ninguna prueba. Pero podemos albergar sospechas. Y hay algunos indicios: falta de apetito, excitación nerviosa y demás. Lo que tenemos que preguntarnos es lo siguiente: ¿qué se debe hacer, cuando existen sospechas de un proceso tuberculoso, para despertar el apetito?

–Pero ya sabe usted que siempre hay causas morales y espirituales ocultas —se permitió intercalar el médico de cabecera con una sonrisa sutil.

–Sí, eso por descontado —respondió el médico famoso, consultando de nuevo el reloj—. Perdone, ¿sabe si está arreglado ya el puente Yauza o hay que dar un rodeo? —preguntó—. ¡Ah, ya lo han arreglado! Entonces no necesitaré más de veinte minutos. Como íbamos diciendo, el problema que debemos resolver es el siguiente: despertar el apetito y tonificar los nervios. Una cosa está relacionada con la otra, así que hay que actuar en ambos frentes.

–¿Y el viaje al extranjero? —preguntó el médico de cabecera.

–Soy contrario a ese tipo de viajes. Y permítame que le haga una apreciación: si nos encontramos ante el principio de un proceso tuberculoso, cosa que no podemos saber, un viaje al extranjero no servirá de ninguna ayuda. Lo que necesitamos es un remedio que despierte el apetito sin perjudicar al organismo.

Y el médico famoso expuso su plan: un tratamiento con aguas de Soden, cuyo mérito principal consistía, por lo visto, en que no podían causar ningún daño.

El médico de cabecera le escuchaba con atención y respeto.

–En favor de un viaje al extranjero podría mencionarse el cambio de ambiente, el alejamiento de unas condiciones que despiertan recuerdos ingratos. Además, la madre lo desea —dijo.

–Ah, en ese caso, que se vayan. Con tal de que esos charlatanes alemanes no lo echen todo a perder... Es necesario que obedezcan... Bueno, que se marchen. —Volvió a mirar el reloj—. ¡Ah, ya es hora! —añadió, y se dirigió a la puerta.

El médico famoso anunció a la princesa que quería ver a la enferma una vez más (seguramente pensaba que así lo requerían las conveniencias).

–¡Cómo! ¿Otro reconocimiento? —exclamó con espanto la madre.

–No, sólo necesito unos detalles más, princesa.

–Por aquí, haga usted el favor.

Y la princesa, acompañada del médico, entró en la sala donde se encontraba Kitty. La hallaron en medio de la habitación, muy enflaquecida, con las mejillas arreboladas y un brillo singular en los ojos, motivado por la vergüenza que había pasado. Al ver al médico, se puso colorada, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Consideraba una cosa estúpida, y hasta ridícula, la enfermedad que padecía y los tratamientos que le imponían. ¿No era como tratar de reconstruir un jarrón reuniendo los pedazos rotos? Tenía el corazón destrozado. ¿Cómo iban a curarla con píldoras y polvos? Pero no se atrevía a contrariar a su madre, tanto más cuanto que ésta se consideraba culpable.

–Haga el favor de sentarse, princesa —dijo el médico famoso con una sonrisa, y a continuación se acomodó frente a ella.

Después de tomarle el pulso, volvió a hacerle una serie de preguntas aburridas. Kitty en un principio le contestó, pero acabó poniéndose en pie, enfadada.

–Perdóneme, doctor, pero la verdad es que todo esto no nos lleva a ninguna parte. Ya es la tercera vez que me pregunta usted lo mismo.

El médico famoso no se ofendió.

–Irritabilidad enfermiza —le dijo a la princesa, una vez que Kitty abandonó la sala—. En cualquier caso, he terminado...

En ese punto, dirigiéndose a la princesa como si fuera una mujer de una inteligencia excepcional, el médico le explicó en términos científicos el estado de su hija y concluyó con unas instrucciones sobre el modo de tomar esas aguas que no eran de ninguna utilidad. Cuando la princesa le preguntó si debían viajar al extranjero, el médico se sumió en profundas reflexiones, como si estuviera resolviendo una cuestión muy compleja. Por fin le presentó su conclusión: podían partir, con tal de que no concedieran crédito a los charlatanes y siguieran al pie de la letra sus instrucciones.

Por lo visto, la marcha del médico fue recibida como si se tratara de un acontecimiento alegre. La madre, ya más contenta, volvió a la habitación de Kitty, y ésta fingió compartir su alborozo. En los últimos tiempos se veía obligada a fingir muy a menudo, casi a cada paso.

–De verdad que me encuentro bien, maman. Pero si le apetece a usted ir, vamos —dijo y, procurando mostrar interés por el inminente viaje, se puso a hablar de los preparativos.

 

II

Poco después de que se fuera el médico, apareció Dolly. Sabía que ese día iba a celebrarse una consulta y, a pesar de su alumbramiento reciente (a finales del invierno había dado a luz a una niña) y de las muchas preocupaciones e inquietudes que la embargaban, había dejado a la recién nacida y a otra hija que estaba enferma para enterarse de la suerte de Kitty, que se estaba decidiendo en esos momentos.

–¿Y bien? —dijo, nada más entrar en la sala, sin quitarse el sombrero—. Os veo a todos muy contentos. Entonces, ¿ha ido todo bien?

Intentaron explicarle lo que había dicho el médico, pero ninguno fue capaz de transmitirle el sentido de sus palabras, a pesar de que había hablado largo y tendido y con no poca elocuencia. Por lo demás, lo único interesante era que habían decidido marcharse al extranjero.

A Dolly se le escapó un suspiro. Su hermana, su mejor amiga, se iba. Y su vida no era nada alegre. Después de la reconciliación, las relaciones con su marido se habían vuelto humillantes. La unión que había propiciado Anna se reveló poco firme, y la armonía conyugal volvió a romperse por el mismo sitio. No es que hubiera sucedido nada, pero Stepán Arkádevich no estaba casi nunca en casa y rara vez traía dinero. Además, la sospecha de que le era infiel atormentaba a Dolly sin descanso, por más que tratara de acallarla, por temor a reincidir en los tormentos del pasado. Ni siquiera el descubrimiento de una nueva traición podía motivar un ataque de celos como el que ya había sufrido ni producirle una impresión tan penosa. Un descubrimiento de ese tipo no tendría más efecto que privarla de su vida habitual, así que permitía que la engañara, despreciando a su marido y, sobre todo, despreciándose a sí misma por esa debilidad. Por encima de todo, los cuidados de su numerosa familia no le daban un instante de paz: cuando no surgían problemas con la lactancia de la recién nacida, la nodriza se marchaba o caía enfermo uno de los niños, como había sucedido ahora.

–¿Y cómo estáis vosotros? —le preguntó su madre.

–Ay, maman, en casa no tenemos más que disgustos. Lili se ha puesto mala y me temo que sea la escarlatina. Por eso he venido hoy a enterarme de lo que os han dicho. Como sea la escarlatina, no lo quiera Dios, no voy a poder salir en mucho tiempo.

Una vez enterado de la partida del médico, el viejo príncipe abandonó también su despacho y, después de presentar su mejilla a Dolly e intercambiar unas palabras con ella, le preguntó a su mujer:

–Entonces, ¿qué habéis decidido? ¿Os vais? ¿Y qué queréis que haga yo?

–Creo que es mejor que te quedes, Alexandre Andreich —respondió su esposa.

–Como queráis.

Maman, ¿por qué no viene papá con nosotras? —dijo Kitty—. Sería más divertido tanto para él como para nosotras.

El viejo príncipe se puso en pie y acarició los cabellos de Kitty, que alzó el rostro y le miró, esforzándose por sonreír. Siempre había tenido la sospecha de que era quien mejor le entendía en la familia, a pesar de que hablaba poco con ella. Era su favorita, por ser la menor, y suponía que ese cariño lo hacía más clarividente. Ahora, al contemplar su cara surcada de arrugas y encontrarse con sus bondadosos ojos azules, que la miraban fijamente, tuvo la impresión de que su padre podía ver lo que pasaba en su interior y que comprendía lo que la angustiaba. Se ruborizó y se inclinó hacia él, esperando que la besara, pero el príncipe se limitó a pasarle la mano por el pelo, al tiempo que decía:

–¡Estos estúpidos moños postizos! En lugar de acariciar a tu propia hija, ¡estás tocando los cabellos de una difunta! Bueno, Dólinka —agregó, dirigiéndose a su hija mayor—, ¿qué está haciendo tu campeón?

–Nada, papá —respondió Dolly, entendiendo que se refería a su marido—. Se pasa el día fuera de casa, así que apenas lo veo —no pudo menos de añadir, con una sonrisa irónica.

–¿Aún no se ha ido a la aldea para vender el bosque?

–No, sigue preparándose.

–¡Vaya! —exclamó el príncipe—. Entonces, ¿también yo tengo que empezar con los preparativos? A sus órdenes —añadió, dirigiéndose a su mujer, mientras se sentaba—. Escucha lo que voy a decirte, Katia —prosiguió, volviéndose a su hija menor—: un buen día, al despertarte, debes decirte: «Estoy bien de salud y me siento alegre. Ahora que ha caído una buena helada, ¿por qué no reanudar esos paseos que daba con papá por la mañana temprano?».

Lo que decía su padre parecía muy sencillo, pero al oír esas palabras Kitty se turbó y se desconcertó, como un criminal cogido in fraganti. «Sí, lo sabe todo, lo entiende todo, y está tratando de decirme que, por mucho que me cueste, debo sobreponerme a mi vergüenza.» No tuvo ánimos suficientes para contestar. Pronunció unas palabras, pero de pronto rompió a llorar y salió corriendo de la habitación.

–¡Mira lo que has conseguido con tus bromas! —dijo la princesa, arremetiendo contra su marido—. Siempre tienes que... —Y empezó a lanzarle un reproche tras otro.

El príncipe escuchó un buen rato, sin pronunciar palabra, la regañina de su mujer, pero su semblante se iba ensombreciendo cada vez más.

–Es digna de lástima, la pobrecita, digna de lástima. ¿No te das cuenta de que cualquier alusión a la causa de su pena la hace sufrir? ¡Ah, cómo puede equivocarse una de ese modo con la gente! —añadió la princesa, y por el cambio de tono, tanto Dolly como el príncipe se dieron cuenta de que se estaba refiriendo a Vronski—. No entiendo que no haya leyes que castiguen a esos sujetos viles e innobles.

–¡Ah, lo que tiene uno que oír! —exclamó el príncipe con aire sombrío. Se levantó con intención de marcharse, pero se detuvo al lado de la puerta—. Existen ciertas reglas, querida, y, ya que me obligas, te diré que tú tienes la culpa de todo. Tú y nadie más que tú. Siempre ha habido leyes contra esos jovenzuelos, y sigue habiéndolas. Sí, señora, y si no hubieran sucedido cosas que jamás deberían haber pasado, yo mismo, con lo viejo que soy, habría desafiado a ese petimetre. Ahora tienes que curarla, llamar a esos charlatanes.

Por lo visto, el príncipe tenía mucho más que decir, pero, en cuanto la princesa oyó su tono, se sometió y se arrepintió, como hacía siempre que trataban de cuestiones serias.

–Alexandre, Alexandre —murmuró, dando unos pasos hacia él, y rompió a llorar.

Nada más ver sus lágrimas, el príncipe se calmó y se acercó a ella.

–¡Bueno, basta, basta! Ya sé que también tú estás sufriendo. ¡Qué le vamos a hacer! En realidad, el mal no es demasiado grande. Dios es misericordioso... Démosle las gracias... —añadió, sin saber ya lo que decía, respondiendo de ese modo al húmedo beso que la princesa le había dado en la mano. A continuación salió de la habitación.

En cuanto Kitty, deshecha en lágrimas, se retiró a su cuarto, Dolly, guiada por su instinto maternal, adivinó al instante que aquello sólo podía arreglarlo una mujer, y se dispuso a intentarlo. Se quitó el sombrero y, armándose de valor, se puso manos a la obra. Cuando la princesa había atacado a su marido, había tratado de contenerla, en la medida en que se lo permitía el respeto filial. Pero, durante la réplica indignada del padre, guardó silencio. Sentía vergüenza por su madre y cariño por su padre, que tan poco había tardado en recobrar su ánimo bondadoso. En cuanto el príncipe se marchó, Dolly pasó a ocuparse de lo más urgente: ir a consolar a Kitty.

–Hace tiempo que quería preguntarte una cosa, maman. ¿Sabías que Levin tenía intención de pedir la mano de Kitty la última vez que estuvo aquí? Se lo confesó a Stiva.

–¿Y qué? No entiendo...

–Cabe la posibilidad de que Kitty lo haya rechazado... ¿No te ha dicho nada?

–No, no me ha hablado ni del uno ni del otro. Es demasiado orgullosa. Pero sé que todo se debe a ese...

–Sí, pero, imagínate que haya rechazado a Levin. Y estoy segura de que no lo habría hecho de no haber sido por el otro... El mismo que luego la ha engañado de forma tan cruel.

Anonada por la conciencia de su enorme culpa ante su hija, la princesa se enfadó:

–¡Ah, no entiendo nada! En estos tiempos todas quieren vivir a su manera, no le dicen nada a sus madres y luego...

Maman, voy a ir a verla.

–Vale. ¿Acaso te lo prohíbo? —replicó la princesa.

 

III

Al entrar en el pequeño gabinete de Kitty, un cuartito muy agradable, tapizado de rosa, con muñecas vieux saxe, 22tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty apenas dos meses antes, Dolly recordó con cuánto cariño y alborozo lo habían decorado juntas el año anterior. Se le encogió el corazón cuando vio a su hermana sentada en una silla baja, al pie de la puerta, con los ojos fijos e inmóviles en una punta de la alfombra. Tenía una expresión fría y algo severa que no alteró cuando levantó la vista.

–Me temo que no podré salir de casa en mucho tiempo y tú tampoco podrás venir a verme —dijo Daria Aleksándrovna, sentándose a su lado—. Quería hablar un momento contigo...

–¿De qué? —se apresuró a responder Kitty, levantando asustada la cabeza.

–De tu pena. ¿De qué otra cosa va a ser?

–No tengo ninguna pena.

–Basta, Kitty. ¿Acaso piensas que no me doy cuenta? Lo sé todo. Y, créeme, no tiene tanta importancia. Todas hemos pasado por eso.

Kitty no decía nada, pero sus rasgos seguían expresando la misma severidad.

–No se merece que sufras por él —prosiguió Daria Aleksándrovna, yendo al meollo de la cuestión.

–En efecto, porque me ha desdeñado —dijo Kitty con voz trémula—. ¡No me hables de eso! ¡No me hables de eso, te lo suplico!

–¿Y quién te ha dicho eso? Nadie lo piensa. Estoy convencida de que estaba enamorado de ti y de que lo sigue estando, pero...

–¡Ah, lo que más me desespera es esa compasión! —exclamó Kitty, presa de un enfado repentino. Se removió en la silla, se puso colorada y, moviendo muy deprisa los dedos, se puso a apretujar la hebilla del cinturón tan pronto con una mano como con la otra. Dolly sabía que su hermana recurría a ese gesto cuando estaba furiosa. Y no ignoraba que en tales momentos era capaz de perder la cabeza y proferir muchas cosas innecesarias y desagradables. Quiso calmarla, pero ya era tarde—. ¿Qué es lo que tratas de hacerme entender? ¿Qué? —se apresuró a preguntar Kitty—. ¿Que me he enamorado de un hombre a quien nada le importo y que me muero de amor por él? ¡Y es mi propia hermana quien me lo dice... convencida de que se compadece de mí!... ¡No necesito para nada esas muestras de lástima ni ese disimulo!

–Kitty, eres injusta.

–¿Por qué me atormentas?

–Al contrario... Veo que estás apenada...

Pero Kitty, en su arrebato, ya no la oía.

–Ni estoy afligida ni hay ninguna razón para que me consuelen. Soy demasiado orgullosa para amar a un hombre que no me ama.

–Pero si yo no estoy diciendo... Escucha: dime la verdad —replicó Daria Aleksándrovna, cogiendo de la mano a su hermana—. ¿Te habló Levin?

Al oír ese nombre, Kitty perdió la poca paciencia que le quedaba. Se levantó de un salto, tiró la hebilla al suelo y, agitando los brazos con desmesura, exclamó:

–¿Qué tiene que ver Levin con todo esto? No entiendo por qué te empeñas en hacerme sufrir. Te digo y te repito que soy demasiado orgullosa y que jamás seré capaz de hacer lo que tú haces: volver con el hombre que te ha traicionado, que se ha enamorado de otra mujer. ¡Eso sí que no puedo entenderlo! Tú eres capaz de pasar por eso, pero yo no.

Nada más pronunciar esas palabras, se dirigió a la puerta con intención de salir de la habitación pero, al ver que Dolly bajaba tristemente la cabeza y guardaba silencio, se sentó y se cubrió el rostro con un pañuelo.

Pasaron un par de minutos en silencio. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación, de la que no podía olvidarse ni un momento, se agudizó aún más cuando su hermana se la recordó. Jamás habría creído capaz a su hermana de semejante crueldad, y se enfadó con ella. Pero de pronto oyó el rumor de un vestido, acompañado de unos sollozos reprimidos, al tiempo que unos brazos se alzaban y le rodeaban el cuello. Kitty estaba de rodillas delante de ella.

–¡Dólinka, soy tan desdichada! —susurró con tono culpable.

Y ocultó el hermoso rostro, bañado en lágrimas, en la falda de su hermana.

Era como si esas lágrimas hubieran sido necesarias para engrasar la maquinaria de su comprensión mutua, pues a partir de ese momento se pusieron a hablar, pero no de las cuestiones que les preocupaban, sino de temas que no tenían nada que ver, y se comprendieron a la perfección. Kitty se daba cuenta de que las palabras que le había dicho a su pobre hermana, en ese arrebato de cólera, sobre la infidelidad de su marido y su humillación, la habían herido en lo más hondo del corazón, pero que la había perdonado. Dolly, por su parte, se enteró de todo lo que quería saber. Se convenció de que sus sospechas eran ciertas y de que la incurable amargura de Kitty se debía a que había rechazado a Levin para después verse engañada por Vronski; ahora, en cambio, estaba dispuesta a amar a Levin y a odiar a Vronski. Kitty no le dijo ni una palabra al respecto, sólo le habló de su estado de ánimo.

–No tengo ninguna pena —dijo, ya más tranquila—, pero entenderás que todo se me ha vuelto repugnante, molesto y odioso, empezando por mí misma. No puedes figurarte qué pensamientos tan horribles se me pasan por la cabeza.

–¿Y qué pensamientos horribles puedes tener tú? —preguntó Dolly, sonriendo.

–Los más horribles y los más odiosos. No sabría explicártelo. No es tedio ni angustia, sino algo mucho peor. Es como si todo lo bueno que hay en mí hubiera desaparecido y sólo hubiera quedado lo peor. Pero ¿cómo explicártelo? —prosiguió, descubriendo una expresión de sorpresa en los ojos de su hermana—. Papá acaba de decirme... Pues me pareció entender que deseaba que me casara. Y, cuando mamá me lleva a un baile, me asalta la sospecha de que sólo lo hace para que encuentre un marido cuanto antes y así poder desembarazarse de mí. Sé que es mentira, pero no consigo librarme de esos pensamientos. No puedo soportar a los supuestos pretendientes. Tengo la impresión de que me están tomando las medidas. Antes era para mí un placer acudir a algún sitio con traje de noche, admiraba mi propia figura. Ahora me da vergüenza y me siento incómoda. ¿Y qué quieres que haga? El médico... Bueno...

Kitty se turbó. Le habría gustado añadir que, desde que se había producido ese cambio, Stepán Arkádevich se le había vuelto especialmente desagradable y que no podía verlo sin que la asaltaran las imágenes más groseras y repugnantes.

–Sí, todo toma a mis ojos el aspecto más sucio y asqueroso —añadió—. En eso consiste mi enfermedad. Tal vez se me pase...

–No pienses en eso...

–Imposible. Sólo me encuentro a gusto con los niños, en tu casa.

–Qué pena que no puedas ir ahora por allí.

–¿Y por qué no? He pasado la escarlatina y convenceré a maman.

Kitty se salió con la suya: se trasladó a casa de su hermana y cuidó de los niños, que, en efecto, habían contraído la escarlatina. Las dos hermanas consiguieron sacar adelante a los seis niños, pero la salud de Kitty no mejoró, y, al llegar la Cuaresma, los Scherbatski decidieron partir para el extranjero.

 

IV

En San Petersburgo los representantes de la alta sociedad forman en realidad un solo círculo: todos se conocen y se visitan. Pero ese gran círculo presenta subdivisiones. Anna Arkádevna Karénina tenía amigos y relaciones estrechas en tres distintas secciones. Una de ellas, el círculo oficial, estaba formada por los colegas y subordinados de su marido, unidos y divididos por las relaciones sociales más diversas y caprichosas. Del respeto religioso que en un primer momento Anna había sentido por esas personas no le quedaba ya ni rastro. Ahora los conocía a todos, como se conoce a la gente en una ciudad de provincias. No se le ocultaban sus costumbres ni sus defectos, sabía dónde les apretaba el zapato, estaba al tanto de sus relaciones mutuas y de su grado de proximidad al centro principal. Sabía de qué parte estaba cada uno, a qué circunstancias y apoyos debía cada cual su posición, en qué coincidían y disentían entre ellos. Pero ese círculo oficial, en el que primaban cuestiones de gobierno, más afines a los hombres, no le había interesado nunca, a pesar de la influencia de Lidia Ivánovna, y cada vez lo frecuentaba menos.

Otro círculo cercano a Anna era el formado por las personas que habían ayudado a su marido a forjarse una posición. El centro de ese círculo, compuesto por mujeres mayores, feas, virtuosas y devotas y hombres inteligentes, instruidos y ambiciosos, era la condesa Lidia Ivánovna. Uno de los brillantes representantes de ese círculo lo había denominado «la conciencia de la sociedad petersburguesa». Alekséi Aleksándrovich lo tenía en alta estima; también Anna, con ese don natural para llevarse bien con todo el mundo, había sabido hacerse allí muchos amigos en los primeros tiempos de su vida en San Petersburgo. Pero, a su vuelta de Moscú, ese ambiente se le volvió insoportable. Le parecía que tanto ella como los demás fingían, y se sentía tan molesta y aburrida que visitaba lo menos posible a la condesa Lidia Ivánovna.

El tercer círculo, por último, era la buena sociedad propiamente dicha, el mundo de los bailes, los banquetes, los vestidos elegantes, el mundo que le daba la mano a la corte para no rebajarse hasta ese otro semimundo, al que se figuraban despreciar, pero cuyos gustos no sólo eran similares, sino idénticos. El vínculo que unía a Anna a ese círculo era la princesa Betsy Tverskaia, casada con un primo suyo y con ciento veinte mil rublos de renta. Desde la aparición de Anna en sociedad, había sentido un cariño especial por ella. Por medio de halagos, la fue atrayendo a su círculo, al tiempo que se burlaba del de la condesa Lidia Ivánovna.

–Cuando sea vieja y fea, me volveré como ella —decía Betsy—, pero para una mujer joven y hermosa como usted es aún pronto para entrar en ese asilo.

En los primeros tiempos Anna evitó en la medida de lo posible la sociedad de la princesa Tverskaia, porque le exigía unos gastos que estaban por encima de sus medios y también porque, en el fondo de su corazón, prefería el primero. Pero a su vuelta de Moscú todo cambió. Rehuía a sus amigos virtuosos y frecuentaba el gran mundo. Allí coincidía con Vronski, y cada uno de esos encuentros la llenaban de emoción y también de júbilo. Lo veía sobre todo en casa de Betsy, Vrónskaia de nacimiento y prima de aquél. Vronski acudía a todos los lugares donde podía verla y, siempre que tenía ocasión, le hablaba de su amor. Ella no daba ningún pábulo a esas efusiones, pero, cada vez que coincidían, sentía que su corazón se inflamaba con ese sentimiento vivificador que le embargó la primera vez que lo vio en el vagón. Se daba cuenta de que su sola visión hacía que a sus ojos asomara un brillo alegre y a sus labios una sonrisa, y no era capaz de reprimir esa expresión de felicidad.

Al principio Anna estaba convencida de que le desagradaba esa persecución. Pero un día, poco después de su vuelta de Moscú, asistió a una velada en la que pensaba coincidir con Vronski y a la que éste no acudió. Entonces comprendió claramente, por el dolor que le embargó, que se estaba engañando, que esa persecución no sólo no le molestaba, sino que constituía todo el interés de su vida.

Una cantante famosa cantaba por segunda vez, y la alta sociedad en pleno había acudido al teatro. Cuando, desde su localidad de la primera fila, Vronski vio a su prima, se encaminó a su palco sin esperar al entreacto.

–¿Por qué no vino usted a comer? —le dijo ésta—. No dejará de sorprenderme esa clarividencia de los enamorados —añadió sonriendo, en voz tan baja que nadie más pudiera oírla—. Ella tampoco vino. Pero venga después de la ópera.

Vronski le dirigió una mirada inquisitiva. Betsy asintió con la cabeza. Él le dio las gracias con una sonrisa y se sentó a su lado.

–¡Cuánto me acuerdo de las bromas que gastaba usted antes! —prosiguió la princesa Betsy, que encontraba un placer especial en seguir los progresos de esa pasión—. ¡Mire cómo ha acabado todo eso! Le han atrapado, querido.

–No deseo otra cosa —respondió Vronski con esa sonrisa suya, serena y bondadosa—. A decir verdad, lo único que lamento es que no me hayan atrapado del todo. Empiezo a perder la paciencia.

–¿Y qué esperanza puede tener? —preguntó Betsy, como ofendida de que se dudara de la virtud de su amiga—. Entendons-nous...

Pero el brillo de sus ojos revelaba que comprendía tan bien como él a qué clase de esperanza se refería.

–Ninguna —respondió Vronski, con una sonrisa que dejó al descubierto sus magníficos dientes—. Perdóneme —prosiguió, quitándole de las manos los gemelos y examinando por encima de su hombro desnudo los palcos del otro lado—. Temo estar poniéndome en ridículo.

Sabía muy bien que ni Betsy ni las personas de su círculo consideraban ridículo su proceder; también sabía que, a ojos de esas personas, el papel de amante desdichado de una muchacha y, en general, de una mujer libre, se prestaba a burlas; en cambio, cortejar a una mujer casada, poniendo toda su vida en juego para arrastrarla al adulterio, se consideraba algo bello, grandioso, nunca grotesco; por eso, al dejar los gemelos, miró a su prima con orgullo y alegría, mientras una sonrisa se insinuaba por debajo de su bigote.

–¿Y por qué no vino usted a comer? —preguntó ella, contemplándole con admiración.

–Es toda una historia. Estaba ocupado. ¿Y a que no adivina con qué? Pues reconciliando a un marido con el ofensor de su mujer. ¡Le juro que es verdad!

–¿Y lo consiguió?

–Casi.

–Tiene que contármelo en detalle —dijo Betsy, poniéndose en pie—. Venga en el entreacto.

–No puedo. Me voy al Teatro Francés.

–¿No va a escuchar a la Nilsson? —preguntó Betsy con horror, aunque no habría sido capaz de distinguir a esa cantante de cualquier corista.

–¿Qué le vamos a hacer? Tengo allí una entrevista relacionada con ese asunto de la reconciliación.

–Bienaventurados sean los pacificadores, pues de ellos será el reino de los cielos —replicó Betsy, recordando un comentario semejante que le había oído a alguien—. En ese caso, siéntese y dígame de qué se trata.

Y Betsy volvió a sentarse.

 

V

—Es un asunto un tanto indiscreto, pero tan gracioso que me muero de ganas de contárselo —dijo Vronski, mirándola con ojos risueños—. No mencionaré los nombres.

–Mejor, así tendré que adivinarlos. —Pues verá: dos jóvenes muy alegres... —Oficiales de su regimiento, supongo.

–Yo no he dicho dos oficiales, sino dos jóvenes. Pues bien, después de almorzar...

–Quiere decir usted después de tomarse unas copas.

–Puede ser. El caso es que los dos, en un estado de ánimo excelente, se van a comer a casa de un camarada. Un coche los adelanta, y la hermosa mujer que lo ocupa vuelve la cabeza, les hace una seña y se echa a reír, o al menos así se lo parece a ellos. Naturalmente, salen en su persecución a galope tendido. Y cuál no será su sorpresa cuando ven que la hermosa mujer se detiene delante de la misma casa a la que ellos se dirigen. La des conocida sube corriendo al piso de arriba, y los dos jóvenes apenas tienen tiempo de ver sus labios rojos, que asoman por debajo del velo, y unos piececitos maravillosos.

–Tanto sentimiento pone en su relato que me malicio que usted mismo era uno de esos dos jóvenes.


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