355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Anna Karénina » Текст книги (страница 46)
Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 46 (всего у книги 68 страниц)

–¡Ah, Vronski! ¿Cuándo vas a pasarte por el regimiento? No podemos dejarte marchar sin celebrar un banquete. Eres uno de los nuestros —dijo.

–Lo siento mucho, pero esta vez no tengo tiempo. Habrá que dejarlo para otra ocasión —replicó Vronski, subiendo a toda prisa las escaleras que conducían al palco de su hermano, donde se encontraba la vieja condesa, su madre, con sus ricitos color acero. En el pasillo se topó con Varia y con la princesa Sorókina.

Después de dejar a la princesa Sorókina con su suegra, Varia le tendió la mano a su cuñado y, sin perder un instante, se puso a contarle lo que a éste le interesaba. Rara vez la había visto Vronski tan agitada.

–Me parece que ha sido vil y repugnante. La señora Kartásova no tenía ningún derecho a portarse así. La señora Karénina... —empezó diciendo.

–Pero ¿qué ha pasado? No sé nada.

–¿Cómo? ¿No lo has oído?

–Como ves, siempre soy el último en enterarme.

–¿Puede haber alguien más malvado que esa señora Kartásova?

–Pero ¿qué es lo que ha hecho?

–Me lo ha contado mi marido... Ha ofendido a la señora Karénina. Kartásov se puso a hablar con ella desde su palco, y su mujer le montó una escena. Dicen que pronunció en voz alta un comentario ofensivo y a continuación salió.

–Conde, su madre le llama —dijo la princesa Sorókina, asomándose a la puerta del palco.

–Te estaba esperando —le dijo su madre, con una sonrisa burlona—. ¡No se te ve el pelo!

Vronski vio que su madre no podía reprimir una sonrisa de alegría.

–Buenas noches, mamá. He venido a verla —dijo con frialdad.

–¿Por qué no vas a faire la cour à madame Karénine? 96—añadió, cuando la princesa Sorókina se alejó—. Elle fait sensation. On oublie la Patti pour elle. 97

–Mamá, le he pedido que no me hable de eso —repuso Vronski, frunciendo el ceño.

–No hago más que repetir lo que dice todo el mundo.

Vronski no contestó. Se limitó a cambiar unas palabras con la princesa Sorókina y a continuación salió. En la puerta se encontró con su hermano.

–¡Ah, Alekséi! —exclamó éste—, ¡Qué vileza! Es una estúpida, nada más... Me disponía a ir a ver a la señora Karénina. Vamos juntos.

Vronski no le escuchaba. Bajó la escalera con pasos rápidos. Era consciente de que tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Aunque estaba furioso con Anna por haberlos puesto a los dos en una posición falsa, le daba pena que sufriera. Una vez en el patio de butacas, se dirigió al palco de Anna. Strémov, de pie al lado del palco, estaba hablando con ella.

–Ya no quedan buenos tenores. Le moule en est brisé. 98

Vronski saludó a Anna y se detuvo para saludar a Strémov.

–Por lo visto ha llegado usted tarde y se ha perdido la mejor aria —le dijo Anna, mirándole con ironía, o al menos así se lo pareció a él.

–No entiendo mucho de estas cosas —repuso él, mirándola con dureza.

–Tampoco el príncipe Yashvín —dijo Anna, sonriendo—. Dice que la Patti canta demasiado alto. Gracias —añadió, cogiendo con su pequeña mano, enfundada en un guante largo, el programa que Vronski había recogido del suelo, y de pronto su hermoso rostro se estremeció. Se levantó y se retiró al fondo del palco.

En el transcurso del segundo acto, dándose cuenta de que el palco de Anna se había quedado vacío, Vronski abandonó el patio de butacas, entre los siseos del público, que escuchaba en silencio la cavatina, y se marchó al hotel.

Anna ya había llegado. Cuando él entró en su habitación, la encontró sola, con el mismo vestido que había lucido en el teatro. Estaba sentada en el primer sillón, al lado de la pared, y miraba al frente. Se volvió hacia él y acto seguido retomó la postura anterior.

–Anna —dijo Vronski.

–¡La culpa de todo la tienes tú! —gritó Anna con lágrimas de desesperación y de rabia, poniéndose en pie.

–Te pedí, te supliqué que no fueras. Sabía que podía ocurrir algo desagradable...

–¡Desagradable! —gritó Anna—. ¡Ha sido horrible! Por mucho que viva, no lo olvidaré jamás. Esa mujer dijo que era una deshonra estar sentada a mi lado.

–¿Y qué puede esperarse de una estúpida? —dijo Vronski—. Pero ¿por qué arriesgarse y desafiar...?

–Me repugna tu sangre fría. No tendrías que haberme expuesto a una situación así. Si me quisieras...

–¡Anna! ¿Qué tiene que ver mi amor con esto...?

–Si me quisieras como yo te quiero a ti, si sufrieras como yo... —dijo ella, mirándole con una expresión de temor.

Aunque no se le había pasado el enfado, a Vronski le dio pena de ella. Le aseguró que la amaba, porque comprendía que era lo único que podía calmarla en esos momentos. No le dirigió ningún reproche, pero en el fondo de su alma le echaba la culpa de lo que había pasado.

Anna escuchaba con avidez esas protestas de amor, tan banales que a Vronski le daba vergüenza pronunciarlas, y poco a poco se fue calmando.

Al día siguiente partieron para el campo completamente reconciliados.

 

SEXTA PARTE

 

I

Daria Aleksándrovna estaba pasando el verano con los niños en Pokróvskoie, en casa de su hermana Kitty. La casa de campo de Yergushovo se había derrumbado, y los Levin la habían convencido para que pasara el verano con ellos. Stepán Arkádevich aceptó entusiasmado la proposición. Dijo que, aunque lo lamentaba mucho, su trabajo le impedía pasar el verano en el campo con su familia, lo que habría constituido su mayor felicidad, y se quedó en Moscú, aunque de vez en cuando iba a casa de los Levin por un par de días. Además de los Oblonski, los niños y la institutriz, también estaba allí la vieja princesa, que consideraba su deber cuidar de su inexperta hija, dado el estadoen el que se encontraba. También les acompañaba Várenka, la amiga de Kitty en Soden, que había cumplido su promesa de visitarla cuando se casara y estaba pasando una temporada con ella. Todas esas personas eran familiares y amigos de la mujer de Levin. Y, aunque éste les tenía cariño a todos, le daba un poco de pena que el orden de vida de los Levin hubiera desaparecido por completo con el desembarco del «elemento Scherbatski», como lo llamaba en su fuero interno. Ese verano sólo tenía a su lado a uno de los suyos, Serguéi Ivánovich, pero incluso éste era más un representante de los Kóznishev que de los Levin, de manera que del espíritu de los Levin no quedaba nada.

En la casa de Levin, desierta desde hacía mucho tiempo, había ahora tanta gente que casi no quedaba una habitación libre. Casi todos los días la vieja princesa, al sentarse a la mesa, contaba a los comensales, y ponía a comer aparte al nieto que hacía el número trece. Kitty, que se había convertido en una diligente ama de casa, se las veía y se las deseaba para abastecerse de pollos, pavos y patos con los que satisfacer el apetito de lobo de los veraneantes, grandes y pequeños.

Toda la familia estaba ya a la mesa. Los hijos de Dolly, la institutriz y Várenka hacían planes para ir a buscar setas. Serguéi Ivánovich, que gozaba entre los invitados de un respeto rayano en la admiración por su inteligencia y conocimientos, sorprendió a todos mezclándose en esa conversación.

–Llévenme con ustedes. Me gusta mucho recoger setas —dijo, mirando a Varvara—. 99En mi opinión, es una ocupación muy agradable.

–Pues claro. Con mucho gusto —respondió ésta, ruborizándose.

Kitty y Dolly cambiaron una mirada significativa. La proposición de ese hombre inteligente y erudito de ir a buscar setas con Várenka confirmaba ciertas sospechas que albergaba Kitty en los últimos tiempos. Temiendo que reparasen en su mirada, se apresuró a dirigirle la palabra a su madre. Después de la comida Serguéi Ivánovich se sentó con su taza de café al pie de la ventana del salón y prosiguió una conversación iniciada con su hermano, sin dejar de mirar a la puerta, por la que debían salir los niños. Levin se había sentado en el alféizar, al lado de su hermano.

Kitty estaba de pie, a pocos pasos de su marido, esperando con impaciencia el final de esa aburrida conversación para decirle algo.

–Desde que te has casado has cambiado mucho, y además para mejor —dijo Serguéi Ivánovich, que no parecía demasiado interesado en la charla, y a continuación dedicó una sonrisa a Kitty—. Pero sigues fiel a tu costumbre de defender las teorías más paradójicas.

–Katia, no te conviene estar de pie —le dijo su marido, acercándole una silla y mirándola con aire significativo.

–Bueno, tengo que dejaros —añadió su hermano, al ver que los niños corrían a su encuentro, precedidos de Tania, que galopaba de lado, con las medias muy estiradas, agitando una cesta y el sombrero de Serguéi Ivánovich.

Tania se acercó con atrevimiento y, con los ojos hermosos y brillantes, tan parecidos a los de su padre, le tendió el sombrero e hizo como si fuera a ponérselo, aunque atenuó el descaro de su gesto con una sonrisa dulce y tímida.

–Várenka le está esperando —dijo, poniéndole el sombrero con mucho cuidado, una vez que la sonrisa de Serguéi Ivánovich le dio a entender que se lo permitía.

Várenka estaba en la puerta, con un vestido de percal amarillo y un pañuelo blanco en la cabeza.

–Ya voy, ya voy, Varvara Andréievna —dijo Serguéi Ivánovich, apurando su taza de café y metiéndose en el bolsillo el pañuelo y la pitillera.

–Qué encantadora es mi Várenka! ¿No es verdad? —le dijo Kitty a su marido en cuanto Serguéi Ivánovich se levantó. Lo dijo de tal forma que éste pudiera oírlo, que era lo que pretendía—. ¡Qué guapa es! ¡Y qué noble es su belleza! ¡Várenka! —gritó Kitty—, ¿iréis al bosque del molino? Nos vemos allí.

–Te olvidas de tu estado, Kitty —objetó la vieja princesa, entrando apresuradamente—. No puedes gritar de ese modo.

Várenka, que había oído la llamada de Kitty y la reprimenda de su madre, se acercó con pasos rápidos y ligeros. La rapidez de sus movimientos, el arrebol que cubría su animado rostro, todo denotaba que le sucedía algo extraordinario. Kitty sabía de qué se trataba y la observaba con atención. Sólo la había llamado para bendecirla mentalmente antes del importante acontecimiento que, en su opinión, se produciría ese día en el bosque.

–Várenka, soy muy feliz, pero lo seré aún más si sucede una cosa —le susurró, dándole un beso.

Várenka se turbó y, haciendo como si no hubiera oído lo que Kitty le había dicho, le preguntó a Levin:

–¿Vendrá usted con nosotros?

–Sí, pero sólo hasta la era.

–¿Y qué vas a hacer allí?

–Tengo que examinar las nuevas carretas y hacer unas cuentas —respondió Levin—. ¿Dónde vas a estar tú?

–En la terraza.

 

II

Todas las mujeres se reunieron en la terraza. En general, les gustaba sentarse allí después de la comida, pero además ese día tenían cosas que hacer. No sólo confeccionarían fajas y camisitas, de lo que se ocupaban todas, sino que también iban a hacer mermelada siguiendo un método diferente al que empleaba Agafia Mijáilovna, sin añadir agua. Kitty quería introducirlo, pues era el que se empleaba en su casa. Agafia Mijáilovna, encargada hasta entonces de esa tarea, estaba convencida de que nada de lo que se hiciese en casa de los Levin podía estar mal, y había añadido agua a las fresas y a los fresones, asegurando que no se podía hacer de otro modo. Pero la habían cogido con las manos en la masa, y ahora se disponían a preparar confitura de frambuesa a la vista de todos, para demostrarle que no se necesitaba añadir agua para que quedara bien.

Agafia Mijáilovna, el rostro encarnado, la expresión hosca, el cabello en desorden, los delgados brazos descubiertos hasta el codo, daba vueltas al perol sobre el hornillo y miraba con aire sombrío las frambuesas, deseando con toda su alma que se espesaran antes de que acabaran de cocer. La princesa, sabiendo que la cólera de Agafia Mijáilovna se dirigía contra ella, pues era la principal responsable de la introducción de ese nuevo método, hacía como si se ocupara de otras cosas y no se interesara por la mermelada, hablaba de cuestiones distintas, pero no dejaba de mirar el perol con el rabillo del ojo.

–Siempre compro los vestidos de mis criadas en los saldos —dijo la princesa, continuando una conversación ya iniciada—. ¿No cree que debería quitar ya la espuma, querida? —añadió, dirigiéndose a Agafia Mijáilovna—. No tienes por qué ocuparte tú. Hace demasiado calor cerca del fuego —prosiguió, deteniendo a Kitty.

–Lo haré yo —dijo Dolly y, levantándose, removió con mucho cuidado el espumeante almíbar con ayuda de una cuchara. De vez en cuando, para desprender lo que se había pegado, daba golpecitos en un plato, cubierto de una espuma de un amarillo rosado, de la que se escapaba un hilillo de jugo rojo como la sangre. «¡Cómo van a disfrutar los niños a la hora del té!», se decía, recordando que cuando era pequeña se sorprendía de que los mayores no comieran la espuma, que era la parte más exquisita de la mermelada—. Stiva dice que es mucho mejor darles dinero —añadió, reanudando esa interesante conversación sobre lo que convenía regalar a los criados—. Pero...

–¡No se les puede dar dinero! —exclamaron al unísono la princesa y Kitty—. Aprecian los regalos.

–Yo, por ejemplo, el año pasado le compré a nuestra Matriona Semiónovna un tejido que, aunque no era popelín, se le parecía bastante —dijo la princesa.

–Recuerdo que llevaba puesto ese vestido el día del santo de usted.

–Tenía un dibujo precioso, sencillo y de buen gusto. Yo misma me habría hecho uno igual, de no haberlo llevado ella. Algo parecido al de Várenka. Bonito y barato.

–Bueno, creo que ya está lista —dijo Dolly, dejando que el almíbar se escurriera de la cuchara.

–Cuando se formen grumos, estará en su punto. Cuézalo un poco más, Agafia Mijáilovna.

–¡Estas moscas! —dijo el ama de llaves con irritación—. Quedará igual —añadió.

–¡Ah, qué bonito! ¡No lo asustéis! —exclamó Kitty de repente, contemplando un gorrión que se había posado en la barandilla y se había puesto a picotear el rabo de una frambuesa, después de darle la vuelta.

A propos de 100Várenka —dijo Kitty en francés, como hacían todas ellas cuando no querían que Agafia Mijáilovna se enterara de lo que estaban hablando—. Por alguna razón, maman, espero que hoy se resuelva todo. Ya sabe a lo que me refiero. Sería maravilloso.

–¡Vaya una casamentera! —dijo Dolly—. Con qué habilidad y tacto los está uniendo...

–Dígame, maman, ¿usted qué piensa?

–Qué quieres que te diga. Él —se refería a Serguéi Ivánovich– ha podido aspirar siempre al mejor partido de Rusia. Claro que ya no es muy joven, pero de todos modos estoy segura de que muchas mujeres se casarían con él... Várenka es muy buena, pero él podría...

–No, mamá, es imposible encontrar mejor solución para los dos. En primer lugar, ella es un encanto —dijo Kitty, doblando un dedo.

–Ella le gusta mucho, eso es cierto —afirmó Dolly.

–En segundo, él goza de una posición en la sociedad que le permite casarse sin tener en cuenta la fortuna y la condición de su mujer. Lo único que necesita es una buena esposa, que sea dulce y tranquila.

–En ese sentido, con Várenka no tiene nada que temer —confirmó Dolly.

–En tercer lugar, su esposa debe quererlo. Y en el caso de Várenka eso es así... Ah, sería maravilloso. Espero que cuando vuelvan del bosque se haya decidido todo. No tendré más que mirarles a los ojos para saber lo que ha pasado. ¡Cuánto me alegraría! ¿Tú qué piensas, Dolly?

–No te excites. No debes excitarte —dijo la madre.

–Pero si no me excito, mamá. Tengo la impresión de que se va a declarar hoy.

–Qué sentimiento más extraño se experimenta cuando un hombre se declara... Es como si hubiera un obstáculo y de pronto desapareciera —dijo Dolly, con aire pensativo y una sonrisa, recordando los tiempos de su noviazgo.

–Mamá, ¿cómo se te declaró papá? —preguntó Kitty de repente.

–Pues de la manera más sencilla del mundo, no pasó nada especial —respondió la princesa, pero su rostro resplandeció al recordarlo.

–Pero ¿cómo fue? ¿Le quería usted antes de que le permitieran hablar con él?

A Kitty le encantaba poder hablar con su madre de igual a igual sobre las cuestiones más importantes de la vida de una mujer.

–Pues claro que sí. Iba a vernos al campo.

–¿Y cómo se decidió todo, mamá?

–¿Acaso pensáis que habéis inventado algo nuevo? Estas cosas no cambian. Todo lo deciden las sonrisas, las miradas...

–¡Qué bien lo ha dicho usted mamá! Así es: las sonrisas y las miradas —exclamó Dolly.

–Pero ¿qué palabras dijo?

–¿Y cuáles te dijo a ti Kostia?

–Me las escribió con tiza. Fue algo increíble... ¡Ah, qué lejano me parece ya! —dijo.

Y las tres mujeres se pusieron a pensar en lo mismo. Kitty fue la primera en romper el silencio. Le había venido a la memoria el invierno anterior a su boda y su encaprichamiento por Vronski.

–Sólo hay una cosa... La antigua pasión de Várenka —dijo. Una asociación de ideas bastante natural le había recordado ese episodio—. Me habría gustado decírselo a Serguéi Ivánovich, prepararlo de algún modo. Todos los hombres tienen unos celos terribles de nuestro pasado —añadió.

–No todos —objetó Dolly—. Juzgas así por tu marido. Sigue atormentándole el recuerdo de Vronski, ¿no es verdad?

–Sí —respondió Kitty, con ojos pensativos y risueños.

–¿Y qué hay en tu pasado que pueda inquietarlo? —intervino la princesa, temiendo que se pusiera en duda el modo en que, en su papel de madre, había velado por la reputación de su hija—. ¿Que Vronski te hiciera la corte? Eso les pasa a todas las muchachas.

–Bueno, más vale que lo dejemos —replicó Kitty, ruborizándose.

–Perdóname —insistió la madre—, pero fuiste tú quien se opuso a que hablara con Vronski. ¿No te acuerdas?

–¡Ah, mamá! —exclamó Kitty, con aire apenado.

–En estos tiempos no hay quien os sujete... Vuestras relaciones no habrían ido más allá de lo debido. Yo misma le habría llamado al orden. Pero no debes alterarte, bien mío. Te ruego que te calmes.

–Estoy completamente tranquila, maman.

–¡Qué suerte tuvo Kitty de que en ese momento apareciera Anna! —dijo Dolly—. ¡Y qué desgracia para ella! Ahora han cambiado las tornas —añadió, sorprendida de su propia idea—, Anna era entonces feliz y Kitty se consideraba desdichada. ¡Cómo han cambiado las tornas! Pienso en ella a menudo.

–¡Pues no lo entiendo! Es una mujer vil, repugnante y sin corazón —dijo la madre, que habría preferido que su hija se hubiera casado con Vronski.

–Dejadlo de una vez —dijo Kitty con enfado—. No he vuelto a ocuparme de esa cuestión y no pienso hacerlo ahora... No pienso hacerlo ahora —repitió, prestando oídos a los conocidos pasos de su marido, que subía por la escalera.

–¿Qué es lo que no piensas hacer ahora? —preguntó Levin, al entrar en la terraza.

Pero nadie le respondió, y él no insistió en la pregunta.

–Lamento esta intromisión en vuestro reino femenino —dijo, envolviéndolas a todas en una mirada involuntaria y comprendiendo que habían estado hablando de algo que jamás habrían sacado a colación en su presencia.

Por un momento compartió los sentimientos de Agafia Mijáilovna, le desagradó que cocieran las frambuesas sin agua y, en general, la influencia ajena de los Scherbatski. No obstante, sonrió y se acercó a Kitty.

–Bueno, ¿qué tal estás? —preguntó, mirándola con esa expresión que adoptaban ahora todos cuando se dirigían a ella.

–Muy bien —respondió Kitty con una sonrisa—. ¿Y tú?

–Los nuevos carros pueden llevar el triple de carga que los viejos. ¿Quieres que vayamos a buscar a los niños? He ordenado que enganchen los caballos.

–¿Pretendes llevar a Kitty en la tartana? —preguntó la madre en tono de reproche.

–Iremos al paso, princesa.

Levin nunca llamaba mamana la princesa, como suelen hacer los yernos, y eso molestaba a la anciana. Levin le tenía mucho cariño y la respetaba, pero no podía darle ese nombre sin profanar el recuerdo de su difunta madre.

–Venga con nosotros, maman—dijo Kitty.

–No quiero ver vuestras imprudencias.

–Bueno, entonces iré a pie. Me vendrá bien dar un paseo —dijo Kitty, levantándose, acercándose a su marido y cogiéndole del brazo.

–Puede que te vaya bien, pero no te excedas —dijo la princesa.

–¿Y qué, Agafia Mijáilovna? ¿Está lista la mermelada? —preguntó Levin a su ama de llaves con una sonrisa, tratando de animarla—. ¿Queda bien con la nueva receta?

–Supongo que sí. Pero a mi modo de ver está demasiado cocida.

–Es mejor así, Agafia Mijáilovna, porque no se echará a perder. El hielo ha empezado a derretirse y no tenemos dónde conservarla —dijo Kitty, dirigiéndose a la anciana en el mismo tono de su marido, pues había entendido lo que éste pretendía—. En cuanto a las salazones que hace usted, mamá dice que no las ha comido iguales —añadió, sonriendo y arreglándole el pañuelo.

Agafia Mijáilovna miró a Kitty con enfado.

–No me consuele, señorita. Me basta verla a usted con él para que esté alegre —dijo.

Esa forma familiar de dirigirse a su marido, en lugar de llamarlo «señor», emocionó a Kitty.

–Venga con nosotros a buscar setas. Nos enseñará los mejores lugares.

Agafia Mijáilovna sonrió y movió la cabeza, como diciendo: «¡Cuánto me gustaría enfadarme con usted, pero no puedo!».

–Haga el favor de seguir mi consejo —dijo la vieja princesa—. Cubra cada tarro con un papel empapado en ron y no necesitará hielo para impedir que se cubran de moho.

 

III

Kitty se alegró mucho de quedarse a solas con su marido porque había advertido en su rostro, que lo reflejaba todo con tanta viveza, una sombra de tristeza cuando entró en la terraza y preguntó de qué estaban hablando, sin obtener respuesta.

Cuando, adelantando a los demás, salieron al camino liso y polvoriento, cubierto de espigas y granos de centeno, y perdieron de vista la casa, se apoyó con más fuerza en el brazo de su marido y se apretó a él. Levin ya se había olvidado de esa impresión desagradable, que apenas había durado un instante. Ahora que estaba a solas con ella, el recuerdo de su embarazo no le abandonaba ni un momento. Desde hacía algún tiempo en compañía de su querida esposa le embargaba un sentimiento nuevo, alegre y placentero, totalmente ajeno a la sensualidad. No tenían nada que decirse, pero le apetecía oír su voz, que había cambiado durante el embarazo, lo mismo que su mirada. Tanto en una como en otra se percibía la dulzura y la gravedad de las personas que se entregan en cuerpo y alma a una tarea que les fascina.

–¿Estás segura de que no te cansarás? Apóyate más en mi brazo —dijo Levin.

–No, me alegro mucho de poder estar a solas contigo unos instantes. Aunque me gusta tener aquí a los míos, te confieso que echo de menos las tardes de invierno sin ninguna compañía.

–Aquello estaba bien, pero esto es aún mejor. Las dos cosas son buenas —dijo Levin, apretándole la mano.

–¿Sabes de qué estábamos hablando cuando llegaste?

–¿De la mermelada?

–Sí, de eso y de cómo se declaran los hombres.

–¡Ah! —exclamó Levin, prestando más atención a su voz que a sus palabras, sin apartar los ojos del camino, que ahora se adentraba en el bosque, para evitar los lugares en los que Kitty podía dar un mal paso.

–Y también de Serguéi Ivánovich y Várenka. ¿Has notado algo? Yo lo deseo con toda mi alma —prosiguió—. ¿Qué crees tú? —le preguntó, mirándole a la cara.

–No sé qué decir —respondió Levin con una sonrisa—. En ese sentido, Serguéi me parece muy raro. Ya te he contado...

–Sí, que se enamoró de una muchacha que murió...

–Sucedió cuando yo era un niño. Así que sólo conozco la historia de oídas. Recuerdo cómo era en esa época. ¡No habrá habido hombre más simpático! Desde entonces he observado cómo se comporta con las mujeres: se muestra amable con ellas, algunas incluso le gustan, pero te das cuenta de que para él son sólo personas, no mujeres.

–Pero en el caso de Várenka... Parece que hay algo...

–Puede que sí... Pero hay que conocer a Serguéi Ivánovich... Es un hombre sorprendente, extraordinario. Sólo vive para el espíritu. Su alma es demasiado pura y elevada.

–¿Qué quieres decir? ¿Acaso el matrimonio le rebajaría?

–No, pero está tan acostumbrado a vivir sólo para el espíritu que no puede congraciarse con la vida real. Y Várenka, a fin de cuentas, forma parte de ella.

Levin se había acostumbrado a expresar con audacia sus pensamientos, sin tomarse la molestia de envolverlos en formulaciones precisas. Sabía que en momentos de tanta intimidad como ése bastaba una mera alusión para que su mujer entendiera lo que quería decirle.

–Ya, pero Várenka no es como yo. Entiendo que Serguéi Ivánovich no podría enamorarse nunca de mí. Pero Várenka es todo espíritu...

–Nada de eso. Mi hermano te quiere mucho, y a mí me gusta mucho que los míos te quieran...

–Sí, es muy bueno conmigo, pero...

–Pero no es lo mismo que con el difunto Nikolái... En ese caso el cariño que os profesabais uno a otro era especial —concluyó Levin—. ¿Por qué no decirlo? —añadió—. A veces me reprocho no pensar en él. Acabaré olvidándole. ¡Ah, qué hombre tan terrible y tan encantador!... Pero ¿de qué estábamos hablando? —preguntó Levin, después de una pausa.

–Crees que es incapaz de enamorarse —dijo Kitty, traduciendo las ideas de Levin a su propio lenguaje.

–No es que no pueda enamorarse —replicó Levin con una sonrisa—, sino que carece de la debilidad necesaria... Siempre le he envidiado. Incluso ahora que soy tan feliz le envidio.

–¿Le envidias por no ser capaz de enamorarse?

–Le envidio porque es mejor que yo —dijo Levin, sin dejar de sonreír—. No vive para sí mismo. Toda su existencia está consagrada al deber. Por eso puede sentirse tranquilo y satisfecho.

–¿Y tú? —preguntó Kitty, con una sonrisa burlona y llena de amor.

Le habría sido imposible explicar qué concatenación de ideas le había llevado a sonreír. Pero la conclusión final era que su marido, al expresar su admiración por su hermano y proclamarse inferior a él, no era sincero. Kitty sabía que esa falta de sinceridad de su marido se debía al cariño que profesaba a su hermano, a la mala conciencia que sentía por ser demasiado feliz y, sobre todo, a ese deseo constante de ser mejor. Le gustaba ese rasgo: por eso había sonreído.

–¿Y tú? ¿De qué no estás satisfecho? —preguntó con la misma sonrisa.

Feliz de ver que Kitty no creía en su insatisfacción, la incitaba inconscientemente a que le expusiera las razones por las que no creía en sus palabras.

–Soy feliz, pero estoy descontento de mí mismo... —dijo.

–¿Cómo puedes sentirte insatisfecho si eres feliz?

–¿Qué podría decirte para que lo entendieras? Lo único que desea mi alma es que no tropieces. ¡Ah, no saltes así! —exclamó, interrumpiendo su discurso para reprocharle que hubiera hecho un movimiento demasiado brusco para salvar una rama seca atravesada en el camino—. Pero, cuando me comparo con los demás, sobre todo con mi hermano, me doy cuenta de que no valgo gran cosa.

–Pero ¿por qué? —prosiguió Kitty, siempre con la misma sonrisa—. ¿Acaso no te preocupas también tú de tus semejantes? Ahí está la granja, y la hacienda, y tu libro...

–No, ahora soy más consciente que nunca de que no hago bien las cosas. Y tú tienes la culpa —dijo, apretándole la mano—. No me concentro lo suficiente. Si sintiera por esas tareas el mismo amor que siento por ti... En los últimos tiempos se han convertido en una obligación penosa.

–Entonces, ¿qué opinión tienes de papá? —preguntó Kitty—. ¿Tampoco él vale nada porque no se ocupa del bien común?

–Su caso es distinto. Tu padre es sencillo, bondadoso y noble. Pero yo carezco de esas cualidades. Cuando no hago nada, me atormento. Y la responsable de todo eres tú. Cuando no te tenía y no existía esto —dijo, dirigiendo sobre el vientre de Kitty una mirada cuyo sentido ésta comprendió—, me dedicaba en cuerpo y alma a mis actividades. Pero ahora no puedo y me siento mal. Se han convertido en una obligación penosa, finjo...

–Ya, pero ¿querrías cambiarte con Serguéi Ivánovich? —preguntó Kitty—. ¿Te gustaría ocuparte del bien común, no vivir nada más que para tu deber?

–Pues claro que no —respondió Levin—. En cualquier caso, soy tan feliz que no comprendo nada. Entonces, ¿crees que va a declararse hoy? —añadió, después de una pausa.

–No estoy segura. Pero me gustaría mucho. Espera un momento —se agachó para coger una margarita silvestre que crecía en el borde del camino—. Toma, cuenta: se declarará, no se declarará —dijo, tendiéndole la margarita.

–Se declarará, no se declarará —decía Levin, arrancando los finos y estriados pétalos blancos.

–¡No, no! —le interrumpió Kitty, que seguía con emoción el movimiento de sus dedos, cogiéndole del brazo—. Has arrancado dos de una vez.

–Bueno, entonces no contamos ese tan pequeño —dijo Levin, desprendiendo un pétalo minúsculo y desmedrado—. Mira, nos ha alcanzado la tartana.

–¿Estás cansada, Kitty? —gritó la princesa.

–Ni lo más mínimo.

–Sube aquí, si quieres. Los caballos son mansos y van al paso.

Pero no merecía la pena. Estaban ya muy cerca, y todos continuaron el camino a pie.

 

IV

Con su pañuelo blanco sobre los cabellos morenos, rodeada de esa nube de niños, de los que se ocupaba con alegría y buen ánimo, Várenka, sin duda emocionada ante la posibilidad de que se declarara ese hombre que le gustaba, estaba más atractiva que nunca. Serguéi Ivánovich iba a su lado, y no se cansaba de admirarla. Cuando la miraba, se acordaba de todas las cosas buenas que le habían contado de ella, y cada día estaba más seguro de que experimentaba por ella ese sentimiento especial que sólo había conocido una vez, mucho tiempo antes, en la primera juventud. La sensación de alegría que le causaba su proximidad no dejaba de crecer, y alcanzó su punto culminante cuando, al poner en la cesta de Várenka un boleto enorme que había encontrado, con el tallo fino y los bordes del sombrero vueltos hacia fuera, la miró a los ojos y advirtió que su rostro se había cubierto de rubor, producto del temor, el júbilo y la emoción que la embargaban. Entonces también él se turbó y, sin pronunciar palabra, le dedicó una de esas sonrisas tan reveladoras.

«Si las cosas han llegado a este extremo —se dijo—, debo pensarlo bien antes de tomar una decisión. No conviene que me deje llevar por un arrebato repentino, como si fuera un niño.»

–Si me lo permite, voy a buscar setas por mi cuenta, pues de otro modo mis hallazgos pasarán desapercibidos —dijo y, apartándose de los demás, que deambulaban por el lindero, cubierto de una hierba corta y sedosa en la que despuntaban, aquí y allá, algunos vetustos abedules, se adentró en el bosque, donde los troncos blancos de esos árboles se entreveraban con los álamos grises y las oscuras matas de avellano. Después de alejarse unos cuarenta pasos y ocultarse detrás de un bonetero en plena floración, con sus zarcillos entre rosados y encarnados, Serguéi Ivánovich se detuvo, seguro de que nadie le veía. A su alrededor reinaba un silencio total. Sólo en la copa de los abedules, a cuya sombra se encontraba, zumbaban las moscas como un enjambre de abejas; de vez en cuando le llegaban las voces de los niños. De pronto, no lejos del lindero del bosque, resonó la voz de contralto de Várenka, que llamaba a Grisha, y él no pudo evitar que una alegre sonrisa iluminara su rostro, aunque acto seguido movió la cabeza en señal de reprobación. Sacó un cigarro del bolsillo y trató de encenderlo, pero pasó un buen rato antes de que consiguiera prender la cerilla en el tronco de un abedul. La fina cascarilla de la blanca corteza se pegaba al fósforo y la llama se apagaba. Por fin consiguió encender una; en un momento, el oloroso humo del cigarro, ondulándose como un ancho mantel, se extendió por encima del arbusto y bajo las ramas colgantes del abedul. Siguiendo con la vista las columnas de humo, Serguéi Ivánovich echó a andar con pasos lentos, reflexionando sobre su situación.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю