Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Tanto para Levin como para el muchacho que iba detrás de él, esos cambios de movimiento planteaban dificultades. Ambos, una vez encontrado un buen ritmo, se enfrascaban en el trabajo y se sentían incapaces de cambiar de postura y observar al mismo tiempo lo que tenían delante.
Levin no se daba cuenta de cómo pasaba el tiempo. Si le hubieran preguntado cuánto llevaba segando, habría respondido que media hora; en realidad, era casi ya la hora de comer. Al volver por la hilera que acababan de segar, el anciano señaló a Levin unos niños, apenas visibles, que se acercaban desde distintos puntos, tanto por el camino como por la alta hierba, llevando una carga demasiado pesada para sus bracitos: hatillos de pan y jarras de kvastapadas con trapos.
–Ya vienen por ahí esos mosquitos —dijo, señalándolos y, protegiéndose los ojos con la mano, comprobó la posición del sol.
Después de segar otras dos franjas, el anciano se detuvo.
–¡Bueno, señor, es hora de comer! —dijo con determinación.
Cuando llegaron al río, los segadores atravesaron las hileras y se dirigieron al lugar donde habían dejado los caftanes. Allí les esperaban los niños con la comida. Los campesinos que estaban más lejos se reunieron al pie de los carros, los que estaban más cerca, a la sombra de unos sauces, tras cubrir el suelo de hierba.
Levin se sentó con ellos. No tenía ganas de irse.
Desde hacía ya un buen rato los campesinos no se sentían turbados en presencia de su amo. Ahora se disponían a comer. Algunos se estaban lavando, los jóvenes se bañaban en el río, otros preparaban un lugar para descansar, desataban los saquitos de pan, destapaban las jarras de kvas. El anciano desmigó el pan en una escudilla, lo aplastó con el mango de la cuchara, vertió agua de la cantimplora, partió más pan, le añadió sal y se puso a rezar vuelto hacia oriente.
–¿Qué, señor, quiere probar mis migas? —preguntó, arrodillándose delante de la escudilla.
Las migas estaban tan ricas que Levin decidió no ir a casa. Comió con el anciano y dejó que le confiara sus asuntos, en los que mostró un vivo interés, y a su vez le habló de los suyos, ofreciéndole todos los detalles que pudieran excitar su curiosidad. Se sentía más a gusto con él que con su hermano, y la simpatía que le inspiraba hacía que sus labios sonrieran sin querer. El anciano volvió a ponerse de pie, rezó y se tendió allí mismo, a la sombra de un arbusto, apoyando la cabeza en un improvisado almohadón de hierba. Levin hizo lo mismo. A pesar de que las moscas y los insectos, molestos y tenaces a la luz del sol, le hacían cosquillas en la cara y el cuerpo cubiertos de sudor, se quedó dormido en seguida y no se despertó hasta que el sol, ya al otro lado del arbusto, empezaba a darle de lleno. El viejo se había levantado hacía un buen rato y estaba afilando las guadañas de los mozos.
Levin miró a su alrededor y no reconoció el lugar: tanto había cambiado. La inmensa extensión del prado, segado en su totalidad, brillaba con un resplandor nuevo, distinto, con los fragantes haces de heno bajo los rayos oblicuos del sol poniente. Todo parecía completamente nuevo: los arbustos de la ribera, con la hierba segada alrededor; el río, antes invisible, y ahora relumbrante como el acero en sus meandros; los campesinos que se removían y se levantaban, la alta muralla de hierba en la parte del prado sin segar, los azores que sobrevolaban ese vasto espacio desnudo. Después de desperezarse, Levin se puso a calcular cuánto habían segado y cuánto podían hacer todavía esa jornada.
Era un trabajo descomunal para cuarenta y dos hombres. Habían segado todo el prado grande, que en tiempos de la servidumbre habría requerido la participación de treinta campesinos y dos días enteros. Sólo quedaban por segar los extremos, en donde las hileras eran muy cortas. Pero Levin quería avanzar lo más posible ese día; por eso le contrariaba que el sol se pusiera tan pronto. No sentía ningún cansancio. Sólo quería reanudar el trabajo cuanto antes y hacer lo más posible.
–¿Qué te parece? ¿Nos dará tiempo a segar el Otero de Mashka? —le preguntó al anciano.
–Será lo que Dios quiera, pero el sol no está muy alto. Tal vez si ofrece un poco de vodka a los muchachos...
Durante la merienda, cuando los campesinos hicieron otro alto y los que fumaban encendieron sus cigarrillos, el anciano anunció a los mozos que si segaban el Otero de Mashka habría vodka.
–¿Y por qué no? ¡Vamos Tit! ¡Lo segaremos en un santiamén! Ya tendremos tiempo de comer por la noche. ¡Vamos! —dijeron algunas voces.
Y, nada más terminar el pan, se pusieron en marcha.
–¡Venga, muchachos! ¡Andando! —dijo Tit y, echando a correr, se puso a la cabeza de todos.
–¡Rápido, rápido! —le dijo el anciano, saliendo tras él y alcanzándolo sin ningún esfuerzo—. ¡Cuidado! ¡No vayas a cortarte!
Jóvenes y viejos se pusieron a segar con todas sus fuerzas. Pero, a pesar de su rapidez, no estropeaban la hierba, que caía con la misma regularidad y precisión de antes. Les bastaron cinco minutos para segar una pequeña parcela que había quedado en un extremo. Antes de que los últimos segadores tuvieran tiempo de terminar su fila, los primeros ya se habían echado el caftán al hombro y se dirigían, atravesando el camino, al Otero de Mashka.
Cuando se internaban en el boscoso barranco del Otero de Mashka, acompañados del tintineo de las cantimploras, el sol ya se ponía detrás de los árboles. En medio de la hondonada, la hierba, blanda, tierna, de anchas hojas, con pensamientos diseminados aquí y allá, llegaba a la altura de la cintura.
Después de deliberar unos instantes sobre si era mejor guadañar a lo largo o a lo ancho, Prójor Yermilin, un campesino moreno y enorme, también reputado segador, se puso a la cabeza. Terminó la primera franja y volvió sobre sus pasos. Alineados detrás de él, los campesinos fueron segando ladera abajo hasta llegar al fondo de la hondonada y luego subieron por la ladera opuesta hasta llegar al lindero del bosque. El sol se ponía detrás de los árboles y empezaba a notarse ya el relente. Sólo los hombres que se encontraban en lo alto de la colina segaban al sol; abajo, donde empezaba a levantarse una especie de neblina, así como en el lado opuesto, se movían en la sombra fresca, impregnada de humedad. El trabajo estaba en su apogeo.
La hierba caía con un sonido leve y se apilaba en altos haces, que desprendían un intenso olor. Algo apretados en las cortas hileras, acompañados del tintineo de las cantimploras, el rumor de las guadañas al chocar y el chirrido de las piedras al afilarlas, los segadores se alentaban unos a otros con alegres gritos.
Levin ocupaba el mismo lugar de antes, entre el muchacho joven y el anciano. Este último, que se había puesto la zamarra de piel de cordero, seguía dando muestras de jovialidad, buen humor y agilidad. En el bosque se encontraban a cada paso boletos de gran tamaño, ocultos entre la jugosa hierba, que los segadores cortaban con las guadañas. Pero el anciano, cada vez que se encontraba una seta, se inclinaba, la cogía y se la guardaba, al tiempo que murmuraba: «Otra golosina para mi vieja».
Aunque era fácil guadañar la hierba húmeda y tierna, resultaba muy fatigoso subir y bajar por las empinadas laderas del barranco. Pero al anciano parecía no importarle. Seguía blandiendo la guadaña de la misma manera, dando pasos pequeños y firmes con sus grandes chanclos, subiendo despacio por la pronunciada pendiente, y, aunque temblaba con todo el cuerpo y los calzones le colgaban por debajo de la camisa, no dejaba escapar ni una brizna de hierba, ni una sola seta, y seguía bromeando con sus compañeros y con su señor. Levin iba detrás de él, diciéndose a cada momento que jamás podría subir, guadaña en mano, por esa escarpadura por la que ya resultaba difícil trepar con las manos libres. Pero seguía escalando y haciendo lo que debía. Tenía la impresión de que una fuerza exterior le sostenía.
VI
Una vez segadas las últimas hileras del Otero de Mashka, los campesinos se pusieron los caftanes y emprendieron alegres el camino de regreso. Levin subió a su caballo, se despidió de ellos con pesar y se dirigió a casa. Al llegar a lo alto de la colina se volvió. La niebla que subía del fondo se los tapaba, pero oía sus voces broncas y joviales, sus carcajadas, el ruido de las guadañas al entrechocar.
Hacía ya un buen rato que Serguéi Ivánovich había terminado de comer. Se había retirado a su habitación, donde bebía agua con limón y hielo, mientras hojeaba los periódicos y las revistas que acababan de llegar por correo. Levin, con los cabellos alborotados y pegados a la frente por el sudor, el pecho y la espalda sucios y húmedos, irrumpió en el cuarto lanzando animadas exclamaciones:
–¡Hemos segado todo el prado! ¡No puedes imaginarte lo bien que hemos trabajado! Y tú ¿qué tal lo has pasado? —preguntó Levin, que ya se había olvidado por completo de la desagradable conversación de la víspera.
–¡Cielos, qué pinta tienes! —dijo Serguéi Ivánovich, mirando a su hermano con reprobación—. ¡La puerta, cierra la puerta! —gritó—. Ha debido entrar por lo menos una docena.
Serguéi Ivánovich no soportaba las moscas. Sólo abría las ventanas de noche y tenía siempre la puerta cuidadosamente cerrada.
–Te juro que no ha entrado ni una. Y si, por casualidad, se ha colado alguna, la cazaré. ¡No puedes imaginarte qué bien lo he pasado! ¿Y a ti cómo te ha ido?
–Muy bien. Pero ¿de verdad has estado todo el día segando? Supongo que tendrás un hambre de lobo. Kuzmá te ha preparado la comida.
–No, no tengo hambre. He comido allí. Pero voy a ir a lavarme.
–Sí, vete, vete. Nos vemos dentro de un rato —dijo Serguéi Ivánovich, moviendo la cabeza y mirando a su hermano—. Vamos, vete ya —añadió, sonriendo, y, recogiendo sus libros, se dispuso a acompañarlo. Se había puesto alegre de repente y no quería separarse de él—. ¿Y dónde te metiste cuando se puso a llover?
–¿A llover? Sólo cayeron cuatro gotas. Vuelvo en seguida. Entonces ¿lo has pasado bien? ¡Estupendo!
Y Levin fue a cambiarse de ropa.
Al cabo de cinco minutos los hermanos se reunieron en el comedor. Levin creía que no tenía hambre y sólo se sentó a la mesa para no disgustar a Kuzmá, pero lo cierto es que, desde el primer bocado, la comida le pareció muy apetitosa. Serguéi Ivánovich le contemplaba con una sonrisa en los labios.
–Ah, ha llegado una carta para ti —dijo—. Kuzmá, haz el favor de ir a buscarla abajo. Pero asegúrate de cerrar bien la puerta.
La carta era de Oblonski. Levin la leyó en voz alta. Su amigo le escribía desde San Petersburgo: «He recibido una carta de Dolly, que está en Yergushovo. Por lo visto, no le sale nada a derechas. Te ruego que vayas a verla y la ayudes con algún consejo, ya que tú lo sabes todo. Se alegrará mucho de verte. Está completamente sola, la pobre. Mi suegra y todos los demás siguen todavía en el extranjero».
–¡Estupendo! Iré a verla sin falta —dijo Levin—. Podías venir conmigo. Es una mujer encantadora, ¿verdad?
–¿Queda muy lejos?
–A unas treinta verstas. Tal vez cuarenta. Pero la carretera es excelente. Llegaremos en seguida.
–Muy bien —dijo Serguéi Ivánovich, sin dejar de sonreír. La presencia de su hermano menor le comunicaba una alegría irreprimible—. ¡Vaya apetito tienes! —exclamó, contemplando a Levin que, con el rostro y el cuello enrojecidos y tostados por el sol, se inclinaba sobre el plato.
–¡Excelente! No te imaginas lo útil que es este régimen de vida contra toda clase de locuras. Me propongo enriquecer la medicina con un nuevo término: Arbeitscur. 44
–Por lo que veo, tú no lo necesitas.
–No, pero ayuda a corregir muchos desarreglos nerviosos.
–Pues habrá que probarlo. Tenía intención de ir a ver cómo segabas, pero el calor era tan insoportable que no pasé del bosque. Me senté allí un rato y luego me dirigí a la aldea, donde me encontré con tu antigua nodriza. Traté de sondearla para ver qué opinan los campesinos de tu comportamiento. Por lo que me ha parecido entender, no lo aprueban. Me dijo: «No es un trabajo de señores». Me da la impresión de que el pueblo, en general, tiene una idea muy clara y precisa de lo que los señores deben y no deben hacer. Y no les gusta que se salgan de los límites que ha fijado su criterio.
–Puede ser. Pero esa actividad me procura un placer que no he experimentado en mi vida. Y no le hago mal a nadie, ¿no es verdad? —respondió Levin—. ¡Qué le vamos a hacer si no les gusta! En cualquier caso, me parece que no tiene la menor importancia, ¿no crees?
–Veo que estás muy satisfecho del día de hoy —prosiguió Serguéi Ivánovich.
–Sí, mucho. Hemos segado todo el prado. ¡Y he conocido a un anciano muy simpático! ¡No puedes imaginarte lo agradable que es!
–Vamos, que lo has pasado bien. Pues yo también. En primer lugar, he resuelto dos problemas de ajedrez, uno de ellos muy entretenido: una apertura de peón. Ya te lo enseñaré. Luego estuve pensando en nuestra conversación de ayer.
–¿Qué? ¿En nuestra conversación de ayer? —preguntó Levin, incapaz de acordarse de la conversación a la que se refería su hermano. A continuación entornó los ojos con expresión de felicidad y resopló, satisfecho, al parecer, de la comida.
–He llegado a la conclusión de que, en parte, tienes razón. Nuestro desacuerdo se debe a que tú propones el interés personal como móvil de nuestras acciones, mientras yo afirmo que cualquier hombre con cierto grado de cultura debe tener presente el bien general. Puede que tengas razón al preferir una actividad material interesada. Lo cierto es que tu naturaleza es demasiado prime-sautière, 45como dicen los franceses. Si una actividad no es impetuosa y enérgica, te deja indiferente.
Levin escuchaba a su hermano sin entender una palabra. La verdad es que ni siquiera lo intentaba. Lo único que temía es que le hiciera alguna pregunta que pusiese de manifiesto que no le estaba escuchando.
–Así es, amigo mío —dijo Serguéi Ivánovich, tocándole el hombro.
–Sí, desde luego. En cualquier caso, no voy a insistir en mis argumentos —replicó Levin, con una sonrisa infantil y cierto aire de culpabilidad. «¿De qué habremos estado discutiendo? —pensaba—. Es evidente que los dos teníamos razón, así que no hay más que hablar. Tengo que ir al despacho a dar las disposiciones para mañana.»
Se levantó, se desperezó y sonrió.
Serguéi Ivánovich también sonrió.
–Si quieres dar una vuelta, podemos ir juntos —dijo, pues no le apetecía separarse de su hermano, que rebosaba de energía y vitalidad—. Y pasaremos por tu despacho, si tienes que ir por allí.
–¡Ah, Dios mío! —gritó de repente Levin con voz tan fuerte que Serguéi Ivánovich se asustó.
–¿Qué ocurre?
–¿Cómo tiene la mano Agafia Mijáilovna? —preguntó Levin, dándose un golpe en la frente—. Me he olvidado por completo.
–Mucho mejor.
–De todos modos voy a ir a verla. Antes de que tengas tiempo de ponerte el sombrero, ya habré vuelto.
Y bajó a toda prisa las escaleras, los tacones retumbando en los peldaños como una carraca.
VII
Stepán Arkádevich, cogiendo casi todo el dinero que había en la casa, se fue a San Petersburgo a cumplir con una obligación natural y necesaria, tan comprensible para los funcionarios como incomprensible para las personas ajenas a la administración, y sin la cual no se puede entender el servicio público; a saber, hacerse recordar en el Ministerio. Una vez cumplida su misión, pasó el tiempo de la manera más alegre y agradable en las carreras y las casas de verano. Mientras tanto, Dolly se trasladó al campo con los niños para aligerar los gastos en la medida de lo posible. Se había instalado en Yergushovo, hacienda que había recibido como dote, la misma cuyo bosque habían vendido en primavera y que distaba cincuenta verstas de Pokróvskoie, la aldea de Levin.
La vieja casa señorial estaba en ruinas desde hacía mucho tiempo. El príncipe se había contentado con reparar y ampliar uno de los pabellones. Veinte años atrás, cuando Dolly no era más que una niña, ese pabellón disponía de habitaciones espaciosas y cómodas, a pesar de que, como es habitual en esa clase de construcciones, se había levantado a un lado de la avenida principal y se orientaba al mediodía. Pero ahora estaba viejo y deteriorado. Cuando Stepán Arkádevich fue en primavera para vender el bosque, Dolly le pidió que echara un vistazo a la casa y diera las disposiciones oportunas para que repararan todo lo necesario. Stepán Arkádevich, como todos los maridos que se sienten culpables, se preocupaba mucho del bienestar material de su esposa, así que inspeccionó la casa y mandó que se llevaran a cabo las mejoras que juzgó indispensables. En su opinión, había que tapizar de cretona todos los muebles, poner cortinas, limpiar el jardín, construir un puente en el estanque y plantar flores; pero se olvidó de cosas mucho más importantes, cuya ausencia supondría más tarde un serio quebradero de cabeza para Daria Aleksándrovna.
Por más que se esforzara en ser un buen marido y un padre de familia ejemplar, Stepán Arkádevich dejaba siempre en segundo plano las necesidades de su mujer y de sus hijos. Tenía los gustos de un hombre soltero y a ellos se atenía. Una vez de regreso en Moscú, anunció con orgullo a Dolly que ya estaba todo dispuesto, que la casa había quedado de fábula, y le aconsejó encarecidamente que fuese. La marcha de su mujer al campo le resultaba muy agradable en todos los sentidos: los niños llevarían una vida más sana, se reducirían los gastos y él gozaría de mayor libertad. En cuanto a Daria Aleksándrovna, consideraba indispensable que los niños pasasen el verano en el campo, sobre todo la niña, que no acababa de recuperarse de la escarlatina; además, de ese modo se libraría de las pequeñas humillaciones que la atormentaban, como las enojosas discusiones con el proveedor de leña, el pescadero y el zapatero, que reclamaban las cantidades que les adeudaban. Y por encima de todo, tenía la esperanza de atraer a su hermana Kitty, que debía regresar del extranjero a mediados del verano, pues los médicos le habían prescrito baños de río. Kitty le había escrito desde el balneario que nada le apetecía más que pasar el verano con ella en Yergushovo, donde ambas revivirían tantos recuerdos de infancia.
En un primer momento la vida en la aldea fue muy penosa para Dolly. Había pasado largas temporadas en la infancia, y desde entonces le había quedado la impresión de que el campo constituía una especie de refugio contra los sinsabores de la ciudad; esperaba llevar una vida, si no elegante (algo que no le importaba), al menos cómoda y poco costosa: no se carecía de nada, todo resultaba barato y estaba al alcance de la mano, y los niños lo pasaban bien. Pero ahora, al volver como cabeza de familia, se dio cuenta de que las cosas eran muy distintas de lo que había imaginado.
Al día siguiente de su llegada llovió a cántaros, y por la noche se abrieron tales goteras en el pasillo y la habitación de los niños que hubo que sacar las camas al comedor. No pudieron encontrar una cocinera para la servidumbre; según dijo la vaquera, de las nueve vacas, unas estaban a punto de parir, otras tenían la primera ternera, otras eran demasiado viejas y a las demás costaba mucho ordeñarlas. Por tanto, ni siquiera para los niños habría suficiente leche y mantequilla. No había huevos. No era posible conseguir pollos, así que tenían que asar y cocer gallos viejos, de carne morada y fibrosa. No había manera de encontrar mujeres para que fregaran los suelos, ya que todas estaban ocupadas con la recolección de la patata. Tampoco se podían dar paseos en coche porque uno de los caballos se encabritaba y no se dejaba enganchar. No había dónde bañarse, pues el ganado había pisoteado toda la orilla, que además daba al camino. Ni siquiera se podía pasear, ya que los animales se metían en el jardín por una valla rota, y había un toro terrible que mugía y podía cornear a alguien. No disponían de suficientes armarios para la ropa, y los pocos que había no cerraban bien y se abrían solos cuando alguien pasaba a su lado. Faltaban ollas y cazuelas en la cocina, no había calderos en el lavadero, ni siquiera una tabla de planchar en el cuarto de las criadas.
Al principio Daria Aleksándrovna estaba desesperada: en lugar de la tranquilidad y el descanso que había esperado encontrar, tuvo que hacer frente a lo que, desde su punto de vista, eran terribles calamidades. A pesar de sus ímprobos esfuerzos, se daba cuenta de que la situación no tenía arreglo, y apenas podía contener las lágrimas que a cada momento asomaban a sus ojos. La hacienda se hallaba bajo la supervisión de un antiguo sargento de caballería, que hasta entonces había desempeñado funciones de portero. A Stepán Arkádevich le había caído en gracia por su prestancia y sus maneras respetuosas y lo había nombrado administrador. Ese hombre no mostraba ninguna preocupación por las calamidades de Daria Aleksándrovna y le decía con la mayor cortesía: «Con esta maldita gente no hay manera de hacer nada», y no le prestaba la menor ayuda.
La situación parecía desesperada. Pero en casa de los Oblonski, como sucede en casi todas las familias, había una persona de aspecto insignificante, pero muy valiosa y útil: Matriona Filimónovna. Consolaba a la señora, le aseguraba que todo «se enderezaría» (una expresión suya que Matvéi había adoptado) y actuaba sin apresurarse ni perder la calma.
Inmediatamente se hizo amiga de la mujer del administrador. El mismo día de su llegada tomó el té con ellos bajo las acacias, y se ocupó de todos los asuntos. Pronto en ese mismo lugar se formó el club de Matriona Filimónovna, compuesto por la mujer del administrador, el stárosta 46y el escribiente. Poco a poco, todas las dificultades de la vida empezaron a resolverse, y al cabo de una semana no quedó ya ninguna duda de que todo «se había enderezado». Repararon el tejado, encontraron una cocinera, comadre del stárosta, compraron gallinas, las vacas empezaron a dar leche, taparon la valla con unas estacas, el carpintero hizo un rodillo para escurrir la ropa, pusieron ganchos en los armarios, que dejaron de abrirse solos, instalaron una tabla de planchar, forrada de paño de uniforme militar, entre el brazo de un sillón y la cómoda, y en la habitación de las criadas empezó a oler a planchas calientes.
–¡Ya lo ve! ¡Y estaba usted desesperada! —dijo Matriona Filimónovna, señalando la tabla.
Hasta levantaron una caseta de baños de paja, lo que permitió que Lily empezara a bañarse. De ese modo Daria Aleksándrovna vio satisfechas, hasta cierto punto, sus esperanzas de llevar en el campo una vida, si no sosegada, al menos cómoda. En realidad, con seis niños a su cargo, Daria Aleksándrovna no podía estar tranquila. Uno se ponía malo, otro también corría el riesgo de enfermar, a éste le faltaba alguna cosa, aquél daba muestras de mal carácter, etcétera. Rara vez disfrutaba de algún breve período de calma. Por otro lado, esas inquietudes y quehaceres constituían su única felicidad posible. De no haber sido por ellas, no habría podido pensar más que en una cosa: en que su marido no la quería. Tampoco había que olvidar que esos mismos niños, cuya salud o malas inclinaciones tanto la preocupaban, la compensaban de las penas con pequeñas alegrías. A veces eran tan minúsculas que apenas se veían, como pepitas de oro en la arena. En los momentos malos sólo veía las penas, la arena; pero había también momentos buenos, en que sólo veía las alegrías, el oro.
Ahora, en la soledad del campo, era cada vez más consciente de esas alegrías. A menudo, contemplando a sus hijos, hacía cuanto podía por convencerse de que estaba equivocada, de que su condición de madre le impedía ser imparcial, pero al final acababa diciéndose que eran todos maravillosos, cada uno a su manera, que sería difícil encontrar otros seis niños así. Y entonces se sentía feliz y orgullosa.
VIII
A finales de mayo, cuando ya estaba todo más o menos arreglado, Oblonski respondió a las quejas que le había expresado su mujer por las condiciones en que se había encontrado la casa. En su carta le pedía perdón por no haber pensado en todo y le prometía que iría por allí a la primera oportunidad. Pero, como esa oportunidad no se presentaba nunca, Daria Aleksándrovna tuvo que vivir sola en la finca hasta principios de junio.
Un domingo, durante la vigilia de San Pedro, decidió llevar a misa a todos sus hijos para que comulgaran. En sus conversaciones íntimas y filosóficas con su hermana, su madre y sus amigos, Dolly solía sorprender a todos por sus ideas avanzadas en materia de religión. Tenía una religión propia y extraña, la metempsicosis, en la que creía firmemente, y apenas se preocupaba de los dogmas de la Iglesia. Pero en el seno de su familia cumplía escrupulosamente con todos los mandamientos de la Iglesia, y no sólo por dar ejemplo, sino de todo corazón. Le inquietaba mucho que los niños no hubiesen comulgado durante casi un año y, con gran alegría y satisfacción de Matriona Filimónovna, decidió que lo hicieran ahora en verano.
Llevaba varios días pensando qué ropa ponerle a los niños. Habían cosido, transformado y lavado los vestidos, habían soltado las costuras y los volantes, habían pegado los botones y preparado las cintas. El vestido de Tania, del que se encargó la inglesa, le dio muchos quebraderos de cabeza. La inglesa se había equivocado con las costuras, había hecho demasiado grandes las sisas y había estropeado la prenda. A Tania le quedaba tan apretado a la altura de los hombros que daba pena verla. Pero a Matriona Filimónovna se le ocurrió ponerle unas piezas de tela y añadir una esclavina. Los arreglos quedaron bien, pero estuvieron a punto de discutir con la inglesa. Por la mañana todo estaba dispuesto, y a eso de las nueve —le habían pedido al sacerdote que no empezara el oficio hasta esa hora– los niños, de punta en blanco y resplandecientes de alegría, esperaban a su madre en la escalinata, delante del coche.
Gracias a la intervención de Matriona Filimónovna habían enganchado a Burei, el caballo del administrador, en lugar del arisco Vorona. Daria Aleksándrovna, que se había entretenido arreglándose, apareció por fin con su vestido blanco de muselina.
Se había peinado y vestido con esmero y cierto nerviosismo. Antes se arreglaba para su propia satisfacción, para estar guapa y gustar a los demás; después, a medida que pasaban los años, ese cometido se le fue haciendo cada vez más enojoso. Se daba cuenta de que su belleza se iba ajando. Pero ahora había recuperado ese interés, esa emoción. No lo hacía por sí misma ni para realzar su belleza, sino porque era la madre de esos niños encantadores y no quería estropear la impresión de conjunto. Después de mirarse por última vez en el espejo, se quedó satisfecha de su aspecto. Estaba muy guapa. No tanto como antaño, cuando iba a los bailes, pero sí lo bastante para el fin que se había propuesto.
En la iglesia no había más que algunos campesinos y criados, acompañados de sus mujeres. Pero Daria Aleksándrovna veía, o creía ver, la admiración que despertaban tanto sus hijos como ella. Los niños no sólo estaban guapísimos con sus trajes de domingo, sino que se portaban de maravilla. Es verdad que Aliosha se volvía cada dos por tres para ver su chaquetita por detrás, pero de todos modos era encantador. Tania parecía una persona mayor y vigilaba a los pequeños. En cuanto a Lily, la menor, con qué ingenua sorpresa lo contemplaba todo. Después de comulgar, apenas pudieron contener una sonrisa cuando dijo en inglés:
– Please, some more. 47
En el camino de regreso, los niños tenían la impresión de que habían asistido a un acontecimiento solemne y estaban muy serios.
En casa todo iba bien, pero en el desayuno Grisha empezó a silbar y, lo que es aún peor, desobedeció a la inglesa, lo que le valió quedarse sin postre. De haber estado presente, Daria Aleksándrovna no habría permitido que se le castigara un día como aquél, pero no le quedó otro remedio que respaldar la decisión de la institutriz. Ese incidente empañó un tanto la alegría general.
Grisha lloraba, decía que Nikólenka también había silbado y que en cambio a él no lo habían castigado, y añadía que no lloraba porque lo hubieran dejado sin postre —poco le importaba eso—, sino porque habían sido injustos. A Daria Aleksándrovna le dio tanta pena que decidió hablar con la inglesa para que lo perdonara. Con esa intención se dirigió a su habitación. Pero, al pasar por la sala, contempló una escena que le embargó de alegría y ella misma perdonó al pilluelo.
Tania, con un plato en la mano, estaba delante de Grisha, que se había sentado en el alféizar de la ventana del rincón. Con el pretexto de dar de comer a las muñecas, Tania le había pedido a la inglesa que le permitiera llevar su ración de tarta a la habitación de los niños, y ahora se la ofrecía a su hermano. Sin dejar de llorar por la injusticia del castigo, Grisha comía la tarta, mientras decía entre sollozos:
–Come también tú. Nos la comeremos juntos... juntos.
Al principio Tania sintió pena de su hermano; luego, la conciencia de su buena acción hizo que a sus ojos asomaran algunas lágrimas. En cualquier caso, no renunció a su porción de la tarta.
Al ver a su madre, ambos se asustaron, pero, en cuanto repararon en la expresión de su cara, se dieron cuenta de que no estaban haciendo nada malo y se echaron a reír. Con las bocas llenas de tarta, trataron de limpiarse los labios sonrientes con las manos y se embadurnaron de lágrimas y mermelada sus rostros resplandecientes.
–¡Dios mío! ¡El vestido blanco nuevo! ¡Tania! ¡Grisha! —decía la madre, tratando de que los trajes no se mancharan, pero con lágrimas de felicidad en los ojos y una alegre sonrisa.
Les quitaron los vestidos nuevos, ordenaron a las niñas que se pusieran las blusas y a los chicos las chaquetitas viejas, y dieron disposiciones para que prepararan el coche, otra vez con Burei en las varas, para gran disgusto del administrador, pues se disponían a ir a buscar setas y a bañarse. En la habitación de los niños los gritos alborozados no se apagaron hasta que partieron.
Llenaron una cesta entera de setas; hasta Lily encontró una. Al principio era Miss Hull quien se las señalaba, pero luego ella misma encontró una enorme. Por todas partes se oyeron exclamaciones de entusiasmo: «¡Lily ha encontrado una seta!».