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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Escucha —le preguntó Stepán Arkádevich a Levin, después de volver de la aldea, donde lo había arreglado todo para la llegada de los recién casados—, ¿tienes certificado de confesión?

–No. ¿Por qué?

–Sin eso no te puedes casar.

–¡Ay, ay, ay! —exclamó Levin—. Me parece que hace ya nueve años que no comulgo. Ni se me había pasado por la cabeza.

–¡Pues sí que estás bueno! —dijo Stepán Arkádevich, echándose a reír—. ¡Y luego me llamas a mí nihilista! Pues hay que arreglarlo. Tienes que confesarte y comulgar.

–¿Cuándo? Sólo quedan cuatro días.

Stepán Arkádevich también arregló ese detalle. Y Levin empezó a prepararse para recibir la comunión. Aunque respetaba las creencias ajenas, le resultaba muy difícil asistir a las ceremonias religiosas y participar en ellas, porque no era creyente. Además, dado el estado de ánimo en que se hallaba en esos momentos, tan tierno y sensible, la necesidad de disimular no sólo se le antojaba penosa, sino de todo punto imposible. Ahora que había alcanzado la gloria, en plena apoteosis, se vería obligado a mentir o cometer un sacrilegio. No se sentía en condiciones de hacer una cosa ni la otra. Pero, por más que le preguntaba a Stepán Arkádevich si no habría alguna manera de obtener el certificado de marras sin confesarse, éste le aseguraba que era imposible.

–Pero ¿qué te cuesta? No serán más que dos días. Y el sacerdote es un viejecito encantador y muy listo. Te sacará esa muela sin que te enteres.

En la primera misa a la que acudió, Levin trató de refrescar los sentimientos religiosos de su juventud, muy intensos entre los dieciséis y los diecisiete años. Pero no tardó en convencerse de que era algo completamente imposible. Entonces procuró contemplar la ceremonia como una tradición privada de sentido e importancia, como la costumbre de hacer visitas. Pero se daba cuenta de que tampoco podía hacer eso. Con respecto a la religión, Levin se encontraba en una posición indeterminada, como la mayoría de sus contemporáneos. No podía creer, pero al mismo tiempo no tenía el firme convencimiento de que todo eso fuera injusto. En suma, incapaz de creer en la trascendencia de lo que estaba haciendo ni tampoco de contemplarlo todo con indiferencia, como si fuera una formalidad vacía, experimentó todo el tiempo un sentimiento de malestar y vergüenza: una voz interior le decía que, al participar en esa ceremonia sin comprender su significado, estaba cometiendo una mala acción.

Durante los oficios, tan pronto escuchaba las oraciones, tratando de encontrarles un sentido que no estuviera en contradicción con sus principios, como, dándose cuenta de que no podía comprenderlas y, por tanto, de que no le quedaba más remedio que condenarlas, se esforzaba en no oírlas, y se ocupaba de sus propios pensamientos, impresiones y recuerdos, que se sucedían con extraordinaria vivacidad en su cabeza en esos ratos de ocio en el interior de la iglesia.

Acudió al oficio, a las vísperas y a las completas, y al día siguiente, después de levantarse más pronto de lo habitual, sin tomar el té, se dirigió a la iglesia a las ocho de la mañana para asistir a las oraciones matinales y confesarse.

En la iglesia no había nadie, excepto un soldado mendigo, dos viejecitas y los clérigos.

Un joven diácono, cuya larga espalda se perfilaba en dos partes bastante netas por debajo de la fina sotana, salió a recibirle, se acercó a una mesita que había al lado del muro y empezó a leerle las reglas. A lo largo de la lectura, sobre todo durante la frecuente y rápida repetición de estas palabras: «Señor, ten piedad de nosotros», que sonaban más o menos así: «Señorpiesotros», Levin advirtió que su cabeza estaba cerrada y sellada, y que no convenía presionarla ni forzarla, pues entonces la confusión sería mayor; por tanto, se quedó detrás del diácono, sin escucharle ni meditar en lo que decía, y se sumió en sus propios pensamientos: «Qué manos tan expresivas», se decía, recordando que el día anterior se había sentado con Kitty a la mesa de la esquina. Como casi siempre a lo largo de esos últimos días, no habían encontrado nada que decirse. Kitty había puesto la mano sobre la mesa, la había abierto y la había cerrado, y al ver ese movimiento se había echado a reír. Recordó que le había besado la mano y luego había examinado las líneas convergentes de la palma rosada. «Otra vez señorpiesotros», pensó Levin, santiguándose, haciendo una reverencia y fijándose en el ágil movimiento de la espalda del diácono, que se inclinaba delante de él. «Luego cogió mi mano, se quedó mirando las líneas y me dijo: "Tienes una mano muy bonita".» Y Levin contempló su mano y la corta mano del diácono. «Sí, ya queda poco para que termine —pensaba—. No, parece que va a empezar otra vez —se dijo, prestando atención a las oraciones—. No, está terminando; por eso se inclina hasta el suelo. Siempre lo hace antes de terminar.»

Después de coger discretamente con la mano, que asomaba apenas bajo la bocamanga de terciopelo, el billete de tres rublos que Levin le tendía, el diácono dijo que lo inscribiría en el registro, y a continuación se dirigió al altar con paso decidido, acompañado del ruidoso rechinar de sus botas nuevas en las losas de la iglesia vacía. Al cabo de un momento se asomó y le hizo un gesto. Los pensamientos de Levin, cerrados hasta entonces en su cabeza, empezaron a removerse, pero se apresuró a ahuyentarlos. «Ya se arreglará todo de algún modo», pensó, mientras se acercaba al ambón. Al subir los peldaños, se volvió a la derecha y vio al sacerdote, un anciano de barba rala y entrecana, con ojos bondadosos y cansados, que estaba al pie de facistol y hojeaba un misal. Después de saludar a Levin con una ligera inclinación, se puso a leer las oraciones con voz monótona. Cuando terminó, se prosternó hasta el suelo y se volvió hacia él.

–Cristo asiste invisible a su confesión y la recibe —dijo, señalando el crucifijo—. ¿Cree usted en todo lo que nos enseña la santa Iglesia apostólica?

–prosiguió el sacerdote, apartando los ojos del rostro de Levin y cruzando las manos bajo la estola.

–He dudado de todo y sigo dudando —respondió Levin con una voz que hasta a él le pareció desagradable, y a continuación calló.

El sacerdote esperó unos segundos para ver si quería añadir algo más, cerró los ojos y, con ese acento muy marcado de la región de Vladímir, dijo:

–La duda es propia de la flaqueza humana, pero debemos rezar para que Dios misericordioso nos dé fuerzas. ¿Cuáles son sus principales pecados? —añadió sin la menor interrupción, como si tratara de no perder tiempo.

–Mi principal pecado es la duda. Dudo de todo. Apenas hay momentos en que no me asalten las dudas.

–La duda es propia de la flaqueza humana —repitió el sacerdote—. ¿Y de qué duda usted principalmente?

–De todo. A veces hasta de la existencia de Dios —dijo Levin sin querer y se asustó de la inconveniencia de sus propias palabras. Pero, por lo visto, al sacerdote no le causaron ninguna impresión.

–¿Qué dudas puede haber de la existencia de Dios? —se apresuró a preguntar con una sonrisa apenas perceptible. Levin guardaba silencio—. ¿Qué dudas puede tener usted de la existencia del Creador cuando contempla usted sus obras? —prosiguió el sacerdote, con su habla rápida y monótona—. ¿Quién adornó con estrellas la bóveda celeste? ¿Quién ornó la tierra con todas sus bellezas? ¿Cómo podrían existir todas esas cosas sin el Creador? —concluyó, con una mirada inquisitiva.

Pero éste se dio cuenta de que sería improcedente entablar una discusión filosófica con un sacerdote, por eso se limitó a responder estrictamente a lo que le había preguntado.

–No lo sé.

–¿Que no lo sabe? Entonces, ¿cómo puede dudar de que Dios lo ha creado todo? —dijo el sacerdote con divertida perplejidad.

–No entiendo nada —respondió Levin, ruborizándose y dándose cuenta de que sus palabras eran estúpidas, como no podía ser de otra manera, dadas las circunstancias.

–Ruegue a Dios e implórele. Hasta los santos padres tuvieron dudas y pidieron a Dios que fortaleciera su fe. El diablo es muy poderoso y nosotros no debemos someternos a él. Ruegue a Dios, implórele. Ruegue a Dios —repitió con premura.

A continuación guardó silencio unos instantes, como si estuviera pensando en algo.

–Según he oído, tiene usted intención de contraer matrimonio con la hija del príncipe Scherbatski, feligrés e hijo espiritual mío —añadió con una sonrisa—. ¡Una muchacha maravillosa!

–Sí —respondió Levin, ruborizándose por el sacerdote.

«¿Qué necesidad tiene de preguntarme algo así durante la confesión?», pensó.

Entonces, como respondiendo a su pensamiento, el sacerdote dijo:

–Tiene intención de contraer matrimonio y es posible que Dios le conceda descendencia, ¿no es verdad? ¿Qué educación iba a darles usted a sus hijos si no consigue vencer las tentaciones del diablo, que le arrastra a la incredulidad? —preguntó en tono de blando reproche—. Si quiere usted a sus hijos, como cualquier buen padre, no sólo deseará para ellos riquezas, lujos y honores, sino también la salvación, la iluminación espiritual por medio de la luz de la verdad, ¿no es así? ¿Y qué le responderá a su hijo inocente cuando le pregunte: «¡Papá! ¿Quién ha creado tantas maravillas, la tierra, el agua, el sol, las flores, la hierba?». ¿Acaso le responderá usted: «No lo sé»? No puede usted decir que no lo sabe, porque nuestro Señor, en su infinita misericordia, se lo ha revelado. ¿Y qué le dirá cuando le pregunte: «¿Qué me espera en la otra vida?». ¿Qué va a decirle si no sabe nada? ¿Cómo va a responderle? ¿Lo abandonará usted a las tentaciones del mundo y del diablo? ¡No estaría bien! —concluyó, ladeando la cabeza y mirando a Levin con ojos bondadosos y sumisos.

Levin no respondió nada, en este caso no porque no quisiera ponerse a discutir con el sacerdote, sino porque nadie le había hecho nunca tales preguntas. Por lo demás, antes de que su hijo se las hiciera, ya tendría tiempo de pensar en las respuestas.

–Va a entrar usted en una fase de la vida en la que debe elegir un camino y seguirlo —continuó el sacerdote—. Rece a Dios para que, en su infinita misericordia, le ayude y se apiade de usted. Que nuestro señor Jesucristo, lleno de gracia y amor por la humanidad, te perdone, hijo...

Y, una vez terminada la fórmula de la absolución, lo bendijo y lo despidió.

De vuelta en casa, Levin se sintió muy contento de haberse librado de una vez de esa situación tan incómoda, y además sin haber tenido que mentir. Por otro lado, le había quedado la vaga impresión de que las palabras de ese bondadoso y amable anciano no eran tan estúpidas como le habían parecido en un principio, y que tendría que profundizar en algunos de los puntos que había tratado.

«No en estos momentos, desde luego —pensó—, sino más adelante.»

Ahora más que nunca sentía que en su alma había algo turbio e impuro; que, con respecto a la religión, había adoptado la misma actitud que le disgustaba en los demás y que tanto le había reprochado a su amigo Sviazhski.

Levin pasó la velada con su prometida en casa de Dolly y se mostró especialmente alegre. Para explicar a Stepán Arkádevich el estado de excitación en el que se hallaba, se comparó con un perro al que tratan de adiestrar para que salte por un aro; cuando el animal entiende por fin lo que esperan de él, se pone tan contento que ladra, mueve la cola y brinca entusiasmado sobre las mesas y los alféizares de las ventanas.

 

II

El día de la boda, según era costumbre (tanto la princesa como Daria Aleksándrovna observaban de manera estricta todas las costumbres), Levin no vio a su prometida. Comió en el hotel con tres solteros que se habían reunido allí por casualidad: Serguéi Ivánovich, Katavásov, compañero de universidad y ahora profesor de ciencias naturales, a quien se había encontrado por la calle y había llevado casi a rastras a su habitación, y Chírikov, juez de paz de Moscú y compañero en sus cacerías de osos, que iba a ser su padrino de boda. La comida fue muy alegre. Serguéi Ivánovich estaba de un humor inmejorable y disfrutaba de la originalidad de Katavásov, quien, a su vez, notando que valoraban y comprendían ese rasgo suyo, hacía alarde de él. En cuanto al bondadoso y jovial Chírikov, participaba en todas las conversaciones.

–¡Qué muchacho tan capaz era nuestro amigo Konstantín Dmítrich! —dijo Katavásov, separando mucho las palabras, una costumbre adquirida en la cátedra—. Y hablo en pasado porque ha dejado de existir. Cuando acabó la universidad, le atraía la ciencia, tenía intereses propios de un ser humano. Ahora emplea la mitad de sus facultades en engañarse a sí mismo, y la otra en justificar ese engaño.

–Jamás he conocido a un enemigo más acérrimo del matrimonio que usted —replicó Serguéi Ivánovich.

–No soy enemigo del matrimonio, sino partidario de la división del trabajo. Las personas que no pueden hacer nada deben ocuparse de tener hijos; las demás, contribuir a su instrucción y felicidad. Ésa es mi idea. Legiones de aficionados se empeñan en confundir ambas tendencias, pero yo no me cuento entre ellos.

–¡Cómo me alegraré cuando me entere de que se ha enamorado usted! —intervino Levin—. Le ruego que no deje de invitarme a la boda.

–Ya estoy enamorado.

–Sí, de las jibias. Figúrate —dijo Levin, dirigiéndose a su hermano—, Mijaíl Semiónich está escribiendo un libro sobre la nutrición y...

–¡No embrolle usted las cosas, por favor! Poco importa de lo que trate mi obra. La cuestión es que estoy verdaderamente enamorado de las jibias.

–Pero eso no le impedirá amar a su mujer.

–La jibia no me impedirá amar a mi mujer, pero mi mujer sí a la jibia.

–¿Por qué?

–Ya lo verá. A usted, por ejemplo, le gustan las labores del campo, la caza. ¡Pues espere un poco!

–Por cierto, Arjip ha estado aquí hoy y me ha dicho que en Prudnói hay muchísimos alces y dos osos —dijo Chírikov.

–Pues tendrán que cazarlos sin mí.

–Es verdad —dijo Serguéi Ivánovich—. Tendrás que despedirte de la caza del oso. ¡Tu mujer no te dejará!

Levin sonrió. La idea de que su mujer le prohibiera ir de caza le pareció tan agradable que estaba dispuesto a renunciar para siempre al placer de ver osos.

–En cualquier caso, será una pena cazar esos dos osos sin usted. ¿Se acuerda de la última vez que estuvimos en Japílovo? Fue una cacería estupenda —dijo Chírikov.

Levin no dijo nada. Ese hombre pensaba que podía haber algún placer cuando Kitty no estaba presente. ¿Para qué quitarle la ilusión?

–Por algo se habrá establecido esa costumbre de despedirse de la vida de soltero —dijo Serguéi Ivánovich—. Por muy feliz que sea uno, da pena perder la libertad.

–Reconozca que se sienten ganas de saltar por la ventana, como el novio de esa obra de Gógol. 76

–No le quepa la menor duda, pero no lo reconocerá —dijo Katavásov y prorrumpió en una estruendosa carcajada.

–Bueno, la ventana está abierta... ¡Vámonos ahora mismo a Tver! Uno de los osos es una hembra, así que podemos ir hasta la madriguera. ¡En serio, podemos coger el tren de las cinco! ¡Y aquí que hagan lo que quieran! —dijo Chírikov con una sonrisa.

–Les juro que no encuentro en mi corazón el menor sentimiento de pena por perder mi libertad —repuso Levin, sonriendo.

–Con el caos que reina ahora en su corazón, no encontrará usted nada —objetó Katavásov—. Espere a que haya un poco más de orden y ya verá cómo lo encuentra.

–No, de otro modo, además de mi sentimiento —no quería pronunciar en presencia de ese hombre la palabra «amor»—... y mi felicidad, lamentaría un poco la pérdida de mi libertad... Pero sucede todo lo contrario: me alegro de perderla.

–¡Malo! ¡Es un caso perdido! —exclamó Katavásov—. Bueno, bebamos por su curación, o, mejor, deseémosle que se cumpla al menos una centésima parte de sus sueños. ¡Sólo con eso alcanzaría una felicidad como jamás se ha visto en el mundo!

Poco después de la comida los invitados se fueron para tener tiempo de cambiarse de ropa antes de la boda.

Una vez solo, Levin repasó la conversación que había tenido con esos solterones y volvió a preguntarse si de verdad no lamentaba perder su libertad. La idea le hizo sonreír. «¿Libertad? ¿Y para qué la quiero? La felicidad consiste en amar, en desear lo que ella desea y pensar lo que ella piensa, es decir, en no tener libertad ninguna. ¡Eso es la felicidad!»

«Pero ¿acaso conozco sus pensamientos, sus deseos, sus sentimientos?», le susurró de pronto una voz. La sonrisa desapareció de su rostro y se quedó pensativo. Y de repente se apoderó de él una sensación extraña. Le entró miedo, le asaltaron las dudas. Dudaba de todo.

«¿Y qué pasa si ella no me quiere? ¿Y si se casara conmigo sólo porque tiene que casarse? ¿Y si ni ella misma supiera lo que está haciendo? —se preguntaba—. Puede que después de casarse se dé cuenta de su error, comprenda que no me ama y que no puede amarme.» Y empezaron a rondarle las ideas más extrañas y ofensivas sobre Kitty. Tenía celos de Vronski, igual que un año antes, como si aquella reunión en que los había visto juntos hubiera sido la víspera. Sospechaba que ella no se lo había dicho todo.

Se levantó de un salto. «¡No, esto no puede quedar así! —se dijo desesperado—. Iré a verla, la interrogaré y le diré por última vez: "Somos libres, ¿no sería mejor que no siguiéramos adelante? ¡Cualquier cosa es mejor que la desdicha eterna, la vergüenza y la infidelidad!".» Desesperado y lleno de ira contra la humanidad entera, contra ella y contra sí mismo, salió del hotel y se dirigió a casa de Kitty.

Nadie le esperaba. Se encontró con ella en las habitaciones interiores. Estaba sentada en un baúl, dando órdenes a una doncella y ordenando un montón de vestidos multicolores, dispuestos en los respaldos de las sillas y en el suelo.

–¡Ah! —gritó al verlo, radiante de alegría—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué hace usted aquí? —Hasta ese último día lo había tratado tan pronto de tú como de usted—. ¡No te esperaba! Estoy ordenando mis vestidos de soltera para ver a quién puedo dárselos...

–¡Ah! ¡Eso está muy bien! —dijo Levin, mirando a la doncella con aire sombrío.

–Vete, Duniasha, ya te llamaré después —dijo Kitty—, ¿Qué te pasa? —preguntó Kitty, tuteándolo con resolución en cuanto salió la muchacha. Se había dado cuenta de que tenía una expresión rara, alterada y sombría, y sintió miedo.

–¡Kitty! Estoy sufriendo. Y no puedo soportar solo esta tortura —dijo con desesperación, deteniéndose delante de ella y mirándola con ojos suplicantes. Al ver el rostro franco y enamorado de Kitty comprendió que no conseguiría nada con lo que iba a decirle, pero de todos modos necesitaba que ella lo sacase de dudas—. He venido a decirte que aún estamos a tiempo. Podemos dar marcha atrás, arreglar las cosas de alguna manera.

–¿Qué? No entiendo nada. ¿Qué te pasa?

–Te lo he dicho miles de veces, no se me va de la cabeza... No soy digno de ti. No puedes querer casarte conmigo. Piénsalo bien. Te has equivocado. Piénsalo. No puedes haberte enamorado de mí... Sí... Es mejor que me lo digas —añadió, sin mirarla—. Seré desdichado. Que la gente diga lo que le dé la gana. Cualquier cosa es mejor que la infelicidad... Más vale ahora, mientras aún estamos a tiempo...

–No lo entiendo —respondió ella, atemorizada—. ¿Me estás diciendo que quieres echarte atrás... que no deberíamos...?

–Sí, en caso de que no me ames.

–¡Te has vuelto loco! —gritó Kitty, enrojeciendo de cólera. Pero el rostro de Levin expresaba tal desolación que Kitty contuvo su ira, arrojó los vestidos sobre una silla y se acercó a él—. ¿Qué es lo que piensas? Cuéntamelo todo.

–Pienso que no puedes estar enamorada de mí. ¿Por qué ibas a quererme?

–¡Dios mío! ¿Qué puedo...? —dijo y se echó a llorar.

–¡Ah, qué he hecho! —gritó Levin y, poniéndose de rodillas delante de ella, empezó a besarle las manos.

Al cabo de cinco minutos, cuando la princesa entró en su habitación, se los encontró ya completamente reconciliados. Kitty no sólo le había asegurado que le quería, sino que además le había explicado por qué. Le dijo que le quería porque lo comprendía a fondo, porque conocía sus gustos y porque estaba segura de que no podía querer nada malo. Y a Levin todo eso le pareció de una claridad meridiana. La princesa se los encontró sentados en el baúl, uno al lado del otro, separando los vestidos y discutiendo si Kitty debía darle a Duniasha el vestido marrón que llevaba cuando Levin pidió su mano. Ella opinaba que sí, mientras él insistía en que ese vestido no debía regalárselo a nadie. Podía entregarle, en cambio, el azul.

–Pero ¿cómo es posible que no lo entiendas? Es morena y no le quedaría bien... Lo tengo todo pensado.

Al enterarse de la razón de la visita de Levin, la princesa se enfadó medio en broma medio en serio, y le dijo que fuera a vestirse y que dejara de molestar a Kitty, porque el peluquero Charles estaba a punto de llegar para peinarla.

–Con lo desmejorada que está, después de varios días sin comer, y encima vienes tú con tus tonterías —le dijo—. Vamos, largo de aquí, querido.

Levin, sintiéndose avergonzado y culpable, pero ya tranquilizado, volvió al hotel. Su hermano, Daria Aleksándrovna y Stepán Arkádevich, todos de punta en blanco, le esperaban ya para bendecirle con el icono. No había un instante que perder. Daria Aleksándrovna aún tenía que pasar por casa, para recoger a su hijo que, con los cabellos rizados y convenientemente untados de brillantina, sería el encargado de llevar el icono delante de la novia. Luego había que enviar un coche para que recogiera al padrino y mandar de vuelta el otro, en el que iría Serguéi Ivánovich... En general, había que ocuparse de un montón de detalles complicados. Lo único que no admitía dudas era que había que apresurarse, porque ya eran las seis y media.

Ninguno de los presentes se tomó muy en serio la ceremonia de la bendición con el icono. Stepán Arkádevich adoptó una postura solemne y cómica al lado de su mujer, cogió el icono, ordenó a Levin que se prosternase hasta el suelo, lo bendijo con una sonrisa bondadosa y burlona y lo besó tres veces. Daria Aleksándrovna, después de hacer lo mismo, se dispuso a partir a toda prisa, y una vez más volvió a confundirse con los itinerarios previstos de los coches.

–Bueno, esto es lo que vamos a hacer: tú irás a recoger al padrino en nuestro coche, y Serguéi Ivánovich, si es tan amable, irá directamente y luego enviará el coche de vuelta.

–Muy bien, con mucho gusto.

–Y nosotros nos iremos con él ahora. ¿Tienes preparadas ya las cosas? —preguntó Stepán Arkádevich.

–Sí —respondió Levin y ordenó a Kuzmá que le llevara la ropa.

 

III

Una multitud de gente, compuesta en su mayor parte por mujeres, rodeaba la iglesia, iluminada para la boda. Quienes no habían tenido tiempo de entrar, se agolpaban alrededor de las ventanas, se empujaban, discutían y miraban a través de las rejas.

Más de veinte coches se habían alineado ya a lo largo de la calle, bajo la vigilancia de los guardias. Un oficial de policía, desafiando el frío, estaba en la entrada, resplandeciente con su uniforme. No dejaban de llegar carruajes, de los que se apeaban mujeres con flores, que recogían la cola de sus vestidos, y hombres que se quitaban la gorra o el sombrero negro al entrar en la iglesia. Dentro ya habían encendido las dos arañas y todas las velas delante de los iconos. El resplandor dorado sobre el fondo rojo del iconostasio, los áureos marcos de los iconos, los candeleros y candelabros de plata, las losas del suelo, las alfombrillas, los estandartes arriba, en el coro, los peldaños del ambón, los viejos libros ennegrecidos, las sotanas y las sobrepellices: todo estaba inundado de luz. A la derecha de la iglesia, bien caldeada, en medio de un mar de fraques y corbatas blancas, uniformes y brocados, terciopelo y raso, peinados, flores, hombros y brazos desnudos, guantes por encima del codo, se elevaba un murmullo contenido pero animado, que resonaba de manera extraña en la alta cúpula. Cada vez que se oía el chirrido de la puerta al abrirse, el murmullo se aquietaba, y todas las cabezas se volvían, esperando la entrada de los novios. Pero la puerta ya se había abierto más de diez veces, y siempre era un invitado, hombre o mujer, que se unía al grupo de la derecha, o una espectadora, que había conseguido engañar o ablandar al agente de policía, y se mezclaba con la muchedumbre de la izquierda. Tanto los parientes como los extraños habían pasado ya por todas las fases de la espera.

En un principio creían que los novios llegarían en cualquier momento, y no concedían la menor importancia al retraso. Luego empezaron a mirar hacia la puerta cada vez con mayor frecuencia, mientras se preguntaban si no habría sucedido algo. Por último, la espera se hizo ya penosa, y tanto los parientes como los invitados se esforzaron por aparentar que no pensaban en el novio, absorbidos por la conversación que habían entablado.

El archidiácono, como para recordar a la gente el valor de su tiempo, tosía con impaciencia, produciendo una vibración en los cristales de las ventanas. En el coro, los cantores, ya aburridos, probaban su voz o se sonaban. El sacerdote no paraba de enviar al diácono y al sacristán a recabar noticias del novio, y él mismo, con su sotana de color lila y su cinturón bordado, se asomaba cada vez más a menudo a las puertas laterales, para ver si llegaba. Por fin, una de las señoras, después de consultar el reloj, dijo: «Pues sí que es raro», y todos los invitados, presas de la inquietud, empezaron a expresar en voz alta su sorpresa y su descontento. Uno de los padrinos fue a ver qué pasaba. Mientras tanto, Kitty, que estaba preparada desde hacía ya un buen rato, con su vestido blanco, su largo velo y su corona de flores de azahar, estaba en la sala de su casa, acompañada de su madrina de boda y de su hermana Lvova, miraba por la ventana y esperaba en vano, desde hacía más de media hora, que el padrino viniera a anunciarle que el novio había llegado ya a la iglesia.

Levin, por su parte, con los pantalones puestos, pero sin chaleco ni frac, se paseaba arriba y abajo por la habitación, asomándose cada dos por tres a la puerta para echar un vistazo al pasillo. Pero la persona a la que estaba esperando no aparecía, y él volvía desesperado, agitando los brazos, y se dirigía a Stepán Arkádevich, que fumaba tranquilamente un cigarrillo.

–¿Se habrá visto alguien alguna vez en una situación tan inconcebiblemente absurda? —preguntó.

–Sí, es estúpida —afirmó Stepán Arkádevich, sonriendo con dulzura—. Pero cálmate, te la traerán en seguida.

–Pero ¡cómo es posible! —exclamó Levin, con rabia contenida—. ¡Y estos grotescos chalecos abiertos! ¡Es imposible! —prosiguió, mirando la arrugada pechera de su camisa—. ¡Mira que haberse llevado ya las cosas a la estación! —exclamó desesperado.

–Pues ponte la mía.

–Es lo que tendríamos que haber hecho hace rato.

–No está bien hacer el ridículo... ¡Espera un poco! Todo se enderezará.

Lo que había pasado era lo siguiente: cuando Levin le pidió a Kuzmá, su viejo criado, que le llevara la ropa, éste le trajo el frac, el chaleco y todo lo demás.

–Pero ¿dónde está la camisa?

–La lleva usted puesta —respondió Kuzmá, sonriendo con calma.

A Kuzmá no se le había ocurrido dejar una camisa limpia, y, cuando recibió la orden de meterlo todo en las maletas y enviarlo a casa de los Scherbatski, de donde esa misma tarde saldrían los recién casados, hizo lo que le mandaban, reservando sólo el frac. La camisa que llevaba puesta desde por la mañana estaba arrugada y era imposible llevarla con esos chalecos abiertos que estaban de moda. La casa de los Scherbatski estaba demasiado lejos para enviar a alguien, así que decidieron comprar una. Pero al poco rato llegó el criado diciendo que todo estaba cerrado porque era domingo. Trajeron entonces una de casa de Stepán Arkádevich, pero era demasiado ancha y corta. Por último, no quedó más remedio que ir a casa de los Scherbatski y abrir los baúles. En la iglesia esperaban al novio, y éste, como una fiera enjaulada, recorría la habitación de un extremo al otro, asomándose al pasillo y recordando con angustia lo que le había dicho a Kitty y lo que ella podía estar pensando en esos momentos.

Por fin, Kuzmá, que tenía la culpa de todo, irrumpió en la habitación casi sin aliento, con la camisa en la mano.

–He llegado por los pelos. Ya estaban cargando las cosas en el carro —dijo.

Al cabo de tres minutos, sin consultar el reloj, para no echar más sal en la herida, Levin atravesó corriendo el pasillo.

–No te valdrá de nada —dijo Stepán Arkádevich, con una sonrisa, siguiéndole sin apresurarse—. Todo se enderezará, todo se enderezará... Ya te lo he dicho.

 

IV

—¡Ya han legado! ¡Ahí está! ¿Cuál es? El más joven, ¿no? Y ella, la pobrecita, estará más muerta que viva —se oía entre la multitud, cuando Levin, después de reunirse con la novia en el pórtico, entró con ella en la iglesia.

Stepán Arkádevich le contó a su mujer la causa de aquel retraso, y los invitados, sonriendo, intercambiaban comentarios en susurros. Levin no reparaba en nada ni en nadie. Sólo tenía ojos para la novia.

Todos decían que estaba muy desmejorada en los últimos días y que, bajo la corona, estaba mucho menos guapa que de costumbre. Pero Levin no compartía esa opinión. Contemplaba su alto peinado, su largo velo blanco, las flores del mismo color, la banda levantada y plisada, que cubría virginalmente el fino cuello por los lados, dejándolo descubierto por delante, la asombrosa esbeltez del talle, y le parecía que estaba más hermosa que nunca, no porque las flores, el velo y el vestido de París realzaran su belleza, sino porque, a pesar de la calculada magnificencia de todos esos adornos, la expresión de su delicado rostro, su mirada y sus labios seguían conservando ese aire especial de inocente franqueza.

–Ya me estaba preguntando si no te habrías dado a la fuga —le dijo Kitty con una sonrisa.

–¡Lo que me ha pasado es tan estúpido que me da vergüenza hablar de ello! —replicó Levin, ruborizándose y volviéndose hacia Serguéi Ivánovich, que en ese momento se le acercaba.

–¡Menuda historia la de la camisa! —dijo éste, sacudiendo la cabeza y sonriendo.

–Sí, sí —respondió Levin, sin comprender lo que le estaba diciendo.


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