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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Bueno, no hablemos más de eso. Haz el favor de llamar. Voy a ordenar que nos sirvan el té. Pero espera un momento. Creo que pronto...

Anna no acabó la frase. La expresión de su rostro cambió en un instante. El terror y la agitación dejaron paso a una atención serena, grave, beatífica. Vronski no pudo comprender a qué obedecía ese cambio. Anna había sentido que una nueva vida se agitaba en su interior.

 

IV

Después de encontrarse con Vronski en la entrada de su propia casa, Alekséi Aleksándrovich se dirigió a la ópera italiana, como tenía pensado. Se quedó dos actos completos y vio a todas las personas que necesitaba ver. Una vez en casa, examinó el perchero y, al comprobar que no había ningún capote militar, pasó a sus habitaciones, como hacía siempre. No obstante, en lugar de irse a dormir, como tenía por costumbre, estuvo recorriendo el despacho arriba y abajo hasta las tres de la madrugada. Le indignaba que su mujer no hubiera querido guardar las formas y se hubiera negado a cumplir la única condición que le había puesto: no recibir a su amante en su propia casa. Puesto que no había cumplido lo que le había ordenado, debía castigarla, llevando a cabo su amenaza: pedir el divorcio y quitarle a su hijo. Sabía todas las dificultades que entrañaba esa decisión, pero había dicho que lo haría y ahora iba a cumplir su amenaza. La condesa Lidia Ivánovna le había indicado más de una vez que era la mejor salida para la situación en la que se encontraba, y en los últimos tiempos la práctica de los divorcios había llegado a tal grado de perfección que Alekséi Aleksándrovich consideró posible vencer las dificultades formales. Además, las desgracias nunca vienen solas. La cuestión del asentamiento de las minorías raciales y la irrigación de los campos de la provincia de Zaraisk le estaba dando tantos disgustos que en los últimos tiempos se hallaba en un estado de irritación permanente.

No pegó ojo en toda la noche, y su enfado, que no paraba de crecer, llegó al límite por la mañana. Se vistió a toda prisa y, como si llevara una copa llena de ira y temiera derramarla, perdiendo no sólo la ira sino también la energía que necesitaba para enfrentarse con su mujer, entró en su dormitorio en cuanto se enteró de que se había levantado.

Anna, que creía conocer a fondo a su marido, se quedó sorprendida de su aspecto cuando lo vio. Su frente estaba surcada de arrugas y sus ojos, que despedían un brillo sombrío, evitaban los de ella; los labios, apretados con fuerza, indicaban un profundo desprecio. En sus andares, en sus movimientos, en el tono de su voz había una determinación y una firmeza que Anna no había visto nunca. Entró en la habitación y, sin saludarla, se dirigió directamente al escritorio, cogió las llaves y abrió el cajón.

–¿Qué es lo que quiere? —gritó Anna.

–Las cartas de su amante —respondió Karenin.

–No están aquí —dijo ella, cerrando el cajón. Al ver este gesto, Alekséi Aleksándrovich adivinó que había dado en el clavo y, apartando bruscamente la mano de Anna, se apresuró a coger la cartera en la que sabía que ella solía guardar los papeles más importantes. Anna quiso arrancarle la cartera, pero él la rechazó.

–¡Siéntese! Tengo que hablar con usted —dijo, poniéndose la cartera debajo del brazo y apretándola con tanta fuerza con el codo que el hombro se le levantó.

Anna le miró en silencio, sorprendida e intimidada.

–Ya le dije que no le iba a permitir que recibiera a su amante en mi propia casa.

–Tenía que verle para...

Anna se interrumpió, no sabiendo qué inventar.

–No voy a entrar en detalles de por qué una mujer necesita ver a su amante.

–Sólo quería... —replicó Anna, ruborizándose. Esa grosería de su marido la irritó y le infundió valor—. ¿Es que no se da cuenta de lo fácil que le resulta ofenderme? —preguntó.

–Se puede ofender a un hombre o una mujer honrados, pero llamar ladrón a quien lo es no es más que la constatation d'un fait.

–Aún no conocía ese rasgo de usted: la crueldad.

–¿Considera usted cruel que un marido conceda entera libertad a su mujer y le ofrezca la salvaguarda de un nombre honrado con la única condición de que guarde las apariencias? ¿Es eso crueldad?

–¡Es algo mucho peor, es una bajeza, por si quiere usted saberlo! —exclamó Anna en un arranque de ira y, poniéndose en pie, hizo intención de salir de la habitación.

–No —gritó Karenin con su voz chillona, que ahora sonó incluso más aguda y, cogiéndola del brazo, la obligó a sentarse en su sitio: sus grandes dedos la habían apretado con tanta fuerza que el brazalete que llevaba Anna le dejó marcas rojas en la piel—. ¿Una bajeza? Ya que emplea usted esa palabra, le diré lo que es una bajeza: ¡abandonar al marido y al hijo por un amante y seguir comiendo el pan del marido!

Anna bajó la cabeza. No aludió a lo que le había dicho la víspera a su amante: que élera su marido y que Karenin era una figura superflua. Ni siquiera lo pensó. Se dio cuenta de lo justas que eran las palabras de Alekséi Aleksándrovich y se limitó a responder en voz baja:

–No puede usted juzgar mi situación con mayor severidad que yo. Pero ¿por qué me dice todo eso?

–¿Por qué le digo todo eso? ¿Por qué? —prosiguió Karenin con la misma irritación—. Para que sepa que, como no ha cumplido usted mi ruego de guardar las apariencias, voy a tomar medidas para que esta situación acabe de una vez.

–Acabará pronto en cualquier caso, muy pronto —dijo Anna, y, al pensar en la cercanía de esa muerte tan deseada, las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos.

–¡Más pronto incluso de lo que su amante y usted se han figurado! Necesitan ustedes satisfacer su pasión animal...

–¡Alekséi Aleksándrovich! No espero que sea usted magnánimo, pero al menos no cometa la indecencia de golpear al caído.

–Usted sólo piensa en sí misma. Los sentimientos del hombre que ha sido su marido no le importan. Le da lo mismo que su vida esté destrozada, que sus pale... pele... palecimientos...

Alekséi Aleksándrovich hablaba tan deprisa que se trabucó y no fue capaz de pronunciar la palabra. Al final acabó diciendo «palecimientos». Anna estuvo a punto de reírse, pero en seguida se sintió avergonzada de haber encontrado algo risible en un momento así. Por primera vez, durante unos breves instantes, se puso en el lugar de su marido, comprendió sus sufrimientos y lo compadeció. Pero ¿qué podía decir o hacer? Agachó la cabeza y guardó silencio. También Karenin calló un momento. Después volvió a hablar con voz fría, ya no tan chillona, poniendo arbitrariamente hincapié en algunas palabras que no tenían una importancia especial.

–He venido a decirle...

Anna lo miró. «No, me he equivocado —pensó, al recordar la expresión del rostro de su marido cuando se aturrulló al pronunciar la palabra "palecimiento"—. No, ¿acaso un hombre con esos ojos opacos y esa prepotente serenidad puede sentir algo?»

–No puedo cambiar nada —susurró Anna.

–He venido para decirle que mañana me marcho a Moscú y que no volveré a poner un pie en esta casa. El abogado que se encargará de tramitar la petición de divorcio le informará de mi decisión. Mi hijo se irá a casa de mi hermana —añadió Alekséi Aleksándrovich, haciendo un esfuerzo por recordar lo que quería decir de su hijo.

–Se lleva a Seriozha sólo para hacerme daño —replicó Anna, mirándole de soslayo—. Usted no lo quiere... ¡Déjeme a Seriozha!

–Sí, por culpa de la repugnancia que me inspira usted, he dejado de querer a mi hijo. Pero, de todos modos, me lo llevaré. ¡Adiós!

Hizo intención de salir, pero Anna lo retuvo.

–¡Alekséi Aleksándrovich, déjeme a Seriozha! —susurró—. Es lo único que le pido. Déjeme a Seriozha hasta que... ¡Muy pronto daré a luz, déjemelo!

Alekséi Aleksándrovich se puso colorado, liberó su mano y salió de la habitación en silencio.

 

V

La sala de espera del eminente abogado petersburgués estaba abarrotada cuando entró Alekséi Aleksándrovich. Había tres señoras: una anciana, una joven y la mujer de un comerciante. Y tres caballeros: un banquero alemán que llevaba una sortija, un comerciante con barba y un funcionario enfurruñado, vestido de uniforme y con una cruz al cuello. Por lo visto, llevaban mucho tiempo esperando. Dos pasantes escribían en sus mesas, entre el chirrido de las plumas. Los objetos de escritorio, a los que Alekséi Aleksándrovich era tan aficionado, llamaron en seguida su atención, pues eran verdaderamente magníficos. Uno de los pasantes entornó los ojos y, sin levantarse, se dirigió a Alekséi Aleksándrovich en tono poco ceremonioso:

–¿Qué desea?

–Hablar con el abogado.

–Está ocupado —respondió con sequedad el pasante, señalando con la pluma a las personas que esperaban, y siguió escribiendo.

–¿Y no podría encontrar un momento para recibirme? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.

–No tiene un instante libre, está siempre ocupado. Haga el favor de esperar.

–¿Sería usted tan amable de entregarle mi tarjeta? —dijo Alekséi Aleksándrovich con dignidad, viendo que no había más remedio que revelar su nombre.

El pasante cogió la tarjeta, la examinó con aire de desaprobación y salió por la puerta.

En principio, Alekséi Aleksándrovich era partidario de los juicios públicos, pero no compartía del todo algunos detalles de su aplicación en Rusia, en razón de ciertos comentarios que había oído en las altas esferas, y los censuraba, en la medida en que puede censurarse una institución sancionada por el poder supremo. Se había pasado toda la vida trabajando para la administración; por eso, siempre que expresaba su descontento con alguna medida, lo hacía de modo matizado, pues era consciente de que los errores eran inevitables; además, siempre cabía la posibilidad de enmendarlos. Lo que le desagradaba de las nuevas instituciones judiciales era el papel que se había concedido a los abogados. Pero, como hasta entonces no había tenido que tratar con ellos, su disgusto era sólo teórico; ahora, en cambio, esa visión crítica se vio reforzada por la desagradable impresión que le había causado esa sala de espera.

–Viene en seguida —le dijo el pasante.

Y, en efecto, al cabo de un par de minutos apareció en el umbral la alta figura de un viejo jurista, que había ido a hacer una consulta, así como el abogado en persona, un hombre pequeño, rechoncho y calvo, con una barba entre rojiza y negra, largas cejas de color claro y frente abombada. Iba vestido como un novio, desde la corbata y la doble cadena del reloj hasta los botines charolados. Tenía un rostro inteligente, de campesino, pero su atuendo era pretencioso y de mal gusto.

–Haga el favor —dijo, dirigiéndose a Alekséi Aleksándrovich y, dejándole pasar con expresión sombría, cerró la puerta—. ¿No quiere sentarse? —añadió, indicándole una butaca que había al lado del escritorio, cubierto de papeles, y a continuación tomó asiento en el lugar preferente, frotándose las manos pequeñas, con dedos cortos cubiertos de vello blanco, y ladeando la cabeza. Pero apenas había tenido tiempo de acomodarse cuando una polilla revoloteó por encima de la mesa. El abogado, con una destreza que uno nunca habría esperado en un hombre así, estiró los brazos, atrapó la polilla y volvió a adoptar la misma postura.

–Antes de empezar a exponerle mi caso —dijo Alekséi Aleksándrovich, que había seguido con asombro los movimientos del abogado– debo advertirle de que lo que voy a decirle debe quedar en secreto.

Una sonrisa apenas perceptible separó las guías caídas del bigote rojizo del abogado.

–No sería abogado si no supiera guardar los secretos que me confían. Pero si necesita usted algún tipo de seguridad...

Alekséi Aleksándrovich contempló su rostro y se dio cuenta de que sus inteligentes ojos grises reían como si lo supieran todo.

–¿Conoce usted mi apellido? —prosiguió Alekséi Aleksándrovich.

–Desde luego, no hay ruso que no conozca su nombre ni los importantes servicios que ha prestado usted a la patria —respondió el abogado y, después de atrapar otra polilla, se inclinó.

Alekséi Aleksándrovich suspiró, tratando de armarse de valor. Tardó un poco en decidirse, pero, cuando por fin empezó a hablar, lo hizo sin vacilaciones ni titubeos, recalcando algunas palabras con su voz chillona.

–Tengo la desgracia —empezó diciendo– de ser un marido engañado y querría recurrir a la ley para romper los vínculos que me unen a mi mujer, es decir, solicitar el divorcio, pero de tal manera que mi hijo no se quede con su madre.

Aunque el abogado se esforzaba por mitigar la expresión risueña de sus ojos grises, se advertía en ellos una alegría incontenible. Alekséi Aleksándrovich se dio cuenta de que esa satisfacción no se debía sólo a la perspectiva de recibir un buen encargo; había también un matiz de triunfo y entusiasmo, un resplandor que le recordó el fulgor siniestro que había descubierto en los ojos de su mujer.

–¿Desea usted mi colaboración para obtener el divorcio?

–En efecto, pero debo prevenirle de que tal vez le esté haciendo perder el tiempo —dijo Alekséi Aleksándrovich—. Mi visita de hoy no es más que una consulta previa. Deseo el divorcio, pero para mí son muy importantes las formas en que pueda conseguirse. Es muy probable que, si las formas no coinciden con mis exigencias, renuncie a la demanda legal.

–Ah, eso siempre es así —replicó el abogado—. La decisión final depende de usted.

El abogado se quedó mirando los pies de Alekséi Aleksándrovich, pues se dio cuenta de que su alegría incontenible podía ofender a su cliente. Luego se fijó en una polilla que revoloteaba por delante de sus narices y alargó el brazo, pero se abstuvo de cogerla, por consideración a la situación de Karenin.

–Aunque conozco en líneas generales la legislación sobre esta materia —prosiguió Alekséi Aleksándrovich—, me gustaría tener una idea de conjunto de los procedimientos a los que suele recurrirse en la práctica para resolver tales asuntos.

–Desea usted que le informe de los distintos caminos que le permitirían alcanzar lo que se propone —respondió el abogado, sin levantar la vista, adoptando, no sin placer, el tono que había empleado su cliente. Y, al ver que Alekséi Aleksándrovich asentía con la cabeza, prosiguió, echando de vez en cuando una mirada furtiva al rostro de su cliente, que se había cubierto de manchas rojas—. Como usted probablemente sepa, según nuestras leyes —dijo con un leve matiz de desprecio, dejando claro lo que pensaba de la legislación vigente—, el divorcio es posible en los siguientes casos... ¡Que esperen! —añadió, dirigiéndose al pasante, que se había asomado a la puerta; pero, en cualquier caso, se levantó para decirle unas palabras; a continuación volvió a sentarse—. En los siguientes casos: defectos físicos de los cónyuges, paradero desconocido de uno de ellos por un espacio de cinco años —continuó, doblando uno de sus cortos y velludos dedos– y adulterio —pronunció esa palabra con visible placer—. Y, además, tenemos las siguientes subdivisiones —prosiguió, doblando sus gruesos dedos, aunque era evidente que los casos y las subdivisiones no podían meterse en el mismo saco—: defectos físicos del marido o de la mujer, o adulterio de uno de los dos —como ya había doblado todos los dedos, antes de continuar, los desdobló—. Esto es lo que dice la teoría, pero supongo que debo el honor de su visita a su deseo de conocer la aplicación práctica. Por tanto, ateniéndome a los precedentes, debo comunicarle que todos los casos de divorcio entran dentro del siguiente supuesto... Dejando a un lado los defectos físicos y el paradero desconocido, que no concurren en el presente caso, supongo... —Alekséi Aleksándrovich asintió con la cabeza—. Entran dentro del siguiente supuesto: adulterio de uno de los cónyuges, que puede ser admitido de común acuerdo por la parte culpable o no; este último caso rara vez se presenta en la práctica —dijo y, después de mirar de reojo a Alekséi Aleksándrovich, guardó silencio, como un vendedor de pistolas que, después de describir las ventajas de dos tipos distintos de armas, espera la decisión del cliente. Pero, como Alekséi Aleksándrovich callaba, decidió continuar—: En mi opinión, lo más sencillo y sensato, y por lo demás lo más corriente, es presentar la demanda de común acuerdo. No se me ocurriría hablarle así a una persona de pocas entendederas —añadió el abogado– pero supongo que usted me comprende.

Lo cierto es que Alekséi Aleksándrovich estaba tan turbado que en un primer momento no entendió las ventajas que ofrecía presentar la demanda de mutuo acuerdo, y esa incomprensión se reflejó en su mirada. El abogado, entonces, acudió en su ayuda:

–Supongamos que dos personas no puedan seguir viviendo juntas. Si los cónyuges lo reconocen así, los detalles y las formalidades carecen de importancia. Por lo demás, es el método más sencillo y seguro.

Ahora Alekséi Aleksándrovich lo entendió todo. Pero sus creencias religiosas le impedían aceptar esa medida.

–Esa solución debe descartarse en el presente caso —dijo—. Sólo cabe una posibilidad: demostrar el adulterio, empleando como prueba unas cartas que obran en mi poder.

Al oír hablar de cartas, el abogado frunció los labios y emitió un sonido agudo, que expresaba compasión y a la vez desprecio.

–Debe tener en cuenta —dijo– que esta clase de asuntos se resuelven por vía eclesiástica, como usted bien sabe. Y a los reverendos padres, en tales casos, les interesa conocer los más nimios detalles —añadió con una sonrisa que expresaba su simpatía por los gustos de los reverendos padres—. No cabe duda de que esas cartas podrían servir como una especie de confirmación parcial, pero las pruebas deben obtenerse de la forma más directa posible, es decir, por medio de testigos. En general, si me honra usted con su confianza, deje que elija yo las medidas que deben emplearse. Quien quiere resultados tiene que aceptar también los medios.

–En tal caso... —replicó Alekséi Aleksándrovich, palideciendo de pronto.

Pero en ese instante el abogado se levantó y se acercó de nuevo a la puerta para responder a una pregunta del pasante, que había vuelto a interrumpirles.

–¡Dígale a esa señora que nosotros no hacemos descuentos! —exclamó, antes de regresar a su lugar.

De camino, atrapó otra polilla con la mayor discreción. «Bueno se me va a quedar este verano el reps», se dijo, frunciendo el ceño.

–¿Qué me estaba diciendo usted...? —preguntó a Alekséi Aleksándrovich.

–Le informaré de mi decisión por carta —respondió Karenin, levantándose y apoyándose en la mesa. Después de una breve pausa, añadió—: De sus palabras deduzco que es posible solicitar el divorcio. Me gustaría que me informara también de sus condiciones.

–Todo es posible, si me concede plena libertad de acción —dijo el abogado, sin responder a la cuestión que le había planteado Alekséi Aleksándrovich—. ¿Cuándo puedo contar con recibir noticias suyas? —preguntó, acercándose a la puerta, con unos ojos tan brillantes como sus botines charolados.

–Dentro de una semana. Y haga usted el favor de comunicarme sus condiciones, en caso de que acepte encargarse del asunto.

–Muy bien.

El abogado se inclinó respetuosamente y dejó salir a su cliente. Una vez solo, se entregó a ese sentimiento de alegría que le embargaba. Tan contento estaba que, en contra de lo que tenía por costumbre, hizo una rebaja en sus honorarios a la señora que regateaba. Hasta dejó de cazar polillas y decidió de una vez por todas que el próximo invierno tapizaría los muebles de terciopelo, como Sigonin.

 

VI

Alekséi Aleksándrovich obtuvo una brillante victoria en la sesión de la comisión celebrada el 17 de agosto, pero las consecuencias de tal victoria le pusieron en un grave aprieto. Siguiendo la propuesta de Alekséi Aleksándrovich, se nombró una nueva comisión para estudiar todos los aspectos de la vida de las minorías raciales, que fue enviada sobre el terreno con extraordinaria presteza y energía. Al cabo de tres meses se presentó un informe. La vida de las minorías se investigó en su aspecto político, administrativo, económico, etnográfico, material y religioso. Cada una de las preguntas formuladas se acompañaba de una respuesta muy bien redactada que no dejaba lugar a las dudas, ya que no eran producto del pensamiento humano, siempre sujeto a errores, sino de la actividad institucional. Todas las respuestas se apoyaban en datos oficiales e informes de gobernadores y obispos, basados en informes de autoridades regionales y arciprestes, que a su vez se habían servido de informes de funcionarios locales y párrocos; en suma, su veracidad estaba por encima de toda sospecha. Por ejemplo, todas las preguntas referentes a las malas cosechas o a la pervivencia de antiguas creencias entre la población, etcétera, que habrían tardado siglos en resolverse de no haber contado con el concurso de la maquinaria oficial, recibían ahora respuesta clara y cumplida. Y las respuestas coincidían con la opinión de Alekséi Aleksándrovich. Pero Strémov, que se había sentido herido en lo vivo en la última sesión, recurrió, al recibir los informes de la comisión, a una táctica que cogió por sorpresa a Alekséi Aleksándrovich. Ganándose la voluntad de algunos miembros, se pasó de pronto al bando de Karenin, y no sólo defendió con calor que se llevaran a cabo sus medidas, sino que propuso otras más extremas, orientadas en la misma dirección. Esas medidas, que iban mucho más allá de lo que Alekséi Aleksándrovich se había propuesto, fueron aceptadas, y entonces se descubrió la estratagema de Strémov. Al llevarlas a sus últimas consecuencias, se revelaron de pronto tan estúpidas que tanto los hombres de Estado como la opinión pública, las señoras inteligentes y los periódicos se lanzaron sobre ellas a una sola voz, expresando su indignación no sólo contra ellas, sino también contra su instigador, Alekséi Aleksándrovich. Strémov, entonces, se apartó, dando a entender que no había hecho más que seguir ciegamente el plan de Karenin, y él mismo se mostró sorprendido y escandalizado de lo que había pasado. Este incidente tuvo unas consecuencias funestas para Alekséi Aleksándrovich. No obstante, a pesar de su delicado estado de salud y de sus desdichas domésticas, no se rindió. En el seno del Comité se produjo una escisión. Algunos de los miembros, con Strémov a la cabeza, justificaron su error diciendo que habían confiado en la comisión investigadora que, dirigida por Alekséi Aleksándrovich, había presentado el informe, que ahora calificaban de absurdo, añadiendo que no valía ni siquiera el papel que se había gastado en su redacción. Alekséi Aleksándrovich, con algunas otras personas que veían el peligro de esa actitud subversiva con respecto a los documentos oficiales, siguió defendiendo los datos que había presentado la comisión investigadora. Como consecuencia de tanta actividad, se produjo en las altas esferas, y también en la sociedad, una enorme confusión: pese a que todo el mundo manifestaba un gran interés, nadie fue capaz de determinar si las minorías gozaban de prosperidad o pasaban apuros y estrecheces. Por culpa de la polémica, y en parte también del desprecio que le había valido la infidelidad de su mujer, Alekséi Aleksándrovich se vio en una situación muy comprometida. Fue entonces cuando tomó una decisión importante. Con gran asombro de la comisión, anunció que iba a solicitar autorización para estudiar el asunto sobre el terreno. Y, una vez obtenido el permiso, partió para aquellas provincias lejanas.

El viaje de Alekséi Aleksándrovich levantó mucho revuelo, tanto más cuanto que, antes de ponerse en camino, renunció oficialmente a la cantidad que el gobierno le había concedido para los doce caballos que necesitaría para llegar a su destino.

–Me parece un gesto muy noble —dijo Betsy a la princesa Miágkaia, refiriéndose a ese detalle—. ¿Por qué asignar dinero para caballos de posta cuando todo el mundo sabe que el tren llega ya a todas partes?

Pero la princesa Miágkaia no estaba de acuerdo, y hasta le irritó la opinión de su amiga.

–Es muy fácil para usted hablar así —repuso—, porque tiene no sé cuántos millones. Pero a mí me gusta mucho que mi marido vaya de inspección en verano. Además de que le encanta viajar, le sienta bien a la salud. Y con ese dinero yo me las arreglo para disponer de carruaje y de cochero.

De camino a esas provincias lejanas, Alekséi Aleksándrovich se detuvo tres días en Moscú.

Al día siguiente de su llegada fue a visitar al gobernador general. En la encrucijada del callejón Gazetni, siempre atestada de coches particulares y de alquiler, oyó de pronto que alguien gritaba su nombre en voz tan alta y alegre que no pudo por menos de volverse. En el borde de la acera, con un abrigo corto a la moda y un sombrero ladeado no menos corto y no menos de moda, Stepán Arkádevich, con una sonrisa que dejaba al descubierto una hilera de dientes blancos entre los labios rojos, y ese aspecto juvenil, radiante y satisfecho, suplicaba insistentemente al cochero que se detuviera. Se agarraba con una mano a la ventanilla de un carruaje que se había detenido, por la que asomaba una cabeza de mujer con un sombrero de terciopelo y dos cabecitas infantiles, y, sin dejar de sonreír, llamaba a su cuñado. La señora sonreía bondadosamente y también le hacía señas con la mano. Era Dolly con los niños.

Alekséi Aleksándrovich no quería ver a nadie en Moscú, y mucho menos al hermano de su mujer. Se descubrió y se dispuso a seguir su camino, pero Stepán Arkádevich ordenó al cochero que se detuviera y corrió a través de la nieve hasta llegar a su lado.

–¿Cómo no te da vergüenza no habernos informado de tu llegada? ¿Hace mucho que has venido? Ayer estuve en el Hotel Dussaux y vi en el registro el nombre de Karenin, pero no se me pasó por la cabeza que pudieras ser tú —dijo Stepán Arkádevich, metiendo la cabeza por la ventanilla del coche—. De haberlo sabido, me habría pasado por tu habitación. ¡Cuánto me alegro de verte! —añadió, golpeándose un pie con el otro para sacudirse la nieve—. ¿Cómo no te da vergüenza no habernos informado de tu llegada? —repitió.

–No he tenido tiempo, estoy muy ocupado —respondió Alekséi Aleksándrovich con sequedad.

–Ven a saludar a mi mujer. Tiene muchas ganas de verte.

Alekséi Aleksándrovich retiró la manta con la que se cubría las piernas ateridas, se apeó del coche y se dirigió, a través de la nieve, al lugar donde estaba el coche de Daria Aleksándrovna.

–¿Qué pasa, Alekséi Aleksándrovich? ¿Por qué nos evita usted de esta manera? —preguntó Dolly, con una triste sonrisa.

–He estado muy ocupado. Me alegro mucho de verla —dijo, aunque el tono de su voz indicaba claramente todo lo contrario—, ¿Cómo está usted?

–¿Y qué es de mi querida Anna?

Alekséi Aleksándrovich farfulló algo e hizo ademán de marcharse. Pero Stepán Arkádevich lo retuvo.

–Mira lo que vamos a hacer mañana. ¡Dolly, invítale a comer! Llamaremos a Kóznishev y a Pestsov para que departas con los intelectuales moscovitas.

–Le ruego que venga —dijo Dolly—. Le esperamos a las cinco, o a las seis, si lo prefiere. Pero ¿cómo está mi querida Anna? Hace tanto tiempo...

–Está bien —farfulló Alekséi Aleksándrovich, frunciendo el ceño—. ¡Encantado de verla! —añadió, y se dirigió a su carruaje.

–¿Vendrá usted? —gritó Dolly.

Alekséi Aleksándrovich dijo algo que Dolly no llegó a entender por culpa del rumor del tráfico.

–¡Pasaré a verte mañana! —le gritó Stepán Arkádevich.

Alekséi Aleksándrovich subió al coche y se acurrucó en un rincón, como si no quisiera ver ni ser visto.

–¡Qué tipo tan raro! —le dijo Stepán Arkádevich a su mujer. A continuación consultó el reloj, hizo un gesto cariñoso dirigido a su mujer y a sus hijos y echó a andar por la acera con paso resuelto.

–¡Stiva! ¡Stiva! —gritó Dolly, ruborizándose.

Oblonski se dio la vuelta.

–Tengo que comprarle un abrigo a Grisha y otro a Tania. ¡Dame dinero!

–No te preocupes. Di que ya lo pagaré yo.

Y, después de saludar con una alegre inclinación de cabeza a un conocido que pasaba en coche, se perdió entre la multitud.

 

VII

Al día siguiente era domingo. Stepán Arkádevich acudió al ensayo de un ballet en el Teatro Bolshói y ofreció a Masha Chíbisova, una bailarina muy bonita que había sido contratada recientemente por recomendación suya, un collar de coral que le había prometido la víspera. Aprovechándose de la semioscuridad que reinaba entre bastidores, se las ingenió para besar su bella carita, que resplandecía de alegría por el regalo. Además de entregarle el regalo, quería concertar una cita para después de la representación. Le anunció que no le sería posible asistir al comienzo de la función, pero prometió llegar a tiempo para el último acto y llevarla a cenar. Desde el teatro, Stepán Arkádevich se dirigió en coche al mercado Ojotni, donde eligió el pescado y los espárragos para la comida. A las doce ya estaba en el Dussaux, donde tenía que visitar a tres personas que, por suerte para él, se alojaban en el mismo hotel: Levin, que había llegado hacía poco del extranjero; su nuevo jefe, al que acababan de nombrar para ese alto cargo y que había ido a Moscú en viaje de inspección; y su cuñado Karenin, a quien quería llevar sin falta a comer a su casa.

Stepán Arkádevich era aficionado a la buena mesa, pero lo que más le gustaba era ofrecer comidas, no tanto copiosas como refinadas, y no sólo en lo relativo a las viandas y la bebida, sino también a la elección de los invitados. El menú de la comida de ese día era de su especial agrado: se servirían percas recién pescadas, espárragos y la piece de résistance, 69un rosbif sencillo pero magnífico, todo ello regado de vinos apropiados. Los invitados serían Kitty y Levin, a los que acompañarían, para que la cosa no pareciera demasiado premeditada, otra prima y el joven Scherbatski. En cuanto a la piece de résistancede los invitados, la constituían Serguéi Kóznishev, moscovita y filósofo, y Alekséi Aleksándrovich, petersburgués y práctico. También asistiría el excéntrico y entusiasta Pestsov, hombre liberal, hablador, músico e historiador, el más simpático de los jovencitos de cincuenta años, que haría las veces de salsa o guarnición de Kóznishev y Karenin. Sería el encargado de incitarlos y azuzarlos.

La idea de la comida complacía a Stepán Arkádevich desde todos los puntos de vista. Había recibido el dinero correspondiente al segundo plazo de la venta del bosque y aún no lo había gastado; además, Dolly se mostraba muy cariñosa y afable en los últimos tiempos. En general, su estado de ánimo no podía ser mejor. Había dos circunstancias un tanto desagradables, pero eran apenas dos gotas de agua en el mar de alegría jubilosa que inundaba su alma. En primer lugar, la víspera, cuando se encontró con Alekséi Aleksándrovich, notó que lo trataba con sequedad y rudeza; a partir de ahí, relacionando la expresión de su cuñado y el hecho de que no los hubiera visitado ni anunciado su llegada con los rumores que había oído sobre Anna y Vronski, adivinó que algo no marchaba bien entre su hermana y su marido.


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