355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Anna Karénina » Текст книги (страница 45)
Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 45 (всего у книги 68 страниц)

Pero las caricias de la madre y el hijo, el tono de sus voces y lo que se decían le hicieron cambiar de opinión. Movió la cabeza, suspiró y cerró la puerta. «Esperaré diez minutos más», se dijo, aclarándose la garganta y enjugándose las lágrimas.

En esos momentos reinaba una gran confusión entre los criados de la casa. Todos sabían que había venido la señora, que Kapitónich la había dejado pasar y que ahora estaba en el cuarto del niño; sabían también que el señor entraba a verlo todas las mañanas antes de las nueve, que un encuentro entre marido y mujer tendría consecuencias desastrosas y que había que impedirlo a toda costa. Kornéi, el ayuda de cámara, bajó a la portería para preguntar quién había dejado pasar a Anna y, al enterarse de que Kapitónich en persona la había recibido y le había mostrado el camino, lo reprendió. El portero callaba con obstinación, pero cuando Kornéi le dijo que merecía que lo echaran, el anciano se acercó de un salto y, agitando las manos delante mismo de su cara, le dijo:

–¿Acaso no habrías hecho tú lo mismo? Después de servir diez años en la casa, sin oír una mala palabra, ¿cómo iba a decirle que hiciera el favor de marcharse? ¡Vaya un tacto que tienes tú! Más valdría que pensaras en lo que le robas al señor, en los abrigos de castor que le quitas.

–¡Vejestorio! —exclamó Kornéi con desprecio, y se volvió hacia la niñera, que entraba en ese momento—. Figúrese, Maria Yefímovna, la deja entrar sin decírselo a nadie. Y Alekséi Aleksándrovich está a punto de salir de su habitación para ir a ver al niño.

–¡Ay, Dios mío! —dijo la niñera—. Trate usted de entretener un rato al señor, Kornéi Vasílevich, y entre tanto yo buscaré el modo de sacar de allí a la señora. ¡Ay, Dios mío!

Cuando la niñera entró en el cuarto de Seriozha, éste le estaba contando a su madre que Nádenka y él se habían caído del trineo cuando bajaban por una pendiente y habían dado tres volteretas. Anna escuchaba el sonido de su voz, contemplaba las cambiantes expresiones del rostro y sentía el tacto de su mano, pero no entendía sus palabras. Tenía que marcharse, tenía que dejarlo: ése era el único pensamiento que ocupaba su cabeza. Había oído los pasos de Vasili Lukich, que se había acercado a la puerta y había carraspeado, y también los de la niñera. Pero seguía inmóvil como una estatua, incapaz de hablar o de levantarse.

–¡Señora, alma mía! —exclamó la niñera, aproximándose a Anna y besándole las manos y los hombros—. ¡Qué alegría le ha concedido Dios al señorito el día de su cumpleaños! No ha cambiado usted nada.

–¡Ah, amiga querida! No sabía que seguía usted en la casa —dijo Anna, recobrando la serenidad por un instante.

–Ya no vivo aquí. Vivo con mi hija. He venido a felicitar a Seriozha, mi querida Anna Arkádevna.

De pronto la niñera se echó a llorar y otra vez se puso a besarle las manos a su antigua señora.

Seriozha, con ojos resplandecientes y una sonrisa de felicidad, cogió con una mano a su madre y con otra a la niñera, y se puso a pisotear la alfombra con sus gordezuelos pies descalzos. Las muestras de ternura de la querida niñera con su madre le llenaban de entusiasmo.

–¡Mamá! Maria Yefímovna viene a verme a menudo y siempre... —empezó a decir el niño, pero de pronto se interrumpió: la niñera le estaba hablando en voz baja a su madre, que parecía atemorizada y como avergonzada, algo que no la favorecía en absoluto.

Anna se acercó a su hijo.

–¡Cariño mío! —dijo. No era capaz de decir adiós, pero por la expresión de su rostro el niño comprendió—. ¡Mi querido Kútik! —añadió, dándole el nombre con que lo llamaba de pequeño—. No me olvidarás, ¿verdad? Tú...

No pudo seguir.

¡Cuántas veces, después, se imaginó las palabras que podría haberle dicho! Pero en aquel momento no fue capaz de decirle nada. En cualquier caso, Seriozha lo entendió todo sin necesidad de palabras. Entendió que era desdichada y que le quería. Hasta oyó lo que le dijo la niñera en un murmullo: «Siempre viene antes de las nueve». Era evidente que se refería a su padre, y que su madre no podía encontrarse con él. Sólo había una cosa que no entendía: ¿por qué en el rostro de su madre había aparecido una expresión de temor y vergüenza?... No era culpable de nada, pero le tenía miedo y se avergonzaba de algo. Le habría gustado que su madre le aclarara esa duda, pero no se atrevió a preguntar. Veía que sufría, y le dio lástima. Se apretó en silencio contra ella y le dijo en un susurro:

–No te vayas todavía. Aún tardará un rato.

Anna apartó al niño y se quedó mirándolo, tratando de averiguar si era consciente de lo que le estaba diciendo, y, por la expresión asustada de su rostro, dedujo que no sólo hablaba de su padre, sino que incluso parecía preguntarle qué opinión debía tener de él.

–Seriozha, cariño —dijo Anna—, quiérelo. Es mejor que yo. Además, soy culpable ante él. Cuando seas mayor, podrás juzgar.

–¡Nadie es mejor que tú!... —gritó con desesperación Seriozha a través de las lágrimas y, cogiéndola por los hombros, la estrechó con tanta fuerza que los brazos le temblaron por el esfuerzo.

–¡Mi hijito querido! —murmuró Anna, llorando en voz baja como un niño, lo mismo que Seriozha.

En ese momento se abrió la puerta y entró Vasili Lukich. Se oyeron unos pasos detrás de la otra puerta, y la niñera susurró con espanto, al tiempo que le alargaba el sombrero a Anna:

–Ya viene.

Seriozha se desplomó en la cama y estalló en sollozos, cubriéndose el rostro con las manos. Anna se las apartó, volvió a besar su cara mojada y salió con rápidos pasos. Alekséi Aleksándrovich iba a su encuentro. Al verla, se detuvo e inclinó la cabeza.

A pesar de que Anna acababa de decir que su marido era mejor que ella, le bastó una fugaz mirada, con la que abarcó toda su figura y captó todos los detalles, para que se reavivaran el desprecio y la inquina que sentía por él, sentimientos a los que vino a sumarse ahora la envidia, porque se había quedado con el niño. Se bajó el velo con un movimiento fulgurante y, apretando el paso, salió casi corriendo de la habitación.

No había tenido tiempo de sacar del coche los juguetes, elegidos con tanto cariño y tristeza la víspera en la tienda, así que no le quedó más remedio que llevárselos al hotel.

 

XXXI

Por más que había deseado ver a su hijo, por más que se había preparado para ese momento, jamás se imaginó que esa entrevista fuera a causarle una impresión tan intensa. De vuelta en su habitación solitaria, pasó un buen rato antes de que fuera capaz de comprender qué estaba haciendo allí. «Sí, todo ha terminado, de nuevo estoy sola», se dijo y, sin quitarse el sombrero, se sentó en un sillón que había al pie de la chimenea. Con la mirada fija en el reloj de bronce que había encima de la mesa, entre las dos ventanas, se sumió en sus pensamientos.

La doncella francesa que se había traído del extranjero entró para preguntarle si quería vestirse. Anna la miró con sorpresa y dijo:

–Más tarde.

A continuación se presentó la nodriza italiana, que acababa de cambiar a la niña, y se la dio. La pequeña, rolliza y bien alimentada, al ver a su madre, le tendió los bracitos desnudos, como siempre, y, sonriendo con su boquita desdentada, se puso a mover las manitas, como un pez las aletas, con las palmas vueltas hacia abajo, haciendo ruido cuando rozaba los pliegues almidonados de su faldón bordado. Era imposible no sonreírle, no besarla, no alargarle un dedo, al que se agarraba gritando y estremeciéndose con todo el cuerpo; no ofrecerle los labios, que apretaba con su boca, como si los estuviera besando. Anna hizo todo eso: la cogió en brazos, la hizo saltar, le besó la fresca mejilla y los codos desnudos. Pero, viéndola, se dio cuenta de que el sentimiento que experimentaba por ella era muy distinto de su amor por Seriozha. Era una niña encantadora, pero, por alguna razón, no conmovía su corazón. En ese primer hijo, a pesar de que lo había tenido con un hombre al que no quería, había puesto todas las fuerzas de su amor insatisfecho; la niña, nacida en las condiciones más difíciles, no había recibido ni una centésima parte de los cuidados que había prodigado al primer hijo. Además, la niña no representaba todavía más que una esperanza, mientras que Seriozha era ya casi una persona, y una persona querida. La comprendía, la amaba, la juzgaba, pensaba en ella, recordaba sus palabras y sus miradas. Y ahora estaba separada de él, tanto física como espiritualmente, y no había manera de poner remedio a la situación.

Después de devolver la niña a la nodriza y de despedir a ambas, abrió el medallón en el que guardaba un retrato de Seriozha, cuando tenía más o menos la misma edad que la niña. Se levantó, se quitó el sombrero y tomó de la mesa un álbum con fotografías de su hijo a distintas edades. Quería comparar las fotografías y empezó a sacarlas del álbum. Sólo dejó una, la última y también la mejor. Seriozha, con una camisa blanca, sentado a horcajadas sobre una silla, fruncía el ceño y sonreía. Esta expresión peculiar era la que más le gustaba. Con sus ágiles y pequeñas manos, cuyos dedos blancos y finos parecían especialmente tensos ese día, tiró varias veces de la punta de la fotografía, pero ésta se había enganchado y no conseguía sacarla. Como no tenía a mano una plegadera, cogió la fotografía que había al lado (un retrato de Vronski, hecho en Roma, con sombrero hongo y cabellos largos), y, valiéndose de ella, extrajo la fotografía de su hijo. «¡Sí, aquí está!», se dijo, contemplando el rostro de Vronski, y de pronto recordó que él era el culpable de sus sufrimientos actuales. No se había acordado de él en toda la mañana. Pero ahora, al ver sus rasgos nobles y varoniles, tan familiares y queridos, sintió que una inesperada oleada de amor inundaba su corazón.

«¿Dónde estará? ¿Cómo es posible que me deje sola con mi dolor?», se preguntó con amargura, olvidando que ella misma le había ocultado todo lo relativo a su hijo. Envió recado de que fuera a verla en seguida, y se quedó esperándolo con el corazón encogido, pensando en las palabras con que se lo contaría todo y en las expresiones de amor con que él la confortaría. El criado volvió con la respuesta: el señor tenía un invitado, pero no tardaría en subir; le preguntaba si podía recibirlo con el príncipe Yashvín, que acababa de llegar a San Petersburgo. «No vendrá solo, y eso que no lo veo desde la comida de ayer —pensaba—. No podré decirle nada, porque vendrá con Yashvín.» Y de pronto se le pasó por la cabeza una idea extraña: ¿y si había dejado de quererla?

Al repasar los acontecimientos de los últimos días, le pareció ver en todo una confirmación de esa terrible sospecha: la víspera no había comido con ella, había insistido en que se alojaran por separado en San Petersburgo y ahora iba a verla en compañía de otra persona, como si temiera una entrevista cara a cara.

«Pero debe decírmelo. Necesito saberlo. Y, cuando me entere, ya veré lo que hago», se dijo, incapaz de imaginarse lo que sería de ella si la indiferencia de Vronski se confirmaba. Al pensar que había dejado de quererla, se sintió casi desesperada y fue presa de una agitación extrema. Llamó a la doncella y pasó a su tocador. Prestó mucha mayor atención a su atavío que en esos últimos días, como si Vronski, que había dejado de quererla, pudiera volver a enamorarse de ella porque luciera el traje y el peinado que más le favorecían.

Cuando sonó el timbre todavía no estaba lista.

Al hacer su aparición en el salón no la recibió la mirada de Vronski, sino la de Yashvín. Vronski contemplaba las fotografías de Seriozha que Anna había dejado olvidadas sobre la mesa, y no mostraba ninguna prisa por volverse hacia ella.

–Ya nos conocemos —dijo Anna, poniendo su pequeña mano en la enorme mano de Yashvín, cuya timidez creaba un contraste tan extraño con su talla gigantesca y sus toscos rasgos—. Coincidimos el año pasado en las carreras. Démela —añadió, arrebatándole a Vronski, con un movimiento fulgurante, la fotografía de su hijo y dirigiéndole una mirada significativa con sus ojos brillantes—. ¿Qué tal han ido las carreras este año? Yo he tenido que contentarme con las del Corso, en Roma. Pero ya sé que a usted no le gusta la vida en el extranjero —dijo, con una acariciadora sonrisa—. Le conozco bien y, aunque no hayamos coincidido mucho, estoy al tanto de sus gustos.

–Pues lo lamento mucho porque mis gustos son cada vez peores —replicó Yashvín, mordiéndose la guía izquierda del bigote.

Después de charlar un rato, y advirtiendo que Vronski consultaba el reloj, Yashvín preguntó a Anna si pensaba quedarse mucho tiempo en San Petersburgo e, irguiendo su enorme figura, cogió la gorra.

–Creo que no —respondió Anna, mirando a Vronski con aire confuso.

–Entonces, ¿no nos veremos más? —preguntó Yashvín, levantándose y dirigiéndose a Vronski—. ¿Dónde vas a comer?

–Vengan a comer conmigo —dijo Anna con resolución, como si se enfadara consigo misma por su turbación, pero acto seguido se ruborizó, como le sucedía siempre que revelaba a un desconocido su situación—. La comida no es muy buena, pero al menos podrá usted charlar con Alekséi. Ya sabe que a ningún otro compañero del regimiento le tiene tanto aprecio como a usted.

–Encantado —dijo Yashvín con una sonrisa, por la que Vronski dedujo que Anna le había gustado.

Yashvín se despidió y salió. Vronski se dispuso a seguirle.

–¿Tú también te vas? —le preguntó Anna.

–Se me ha hecho tarde —respondió Vronski—. ¡Vete! Ahora te alcanzo —le gritó a Yashvín.

Anna le cogió la mano y, sin dejar de mirarle, pensó en lo que podría decirle para retenerlo.

–Espera, tengo que decirte algo. —Y apretó la corta mano de él contra su cuello—. ¿Te parece mal que lo haya invitado?

–No, ha sido una idea estupenda —contestó Vronski, con una sonrisa serena que dejó al descubierto sus impecables dientes, y a continuación besó la mano de Anna.

–Alekséi, ¿ya no sientes lo mismo por mí? —le preguntó Anna, estrechando la mano de Vronski entre las suyas—. La vida aquí se me ha vuelto insoportable. ¿Cuándo nos vamos?

–Pronto, muy pronto. No puedes imaginarte lo incómodo que me encuentro en esta ciudad —dijo Vronski, retirando la mano.

–¡Bueno, vete, vete! —replicó Anna con tono ofendido, alejándose rápidamente.

 

XXXII

Cuando Vronski regresó al hotel, no encontró a Anna en sus habitaciones. Según le dijeron, poco después de que él se fuera, había llegado una señora, en cuya compañía había salido. El hecho de que se hubiera marchado sin decirle adonde iba y aún no hubiera regresado, su desaparición esa mañana, sin avisarle, la extraña agitación que se reflejaba en su rostro por la mañana y el tono de hostilidad con que le había arrancado la fotografía de su hijo en presencia de Yashvín le obligaron a reflexionar. Llegó a la conclusión de que era necesario tener una explicación con ella y la esperó en el salón. Pero Anna no volvió sola; traía a una de sus tías, una vieja solterona, la princesa Oblónskaia. Era la señora que había ido a buscarla por la mañana y con la que había ido de compras. Sin reparar en la expresión preocupada e inquisitiva de Vronski, Anna se puso a hablarle en un tono muy animado de las cosas que había comprado. Vronski se dio cuenta de que le pasaba algo. Cuando los brillantes ojos de Anna se detenían en él por un instante, percibía una atención reconcentrada, y en sus palabras y ademanes advertía esa nerviosa premura y esa gracia que tanto le habían subyugado al comienzo de su relación, y que ahora le inquietaban y asustaban.

Pusieron la mesa para cuatro. Se habían reunido ya todos y estaban a punto de pasar al pequeño comedor cuando se presentó Tushkévich con un mensaje de Betsy para Anna. La princesa se disculpaba por no poder ir a despedirla. Según decía, estaba indispuesta. Pero rogaba a Anna que fuera a visitarla entre las seis y media y las nueve. Vronski trató de comunicarle con la mirada que el hecho de que la invitara a una hora determinada significaba que había tomado medidas para que no se encontrara con nadie; pero Anna pareció no reparar en ello.

–Lo siento, pero me es imposible ir a esa hora —dijo Anna con una sonrisa apenas perceptible.

–La princesa lo lamentará mucho.

–Yo también.

–Supongo que irá usted a oír a la Patti —dijo Tushkévich.

–¿A la Patti? Me ha dado usted una idea. Si pudiera conseguir un palco, iría.

–Yo puedo conseguírselo —afirmó Tushkévich.

–Se lo agradecería muchísimo —replicó Anna—. ¿No quiere usted quedarse a comer?

Vronski se encogió ligeramente de hombros. No entendía nada de lo que hacía Anna. ¿Por qué había traído a la anciana princesa? ¿Por qué invitaba a Tushkévich a comer? Y, lo más sorprendente de todo, ¿por qué le había pedido que le consiguiera un palco? ¿Acaso era posible en su situación presentarse en la ópera para oír a la Patti en día de abono? Se encontraría allí a todos sus conocidos. A la mirada severa que le dirigió, Anna respondió con otra provocativa, entre divertida y desesperada, cuyo significado no fue capaz de entender. Durante la comida ella se mostró exageradamente alegre. Era como si estuviera coqueteando con Tushkévich y Yashvín. Cuando se levantaron de la mesa y Tushkévich fue a buscarle la entrada para el palco, Yashvín y Vronski bajaron a las habitaciones de éste a fumar. Al cabo de un rato, Vronski volvió a subir. Anna ya se había preparado para salir. Llevaba un traje de seda de color claro, con adornos de terciopelo y escote muy pronunciado, que había encargado en París. Una mantilla blanca de rico encaje enmarcaba su rostro, realzando su deslumbrante belleza.

–¿De verdad se propone usted ir al teatro? —preguntó Vronski, tratando de no mirarla.

–¿Y por qué me lo pregunta con esa expresión atemorizada? —respondió Anna, ofendida de nuevo de que no la mirara—. No veo por qué no había de ir.

Era como si no hubiera entendido lo que él quería decirle.

–Claro, no hay ninguna razón para que no vaya —replicó Vronski, frunciendo el ceño.

–Eso es lo que digo yo —dijo Anna, fingiendo no reparar en el tono irónico de Vronski, mientras enrollaba con toda tranquilidad uno de sus largos guantes perfumados.

–¡Anna, por el amor de Dios! ¿Qué le pasa? —dijo Vronski, tratando de hacerla entrar en razón, recurriendo a las mismas palabras que solía emplear su marido en tales situaciones.

–No entiendo lo que pretende usted de mí.

–Sabe usted perfectamente que no puede ir.

–¿Por qué? No voy sola. La princesa Varvara me acompañará. Ha ido a vestirse.

Vronski se encogió de hombros, con una expresión en la que se entremezclaban la incredulidad y la desesperación.

–Pero es que no se da cuenta... —empezó a decir.

–¡No quiero saber nada! —le interrumpió Anna, casi gritando—. No quiero. ¿Acaso me arrepiento de lo que he hecho? No, no, y no. Si me encontrara en la misma situación, volvería a hacer lo mismo. Para nosotros, para usted y para mí, sólo cuenta una cosa: que nos amemos. Lo demás no tiene importancia. ¿Por qué vivimos aquí separados, sin vernos? ¿Por qué no puedo ir adonde me plazca? Te quiero, y lo demás me da lo mismo, siempre que no hayas cambiado —añadió en ruso, con un brillo peculiar en los ojos que Vronski no acertaba a comprender—. ¿Por qué no me miras?

Vronski levantó los ojos. Vio toda la belleza de su rostro y de su atavío, que tanto la favorecía. Pero en ese momento esa hermosura y esa elegancia era precisamente lo que le irritaba.

–Ya sabe usted que mis sentimientos no pueden cambiar, pero le ruego, le imploro que no vaya —replicó él en francés, con voz tierna y suplicante, pero con frialdad en la mirada.

Anna no reparó en sus palabras, sólo en sus ojos, y le respondió con enfado:

–Y yo le suplico que me diga por qué no debo ir.

–Porque puede causarle... —empezó, pero no terminó la frase.

–No entiendo nada. Yashvín n'est pas comprometant, 95y la princesa Varvara no es peor que otras. Aquí está.

 

XXXIII

Esta obstinada negativa en comprender la situación en la que se encontraba hizo que Vronski sintiera por Anna, por primera vez desde que se conocían, un enojo rayano casi en la ira. Lo que más le contrariaba era que no podía expresar la causa de su enfado. Si hubiera dicho claramente lo que pensaba, se habría expresado así: «Presentarse en el teatro con ese vestido, en compañía de una princesa cuya vida todo el mundo conoce, no sólo significa reconocer tu posición de mujer perdida, sino lanzar un desafío a la sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre».

No podía decirle eso. «Pero ¿cómo es posible que no lo entienda? ¿Qué es lo que le pasa?», se decía. Se daba cuenta de que, al tiempo que disminuía su respeto por ella, aumentaba la conciencia de su belleza.

Volvió a su habitación con el ceño fruncido, se sentó al lado de Yashvín, que había extendido las largas piernas en una silla y bebía coñac con agua de seltz, y pidió que le trajeran lo mismo.

–Me estabas hablando de Poderoso, el caballo de Landovski. Es un animal excelente. Te aconsejo que lo compres —dijo, echando un vistazo al rostro sombrío de su amigo—. Tiene la grupa un poco baja, pero las patas y la cabeza no pueden ser mejores.

–Creo que lo compraré —repuso Vronski.

La conversación sobre caballos le interesó, pero no dejó de pensar en Anna ni un instante: sin querer, prestaba atención al rumor de pasos en el pasillo y miraba el reloj que había encima de la chimenea.

–Anna Arkádevna me manda decirle que se ha ido al teatro, señor.

Yashvín vertió una copa más de coñac en el agua burbujeante, y, después de apurarla, se puso en pie y se abrochó el uniforme.

–Bueno, ¿nos vamos? —preguntó con una discreta sonrisa, que apenas se perfiló por debajo del bigote, con la que quería darle a entender que comprendía la causa de su enfado, pero que no le concedía la menor importancia.

–Yo no voy —respondió Vronski con aire sombrío.

–Pues yo tengo que ir, porque lo he prometido. Adiós, entonces. También puedes ir al patio de butacas. Ocupa el lugar de Krasinski —añadió Yashvín desde la puerta.

–No, tengo cosas que hacer.

«Si ya tiene uno quebraderos de cabeza con una esposa, con una amante ni te cuento», iba pensando Yashvín, cuando salió del hotel.

Una vez solo, Vronski se levantó y se puso a recorrer la habitación de un extremo al otro.

«¿Qué toca hoy? La cuarta función de abono... Yegor acudirá con su mujer y probablemente también mi madre. En resumidas cuentas, estará todo San Petersburgo. Ya habrá entrado, se habrá quitado el abrigo, habrá hecho su aparición en la sala. Tushkévich, Yashvín, Varvara... —se imaginó—. ¿Y yo? Dirán que tengo miedo o que he encargado a Tushkévich que la proteja. Se mire por donde se mire, es una estupidez... ¿Por qué me pone en esa situación?», se preguntó, haciendo un gesto tan brusco con la mano que golpeó la mesita con el agua de seltz y la garrafita de coñac y estuvo a punto de derribarla. Trató de sujetarla, antes de que se viniera abajo, pero no lo consiguió. Enfadado, le pegó un puntapié y llamó al criado.

–Si quieres seguir a mi servicio —le dijo—, cumple con tu obligación. Que no vuelva a repetirse. Tendrías que haber retirado todo esto.

El ayuda de cámara, que no se consideraba culpable, quiso justificarse, pero, al ver la cara de su señor, comprendió que era mejor callar, y, después de unas disculpas apresuradas, se arrodilló sobe la alfombra y se puso a separar las copas y las botellas intactas de las rotas.

–No te corresponde a ti hacer eso. Dile al criado que venga a recogerlo y prepárame el frac.

Vronski entró en el teatro a las ocho y media. El espectáculo estaba en su apogeo. El viejo acomodador le ayudó a quitarse la pelliza y, al reconocerlo, lo llamo «su excelencia» y le dijo que no era necesario que cogiera número, bastaba con que a la salida llamara a Fiódor. Además del acomodador y de dos criados con sendas pellizas al brazo, que escuchaban al lado de la puerta, en el pasillo inundado de luz no había nadie. Al otro lado de la puerta entornada se oían los acordes de la orquesta, que acompañaba con un discreto staccatouna voz femenina que pronunciaba una frase musical con exquisita precisión. En ese momento la puerta se abrió del todo, dando paso a un acomodador, y la frase musical, ya en su final, hirió el oído de Vronski. No obstante, la puerta se cerró en seguida, y Vronski no pudo oír el final de la frase ni de la cadencia, pero por los atronadores aplausos que le llegaban del otro lado comprendió que había terminado. Cuando entró en la sala, brillantemente iluminada por arañas y lámparas de gas de bronce, el estruendo aún continuaba. En el escenario la cantante, deslumbrante con su ristra de diamantes y sus hombros desnudos, saludaba, sonreía y, con la ayuda del tenor, que la sujetaba de la mano, cogía las flores que le arrojaban con bastante torpeza por encima de las candilejas; luego se acercó a un señor peinado con raya al medio, los cabellos brillantes de pomada, que extendió los largos brazos y le ofreció algo. El público, tanto en el patio de butacas como en los palcos, se agitaba, se inclinaba hacia delante, gritaba y aplaudía. El director de orquesta, desde su podio, hacía cuanto podía para que el regalo llegara a su destinataria, al tiempo que se arreglaba la corbata blanca. Vronski llegó al centro del patio de butacas, se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. Prestaba menos atención que de costumbre al ambiente, tan conocido y habitual, al escenario, al bullicio, a la muchedumbre abigarrada, anodina y familiar que abarrotaba el teatro.

En los palcos estaban las mismas señoras de siempre, con los mismos oficiales detrás; las mismas mujeres con vestidos multicolores (sólo Dios sabía quiénes eran), los mismos uniformes, las mismas levitas, la misma muchedumbre sucia en el gallinero; entre toda esa gente que copaba los palcos y las primeras filas sólo había cuarenta hombres y mujeres de verdad. Vronski fijó inmediatamente su atención en esos oasis y se puso a saludar a unos y a otros.

Como el acto había concluido, antes de entrar en el palco de su hermano, se dirigió a la primera fila de butacas. Serpujovski, que estaba apoyado en las candilejas, la rodilla doblada, dando golpecitos en la pared con el tacón, lo había visto de lejos y lo había llamado con una sonrisa.

Vronski aún no había visto a Anna, entre otras cosas porque no hacía nada por encontrarla. Pero, por la dirección de las miradas, sabía dónde estaba. Se volvía con aire distraído a uno y otro lado, pero sin preocuparse de ella. Buscaba con los ojos a Alekséi Aleksándrovich. Pero, para su fortuna, Karenin no había acudido ese día a la representación.

–¡Qué poco te ha quedado de tu pasado militar! —le dijo Serpujovski—. Pareces un diplomático, un artista o algo por el estilo.

–Sí, nada más volver a Rusia, me he puesto el frac —respondió Vronski, sonriendo y sacando lentamente los gemelos.

–Reconozco que en ese sentido te envidio. Cuando vuelvo del extranjero y me pongo esto —dijo Serpujovski, tocándose las charreteras—, me da pena de mi libertad perdida.

Hacía ya tiempo que Serpujovski había dejado de preocuparse de la carrera militar de Vronski, pero seguía apreciándole lo mismo que antes, y en esa ocasión se mostró especialmente amable con él.

–Qué lástima que te hayas perdido el primer acto.

Vronski, sin prestar demasiada atención a lo que decía, recorría con los gemelos el patio de butacas y los palcos. De pronto vio la cabeza de Anna, orgullosa, sorprendentemente bella y risueña, rodeada de encajes. A su lado había una señora con un turbante y un anciano calvo que pestañeaba enfadado. Anna estaba en la quinta platea, a unos veinte pasos de él. Sentada en la parte delantera y vuelta ligeramente, le decía algo a Yashvín. La postura de la cabeza, los hombros anchos y hermosos, la vivacidad contenida de sus brillantes ojos y todo su rostro le recordaron cómo era cuando la vio en el baile de Moscú. Pero los sentimientos que le inspiraba ahora su belleza eran completamente distintos. Se había desvanecido ese aire de misterio que la rodeaba, y su belleza, aunque le atraía aún más que antes, también le ofendía. Aunque Anna no miraba hacia donde él estaba, él sabía que ya lo había visto.

Cuando volvió a dirigir los gemelos hacia allí, advirtió que la princesa Varvara, muy colorada, se reía de un modo muy poco natural, sin dejar de mirar el palco de al lado. Anna, golpeando con el abanico cerrado el terciopelo rojo de la barandilla, miraba a lo lejos, tratando de no ver lo que ocurría en el otro palco. Yashvín tenía esa expresión que solía adoptar cuando perdía en el juego. Con el ceño fruncido, se metía cada vez más la guía izquierda del bigote en la boca, al tiempo que miraba de reojo el palco vecino, ocupado por los Kartásov. Los conocía y sabía que Anna los conocía también. Kartásova, una mujer pequeña y delgada, estaba de pie, de espaldas a Anna, y se ponía la capa que le tendía su marido. Pálida, con cara de enfado, decía algo muy agitada. Kartásov, un hombre grueso y calvo, hacía cuanto podía por calmar a su mujer, y se volvía cada dos por tres hacia Anna. La esposa de Kartásov abandonó el palco, pero él se demoró un buen rato, buscando la mirada de Anna, pues por lo visto deseaba saludarla. Pero ella hacía como si no se diera cuenta y, vuelta en la silla, hablaba con Yashvín, que inclinaba su cabeza rapada. Kartásov salió sin saludar y el palco quedó vacío.

Aunque Vronski no había presenciado lo que había sucedido entre Anna y los Kartásov, se dio cuenta de que había sido algo humillante para ella. Así lo indicaba no sólo lo que había visto, sino sobre todo la expresión de Anna, que había hecho acopio de sus últimas fuerzas, como bien sabía él, para desempeñar su papel hasta el final. Había conseguido aparentar serenidad. Quienes no la conocieran ni tuvieran relación con su círculo de amistades, quienes no hubieran oído las expresiones de las mujeres, apenadas, sorprendidas e indignadas de que Anna hubiera tenido la osadía de presentarse en sociedad con esa llamativa mantilla de encaje y en todo el esplendor de su belleza, habrían admirado la calma y la hermosura de esa mujer, sin sospechar que la embargaba la misma vergüenza que a un malhechor expuesto en la picota.

Consciente de que se había producido un incidente, pero sin saber exactamente lo que había pasado, Vronski era presa de una cruel agitación. Impaciente por enterarse de los detalles, se dirigió al palco de su hermano, eligiendo a propósito la salida más alejada del palco de Anna. En su camino, se topó con el coronel de su antiguo regimiento, que estaba hablando con dos conocidos. Vronski oyó pronunciar el nombre de Karénina y advirtió el apresuramiento con que el coronel lo llamaba en voz alta, al tiempo que cambiaba con sus interlocutores una mirada significativa.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю