Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Luego se dirigieron a la orilla, dejaron los caballos bajo los abedules y entraron en la caseta de baños. El cochero Terenti, después de atar a los caballos, que espantaban las moscas con el rabo, se tendió a la sombra de un árbol, aplastando la hierba, y encendió su pipa. Desde la caseta le llegaba un rumor incesante de alegres gritos infantiles.
A pesar del trabajo que suponía vigilar a los niños y evitar sus travesuras, y de lo difícil que resultaba no mezclar ni confundir todas esas medias, pantalones y zapatos de diferentes medidas, así como desatar, desabrochar y volver a atar tantas cintas y botones, Daria Aleksándrovna, que siempre había sido partidaria de los baños, pues los consideraba saludables, disfrutaba muchísimo bañándose con sus hijos. Le proporcionaba un enorme placer coger esos piececitos rollizos, ponerles las medias, cogerlos en brazos, meter en el agua esos cuerpecillos desnudos, oír sus gritos, tan pronto alegres como asustados, y ver los rostros sofocados, con ojos como platos, risueños y temerosos, de esos querubines, que chapoteaban en el agua.
Cuando la mitad de los niños ya se había vestido, algunas campesinas endomingadas, que habían estado recogiendo euforbio y angélica, se acercaron a la caseta y se detuvieron con aire cohibido. Matriona Filimónovna llamó a una de ellas para que pusiera a secar una sábana y una camisa que se habían caído al agua, y Daria Aleksándrovna se puso a hablar con ellas. Al principio las mujeres se reían tapándose la boca, porque no entendían las preguntas, pero poco a poco fueron dejando a un lado su timidez y se atrevieron a hacer algún comentario, granjeándose las simpatías de Daria Aleksándrovna por los sinceros elogios que hicieron de sus hijos.
–¡Mira qué bonita! ¡Es blanca como el azúcar! —dijo una de ellas, mirando a Tania con admiración, al tiempo que movía la cabeza—. Pero qué delgada está...
–Sí, ha estado enferma.
–¿Y éste también se ha bañado? —preguntó otra, refiriéndose al niño de pecho.
–No, sólo tiene tres meses —respondió con orgullo Daria Aleksándrovna.
–¡Fíjate!
–Y tú ¿tienes hijos?
–He tenido cuatro, pero sólo me quedan dos: un niño y una niña. La he destetado por Carnaval.
–¿Y qué edad tiene?
–Más de un año.
–¿Por qué le has dado el pecho tanto tiempo?
–Es nuestra costumbre: tres Cuaresmas...
La conversación fue de lo más interesante para Daria Aleksándrovna, que siguió haciendo preguntas: ¿cómo fue el parto? ¿De qué había enfermado el niño? ¿Dónde estaba su marido? ¿Iba a verla a menudo?
A Daria Aleksándrovna no le apetecía separarse de esas mujeres. Le había agradado mucho conversar con ellas, pues compartían los mismos intereses. Lo que más le complacía era que esas campesinas se admiraran de que tuviera tantos hijos y de que todos fueran tan guapos. Hasta la hicieron reír y ofendieron a la inglesa, blanco de unas risas que ella no podía entender. Una de las muchachas no le quitaba el ojo de encima a la inglesa, que era la última en vestirse, y, cuando vio que se ponía la tercera enagua, no pudo dejar de observar:
–Fíjate en todo lo que se pone. No acabará nunca. Y sus compañeras se rieron a carcajadas.
IX
Rodeada de todos los niños, que tenían el pelo empapado después del baño, Daria Aleksándrovna, con un pañuelo en la cabeza, se acercaba ya a la casa cuando el cochero dijo:
–Por ahí viene alguien. Me parece que es el señor de Pokróvskoie.
Daria Aleksándrovna aguzó la vista y se alegró al reconocer la silueta familiar de Levin, con su sombrero y su abrigo de color gris. Siempre le complacía verlo, pero ahora la embargó una satisfacción especial, pues podría contemplarla en toda su gloria. Nadie mejor que él sabría apreciar esa grandeza.
Al verla, Levin tuvo la impresión de encontrarse delante de uno de esos cuadros de futura vida familiar que su imaginación solía pintarle.
–Parece usted una gallina clueca, Daria Aleksándrovna.
–¡Ah, cuánto me alegro! —dijo ella, tendiéndole la mano.
–¿Que se alegra? ¿Y por qué no me ha avisado de su llegada? Mi hermano está pasando una temporada en mi casa. He recibido una nota de Stiva en la que me comunicaba que estaba usted aquí.
–¿De Stiva? —preguntó con sorpresa Daria Aleksándrovna.
–Sí, me ha escrito que se había trasladado usted al campo y que tal vez necesitara de mis servicios —dijo Levin, y al pronunciar esas palabras se turbó e interrumpió su discurso.
Siguió andando en silencio, a un lado del coche, arrancando ramitas de tilo y mordisqueándolas. Se había dado cuenta de que a Daria Aleksándrovna debía molestarle que un extraño la ayudara a solucionar contratiempos de los que tendría que haberse ocupado su marido. Y no se equivocaba: a Daria Aleksándrovna le desagradaba la costumbre de su marido de encomendar a personas ajenas sus asuntos familiares. Y compendió que Levin había adivinado sus sentimientos. Era por esa sutil comprensión, por esa delicadeza, por lo que lo apreciaba tanto.
–Ya sé que sólo era una manera amable de darme a entender que me recibiría usted con gusto, lo que celebro mucho —dijo Levin—. Pero me figuro que, acostumbrada a las comodidades de la ciudad, esto le parecerá el fin del mundo. Si puedo serle útil en algo, estoy a su disposición.
–¡No se preocupe! Los primeros días estábamos bastante incómodos, pero ahora va todo de maravilla, gracias a mi vieja aya —repuso Dolly, señalando a Matriona Filimónovna que, al darse cuenta de que estaban hablando de ella, dirigió a Levin una sonrisa alegre y cordial. Lo conocía, sabía que era un buen partido para la señorita Kitty y deseaba que las cosas se acabaran arreglando.
–Pero haga el favor de subir al coche. Le haremos sitio —le dijo.
–No, prefiero ir andando. Niños, ¿quién quiere echarle una carrera a los caballos conmigo?
Los niños conocían muy poco a Levin, apenas se acordaban de él, pero en su presencia no mostraban ese extraño sentimiento de timidez y repulsión que suelen experimentar los niños ante los adultos que fingen ponerse a su altura, motivo de tantas regañinas. La hipocresía puede engañar al hombre más inteligente y perspicaz, pero hasta el niño más torpe la reconoce, por más empeño que se ponga en ocultarla, y se aparta con repugnancia. Levin podía tener muchos defectos, pero no había en él ni sombra de doblez. Por eso los niños le mostraron la misma simpatía que veían reflejada en el rostro de su madre. Respondiendo a su invitación, los dos mayores saltaron del coche y corrieron con él con la misma confianza con que lo habrían hecho con su aya, con Miss Hull o con su madre. Lily también quería ir con él. Daria Aleksándrovna se la entregó a Levin, que se la colocó sobre los hombros y echó a correr.
–¡No se preocupe, no se preocupe, Daria Aleksándrovna! —le dijo a la madre, sonriendo con jovialidad—. No dejaré que se caiga ni que se haga daño.
Observando sus movimientos ágiles y vigorosos, acaso un poco tensos por el excesivo cuidado que ponía, Dolly se tranquilizó y esbozó una sonrisa que expresaba aprobación y alegría.
La vida en el campo, así como la presencia de los niños y de Daria Aleksándrovna, a la que tanta simpatía profesaba, contribuyeron a que Levin recobrara esa disposición de ánimo jubilosa e infantil de que hacía gala tan a menudo y que tanto gustaba a Dolly. Mientras corría con los niños, les enseñaba algunos ejercicios gimnásticos, hacía reír a Miss Hull con su inglés chapurreado y le hablaba a Daria Aleksándrovna de las tareas de las que se ocupaba en Pokróvskoie.
Después de comer, Daria Aleksándrovna, que se había quedado sola con él en el balcón, se puso a hablarle de Kitty.
–¿Sabe usted? Kitty va a venir a pasar el verano conmigo.
–¿De veras? —repuso Levin, ruborizándose, y se apresuró a cambiar de tema—: Entonces, ¿quiere que le envíe dos vacas? Si se empeña usted en pagarme, puede darme cinco rublos al mes, si no le resulta violento.
–No, gracias. Ya lo hemos arreglado.
–En ese caso iré a echar un vistazo a sus vacas y, si me lo permite, daré instrucciones relativas a la alimentación. Todo depende de lo que se les dé de comer.
Y Levin, siguiendo con su propósito de desviar la conversación, se puso a explicarle su teoría de la producción lechera, basada en el principio de que la vaca no es más que una simple máquina que transforma el pienso en leche, etcétera.
Al tiempo que hablaba, ardía en deseos de saber más cosas de Kitty, aunque también temía entrar en detalles. Le horrorizaba perder ese sosiego que tantos esfuerzos le había costado.
–Puede que tenga usted razón, pero alguien tendría que seguir todo el proceso. Y ¿quién va a hacerlo? —respondió Daria Aleksándrovna de mala gana.
Ahora que gracias a Matriona Filimónovna se había restablecido el orden en su hogar, no era partidaria de introducir cambios. Además, dudaba de los conocimientos de Levin en materia de economía agrícola. El argumento de que la vaca no era más que una máquina de producir leche le parecía sospechoso. Tenía la impresión de que tales ideas sólo podían crear dificultades. En su opinión, todo era mucho más sencillo: como le había explicado Matriona Filimónovna, bastaba con aumentar la ración de comida y bebida de Pestruja y Belopájaia, y con vigilar al cocinero para que no llevara las sobras de la cocina a la vaca de la lavandera. Eran argumentos comprensibles. En cambio, esas consideraciones sobre el pienso y el forraje le parecían dudosas y poco claras. En cualquier caso, lo que más le importaba era hablar de su hermana.
X
—Kitty me ha escrito que no desea otra cosa que soledad y tranquilidad —dijo Dolly después de una breve pausa.
–Entonces, ¿está mejor de salud? —preguntó Levin, muy agitado.
–Gracias a Dios, se ha restablecido por completo. Nunca creí que estuviera enferma del pecho.
–¡Ah, me alegro mucho! —exclamó Levin, mirándola fijamente, y Dolly creyó ver en su rostro una expresión de ternura y desamparo.
–Dígame, Konstantín Dmítrich, ¿por qué se ha enfadado con Kitty? —preguntó Daria Aleksándrovna con su acostumbrada sonrisa, bondadosa y algo burlona.
–¿Yo? No estoy enfadado.
–Sí que lo está. ¿Por qué no fue a nuestra casa ni a la de ellos cuando estuvo en Moscú?
–Daria Aleksándrovna —dijo Levin, enrojeciendo hasta la raíz del cabello—, me sorprende que, con lo bondadosa que es usted, no se haga cargo de la situación. ¿Cómo es posible que no se compadezca de mí sabiendo...?
–¿Sabiendo qué?
–Que pedí su mano y ella me rechazó —prosiguió Levin, y, al recordar la ofensa recibida, toda la ternura que sentía por Kitty se transformó en un sentimiento de rabia.
–¿Y por qué supone que lo sé?
–Porque todo el mundo lo sabe.
–Pues se equivoca usted. No lo sabía, aunque lo barruntaba.
–Pues ahora ya lo sabe.
–Me daba cuenta de que había pasado algo, pero no fui capaz de sacarle a Kitty ni una sola palabra. Veía que sufría horriblemente, pero ella me pidió que no le hablara de ese asunto. Y, si no me lo ha contado a mí, es que no se lo ha contado a nadie. Pero, dígame, ¿qué es lo que pasó entre ustedes?
–Ya se lo he dicho.
–¿Y cuándo se declaró usted?
–La última vez que los visité a ustedes.
–¿Sabe lo que le digo? —replicó Dolly—. Que me da muchísima pena de Kitty. En cambio, usted sólo sufre porque le han herido en su amor propio...
–Puede ser —dijo Levin—, pero...
Dolly le interrumpió.
–Ella sí que es digna de lástima. Pobrecita. Ahora lo entiendo todo.
–Bueno, Daria Aleksándrovna, tengo que dejarla —dijo Levin, levantándose—. ¡Adiós! ¡Hasta la vista!
–Espere un poco —le pidió Dolly, cogiéndole de la manga—. Quédese un ratito más.
–Le ruego que no hablemos más de ese tema —dijo Levin, sentándose. En su corazón empezaba a renacer y a removerse una esperanza que creía desvanecida para siempre.
–Si no le estimara a usted —dijo Daria Aleksándrovna con lágrimas en los ojos—, si no le conociera como le conozco...
El sentimiento que creía muerto no dejaba de aumentar y crecer, y se iba adueñando poco a poco del ánimo de Levin.
–Sí, ahora lo entiendo todo —prosiguió Daria Aleksándrovna—. Usted no puede comprenderlo. Ustedes, los hombres, son libres y pueden elegir. Por eso saben muy bien a quién aman. Pero una muchacha está obligada a esperar con ese pudor virginal, propio de su sexo. Les ve a ustedes de lejos y se fía de todo lo que le dicen; en esas condiciones, a veces no sabe a quién ama ni tampoco lo que debe responder.
–Sí, si el corazón no habla.
–Sí, el corazón habla. Pero hágase usted cargo de la situación: cuando ustedes, los hombres, se fijan en una muchacha, pueden frecuentar la casa de sus padres, trabar amistad con ella, observarla, y sólo se declaran cuando están convencidos de que han encontrado lo que estaban buscando...
–Bueno, eso no es del todo así.
–Lo mismo da. El caso es que se declaran ustedes cuando el amor ha madurado o cuando, entre dos posibles candidatas, la balanza se inclina por una o por otra. En cuanto a la muchacha, no se le consulta. Se pretende que sea ella quien elija, pero sólo se le permite responder «sí» o «no».
«Sí, escoger entre Vronski y yo», pensó Levin, y tuvo la impresión de que ese sentimiento que acababa de resucitar en su alma moría por segunda vez, causándole un sentimiento horrible.
–Daria Aleksándrovna —dijo—. Así se elige una prenda de ropa o cualquier otra cosa, pero no el amor. Una vez que se ha tomado una decisión, no hay posibilidad de enmienda...
–¡Ah, el orgullo! ¡Siempre el orgullo! —exclamó Daria Aleksándrovna, como si los sentimientos de Levin le parecieran despreciables en comparación con esos otros que sólo conocen las mujeres—. En el momento en que se declaró usted, Kitty se hallaba precisamente en una de esas situaciones en las que no se sabe qué responder. Dudaba entre Vronski y usted. Mientras a él le veía a diario, usted hacía tiempo que no aparecía por su casa. Si hubiera tenido la edad que tengo yo, por ejemplo, no habría vacilado. Vronski siempre me ha sido profundamente antipático. Y, como se ha demostrado, no me equivocaba.
Levin se acordó de la respuesta de Kitty: «No puede ser...», le había dicho.
–Daria Aleksándrovna, aprecio la confianza con que me distingue —replicó con sequedad—, pero creo que se equivoca usted. Tenga razón o no la tenga, ese orgullo que tanto desprecia hace que me sea imposible pensar en Katerina Aleksándrovna. Completamente imposible, ¿lo entiende usted?
–Sólo le diré una cosa más. No olvide usted que le estoy hablando de mi hermana, a la que quiero como a mis propios hijos. No pretendo decirle que le ame a usted. Sólo me permito sugerirle que su negativa de entonces no significa nada.
–¡No lo sé! —exclamó Levin, poniéndose en pie de un salto—. ¡Si supiera cuánto me hace usted sufrir! Es como si se le hubiera muerto a usted un hijo y alguien le dijera: «Ah, si hubiera vivido, habría sido esto o lo otro, y cómo se habría alegrado usted. Pero ha muerto, ha muerto, ha muerto».
–Qué gracioso es usted —replicó Daria Aleksándrovna con una triste sonrisa, al reparar en la agitación de Levin—. Sí, ahora lo entiendo todo —prosiguió, con aire pensativo—. Entonces, ¿vendrá usted a visitarnos cuando esté Kitty?
–No, no vendré. Naturalmente, no es que rehúya a Katerina Aleksándrovna, pero, en la medida de lo posible, trataré de evitarle mi odiosa presencia.
–Es usted muy gracioso —repitió Daria Aleksándrovna, mirándole a la cara con ternura—. Bueno, de acuerdo, haremos como si no hubiéramos hablado de este asunto. ¿Qué quieres, Tania? —preguntó en francés a la niña, que acababa de entrar.
–¿Dónde está mi pala, mamá?
–Cuando te hablo en francés, tú debes hacer lo mismo.
Como a la niña se le había olvidado cómo se decía pala en francés, su madre se lo sopló, y a continuación, en esa misma lengua, le dijo dónde estaba. Esa escena causó a Levin una impresión desagradable.
La casa de Daria Aleksándrovna ya no le parecía tan agradable, y tampoco sus hijos.
«¿Por qué hablará francés con los niños? ¡Qué artificioso y falso! Y los niños se dan cuenta. Aprenderán francés, pero olvidarán la sinceridad», pensaba, sin saber que Daria Aleksándrovna se había dicho lo mismo veinte veces, aunque al final había juzgado imprescindible recurrir a ese método de enseñanza, en detrimento de la sinceridad.
–Pero ¿adonde va usted? Espere un poco.
Levin se quedó hasta la hora del té, pero su alegría había desaparecido y se sentía incómodo.
Después de tomar el té, salió al vestíbulo para ordenar que engancharan los caballos. Cuando regresó, encontró a Daria Aleksándrovna muy agitada, con el rostro descompuesto y lágrimas en los ojos. Durante los breves instantes en que Levin se había ausentado, se había producido un incidente que había destruido de pronto su felicidad y el sentimiento de orgullo por sus hijos que la había embargado a lo largo de esa jornada. Grisha y Tania se habían peleado por una pelota. Al oír gritos en la habitación de juegos, había ido corriendo a ver lo que pasaba y se encontró con un espectáculo penoso: Tania tiraba del pelo a Grisha, quien a su vez, con la cara desencajada por la ira, no paraba de propinar puñetazos a su hermana. Algo pareció romperse en el corazón de Daria Aleksándrovna. Era como si una nube negra hubiera cubierto de pronto toda su vida. Comprendió que esos niños, de los que estaba tan orgullosa, no se diferenciaban en nada de los demás, que eran perversos, maleducados y tenían inclinaciones groseras y crueles; en suma, unos niños odiosos.
En esos momentos era incapaz de pensar o hablar de otra cosa, así que acabó confiándole a Levin sus desgracias. Éste, dándose cuenta de lo desdichada que se sentía, trató de consolarla, diciéndole que no había motivos para preocuparse, que todos los niños se pegaban, pero, al tiempo que pronunciaba esas palabras, pensaba para su adentros: «No, yo no me andaré con tantas ridiculeces ni les hablaré en francés a mis hijos. Mis hijos no serán así. Para que los niños sean encantadores, basta con no echarlos a perder, con no estropear su carácter. Sí, mis hijos no serán así».
Se despidió y se marchó. En esta ocasión, Dolly no trató de retenerlo.
XI
A mediados de julio el stárostade la finca de su hermana, que distaba veinte verstas de Pokróvskoie, se presentó en casa de Levin para informarle de la marcha de los asuntos, en especial de la siega. Los principales ingresos de esas tierras procedían de unos prados ribereños. En años anteriores se habían arrendado a los campesinos a razón de veinte rublos la hectárea. Cuando Levin pasó a ocuparse de la administración de esas tierras, examinó los prados y llegó a la conclusión de que valían más y fijó el precio en veinticinco rublos la hectárea. Los campesinos se habían negado a pagar tal precio y, como barruntaba Levin, hicieron lo posible por disuadir a otros posibles arrendatarios. Entonces Levin se presentó en persona y contrató braceros para la siega, concertando un jornal con unos y yendo a partes con otros. Los campesinos del lugar se opusieron con uñas y dientes a esa innovación, pero, a pesar de todo, ya el primer año los ingresos ascendieron casi al doble. El rechazo de los campesinos no disminuyó en el curso de los dos años siguientes, pero la siega se realizó del mismo modo. Ese año los campesinos habían arrendado todos los prados a cambio de una tercera parte de la cosecha, y ahora el stárostavenía a anunciarle que, una vez concluida la siega, temiendo que pudiera llover, se había procedido al reparto en presencia del escribiente, y que a los propietarios les habían correspondido once almiares. Por las vagas respuestas que ofreció a sus preguntas sobre la cantidad de heno recogido en el prado principal, por el apresuramiento con que se había hecho el reparto, sin solicitar su permiso, y por el tono que empleó, Levin llegó a la conclusión de que había gato encerrado y decidió ir en persona para verificar lo que había pasado.
Llegó a la aldea a la hora de comer, dejó su caballo en casa del marido de la nodriza de su hermano, que era un viejo amigo, y fue a buscarlo al colmenar para que le informara de algunos detalles relativos al reparto del heno. El viejo Parménich, hombre charlatán y apuesto, lo recibió con alegría, le enseñó lo que estaba haciendo, le contó detalles de las abejas y de la enjambrazón de aquel año; pero respondió con palabras vagas y de mala gana a sus preguntas sobre la siega. Esa actitud le confirmó en sus sospechas. Se dirigió a los prados para examinar los almiares y se convenció de que ninguno de ellos contenía cincuenta carretadas. Para dejar a los campesinos en evidencia, mandó que trajeran los carros, que cargaran el heno de uno de los almiares y lo llevaran al pajar. Sólo salieron treinta y dos carros. Por más que el stárostale aseguraba que el heno, muy hinchado al principio, se había aplastado en el almiar, por más que jurara que todo se había hecho como Dios manda, Levin insistió en que, habiéndose repartido el heno sin su permiso, se negaba a aceptar que hubiera cincuenta carretadas por almiar. Después de largas discusiones, decidieron que los campesinos se quedaran con esos once almiares, estimados en cincuenta carretadas, y que se procediera de nuevo a separar la parte de los señores.
Las negociaciones y el reparto posterior les tuvo atareados hasta el atardecer. Una vez dividido el último montón de heno, Levin, confiando al escribiente la supervisión de las tareas restantes, se sentó en un almiar marcado con una pértiga de sauce y contempló embelesado el prado, en el que se afanaban decenas de hombres.
Delante de él, en un recodo del río, al otro lado de la ciénaga, un abigarrado grupo de mujeres, de voces sonoras y alegres, removían el heno desparramado por el campo y lo disponían en hileras grisáceas y ondulantes, que contrastaban con el verde claro de los rastrojos. Las seguían hombres con horcas, que transformaban esas hileras en montones anchos, altos y esponjosos. A la izquierda, por el prado segado, rechinaban los carros. Uno tras otro los montones fueron desapareciendo, levantados por enormes horcas, transformados en enormes carretadas de oloroso heno que se desbordaban sobre las grupas de los caballos.
–¡Un tiempo estupendo para la siega! ¡Ya verá qué heno vamos a tener! —dijo el viejo, sentándose al lado de Levin—. ¡Más que heno parece té! ¡Los muchachos lo recogen como si estuvieran echando grano a los patos! —añadió, señalando los montones, cada vez más altos—. Desde la hora de la comida se han llevado ya la mitad. ¿Es el último? —le gritó a un mozo que iba de pie en la parte delantera de un carro, sacudiendo las puntas de las riendas de cáñamo.
–¡El último, padrecito! —respondió el mozo, reteniendo el caballo un momento. Luego se volvió, contempló sonriente a una mujer de cara alegre, sonrosada y risueña, que iba sentada en el carro, y arreó al caballo.
–¿Quién es? ¿Tu hijo? —preguntó Levin.
–El pequeño —respondió el viejo con una tierna sonrisa.
–¡Qué buen mozo!
–No es mal muchacho.
–¿Está casado?
–Hará dos años el día de San Felipe.
–¿Y tiene hijos?
–¿Hijos? Durante un año entero no se ha enterado de nada, y hasta le daba vergüenza —replicó el viejo—. ¡Vaya heno! ¡Igualito que el té! —repitió, deseando cambiar de conversación.
Levin contempló con mayor atención a Vanka Parménov y a su mujer. Estaban cargando heno no lejos de allí. Iván Parménov, de pie en el carro, recibía, extendía y aplastaba los enormes montones de heno que su joven y bella esposa le entregaba, primero con los brazos y después con ayuda de una horca. La joven trabajaba con alegría, moviéndose con agilidad y desenvoltura. No era fácil coger con la horca el heno apelmazado y prensado. Primero lo ahuecaba, luego hundía la horca, descargaba todo el peso de su cuerpo, con un movimiento rápido y ligero, y doblaba la espalda; a continuación se enderezaba y, con el opulento pecho marcándose por debajo de la blusa blanca, ceñida con un cinturón rojo, blandía con habilidad la horca y arrojaba los montones en el carro. Con el propósito evidente de ahorrarle cualquier esfuerzo superfluo, Iván se apresuraba a abrir los brazos, cogía el heno y lo depositaba en el fondo. Después de rastrillar los montones más menudos, la mujer se sacudió las briznas que se le habían pegado al cuello y, arreglándose el pañuelo rojo, que se le había caído sobre la frente blanca, aún no tostada por el sol, se metió debajo del carro para atar la carga. Iván le indicaba el modo de amarrar las cuerdas a la vara inferior del carro, y a un comentario de su mujer, estalló en una carcajada. En los rostros de ambos se reflejaba un amor intenso, juvenil, recién despertado.
XII
Una vez sujeta la carga, Iván saltó del carro y cogió de la brida a su espléndido y bien alimentado caballo. La mujer arrojó el rastrillo sobre la carga y, con pasos rápidos, balanceando los brazos, se acercó a un grupo de campesinas. Al salir al camino, Iván se unió a una fila de carros. Detrás iban las mujeres, con los rastrillos al hombro, radiantes con sus prendas de vivos colores, charlando con sus voces sonoras, vibrantes de alegría. Una de ellas entonó hasta el estribillo una canción ruda y salvaje, y acto seguido, medio centenar de voces poderosas, unas broncas y otras agudas, la repitió al unísono.
Sin dejar de cantar, las mujeres se acercaron al lugar donde estaba Levin, y éste tuvo la impresión de que una nube de tormenta, preñada de alegres truenos, se cernía sobre su cabeza. Cuando la nube llegó a su altura y le envolvió, tanto el almiar en el que se había tumbado como los demás, así como los carros y el prado con los campos en lontananza, se estremecieron y se agitaron al ritmo de esa canción arrebatadora y salvaje, acompañada de gritos, silbidos y alaridos. Levin sintió envidia de ese sano alborozo, y le entraron ganas de participar en esa manifestación de la alegría de vivir. Pero no podía hacer nada, así que se quedó allí tumbado, contemplando y escuchando. Cuando los campesinos desaparecieron de su vista y la canción dejó de oírse, le embargó un amargo sentimiento de tristeza, motivado por su soledad, su ociosidad física y su hostilidad a este mundo.
Algunos de los campesinos que habían discutido con él por el asunto del heno, que habían tratado de engañarle y a los que él había ofendido, le saludaban alegres; era evidente que no sentían rencor, ni tampoco arrepentimiento, que no se acordaban siquiera de sus artimañas. Todo había quedado borrado por la satisfacción del trabajo en común. Dios les había concedido ese día; Dios les había concedido la fuerza. Habían consagrado ambas cosas al trabajo, que era en sí mismo una suerte de recompensa. ¿A quién beneficiaba ese trabajo? ¿Cuáles serían sus frutos? Tales consideraciones eran secundarias e insignificantes.
A menudo Levin admiraba esa vida y sentía envidia de la gente que se entregaba a ella, pero ese día, influido sobre todo por la impresión que le había causado el trato que Iván Parménov dispensaba a su joven esposa, había comprendido por primera vez que de él dependía cambiar esa vida tan penosa, artificial, ociosa y egoísta por esa otra, pura y maravillosa, del trabajo en común.
El viejo que se había sentado a su lado se había marchado a su casa hacía ya un buen rato. Los campesinos se habían dispersado. Los que vivían cerca habían regresado a sus hogares; los que venían de lejos se habían juntado para cenar y pasar la noche en el prado. Ninguno de ellos se fijaba en Levin, que seguía en el almiar, mirando, escuchando y pensando. Los campesinos que se habían tumbado a la intemperie apenas pegaron ojo esa breve noche de verano. Al principio, durante la cena, se oyeron carcajadas y una alegre conversación general; luego, canciones y risas.
La larga jornada de trabajo no había dejado en ellos más huellas que la alegría. Poco antes del amanecer todo quedó en silencio. Sólo se oía el croar incesante de las ranas en la ciénaga y los relinchos de los caballos en los prados, en los que empezaba a espesarse la niebla de la mañana. Levin, que se había quedado adormilado, se incorporó en el almiar, miró las estrellas y comprendió que la noche había pasado.
«Entonces, ¿qué es lo que voy a hacer? ¿Y cómo lo voy a hacer?», se dijo, tratando de dar expresión a todo lo que había pensando y sentido en el transcurso de esa breve noche. Sus ideas y sueños podían dividirse en tres líneas argumentativas diferentes. En primer lugar, la renuncia a su antiguo régimen de vida, a sus conocimientos inútiles, a su instrucción, que no le servía de nada. Como semejante renuncia le procuraba una suerte de placer, le resultaba sencilla y fácil. Luego venían las consideraciones y reflexiones sobre la vida que deseaba llevar a partir de ese momento. Era plenamente consciente de la sencillez, la pureza y la legitimidad de esa vida y estaba convencido de que encontraría en ella la satisfacción, la serenidad y la dignidad cuya ausencia tanto le había pesado. Por último, venían todas las cábalas relativas a la siguiente cuestión: ¿cómo llevar a cabo la transición de su vida anterior a la nueva? Ese aspecto no acababa de verlo claro. «¿Buscarme una mujer? ¿Entregarme sin falta a un trabajo cualquiera? ¿Dejar Pokróvskoie? ¿Comprar tierras? ¿Hacerme miembro de una comunidad campesina? ¿Casarme con una aldeana? ¿Y cómo iba a hacerlo?», se preguntaba una y otra vez, sin encontrar respuesta.
«Por lo demás, llevo toda la noche sin dormir y no puedo hacerme una idea clara de todos estos asuntos —se decía—. Ya los resolveré en otro momento. Pero una cosa es segura: esta noche se ha decidido mi destino. Todos mis sueños anteriores sobre una vida familiar son absurdos, no tienen ningún fundamento. Esto es mucho más sencillo y mucho mejor».
«¡Qué hermosura! —pensó, contemplando un extraño conjunto de blancas nubecillas aborregadas, con forma de concha nacarada, que se había detenido sobre su cabeza, en medio del cielo—. ¡Qué maravilloso es todo en esta noche maravillosa! ¿Cuándo se habrá formado esa concha? Miré el cielo hace un momento y no había nada, excepto dos franjas blanquecinas. ¡Ah, de esa misma manera imperceptible ha cambiado también mi concepción de la vida!»
Salió del prado y se dirigió a la aldea por el camino real. Se había levantado un vientecillo ligero y el paisaje se había cubierto de una tonalidad grisácea y apagada, como suele suceder en ese instante sombrío que precede al amanecer, victoria definitiva de la luz sobe las tinieblas.