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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–En ese caso, es el ángel número dos —replicó el príncipe, sonriendo—. Pues ella misma afirma que el ángel número uno es mademoiselle Várenka.

–¡Ah, mademoiselle Várenka es un auténtico ángel! Allez—corroboró madame Berthe.

En la galería se encontraron con Várenka, que iba rápidamente a su encuentro, llevando un elegante bolso de color rojo.

–¡Mira, ha llegado papá! —le dijo Kitty.

Con la naturalidad y sencillez que le eran propias, Várenka hizo un ademán que se quedaba a medio camino entre un saludo y una reverencia, y acto seguido se puso a hablar con el príncipe en el tono desenvuelto que empleaba con todo el mundo.

–Ni que decir tiene que la conozco a usted, y mucho —le dijo el príncipe con una sonrisa, y Kitty se quedó muy complacida al comprobar que a su padre le gustaba su amiga—. ¿Adonde va usted tan apresurada?

Mamanestá aquí —respondió ella, dirigiéndose a Kitty—. No ha dormido en toda la noche, y el médico le ha aconsejado que salga. Voy a llevarle su labor.

–¡Así que éste es el ángel número uno! —dijo el príncipe, una vez que Várenka se hubo alejado.

Kitty se dio cuenta de que a su padre le habría gustado burlarse de Várenka, pero que no había sido capaz de hacerlo, porque le había gustado.

–Bueno, ya iremos viendo a todos tus amigos, y también a madame Stahl, si es que se digna reconocerme.

–¿Es que acaso la conoces, papá? —preguntó Kitty con cierto temor, reparando en la chispa de ironía que centelleó en los ojos de su padre cuando pronunció el nombre de madame Stahl.

–Traté a su marido, y también un poco a ella, antes de que se uniera a los pietistas.

–¿Quiénes son esos pietistas, papá? —preguntó Kitty, asustada al ver que aquello que tanto apreciaba en madame Stahl tenía un nombre.

–Pues la verdad es que yo tampoco lo sé muy bien. Lo único que puedo decirte es que le da las gracias a Dios por todo, por cualquier desgracia. También le agradece la muerte de su marido, lo cual no deja de ser cómico, visto lo mal que se llevaban. ¿Quién es ése? ¡Vaya cara tan triste tiene! —añadió, reparando en un enfermo de baja estatura que estaba sentado en un banco, con un abrigo de color marrón y unos pantalones blancos, que formaban unos pliegues extraños en sus piernas descarnadas.

El señor en cuestión levantó el sombrero de paja, dejando al descubierto sus cabellos ralos y revueltos, así como una frente alta con un cerco rojo por la presión del sombrero.

–Se llama Petrov, y es pintor —respondió Kitty, ruborizándose—. Y ésa es su esposa —añadió, señalando a Anna Pávlovna, que en ese preciso instante, como hecho a propósito, se levantó para ir a buscar a un niño que corría por la alameda.

–¡Qué cara tan lastimosa y agradable tiene! —exclamó el príncipe—. ¿Por qué no te acercas? Parece que quiere decirte algo.

–Bueno, vamos a ver —dijo Kitty, volviéndose con decisión—. ¿Qué tal se encuentra hoy? —le preguntó a Petrov.

El pintor se levantó, apoyándose en el bastón, y miró al príncipe con timidez.

–Kitty es mi hija —dijo éste—. Encantado de conocerle.

Petrov saludó y sonrió, dejando al descubierto unos dientes de una blancura excepcional.

–La estuvimos esperando ayer, señorita —le dijo a Kitty.

Al pronunciar esas palabras, se tambaleó, y en seguida repitió el mismo movimiento, como tratando de demostrar que lo había hecho adrede.

–Y habría ido, si Anna Pávlovna no hubiera mandado recado a Várenka de que no iban a salir ustedes.

–¿Cómo? —dijo Petrov, enrojeciendo. A continuación sufrió un ataque de tos y buscó a su mujer con los ojos—. ¡Aneta, Aneta! —dijo en voz alta, y las gruesas venas de su cuello blanco y fino se tensaron como cuerdas. Anna Pávlovna se acercó—. ¿Por qué mandaste recado a la princesa de que no íbamos a salir? —le susurró con enfado, casi sin voz.

–¡Hola, señorita! —dijo Anna Pávlovna con una sonrisa forzada y una actitud totalmente distinta a la que solía mostrar antes—. Me alegro mucho de conocerle —añadió, dirigiéndose al príncipe—. Hace tiempo que le esperábamos.

–¿Por qué mandaste recado a la princesa de que no íbamos a salir? —repitió el pintor con un susurro ronco, aún más enfadado, sin duda porque le fallaba la voz y no podía dar a sus palabras la entonación deseada.

–¡Ah, Dios mío! Pensaba que no iríamos —le respondió su mujer con irritación.

–Pero cómo es posible, cuándo... —En ese momento tuvo otro ataque de tos e hizo un gesto con la mano.

El príncipe se descubrió y se alejó en compañía de su hija.

–¡Ah, pobre gente! —exclamó, exhalando un profundo suspiro.

–Sí, papá —replicó Kitty—. Y fíjate, tienen tres niños, carecen de criados y apenas disponen de medios de subsistencia. Él recibe algún dinero de la Academia —prosiguió Kitty con animación, tratando de disimular la turbación que le había causado el extraño cambio de actitud de Anna Pávlovna—. Por ahí viene madame Stahl —añadió, señalando un cochecito en el que, entre almohadones y bajo una sombrilla, se distinguía algo así como un bulto azul y gris.

En efecto, era madame Stahl. Un trabajador alemán, robusto y de aire sombrío, tiraba de la silla. A su lado iba un conde sueco de cabellos rubios al que Kitty conocía de nombre. Algunos enfermos aminoraban el paso cuando llegaban a la altura del cochecito y se quedaban mirando a la señora que iba en su interior como si fuera algo extraordinario.

El príncipe se acercó a ella y Kitty volvió a percibir en sus ojos esa chispa de ironía que tanto la turbaba. Después de saludarla, se puso a hablar en un francés excelente, como muy pocos hablan hoy, expresándose con extremada amabilidad y cortesía.

–No sé si se acordará usted de mí, pero me veo en la obligación de recordarle que nos conocemos para agradecerle las atenciones que ha tenido con mi hija —le dijo, descubriéndose y quedándose con el sombrero en la mano.

–El príncipe Aleksandr Scherbatski —dijo madame Stahl, levantando hasta él sus ojos celestiales, en los que Kitty creyó advertir un matiz de disgusto—. Me alegro de volver a verle. Me he encariñado mucho de su hija.

–¿Sigue usted mal de salud?

–Sí, pero ya estoy acostumbrada —dijo madame Stahl, y presentó al príncipe al conde sueco.

–Ha cambiado usted muy poco —observó el príncipe—. No he tenido el placer de verla en estos últimos diez u once años.

–Sí, Dios nos da la cruz y también las fuerzas para llevarla. A menudo me pregunto por qué será tan larga esta vida... ¡Por el otro lado! —añadió irritada, dirigiéndose a Várenka, que le había envuelto las piernas en la manta de un modo que no le satisfacía.

–Probablemente para hacer el bien —dijo el príncipe, con ojos risueños.

–No nos compete a nosotros juzgarlo —replicó madame Stahl, que había captado ese matiz de ironía en la mirada del príncipe—. Entonces, ¿me enviará usted ese libro, querido conde? Se lo agradeceré mucho —agregó, volviéndose hacia el joven sueco.

–¡Ah! —exclamó el príncipe, descubriendo la presencia del coronel moscovita no lejos de allí, y, después de despedirse de madame Stahl, se alejó en compañía de su hija para reunirse con él.

–¡Ahí tiene usted a nuestra aristocracia, príncipe! —exclamó el coronel moscovita, deseando mostrarse sarcástico. Estaba enojado con madame Stahl porque no había manifestado el menor deseo de relacionarse con él.

–Siempre la misma —respondió el príncipe.

–¿Cuando la conoció usted gozaba aún de buena salud o ya tenía que guardar cama?

–Precisamente entonces cayó enferma —respondió el príncipe.

–Dicen que lleva diez años sin levantarse.

–No se levanta porque tiene una pierna más corta que otra. Y con esa figura tan horrible...

–¡No puede ser, papá! —exclamó Kitty.

–Pues es lo que dicen las malas lenguas, amiguita. En cuanto a tu Várenka, la compadezco —prosiguió—. ¡Ah, estas señoras enfermas!

–¡Ah, no, papá! —protestó Kitty con calor– ¡Várenka la adora! Además, ¡hace tanto bien! ¡Pregúntaselo a quien quieras! Todo el mundo conoce a madame Stahl y a Aline.

–Tal vez —repuso el príncipe, apretándole el brazo con el codo—. Pero, cuando se hace el bien, es preferible que nadie lo sepa.

Kitty guardó silencio, no porque no tuviera nada que responder, sino porque no quería revelar sus pensamientos secretos, ni siquiera ante su padre. No obstante, por extraño que pueda parecer, aunque estaba dispuesta a no someterse a los juicios de su padre ni a permitirle que entrara en su santuario más íntimo, se dio cuenta de que la imagen divina de madame Stahl, que desde hacía un mes llevaba en su alma, se desvanecía para siempre, como desaparece la figura formada por un vestido tirado en cuanto se da uno cuenta de que sólo se trata de una prenda de ropa. Sólo quedaba una mujer con una pierna más corta que otra, que se pasaba el día en la cama porque tenía una figura horrible y que atormentaba a la sumisa Várenka porque no la tapaba con la manta como ella quería. Y ningún esfuerzo de la imaginación pudo devolverle la antigua imagen de madame Stahl.

 

XXXV

El príncipe contagió su alegre estado de ánimo a sus familiares, a sus conocidos y hasta al propietario alemán de la casa en la que se hospedaban los Scherbatski.

Al volver del balneario con su hija, después de invitar a tomar café al coronel, a Maria Yevguénevna y a Várenka, ordenó que sacaran una mesa y unos sillones al jardín, debajo de un castaño, y dispuso que sirvieran allí el desayuno. Tanto el propietario como los criados se animaron bajo la influencia de su alegría, tanto más cuanto que conocían su generosidad. Al cabo de media hora el médico enfermo de Hamburgo que vivía en el piso de arriba contempló con envidia por la ventana a ese jovial grupo de rusos rebosantes de salud, reunidos al pie del castaño. Bajo los temblorosos círculos de penumbra que proyectaban las hojas, ante la mesa con cafeteras, pan, mantequilla, queso y fiambres, todo ello sobre el blanquísimo mantel, estaba sentada la princesa, la cabeza engalanada con un gorro de cintas de color lila, repartiendo tazas y bocadillos. Al otro extremo se hallaba el príncipe, que comía con apetito y conversaba en voz alta y animada. Había dispuesto a su alrededor las compras que había hecho: cofrecillos de madera labrada, baratijas, plegaderas de todo tipo, que había adquirido sin medida en todos los balnearios y que ahora distribuía entre los presentes, sin excluir a la criada Linchen y al propietario, con el que bromeaba en su alemán tan defectuoso como cómico, asegurándole que no habían sido las aguas las que habían curado a Kitty, sino su excelente cocina, sobre todo la compota de ciruelas pasas. La princesa se burlaba de las costumbres rusas de su marido, pero nunca se había mostrado tan animada y alegre desde que estaban en el balneario. El coronel, como siempre, se reía de las bromas del príncipe; pero, en lo que respecta a Europa, que había estudiado a fondo, según creía, compartía la opinión de la princesa. La bondadosa Maria Yevguénevna se partía de risa con las ocurrencias del anfitrión. En cuanto a Várenka, cuando oía los chistes del príncipe, dejaba escapar una risita discreta pero contagiosa, para gran sorpresa de Kitty.

El espectáculo divertía a Kitty, aunque no podía olvidarse de su preocupación. No lograba resolver el enigma que su padre le había planteado involuntariamente con sus frívolos comentarios sobre sus amigos y esa vida a la que tanto se había aficionado. A semejante cuestión había que añadir el cambio de actitud de Anna Pávlovna, que acababa de manifestarse de forma tan evidente como desagradable. Todo el mundo estaba alegre, pero Kitty no podía compartir ese estado de ánimo, y eso la hacía sufrir aún más. Experimentaba una sensación semejante a la de una niña cuando la castigan encerrándola en su habitación, desde donde oye las risas despreocupadas de su hermana.

–¿Y qué necesidad tenías de comprar todas estas bagatelas? —preguntó la princesa, sonriendo y tendiendo a su marido una taza de café.

–Pues verás, sale uno de paseo y, en cuanto se acerca a una tienda, ya le están pidiendo que compre algo: « Erlaucht, Excellenz, Durchlaucht!». 42Bueno, pues en cuanto me decían Durchlaucht, ya no me podía contener y sacaba diez táleros.

–Una forma de matar el aburrimiento —dijo la princesa.

–Desde luego. Me aburría tanto, querida, que no sabía dónde meterme.

–¿Cómo puede aburrirse usted, príncipe? Hay tantas cosas interesantes en Alemania —intervino Maria Yevguénevna.

–Sí, las conozco todas: la compota de ciruelas y el salchichón con guisantes. Para qué seguir.

–Diga usted lo que quiera, príncipe, pero sus instituciones son interesantes —dijo el coronel.

–¿Y qué tienen de interesantes? Los alemanes no caben en sí de gozo: han vencido a todo el mundo. ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo no he vencido a nadie. En cambio, tengo que quitarme las botas yo mismo y dejarlas en el pasillo, delante de la puerta. Por la mañana, nada más levantarse, hay que vestirse y bajar al comedor para tomar un té malísimo. ¡En casa es otra cosa! Se despierta uno poco a poco, se enfada por cualquier motivo, refunfuña un rato, acaba de despabilarse, pone en orden sus pensamientos, se lo toma todo con calma.

–Pero el tiempo es oro, no lo olvide —dijo el coronel.

–¿Qué tiempo? Hay meses enteros que no valen ni cincuenta kopeks. En cambio, a veces una simple media hora no se puede pagar con nada. ¿No es verdad, Kitty? ¿Qué te pasa? Pareces preocupada.

–No es nada.

–¿Adonde va usted? Quédese un poco más —añadió el príncipe, dirigiéndose a Várenka.

–Tengo que volver a casa —dijo Várenka, y se puso en pie, sin poder contener otro ataque de risa.

Una vez que logró dominarse, se despidió y entró en la casa para ponerse el sombrero. Kitty la siguió. Hasta Várenka se le presentaba ahora bajo una luz diferente. No es que fuera peor, sino distinta de como antes se la había imaginado.

–¡Ah, hacía tiempo que no me reía tanto! —dijo, mientras cogía la sombrilla y el bolso—. ¡Qué simpático es su padre!

Kitty callaba.

–¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó Várenka.

Mamanquería visitar a los Petrov. ¿Va a pasar usted por allí? —preguntó Kitty para sondearla.

–Sí —respondió su amiga—. Se disponen a partir, y he prometido ayudarles a hacer el equipaje.

–Bueno, entonces iré también yo.

–No, ¿para qué va a ir?

–¿Para qué? ¿Para qué? ¿Para qué? —preguntó Kitty, poniendo los ojos como platos y apoyando la mano en la sombrilla de Várenka para que no se marchara—. No, espere un momento. ¿Por qué le parece que no tengo que ir?

–Pues porque su padre acaba de llegar. Además, los Petrov se cohíben en presencia de usted.

–No, dígame usted por qué no quiere que los visite con frecuencia. Porque me doy cuenta de que no lo quiere. ¿Por qué?

–Yo no he dicho eso —respondió Várenka con serenidad.

–¡No, por favor, dígamelo!

–¿Se lo digo todo? —preguntó Várenka.

–¡Todo, todo! —insistió Kitty.

–La verdad es que la cosa no tiene nada de particular. El caso es que Mijaíl Alekséievich —así se llamaba el pintor—, que antes sólo hablaba de partir, ahora no quiere marcharse —dijo Várenka, sonriendo.

–¿Y qué? ¿Y qué? —la apremió Kitty, mirándola con expresión sombría.

–Entonces Anna Pávlovna aseguró que no quería irse para seguir viéndola a usted. Naturalmente, el comentario estaba fuera de lugar. Pero acto seguido se produjo una fuerte discusión. Ya sabe usted lo irritables que son estos enfermos.

Kitty, cada vez más contrariada, guardaba silencio; Várenka, por su parte, no dejaba de hablar, tratando de aplacarla y calmarla, pues se daba cuenta de que estaba a punto de estallar, aunque no sabía si en un torrente de palabras o de lágrimas.

–Por eso es mejor que no vaya... Espero que lo entienda usted y que no se ofenda...

–¡Me lo merezco! ¡Me lo merezco! —dijo de pronto Kitty, arrancando la sombrilla de manos de Várenka, sin mirarla a los ojos.

Várenka estuvo a punto de sonreír, viendo la ira infantil de su amiga, pero se contuvo, pues temía ofenderla.

–¿Cómo que se lo merece? No lo entiendo —dijo.

–Me lo merezco porque todo era hipocresía, porque no me salía del corazón. ¿Qué necesidad tenía de ocuparme de un extraño? Y ahora resulta que soy la causa de una discusión, que me he metido donde nadie me llamaba. ¡Todo ha sido una hipocresía! ¡Una hipocresía! ¡Una hipocresía!...

–Pero ¿qué necesidad tenía de fingir? —preguntó Várenka en voz baja.

–¡Ah, qué cosa más absurda y repugnante! No, no tenía ninguna necesidad de fingir... ¡Todo ha sido una hipocresía! —repetía, abriendo y cerrando la sombrilla.

–Pero ¿con qué fin fingía?

–Para parecer mejor ante los demás, ante mí misma y ante Dios. Para engañar a todos. No, esto no volverá a ocurrir. Prefiero ser mala, antes que mentir y engañar.

–Pero ¿quién engaña? —dijo Várenka en tono de reproche—. Habla usted como...

Pero Kitty, presa de uno de esos ataques de cólera, no la dejó terminar.

–No me refiero a usted, no me refiero a usted en absoluto. Usted es perfecta. Sí, sí, sé que todas ustedes son perfectas. Pero ¿qué le voy a hacer si yo soy mala? Nada de esto habría sucedido si yo no fuese mala. Es mejor que siga siendo como soy, que deje de fingir. ¿Qué me importa a mí Anna Pávlovna? Que vivan a su manera y yo viviré a la mía. No puedo ser de otra manera... Además, todo esto no es lo que pensaba...

–¿Qué quiere decir? —preguntó Várenka, perpleja.

–Pues que no es lo que pensaba. Yo sólo puedo vivir siguiendo los impulsos de mi corazón, mientras que para ustedes no existen más que las reglas. ¡Mientras yo le he tomado cariño, usted por lo visto sólo se preocupaba de salvarme e instruirme!

–Es usted injusta —dijo Várenka.

–No estoy hablando de los demás, sino de mí misma.

–¡Kitty! —gritó en ese momento la princesa—. Ven a enseñarle tu collar a papá.

Con ademán orgulloso y sin haberse reconciliado con su amiga, Kitty cogió de la mesa el estuche con el collar y salió al jardín.

–¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan colorada? —le preguntaron su madre y su padre a una sola voz.

–Nada —respondió ella—. En seguida vuelvo —añadió, y echó a correr.

«¡Sigue ahí! Dios mío, ¿qué voy a decirle? ¿Qué he hecho? ¿Qué le he dicho? ¿Por qué la he ofendido? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué puedo decirle?», pensó Kitty, deteniéndose en el umbral de la puerta.

Várenka, con el sombrero puesto, estaba sentada cerca de la mesa y examinaba el muelle de la sombrilla, que Kitty había roto. De pronto alzó la cabeza.

–¡Várenka, perdóneme! ¡Perdóneme! —murmuró Kitty, acercándose—. No recuerdo lo que le he dicho...

–La verdad es que nunca he tenido intención de disgustarla —dijo Várenka con una sonrisa.

Hicieron las paces. Pero la llegada de su padre cambió por completo el mundo en el que Kitty había vivido. Sin renunciar a todo lo que había aprendido, reconoció que se había engañado al pensar que podría llegar a convertirse en la persona que le habría gustado ser. Era como si hubiera despertado de un sueño. Comprendió lo difícil que sería elevarse a una altura tan grande sin recurrir a hipocresías ni caer en el orgullo. Además, se dio cuenta de lo amargo que era ese mundo lleno de dolores, enfermos y moribundos en el que había estado viviendo. Se le antojaban insufribles los esfuerzos que había hecho para acostumbrarse a todo eso, y sentía una necesidad imperiosa de respirar aire puro, de regresar a Rusia, a Yergushovo, en donde ya se encontraban Dolly y sus hijos, como había sabido por una carta.

Pero su afecto por Várenka no se resintió. Al despedirse, le rogó que fuera a visitarlos en Rusia.

–Iré cuando se case usted —le dijo Várenka.

–No me casaré jamás.

–Entonces nunca iré.

–En ese caso, no me queda más remedio que casarme. Pero ¡no se olvide usted de su promesa! —añadió Kitty.

La predicción del médico se había cumplido. Kitty volvió restablecida a casa, a Rusia. Ya no se mostraba tan despreocupada y alegre como antes, pero estaba tranquila, y aquellos tormentos que había padecido en Moscú sólo formaban parte del recuerdo.

 

TERCERA PARTE

 

I

Serguéi Ivánovich Kóznishev quería descansar del intenso trabajo intelectual al que se había entregado en los últimos tiempos y, en lugar de emprender un viaje al extranjero, como tenía por costumbre, a finales del mes de mayo se trasladó a Pokróvskoie. Estaba convencido de que no había mejor vida que la campestre, y se disponía a disfrutar de ella en la hacienda de su hermano. Konstantín Levin se alegró mucho de verle, tanto más cuanto que ya no esperaba a su hermano Nikolái ese verano. En cualquier caso, a pesar del afecto y el respeto que profesaba a Serguéi Ivánovich, no se sentía a gusto cuando lo visitaba. Le molestaba, y hasta le desagradaba, la actitud de su hermano ante la vida rural. Para Konstantín Levin el campo era el lugar en el que había decidido pasar su existencia, y a él estaban ligadas todas sus alegrías, todas sus penas, todos sus esfuerzos; para Serguéi Ivánovich, en cambio, no era más que un agradable lugar de reposo y un saludable antídoto para todas esas corrupciones de la vida urbana, que él tomaba con placer, convencido de su utilidad. Para Konstantín Levin el campo era beneficioso porque le permitía ocuparse de labores de indiscutible valía; para Serguéi Ivánovich el principal atractivo era que permitía y hasta propiciaba la ociosidad. Además, la actitud de Serguéi Ivánovich con los campesinos también le irritaba un tanto. Serguéi Ivánovich pretendía conocer y estimar a los campesinos, y a menudo conversaba con los mujiks, algo que sabía hacer muy bien, sin fingimientos ni afectación, y de todas esas charlas extraía conclusiones generales en favor del pueblo, que luego sacaba a colación para demostrar que lo conocía. Esa forma de proceder molestaba a Konstantín Levin, para quien el pueblo no era más que el principal colaborador en una tarea común. A pesar de todo su respeto y de su amor fraternal, que seguramente había mamado con la leche de su nodriza aldeana, como decía él, como colaborador de esa tarea común, a veces se entusiasmaba con el vigor, la mansedumbre y el sentido de la justicia de esa gente; en otras ocasiones, cuando las faenas requerían cualidades distintas, la tomaba con ellos por su desidia, su suciedad, sus borracheras y sus mentiras. Si le preguntaran si quería a los campesinos, no habría sabido qué responder. Los quería y no los quería, como a la gente en general. Naturalmente, al ser un hombre de buen corazón, se sentía más inclinado a amar al prójimo, y, por tanto, también a los campesinos. Pero no podía querer o dejar de querer al pueblo, como si fuera algo aparte, porque, además de vivir con él y compartir sus intereses, él mismo se consideraba parte del pueblo, y por lo tanto no veía ni en ellos ni en sí mismo cualidades ni defectos particulares, y no entendía en qué se diferenciaba de ellos. Además, aunque hacía mucho tiempo que vivía en íntima relación con los mujiks, como amo y mediador, y sobre todo como consejero (los mujiks confiaban en él y a veces recorrían cuarenta verstas para consultarle), no tenía un criterio definido sobre el pueblo. Por tanto, si alguien le hubiera preguntado si conocía al pueblo, se habría visto en la misma dificultad que para responder si lo apreciaba. En su caso, afirmar que conocía al pueblo habría sido como decir que conocía a los hombres. Observaba y trataba a toda clase de gente, entre ellos campesinos, a quienes consideraba buenos e interesantes, y a menudo reparaba en rasgos desconocidos, iba modificando sus juicios anteriores y formándose otros nuevos. Serguéi Ivánovich hacía lo contrario. De la misma manera que apreciaba y alababa la vida campestre por contraste con otra que no le convencía, quería a los campesinos por oposición a esa otra clase de gente que no le gustaba. En suma, concebía a los campesinos como seres distintos a los hombres en general. En su metódico cerebro se habían delineado de manera precisa ciertas formas concretas de la vida popular, deducidas en parte de sus propias observaciones, pero principalmente de ese juego de contradicciones. Por tanto, nunca modificaba su opinión de los campesinos, como tampoco su actitud compasiva.

En las discusiones que los dos hermanos entablaban sobre ese particular, siempre salía vencedor Serguéi Ivánovich, precisamente porque tenía una concepción definida de los campesinos, de su carácter, de sus cualidades y de sus gustos. Como Konstantín Levin carecía de juicios fijos e inquebrantables, acababa incurriendo siempre en contradicciones.

Para Serguéi Ivánovich su hermano menor era un muchacho encantador, con el corazón en su sitio(como solía decir en francés), pero su mente, aunque rápida de reflejos, se sometía a las impresiones del momento y, por tanto, estaba llena de contradicciones. Con esa condescendencia propia de los hermanos mayores, a veces le explicaba el verdadero sentido de las cosas, pero no hallaba ningún placer en discutir con él, porque era un adversario demasiado fácil de batir.

Konstantín Levin consideraba a su hermano un hombre de enorme inteligencia y vasta cultura, noble en el sentido más elevado de esa palabra y dotado de grandes facultades para obrar en aras del bien común. Pero, en lo más hondo de su alma, a medida que envejecía y lo iba conociendo mejor, más a menudo se preguntaba si esas capacidades para obrar en aras del bien común, de las que él carecía por completo, no constituían más bien un defecto que una cualidad. Denotaban una carencia de algo, no de inclinaciones y aspiraciones nobles, elevadas y generosas, sino de fuerzas vitales, de eso que suele llamarse corazón, de ese impulso que lleva al hombre a elegir y desear uno solo de los innumerables caminos que se abren ante él. Cuanto más conocía a su hermano, más se daba cuenta de que, como muchas otras personas que se ocupan del bien común, no se entregaba a esa actividad porque así se lo dictara su corazón, sino porque su cerebro había determinado que eso estaba bien, y, en consecuencia, no cabía obrar de otro modo. Levin veía confirmadas sus sospechas cuando advertía que su hermano concedía la misma importancia a la cuestión del bien común o la inmortalidad del alma que a una partida de ajedrez o la ingeniosa construcción de una máquina.

Además, se sentía incómodo en el campo con su hermano porque, sobre todo en verano, estaba siempre atareado con las labores de la hacienda: ni siquiera en las largas jornadas estivales encontraba tiempo suficiente para atender a todo lo necesario. En cambio, Serguéi Ivánovich no hacía más que descansar. Por otro lado, aunque no se ocupaba de nada, es decir, aunque había dejado de lado su libro por un tiempo, estaba tan acostumbrado a la actividad intelectual que le gustaba expresar en frases elegantes y concisas las ideas que se le pasaban por la cabeza y necesitaba tener a alguien que le escuchase. Lo más habitual, y también lo más natural, era que su hermano desempeñara ese papel de oyente. Por eso, a pesar de la amistosa sencillez de sus relaciones, a Konstantín le asaltaban los remordimientos cuando lo dejaba solo. A Serguéi Ivánovich le agradaba tumbarse en la hierba y charlar perezosamente sobre cualquier tema, mientras se calentaba al sol.

–No sabes el placer que me da esta dulce pereza —le decía a su hermano—. No tengo ni una sola idea en la cabeza: está completamente vacía.

Pero a Konstantín Levin le aburría estar allí sentado escuchándole, sobre todo porque sabía lo que pasaría en su ausencia: acarrearían el estiércol a campos que aún no estaban preparados y lo esparcirían Dios sabe cómo; no atornillarían bien las rejas de los arados y acabarían quitándolas, para poder decir a continuación que los arados de hierro eran una invención inútil, que no se podían comparar con los de madera y otras cosas por el estilo.

–¿No estás cansado de ir de un lado para otro con este calor? —le preguntaba Serguéi Ivánovich.

–Tengo que pasar un momento por el despacho —respondía Levin y se iba corriendo a los campos.

 

II

En los primeros días de junio Agafia Mijáilovna, la vieja nodriza y ama de llaves, cuando llevaba a la bodega un tarro con setas que acababa de aliñar, resbaló en la escalera, se cayó y se dislocó la muñeca. Llegó el médico del distrito, un joven locuaz que acababa de terminar la carrera. Examinó la muñeca, afirmó que no estaba dislocada, le aplicó una compresa y se quedó a comer. Era evidente que disfrutaba conversando con el célebre Serguéi Ivánovich Kóznishev, y para dar muestras de sus ideas avanzadas, le contó todos los chismes que corrían por la provincia, quejándose de la lamentable situación de las instituciones locales. Serguéi Ivánovich lo escuchaba con atención, le hacía alguna pregunta y, encantado de tener un nuevo oyente, tomó la palabra y se permitió algunos comentarios justos y atinados, que el joven médico apreció en lo que valían. Pronto dio muestras de esa excitación que, como bien sabía su hermano, solía apoderarse de él después de una conversación brillante y animada. Una vez que se marchó el médico, Serguéi Ivánovich expresó su deseo de ir a pescar al río. Le gustaba la pesca con caña y parecía enorgullecerse de que un pasatiempo tan estúpido le proporcionara algún placer.

Konstantín Levin, que quería examinar los prados y supervisar las faenas del campo, se ofreció a llevarle en el cabriolé.

Era esa época en que el verano está en su apogeo y la cosecha del año ya está asegurada, cuando comienzan las preocupaciones de la siembra para el año siguiente y queda ya poco para la siega; cuando el centeno ha crecido, y sus espigas ligeras, de un gris verdoso, se mecen al viento, aún sin granar; cuando la avena verde, entreverada de hierba amarilla, forma manchas irregulares en los sembrados tardíos; cuando el alforfón temprano ha brotado ya y cubre la tierra; cuando los barbechos, tan endurecidos por las pisadas del ganado que ni siquiera el arado les hace mella, están labrados hasta la mitad; cuando el olor de los resecos montones de estiércol se mezcla al amanecer y en el ocaso con el de la hierba de los prados, mientras en las tierras bajas, en espera de la guadaña, los prados ribereños forman un mar impenetrable, en el que despuntan aquí y allá los montones negruzcos de las acederas arrancadas.

Era esa época en que se produce una breve interrupción de las labores agrícolas, antes de dar comienzo a la cosecha, que cada año requiere el máximo esfuerzo de los campesinos. La cosecha se anunciaba magnífica; los días estivales se sucedían largos y calurosos, con noches cortas, húmedas de rocío.


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