355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Anna Karénina » Текст книги (страница 24)
Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 24 (всего у книги 68 страниц)

Aterido de frío, Levin andaba deprisa, con la vista clavada en el suelo. «¿Qué es eso? Alguien viene», pensó, al oír el tintineo de una campanilla, y levantó la cabeza. A unos cuarenta pasos de distancia venía a su encuentro, por esa misma carretera herbosa, un carruaje tirado por cuatro caballos, con bolsones de piel en la baca. Los caballos se apretaban contra las varas, por temor a las rodadas, pero el hábil cochero, sentado de lado en el pescante, se daba buena maña para que las ruedas avanzaran por la parte lisa del camino.

Levin sólo prestó atención a esos detalles y se limitó a dirigir una mirada distraída al coche, sin pensar en quién podía viajar en su interior.

Una anciana dormitaba en un rincón, y, al lado de la ventanilla, una muchacha que acababa de despertarse se sujetaba con ambas manos las cintas de su cofia blanca. Serena y pensativa, animada de una vida interior compleja y delicada, ajena a la existencia de Levin, contemplaba el resplandor del amanecer.

En el mismo momento en que esa visión desaparecía, Levin sintió la mirada de unos ojos sinceros. La muchacha lo reconoció, y una expresión de alegría y de sorpresa iluminó su cara.

Levin no podía equivocarse. No podía haber otros ojos como ésos en el mundo. Sólo había una criatura capaz de llenar de luz y de sentido toda su vida. Era ella. Era Kitty. Comprendió que se dirigía a Yergushovo desde la estación de ferrocarril. Y todas las preocupaciones que le habían agitado en el transcurso de esa noche en vela, así como las decisiones que había tomado, desaparecieron de repente. Recordó con repugnancia su proyecto de casarse con una campesina. Sólo allí, en ese carruaje que se alejaba rápidamente, pasando al otro lado del camino, estaba la respuesta a la cuestión que tanto le había angustiado en los últimos tiempos: el sentido de su vida.

Kitty no volvió a asomarse. Se apagó el ruido de los muelles; apenas se oía el tintineo de la campanilla. El ladrido de un perro le indicó que el carruaje estaba atravesando la aldea. Rodeado de campos vacíos, solitario y ajeno a todo, Levin avanzaba por la carretera desierta.

Levantó la vista al cielo, esperando encontrar la concha que había admirado antes, especie de encarnación de los pensamientos y sentimientos de esa noche. Pero ya no quedaba ni rastro de esa nube. Un cambio misterioso se había producido en las inalcanzables alturas. En lugar de aquella concha, se extendía por la mitad del firmamento una alfombra uniforme de nubes aborregadas cada vez más pequeñas. El cielo, tan delicado como antes, fue volviéndose más luminoso y más azul, pero seguía oponiendo un mutismo impenetrable a su mirada interrogadora.

«No —se dijo Levin—, por bella y sencilla que sea esa vida de trabajo, jamás podré adoptarla. La amo a ella

 

XIII

Sólo las personas más allegadas sabían que Alekséi Aleksándrovich, con sus aires de hombre frío y razonable, tenía una debilidad que parecía contradecir los rasgos dominantes de su carácter: era incapaz de oír o escuchar con indiferencia el llanto de un niño o de una mujer. La simple visión de las lágrimas le hacía perder el dominio de sí mismo y la capacidad de razonar. El jefe de su oficina y su secretario conocían ese rasgo suyo y aconsejaban a las solicitantes que se abstuvieran de llorar, si no querían que sus gestiones cayesen en saco roto. «Se enfadará y no le escuchará», decían. En efecto, el desconcierto que causaban las lágrimas en Alekséi Aleksándrovich acababa manifestándose en un arrebato de cólera. «No puedo hacer nada. No puedo. ¡Haga el favor de marcharse!», solía gritar en tales casos.

De vuelta de las carreras, cuando Anna le confesó su relación con Vronski y se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos, Alekséi Aleksándrovich, a pesar de la ira que sentía, se vio dominado por ese desconcierto que le producían siempre las lágrimas. Comprendiendo que exteriorizar sus sentimientos en semejante ocasión estaría fuera de lugar, hizo todo lo posible por reprimir cualquier manifestación vital, llegando al punto de no moverse ni mirarla. A eso se debía la extraña expresión de rigidez cadavérica que tanto había impresionado a Anna.

Cuando llegaron a la casa, Alekséi Aleksándrovich ayudó a su mujer a apearse del coche y, haciendo un esfuerzo por dominarse, se despidió con su cortesía habitual, pronunciando unas palabras que no le comprometían a nada, pues se limitó a decirle que al día siguiente le informaría de su decisión.

Las palabras de su mujer, que confirmaban sus peores temores, le causaron un profundísimo dolor, que se vio reforzado por el extraño sentimiento de piedad física motivado por las lágrimas. Pero, una vez solo en el carruaje, descubrió con satisfacción y sorpresa que se había liberado de esa compasión, así como también de las dudas y los celos que tanto le habían atormentado en las últimas semanas.

Se sentía como un hombre al que acaban de extraer una muela que llevaba mucho tiempo haciéndole sufrir. Después del terrible dolor y de la sensación de que le han arrancado de la mandíbula una pieza enorme, más grande que su propia cabeza, el paciente, sin creer todavía en su felicidad, nota que esa muela que le ha envenenado la vida y le ha robado toda su atención ha desaparecido; que puede volver a vivir, a pensar, a interesarse en otras cosas. Eso era lo que experimentaba Alekséi Aleksándrovich. El dolor había sido extraño y terrible, pero ya había pasado. Se daba cuenta de que podía reanudar su vida, de que su esposa ya no ocuparía todos sus pensamientos.

«¡Es una mujer sin honor, sin corazón, sin religión! ¡Una mujer depravada! Siempre lo he visto y siempre lo he sabido, aunque, llevado por la compasión, procuraba engañarme.» Y, en efecto, estaba convencido de que siempre lo había visto. Recordó detalles de su vida en común a los que antes no había concedido la menor importancia y que ahora parecían demostrar, sin ninguna sombra de duda, que Anna era una mujer depravada. «He cometido un error uniendo mi vida a la suya; pero no se me puede culpar de nada y no hay razón para que me sienta desdichado. La culpa no es mía —se dijo—, sino de ella. Nada de lo que le pase es ya de mi incumbencia. En lo que a mí respecta, ha dejado de existir...»

A partir de ese momento poco le importaba lo que le sucediera, como tampoco a su hijo, por el cual también habían cambiado sus sentimientos. Lo único que le preocupaba ahora era encontrar el modo más correcto, conveniente y justo (desde el punto de vista de sus intereses) de sacudirse el barro con que iba a salpicarlo la caída de su mujer, para poder continuar con esa vida honorable de trabajo y dedicación.

«No merezco ser desdichado por el hecho de que una mujer despreciable haya cometido una bajeza. Tengo que encontrar la mejor salida posible para la penosa situación en la que me encuentro por su culpa. Y la encontraré —se decía, arrugando cada vez más el ceño—. No soy el primero ni seré el último.» Dejando a un lado los ejemplos históricos, que se remontaban al mismo Menelao, cuyo recuerdo estaba fresco en la memoria de todos gracias a La belle Hélène, 48Alekséi Aleksándrovich pasó revista a una serie de infidelidades conyugales de que habían sido víctimas hombres de la alta sociedad. «Dariálov, Poltavski, el príncipe Karibánov, el conde Paskudin, Dram... Sí, también Dram, ese hombre tan honrado y trabajador... Semiónov, Chaguin, Sigonin —recordaba Karenin—. No cabe duda de que a todos ellos los recubre una capa de ridiculeinjusto, pero yo no he visto nunca más que su infortunio, y siempre los he compadecido.»

No era verdad: no sólo no se había compadecido jamás de desgracias de esa índole, sino que, cuanto más menudeaban los casos de mujeres infieles, más en alta estima se tenía a sí mismo. «Es una desgracia que puede sucederle a cualquiera. Y me ha tocado a mí. De lo que se trata ahora es de buscar la mejor manera posible de salir de esta situación.» Y se puso a repasar las distintas actitudes de los hombres que se habían visto en semejante tesitura.

«Dariálov se batió en duelo...»

En su juventud Alekséi Aleksándrovich había pensado mucho en los duelos, precisamente porque era de natural temeroso, cosa que sabía muy bien. No podía pensar sin horror en una pistola apuntándole, y nunca en su vida se había servido de un arma. Tal horror no sólo le había inspirado numerosas reflexiones sobre el duelo, sino que le había llevado a imaginarse una situación en que se viera obligado a poner su vida en peligro.

Más tarde, una vez alcanzado el éxito y consolidada su posición, se había olvidado de semejantes consideraciones. Pero ahora volvía a apoderarse de su ánimo esa vieja preocupación. Tanto miedo le daba su propia cobardía que pasó un buen rato examinando desde todos los puntos de vista la cuestión del duelo, aunque sabía de sobra que no se batiría en ningún caso.

«No cabe duda de que en una sociedad tan bárbara como la nuestra (¡no estamos en Inglaterra!), a muchos —entre los que figuraban las personas cuya opinión más valoraba– les parecen bien los duelos. Pero ¿a qué conduciría? Supongamos que le desafío —seguía pensando e, imaginándose vívidamente la noche que pasaría después de retar a su adversario, así como la pistola apuntándole al pecho, se estremeció y comprendió que jamás sería capaz de una cosa así—. Supongamos que le desafío, que me enseñan a disparar, que me coloco delante de él, aprieto el gatillo y lo mato —proseguía, cerrando los ojos y sacudiendo la cabeza para ahuyentar esas estúpidas ideas—. ¿Qué sentido tiene matar a un hombre para definir mis relaciones con mi mujer culpable y con mi hijo? De todos modos, no me quedará más remedio que resolver qué debo hacer con ella. Además, el resultado más probable, casi seguro, de ese duelo, es que me matarían o me herirían. De suerte que yo, que soy inocente, me convertiría en la víctima. ¿No es más absurdo todavía? Y, por si eso fuera poco, al desafiarlo me comportaría de forma deshonrosa. ¿Acaso no sé de antemano que mis amigos jamás me dejarían batirme, que no permitirían poner en peligro la vida de un hombre tan útil para Rusia? ¿Qué pasaría entonces? Pues que yo, sabiendo por adelantado que la situación no se volvería nunca peligrosa, simplemente me habría servido del duelo para aureolarme de un prestigio falso. En suma, un comportamiento indigno e hipócrita. Sería engañar a los demás y engañarme a mí mismo. El duelo es impensable y nadie espera eso de mí. Mi objetivo debe consistir en salvaguardar mi reputación, requisito indispensable para proseguir con mis actividades.» Su carrera, que ya antes tenía una importancia capital en su vida, se le antojaba ahora trascendental.

Después de ponderar y descartar la idea del duelo, Alekséi Aleksándrovich pasó a analizar la cuestión del divorcio, otra de las soluciones que habían elegido algunos maridos burlados. Tras repasar todos los casos que recordaba (había muchos en la alta sociedad, que Karenin conocía bien), no encontró ninguno que respondiera al propósito que él tenía en mente. En todos los casos el marido había cedido o vendido a la mujer infiel, y, aunque ésta no tenía derecho a casarse de nuevo, el caso es que entablaba una relación ficticia, seudolegítima, con su nuevo cónyuge. Alekséi Aleksándrovich se daba cuenta de que, en su caso, sería imposible obtener un divorcio legal, es decir, sin otras consecuencias que el repudio de la esposa adúltera. Comprendía que las complicadas condiciones de su vida no le permitirían proporcionar las zafias pruebas que exigía la ley para determinar la culpabilidad de la esposa. Era consciente de que el propio refinamiento de su vida le impediría hacer uso de las pruebas, suponiendo que las hubiere, porque el principal perjudicado por las revelaciones, a ojos de la opinión publica, no sería su esposa, sino él.

Una petición de divorcio sólo conduciría a un proceso escandaloso, del que se aprovecharían sus enemigos para calumniarlo y menoscabar su prestigio. En suma, el principal fin que perseguía, resolver la situación con las menores complicaciones posibles, tampoco lo lograría por medio del divorcio. Además, una simple petición de divorcio, independientemente del resultado, implicaba que la mujer rompía sus vínculos con el marido y podía unirse a su amante. Y, por más que Alekséi Aleksándrovich afirmara no sentir más que indiferencia y desprecio por Anna, no había logrado expulsarla del todo de su corazón. En suma, no deseaba que pudiera unirse a Vronski sin impedimentos, pues de ese modo su falta redundaría en su propio beneficio. Ese pensamiento le resultaba tan ofensivo que, sólo con imaginárselo, gimió de dolor, se incorporó, cambió de postura y pasó un buen rato con el ceño fruncido, las piernas huesudas y ateridas envueltas en la esponjosa manta.

«Además del divorcio formal, podría seguir el ejemplo de Karibánov, Paskudin y el bueno de Dram, es decir, separarme de mi mujer», siguió pensando Alekséi Aleksándrovich, ya más calmado. Pero esa medida presentaba los mismos inconvenientes que el divorcio, y, lo más importante, también arrojaba a su mujer en brazos de su amante.

–¡No, es imposible! ¡Imposible! —dijo en voz alta, envolviéndose de nuevo en la manta—. Yo no merezco ser desdichado, pero ni él ni ella deben ser felices.

Los celos que le habían atormentado en esas semanas de incertidumbre desaparecieron cuando las palabras de su mujer le arrancaron la muela con dolor. Ahora ese sentimiento había cedido su lugar a otro: el deseo de que Anna no sólo no saliera triunfante, sino que recibiera el castigo que merecía por su bajeza. No se atrevía a reconocerlo, pero en lo más profundo de su alma quería que sufriera por haber destruido su tranquilidad y atentado contra su honor. Volvió a sopesar las condiciones del duelo, del divorcio y de la separación, y, después de rechazarlos una vez más, se convenció de que sólo había una salida: seguir viviendo con ella, ocultar a la sociedad lo que había sucedido, emplear todas las medidas a su alcance para poner fin a esa relación y, sobre todo, aunque no se lo reconociera a sí mismo, castigarla. «Debo anunciarle que, después de haber analizado la penosa situación en que ha puesto a la familia, he llegado a la conclusión de que cualquier otra solución sería peor para ambas partes que el statu quo aparente, que acepto respetar, pero con la estricta condición de que se someta usted a mi voluntad, es decir, que interrumpa cualquier relación con su amante.» Una vez tomada tal decisión, y a modo de refuerzo, Alekséi Aleksándrovich recurrió a otro argumento de bastante peso: «Es la única manera de actuar en consonancia con los preceptos de la religión —se dijo—. No repudio a la mujer adúltera, le ofrezco la posibilidad de enmendarse e incluso —por doloroso que sea para mí– le consagro parte de mis fuerzas para que se corrija y se salve.» Aunque sabía de sobra que no podía ejercer ninguna influencia moral sobre su esposa, que todos esos intentos de regeneración no conducirían a nada más que a nuevas mentiras, que, a lo largo de esos momentos penosos, no había pensado ni una sola vez en buscar consuelo en la religión, ahora que su decisión coincidía, según creía, con los mandamientos de la Iglesia, la sanción religiosa a su manera de obrar le proporcionaba una enorme satisfacción y cierta serenidad. Le agradaba pensar que en una encrucijada vital de tanta importancia nadie podría acusarle de no haber procedido de acuerdo con los principios de la religión, cuyo estandarte siempre había llevado muy alto, en medio de la indiferencia y la apatía generalizadas. Siguió analizando la situación desde otros ángulos y llegó a la conclusión de que no había motivo para que las relaciones con su mujer sufrieran cambio alguno. Desde luego, jamás se haría merecedora de su respeto. Pero no había razón para que se destrozara la vida y sufriera por culpa de una mujer perversa y adúltera. «Sí, el tiempo lo cura todo, dejemos que obre su labor —se dijo Alekséi Aleksándrovich—. Un día nuestras relaciones volverán a ser las de antes, es decir, mi vida retomará su curso habitual como si no hubiera sucedido nada. Ella debe ser desgraciada, pero yo no, puesto que no tengo ninguna culpa.»

 

XIV

Cuando el coche se acercaba a San Petersburgo, Alekséi Aleksándrovich no sólo había tomado ya una decisión firme, sino que había redactado en su cabeza la carta que escribiría a su mujer. Al entrar en la portería echó un vistazo a los papeles y documentos que le habían traído del Ministerio y mandó que se los llevaran a su despacho.

–Dé órdenes de que desenganchen y no deje pasar a nadie —respondió a la pregunta del portero, recalcando la última palabra con cierta satisfacción, señal de que estaba de buen humor.

Una vez en su despacho, Alekséi Aleksándrovich lo recorrió de un extremo a otro un par de veces, se detuvo delante del enorme escritorio, en el que ardían seis velas que su ayuda de cámara acababa de encender, crujió los dedos, se sentó y cogió papel y pluma. Después de acodarse en la mesa, ladeó la cabeza y, al cabo de unos instantes de reflexión, se puso a escribir, sin detenerse ni un segundo. Escribía en francés, sin dirigirse directamente a ella, empleando el pronombre «usted», que no tenía esa frialdad de su equivalente en ruso.

En nuestra última entrevista le expresé mi intención de comunicarle mi decisión respecto al asunto de nuestra conversación. Después de reflexionar detenidamente en todos los detalles, le escribo para cumplir mi promesa. Mi decisión es la siguiente: cualquiera que haya sido su conducta, considero que no tengo derecho a romper unos lazos que un poder superior ha sancionado. La familia no puede estar a merced del capricho, la arbitrariedad e incluso el crimen de uno de los cónyuges. En resumidas cuentas, nuestra vida debe seguir su curso habitual, lo que redundará en su propio beneficio, en el mío y en el de nuestro hijo. Estoy firmemente convencido de que se arrepiente usted de haber cometido el acto que me obliga a escribirle esta carta y de que me ayudará en mi propósito de arrancar de raíz el motivo de nuestra discordia y olvidar el pasado. En caso contrario, puede imaginarse lo que les espera tanto a usted como a su hijo. Espero que podamos hablar más detalladamente de la cuestión en nuestro próximo encuentro. Como la temporada de veraneo se acerca a su fin, le ruego que regrese a San Petersburgo lo antes posible, el martes a más tardar. Me ocuparé de dar todas las disposiciones necesarias para su traslado. Le ruego entienda que concedo una importancia particular al cumplimiento de mi petición.

Karknin

P.S. Le adjunto el dinero que pueda necesitar para sus gastos.

Leyó la carta y se quedó satisfecho, sobre todo por haberse acordado de enviarle el dinero. No había ni una palabra dura, ni un reproche, pero tampoco condescendencia. Y lo más importante, tendía un puente de oro para que volviera sobre sus pasos. Después de doblar la carta y alisarla con una enorme plegadera maciza de marfil, la metió en el sobre con el dinero y llamó al timbre, con esa satisfacción que experimentaba siempre después de hacer uso de sus bien ordenados útiles de escritorio.

–Entrégasela al ordenanza para que se la lleve mañana a Anna Arkádevna a la casa de verano —dijo, poniéndose en pie.

–A sus órdenes, excelencia. ¿Va a tomar el té en el despacho?

Alekséi Aleksándrovich respondió afirmativamente y, después de jugar unos instantes con la plegadera, se acercó al sillón, al lado del cual había ya una lámpara y un libro en francés, que tenía a medias, sobre las tablas eugubinas. 49Por encima del sillón, en un marco oval de oro, colgaba un retrato de Anna, de excelente factura, obra de un célebre pintor. Alekséi Aleksándrovich le echó un vistazo. Los ojos impenetrables le miraban irónicos e insolentes, como la tarde de la última entrevista. El lazo negro de la cabeza, tan bien ejecutado por el pintor, los cabellos morenos y la fina y blanca mano, con el anular cargado de sortijas le parecieron intolerablemente provocadores y desafiantes. Después de contemplarlo por espacio de un minuto, se estremeció de pies a cabeza y sus labios dejaron escapar un «Brrr». Acto seguido se volvió, se desplomó en el sillón y abrió el libro. Trató de leer, pero el vivo interés que antes sintiera por las tablas eugubinas se había desvanecido. Seguía con la mirada fija en el libro, pero pensaba en otra cosa. No en su mujer, sino en una complicación que había surgido de repente en un asunto oficial, que en esos momentos constituía el principal interés de su trabajo. Se daba cuenta de que ahora lo había comprendido en toda su profundidad, y estaba dándole vueltas en la cabeza a una idea capital —podía decirlo sin presunción– que le permitiría resolver toda la cuestión, ascender en su carrera, derrotar a sus enemigos y, en consecuencia, rendir un importante servicio a la patria. En cuanto el criado le sirvió el té y salió de la habitación, Alekséi Aleksándrovich se levantó y se acercó al escritorio. Cogió la cartera con los asuntos corrientes y, con una sonrisa de satisfacción apenas perceptible, sacó un lápiz y se sumió en la lectura de unos enrevesados documentos relativos a aquella complicación. Como casi todos los funcionarios destacados, Alekséi Aleksándrovich tenía un rasgo característico, que había contribuido a su encumbramiento en no menor medida que su persistente ambición, su discreción, su probidad y su confianza en sí mismo; a saber, su desprecio del papeleo oficial, su limitación de la correspondencia, su sentido de la economía y su tendencia a tratar los asuntos directamente, en la medida de lo posible.

En la célebre comisión del 2 de julio se había discutido la irrigación de los campos de la provincia de Zaraisk. Este asunto, que dependía del Ministerio de Alekséi Aleksándrovich, constituía un ejemplo sangrante de la escasa escrupulosidad con que se gastaba el dinero y de la nula eficacia de la burocracia oficinesca. Él lo sabía. El asunto de la irrigación de los campos de la provincia de Zaraisk lo había iniciado el predecesor de su predecesor. Se había invertido y seguía invirtiéndose muchísimo dinero, sin que se hubiera producido ningún resultado. Era evidente que todo ese asunto no conduciría a nada. Alekséi Aleksándrovich reparó en ello en cuanto tomó posesión de su cargo y quiso parar semejante sangría. Pero al principio, cuando aún se sentía poco seguro, comprendió que sería una decisión poco sensata, pues afectaba a demasiados intereses; más tarde, ocupado con otros asuntos, se olvidó del caso, que, como tantos otros, seguía su curso, por simple inercia. (Muchas personas vivían de ese proyecto, en especial una familia intachable, con grandes dotes para la música: todas las hijas tocaban algún instrumento de cuerda. Alekséi Aleksándrovich conocía a la familia y había sido padrino de boda de una de las hijas mayores.) A Alekséi Aleksándrovich le parecía reprobable que un departamento hostil se hubiera interesado por el asunto, ya que en todos los departamentos había casos de ese tipo, y nadie se ocupaba de ellos, pues tal proceder habría sido contrario a un código no escrito de respeto entre compañeros. Pero, una vez que le habían arrojado el guante, lo recogería con audacia y exigiría la creación de una comisión especial que examinara y evaluara el asunto de la irrigación de los campos de la provincia de Zaraisk. Eso sí, tenía intención de no dar tregua a esos señores. Solicitó la creación de otra comisión especial que se ocupara de la situación de las minorías raciales. 50Esa cuestión se había debatido casualmente en la sesión del 2 de junio y había sido apoyada vigorosamente por Alekséi Aleksándrovich, quien había asegurado que no cabía demora alguna, dadas las deplorables condiciones en que vivían esas gentes. En la comisión el asunto sirvió de pretexto para una disputa entre varios ministerios. El ministro hostil a Alekséi Aleksándrovich había asegurado que la situación de las minorías era muy próspera, que la reorganización propuesta acabaría con su prosperidad y que, si algo iba mal, se debía a la incapacidad del Ministerio de Alekséi Aleksándrovich para llevar a cabo las medidas propuestas por la ley. Ahora él se proponía dar los siguientes pasos: en primer lugar, exigir la creación de una nueva comisión que se encargara de estudiar sobre el terreno las condiciones de las minorías raciales; en segundo, si resultaba que su situación era la que se desprendía de los datos oficiales que obraban en manos de la comisión, pedir que se nombrara otra comisión de expertos que investigara las causas de tan penoso estado de cosas desde los siguientes puntos de vista: a) político, b) administrativo, c) económico, d) etnográfico, e) material, y f) religioso; en tercer lugar, exigir que el Ministerio hostil informase de las medidas que había adoptado en las últimas décadas para evitar las condiciones desfavorables en las que se encontraban en esos momentos las minorías raciales; y, por último, pedir que el Ministerio explicara por qué, como se desprendía de los informes n.° 17015 y n.° 18308, del 5 de diciembre de 1863 y del 7 de junio de 1864, se había actuado de forma totalmente contraria a lo establecido en la ley fundamental y orgánica, vol. ***, artículo 18 y nota al artículo 36. Un vivo rubor fue cubriendo el rostro de Alekséi Aleksándrovich a medida que anotaba esos pensamientos. Después de llenar una cuartilla entera con su escritura, se levantó, llamó y envió una nota a su jefe de gabinete para que le remitiera unos datos que necesitaba. Recorrió la habitación de un extremo al otro y echó otro vistazo al retrato, con el ceño fruncido y una sonrisa despectiva. A continuación volvió a tomar el libro sobre las tablas eugubinas y estuvo leyendo con renovado interés hasta las once, hora en que se fue a dormir. Ya en la cama, se acordó del incidente con su mujer, pero ya no le pareció tan terrible.

 

XV

Aunque Anna contradecía con obstinación y virulencia a Vronski cuando éste le decía que su situación era insostenible y trataba de persuadirla de que se lo confesara todo a su marido, en el fondo de su alma consideraba falsa e ignominiosa su posición y ardía en deseos de cambiarla. Al volver con Alekséi Aleksándrovich de las carreras, se lo había dicho todo en un momento de excitación; y, a pesar del dolor que había experimentado, se sentía satisfecha. Una vez sola, se dijo que estaba contenta, que después de esa revelación ya no tendría necesidad de engañar y mentir. Estaba convencida de que a partir de ese momento su situación se definiría de una vez para siempre. La nueva posición podría ser poco grata, pero al menos sabría a qué atenerse, libre ya de vaguedades y falsedad. Y pensaba que eso la compensaba del daño que se había causado a sí misma y del que había causado a su marido al pronunciar aquellas palabras. Esa misma noche se vio con Vronski, pero no le contó nada de lo sucedido, como debería haber hecho para que las cosas se aclararan de verdad.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, lo primero que le vino a la cabeza fue lo que le había confesado a su marido, y sus palabras le parecieron tan terribles, zafias y extrañas que no entendía cómo había podido pronunciarlas, y no alcanzaba a imaginar cuáles serían las consecuencias. Pero ya estaban dichas, y Alekséi Aleksándrovich se había marchado sin responder nada. «He visto a Vronski y no se lo he contado. En el momento en que se iba estuve a punto de llamarlo y decírselo, pero al final no me decidí, porque me pareció raro no habérselo dicho en seguida. ¿Por qué no lo hice cuando lo deseaba tanto?» Y en respuesta a esa pregunta un intenso rubor cubrió su rostro. Comprendió que había guardado silencio por vergüenza. Su situación, que tan clara se le había antojado la víspera, le pareció de pronto no sólo confusa, sino imposible de solucionar. Por primera vez fue consciente de su deshonor, y se sintió horrorizada. Cuando pensaba en los pasos que daría su marido, se le ocurrían las ideas más terribles. Se figuraba que el administrador llegaría de un momento a otro para echarla de su casa, que su deshonra sería proclamada a los cuatro vientos. Se preguntaba adonde iría cuando la echaran, y no encontraba respuesta.

Cuando pensaba en Vronski, se imaginaba que no la quería, que había empezado a cansarse de su compañía, que ella no podía ofrecérsele, y sentía por él una especie de hostilidad. Era como si las palabras que le había dicho a su marido, y que se repetía una y otra vez para sus adentros, las hubiera pronunciado delante de todo el mundo y todos las hubieran oído. No se atrevía a mirar a los ojos a las personas con las que vivía. No se decidía a llamar a la doncella y menos aún a ir al piso de abajo para ver a su hijo y a la institutriz.

La doncella, que llevaba ya un buen rato al otro lado de la puerta, entró en la habitación sin que la llamasen. Anna se asustó, se ruborizó y la miró a los ojos con aire inquisitivo. La criada, a modo de disculpa, dijo que le había parecido oír la campanilla. Le traía el vestido y un billete. El billete era de Betsy. Su amiga le recordaba que esa mañana acudirían a su casa Liza Merkálova y la baronesa Stolz con sus admiradores, Kaluzhki y el viejo Strémov, para jugar un partido de criquet. «Venga, aunque sólo sea para estudiar nuestras costumbres. La espero», concluía la nota.

Anna la leyó y emitió un profundo suspiro.

–No necesito nada, nada —le dijo a Ánnushka, que estaba ordenando los frascos y los cepillos en la mesita del tocador—. Puedes retirarte. Voy a vestirme y bajaré en seguida. No necesito nada, nada.

Ánnushka salió, pero Anna no empezó a vestirse. Sentada en la misma postura, la cabeza inclinada y los brazos caídos, se estremecía de vez en cuando de pies a cabeza, como si deseara hacer un gesto o decir algo, y de nuevo volvía a quedarse inmóvil. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», repetía una y otra vez. Pero esas palabras no tenían para ella ningún significado. La idea de buscar consuelo en la religión le era tan extraña como pedir ayuda a Alekséi Aleksándrovich, a pesar de que nunca había dudado de la religión en la que la habían educado. Sabía de antemano que la ayuda de la religión sólo era posible en caso de que renunciara a lo único que daba sentido a su vida. A su pesar se sumaba ahora el temor que padecía ante aquel nuevo estado de ánimo, que jamás había conocido hasta entonces. Se daba cuenta de que todo empezaba a desdoblarse en su alma, como sucede a veces con los objetos cuando uno tiene la vista cansada. Había momentos en que ya no sabía lo que temía ni lo que deseaba. ¿Temía o deseaba lo que había sucedido, lo que iba a suceder? Y, en realidad, ¿qué deseaba?


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю