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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Llegó a casa de Brianski, donde se quedó sólo cinco minutos, y regresó al galope. Esa rápida marcha le tranquilizó. Todas las dificultades vinculadas a la relación con Anna, todas las incertidumbres surgidas a lo largo de la conversación se borraron de su cabeza. De nuevo volvía a pensar en las carreras con animación y entusiasmo, en que llegaría a tiempo, después de todo, y de vez en cuando su imaginación le pintaba con vivos colores la felicidad que le aguardaba en la entrevista de esa noche.

Pero a medida que avanzaba, adelantando coches que llegaban de San Petersburgo y de los alrededores, se iba imbuyendo más y más del ambiente de la competición, de la emoción de la inminente carrera.

En su casa no encontró a nadie: todos se habían ido ya al hipódromo. Un criado le esperaba en la entrada. Mientras le ayudaba a cambiarse de ropa, le informó de que ya había empezado la segunda carrera, de que habían venido muchos señores preguntando por él y de que el muchacho de las caballerizas se había presentado dos veces.

Vronski se vistió sin prisas (nunca se apresuraba ni perdía la compostura) y ordenó que lo llevaran a las barracas. Desde allí se divisaba un mar de carruajes, transeúntes y soldados alrededor del hipódromo, así como las tribunas abarrotadas de espectadores. Probablemente se estaba celebrando la segunda carrera, porque en el momento en que entró en la barraca oyó la campana. Al acercarse al establo, se encontró con Gladiator, el alazán de patas blancas de Majotin, cubierto de una gualdrapa naranja festoneada de azul, con unas orejas que parecían enormes, engalanadas también de azul. Lo estaban sacando a la pista.

–¿Dónde está Cord? —le preguntó al palafrenero.

–En el establo, ensillando.

En el cubículo abierto Fru Fru ya estaba ensillada. Se disponían a sacarla.

–¿No llego tarde?

All right! All right! Todo va bien. Todo va bien —dijo el inglés—. No se preocupe.

Después de contemplar las elegantes y bellas formas de su yegua, que temblaba de pies a cabeza, Vronski se apartó con esfuerzo y salió de la barraca. Era un momento propicio para acercarse a las tribunas sin que nadie le prestase atención. La carrera de dos verstas estaba a punto de terminar, y todos los ojos estaban fijos en el oficial de la guardia que iba en cabeza y en el húsar que le seguía: los dos aguijaban a sus caballos con sus últimas fuerzas y estaban a punto de alcanzar la meta. La gente afluía de todas partes hacia ese punto. Un grupo de oficiales y de soldados de la guardia saludaban con alegres gritos el inminente triunfo de su compañero. Vronski, sin que nadie lo viera, se mezcló con esa muchedumbre casi en el preciso instante en que la campana anunciaba el final de la carrera, y el ganador, un muchacho alto, salpicado de barro, se inclinaba sobre la silla y aflojaba las riendas de su potro gris, que tenía la respiración jadeante y la piel oscurecida por el sudor.

El potro, estirando con dificultad las patas, ralentizó la veloz marcha de su enorme cuerpo, y el oficial de la guardia, como si acabara de despertar de un sueño profundo, miró a su alrededor y sonrió con esfuerzo. Le rodeaba una multitud de amigos y extraños.

Vronski evitaba deliberadamente ese público selecto que paseaba con discreción y desenvoltura, intercambiando impresiones, por delante de las tribunas. Había reconocido a Anna, a Betsy y a la mujer de su hermano; pero, temiendo que le distrajeran, prefirió no acercarse. No obstante, a cada paso lo detenía algún conocido para contarle detalles de las carreras ya celebradas y preguntarle por qué había llegado tan tarde.

En el momento en que llamaban a los participantes a la tribuna de honor para la distribución de los premios y todo el mundo se dirigía a ese lugar, vio cómo se acercaba su hermano mayor, Aleksandr, un coronel con cordones, de mediana estatura, tan corpulento como él, pero más apuesto y rubicundo, con su nariz roja y su rostro franco y colorado de borracho.

–¿Recibiste mi nota? —preguntó—. No hay manera de encontrarte en casa.

A pesar de que llevaba una vida disipada y, sobre todo, de que bebía como una cuba, algo que sabía todo el mundo, era un perfecto cortesano.

Al hablar ahora con su hermano de un asunto que le resultaba muy desagradable, se mostraba sonriente, como si estuviera bromeando, pues sabía que muchas miradas podían estar observándolo.

–Sí, y la verdad es que no entiendo por qué te preocupas —respondió Alekséi.

–Pues porque acaban de comentarme que hace un momento no estabas aquí y que el lunes te vieron en Peterhof.

–Hay asuntos que sólo incumben a los propios interesados, y el que tanto te preocupa es precisamente de ese tipo...

–Pues entonces deja el ejército, no...

–Te ruego que no te metas donde no te llaman. Es lo único que te pido.

El rostro ceñudo de Alekséi Vronski palideció, y un estremecimiento recorrió su prominente mandíbula inferior, algo que le sucedía en contadas ocasiones. Como era un hombre de buen corazón, se enojaba rara vez, pero cuando perdía los nervios y le sobrevenía ese temblor, se volvía temible. Su hermano, que no lo ignoraba, creyó conveniente dirigirle una sonrisa jovial.

–Sólo quería entregarte la carta de mamá. Contéstala y no te alteres antes de la carrera. Bonne chance 31—añadió, sonriendo, y se alejó.

Acto seguido, alguien saludó amistosamente a Vronski y le detuvo.

–¿Es que ya no reconoces a los amigos? ¡Hola, mon cher! —exclamó Stepán Arkádevich, el rostro rubicundo, las patillas lustrosas y bien arregladas, no menos desenvuelto en medio de la elegante sociedad petersburguesa que en Moscú—. Llegué ayer y me alegro mucho de poder asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?

–Pásate mañana por el comedor del cuartel —dijo Vronski y, apretándole la manga del abrigo, en señal de disculpa, se dirigió al centro del hipódromo, adonde ya estaban conduciendo a los caballos que iban a participar en la gran carrera de obstáculos.

Los palafreneros se llevaban a los caballos sudorosos y agotados que habían corrido en la prueba anterior, mientras los de la siguiente, en su mayoría purasangres ingleses, semejantes a enormes aves fantásticas, con sus caperuzas y sus vientres ceñidos, aparecían uno detrás de otro, frescos y descansados. Por la derecha iba Fru Fru, hermosa y ligera, pisando con sus flexibles y larguísimas cuartillas, que parecían tener muelles. No lejos de allí le quitaban la gualdrapa al orejudo Gladiator. Las formas soberbias, robustas y perfectamente regulares del potro, con su magnífica grupa y sus cuartillas extraordinariamente cortas, justo por encima de los cascos, acapararon por un instante, aun a su pesar, la atención de Vronski. Se disponía ya a acercarse a su yegua, pero una vez más un conocido se interpuso en su camino.

–¡Ah, por ahí viene Karenin! —le dijo—. Está buscando a su mujer, que está en el centro de la tribuna. ¿No la ha visto usted?

–No, no la he visto —respondió Vronski y, sin volver siquiera la cabeza al lugar donde le señalaban, se acercó a Fru Fru.

No le había dado tiempo a examinar la silla, sobre la que tenía que dar algunas indicaciones, cuando llamaron a los jinetes a la tribuna para proceder al sorteo de los números y los lugares. Diecisiete oficiales, con rostros graves y serios, muchos de ellos pálidos, se aproximaron a la tribuna y sacaron una papeleta. A Vronski le correspondió el número siete.

De pronto resonó la orden:

–¡A caballo!

Consciente de que tanto él como los demás jinetes constituían el centro en el que convergían todas las miradas, Vronski se acercó a su yegua en un estado de gran tensión, que normalmente le hacía moverse con mayor tranquilidad y parsimonia. En honor a la solemnidad de la ocasión, Cord se había puesto su traje de gala: levita negra abotonada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que le levantaba las mejillas, sombrero redondo de color negro y botas de montar. Con su acostumbrado aire de suficiencia y serenidad, sostenía la yegua por las riendas. Fru Fru seguía temblando como si tuviera fiebre. Sus ojos, llenos de fuego, miraron de soslayo a Vronski, que metió un dedo por debajo de la cincha. La yegua torció aún más la mirada, enseñó los dientes y agachó las orejas. El inglés frunció los labios y esbozó una sonrisa: cómo era posible que se dudara de su habilidad para ensillar un caballo.

–Monte, así se sentirá menos agitado.

Vronski contempló por última vez a sus oponentes. Sabía que durante la carrera no iba a tener oportunidad de verlos. Dos de ellos se dirigían ya a la línea de salida. Galtsin, amigo suyo y uno de los rivales más peligrosos, daba vueltas alrededor de su potro bayo, que no se dejaba ensillar. Un húsar de la guardia, bajo de estatura, con ajustados pantalones de montar, marchaba al galope, arqueado sobre la grupa como un gato, en un intento de imitar a los jinetes ingleses. El príncipe Kúzovlev, pálido como un lienzo, montaba una jaca purasangre de la yeguada de Grábov, que un inglés conducía por las bridas. Como todos sus compañeros, Vronski sabía que en Kúzovlev se aunaban un tremendo amor propio y unos nervios particularmente «débiles». Sabían que tenía miedo de todo, hasta de montar un simple caballo del ejército; pero ahora, precisamente porque se enfrentaba a una situación llena de peligros, porque corría el riesgo de romperse el cuello y al pie de cada obstáculo había un médico, una enfermera y una ambulancia con una cruz, había decidido participar en la carrera. Cuando sus ojos se encontraron, Vronski le dedicó un guiño amistoso, con el que pretendía darle ánimos. Al único que no vio fue a Majotin, su principal rival, que montaba a Gladiator.

–No se apresure —le dijo Cord a Vronski—, y recuerde una cosa: delante de los obstáculos no la retenga ni la apremie, déjela a su aire.

–Bien, bien —replicó Vronski, cogiendo las riendas.

–Si le es posible, colóquese a la cabeza. Pero no se desanime hasta el último momento, aunque vaya rezagado.

Antes de que el caballo tuviera tiempo de moverse, Vronski, con un ademán resuelto y decidido, puso un pie en el dentado estribo de acero y, aupándose ligero, se acomodó con firmeza en la silla de cuero, que crujió. Después de meter el pie derecho en el estribo, igualó entre los dedos las dobles riendas con un gesto habitual, y Cord las soltó. Como si no supiera qué pata levantar primero, Fru Fru, estirando las riendas con su largo cuello, echó a andar, como movida por resortes, meciendo al jinete en su lomo flexible. Cord, apretando el paso, los siguió. La yegua, muy inquieta, trataba de engañar al jinete, tirando de las riendas tan pronto de un lado como de otro, mientras Vronski hacía vanos esfuerzos por calmarla, prodigándole palabras amables y palmadas.

Ya se acercaban al arroyo embalsado, no lejos de la línea de salida. Precedido por unos jinetes y seguido por otros, Vronski escuchó de pronto, detrás de sí, el galope de un caballo en el barro del camino, y al instante siguiente vio cómo lo adelantaba Gladiator, el alazán orejudo y de patas blancas de Majotin, que sonreía, mostrando sus largos dientes. Vronski lo miró con irritación. En general, Majotin no le caía bien y ahora lo consideraba su rival más peligroso. Le había molestado que le hubiera adelantado, inquietando a su montura. Fru Fru levantó la pata izquierda con intención de galopar, dio dos saltos, y, enfurecida por sentir tan tensas las bridas, rompió en un trote saltarín, que sacudió al jinete en la silla. Cord se mostró también descontento y echó a correr detrás de Vronski.

 

XXV

En total diecisiete oficiales tomaban parte en la carrera, que iba a celebrarse en un gran circuito de forma elíptica y cuatro verstas de longitud, delante de las tribunas. Se habían preparado nueve obstáculos: un arroyo, una barrera de un metro y medio de altura, ante las mismas tribunas, una zanja seca, otra con agua, un talud, una banqueta irlandesa (uno de los obstáculos más difíciles), consistente en un terraplén cubierto de ramas secas, detrás del cual, invisible para el caballo, había otra zanja, de manera que el caballo debía vencer los dos obstáculos a la vez, pues de otro modo corría el riesgo de matarse. A continuación venían dos zanjas con agua y otra seca. La meta quedaba enfrente de las tribunas. Pero la salida no se daba en el circuito, sino doscientos metros más allá, y en ese tramo se encontraba el primer obstáculo: un arroyo embalsado, de unos dos metros de ancho, que el jinete podía saltar o vadear, como mejor le pareciera.

Tres veces se alinearon los participantes, pero siempre había algún caballo que arrancaba antes de tiempo y había que volver a empezar. El coronel Sestrin, encargado de dar la salida, empezaba ya a enfadarse, cuando por fin, al cuarto intento, la carrera pudo empezar de una vez.

Todas las miradas y todos los gemelos se concentraron en el abigarrado grupo de jinetes mientras se alineaban.

«¡Ya han dado la salida! ¡Ya han partido!», se oía por todas partes, después del silencio de la espera.

Grupos de espectadores y personas aisladas iban corriendo de un lado a otro para ver mejor. Desde el primer momento el grupo compacto de jinetes se estiró, y podía verse cómo se acercaban al arroyo de dos en dos, de tres en tres o incluso solos. En cualquier caso, a los espectadores les parecía que iban todos juntos; pero en realidad había varios segundos de diferencia, que para los jinetes tenían una gran importancia.

Fru Fru, agitada y demasiado nerviosa, perdió terreno en los primeros metros, y varios caballos la adelantaron, pero, antes incluso de llegar al arroyo, Vronski, reteniendo con todas sus fuerzas al animal, que tiraba de las riendas, sobrepasó a tres contrincantes con facilidad. Delante de él ya sólo quedaban Gladiator, el alazán de Majotin, cuyas grupas se movían con regularidad y ligereza justo delante de él, y, a la cabeza de todos, la bella Diana, guiada por Kúzovlev, que parecía más muerto que vivo.

En un principio Vronski no era dueño de su montura ni de sí mismo. Hasta que no alcanzó el primer obstáculo, el arroyo, fue incapaz de dominar los movimientos de su yegua.

Gladiator y Diana llegaron al arroyo casi al mismo tiempo, lo superaron a la par y pasaron como flechas al otro lado; tras ellos, sin ningún esfuerzo, como si volara, se alzó Fru Fru, pero, en el mismo instante en que Vronski se sintió en el aire, vio de pronto, casi bajo las patas de su montura, a Kúzovlev, que se revolcaba con Diana en la otra orilla del arroyo (Kúzovlev había soltado las riendas después de saltar, y el caballo había caído de cabeza con él). Vronski se enteraría de esos detalles más tarde: en esos momentos sólo veía que su yegua iba a aplastar la cabeza o la pata de Diana. Pero Fru Fru, como un gato al caer, hizo un esfuerzo con las patas y la grupa, y, esquivando a Diana, siguió su carrera.

«¡Muy bien, bonita!», pensó Vronski.

Después del arroyo, Vronski dominaba ya por completo a su montura y empezó a contenerla un poco, con intención de superar la gran barrera por detrás de Majotin, y aprovechar los cuatrocientos metros libres de obstáculos que vendrían a continuación para adelantarle.

La gran barrera estaba justo delante de la tribuna del zar. El soberano, la corte al completo y una muchedumbre enorme contemplaban la aproximación de Vronski y de Majotin, que iba por delante, a un cuerpo de distancia. Cuando ya estaban al lado mismo del «diablo» (así llamaban a aquel obstáculo), Vronski sentía que todos los ojos estaban pendientes de él, pero no veía nada, más allá de las orejas y el cuello de su montura, la tierra que venía a su encuentro y la grupa y las patas blancas de Gladiator, que golpeaban el suelo a un ritmo regular, siempre a la misma distancia. Gladiator se levantó, superó la barrera sin contratiempo, agitó su cola corta y desapareció de la vista de Vronski.

–¡Bravo! —gritó alguien.

En ese instante surgieron justo delante de sus ojos las tablas de la barrera. Sin alterar lo más mínimo su marcha, la yegua saltó por encima; las tablas desaparecieron, y Vronski sólo oyó un ruido a sus espaldas. Soliviantada al ver a Gladiator por delante, Fru Fru había saltado demasiado pronto y había golpeado el obstáculo con uno de los cascos traseros. Pero no varió el ritmo de su carrera, y Vronski, después de recibir en pleno rostro una salpicadura de barro, comprendió que seguía a la misma distancia de Gladiator. Volvió a ver su grupa, su cola corta y sus patas blancas que no se alejaban, a pesar de lo rápido que se movían.

En el preciso instante en que Vronski pensaba que debía adelantar a Majotin, la propia Fru Fru, dándose cuenta de lo que pensaba, aumentó de manera notable su velocidad y empezó a acercarse a Majotin por el lado más conveniente, el de la cuerda. Pero Majotin le cerró el paso. Apenas había pensado Vronski en adelantarlo por fuera cuando Fru Fru, cambiando de pata, empezó a acercarse precisamente por ese lado. El lomo de Fru Fru, oscurecido por el sudor, estaba ya a la altura de la grupa de Gladiator. Recorrieron a la par unos metros. Pero Vronski, que deseaba ganar la cuerda antes de llegar al siguiente obstáculo, azuzó a su yegua con las riendas y, al llegar al talud, adelantó rápidamente a Majotin, cuyo rostro salpicado de barro vio de refilón. Hasta le pareció que sonreía. Aunque lo había sobrepasado, sabía que Gladiator le pisaba los talones, oía su galope acompasado y su respiración entrecortada y poderosa.

Los dos obstáculos siguientes, una zanja y una barrera, se salvaron sin apuros, pero Vronski empezó a sentir más cerca el rumor de los cascos y el resuello de Gladiator. Espoleó a su yegua y advirtió con placer que Fru Fru aumentaba el paso con facilidad. El galope de Gladiator volvió a oírse desde la misma distancia de antes.

Vronski iba ahora en cabeza, que era lo que quería y lo que Cord le había aconsejado, y estaba convencido de su triunfo. Su emoción, su alegría, su cariño por Fru Fru no hacían más que crecer. Aunque le apetecía echar la vista atrás, no se atrevía a hacerlo, y procuraba calmarse y no incitar a su montura, para que conservara la misma reserva de energía que adivinaba en Gladiator. Sólo quedaba un obstáculo, pero era el más difícil. Si lo superaba antes que los demás, llegaría en cabeza a la meta. Se acercaba a la banqueta irlandesa. Tanto Fru Fru como él la habían visto de lejos, y ambos vacilaron un momento. Vronski se dio cuenta de esa indecisión por las orejas de su montura y levantó la fusta, pero en ese mismo instante comprendió que sus temores eran infundados: la yegua sabía lo que tenía que hacer: aumentó la velocidad y, con la precisión y exactitud que Vronski suponía, saltó, se elevó por los aires y se abandonó a la inercia del impulso, que la transportó mucho más allá de la zanja. Acto seguido, Fru Fru siguió su carrera, con el mismo ritmo, sin esfuerzo alguno, adelantando la misma pata.

–¡Bravo, Vronski! —gritaron varias voces.

Sabía que eran sus amigos y compañeros de regimiento, que se habían colocado en las inmediaciones de ese obstáculo. Vronski reconoció la voz de Yashvín, pero no lo vio.

«¡Muy bien, bonita!», decía para sus adentros, mientras prestaba oídos a lo que sucedía detrás. «Ha superado el obstáculo», pensó, al percibir el galope de Gladiator. Sólo quedaba una zanja con agua de un metro y medio de ancho. Vronski ni siquiera la miraba. Deseando llegar muy distanciado de sus oponentes, se puso a mover las riendas en círculo, haciendo que la yegua levantara y bajara la cabeza al compás de la marcha. Se daba cuenta de que Fru Fru se estaba quedando sin fuerzas: no sólo su cuello y sus flancos estaban cubiertos de sudor, sino que la cabeza, las puntiagudas orejas y las crines goteaban, y su respiración era entrecortada y afanosa. Pero sabía que esas reservas serían más que suficientes para cubrir los cuatrocientos metros que le separaban de la meta. Sólo por la particular ligereza de los movimientos de Fru Fru y por sentirse más cerca del suelo, Vronski se dio cuenta de lo mucho que su montura había aumentado la velocidad. Saltó por encima de la zanja como si no existiera. Había volado como un pájaro. Pero en ese mismo instante Vronski notó con horror que, en lugar de seguir el paso del animal, había hecho un movimiento en falso, tan incomprensible como imperdonable, cuando se dejaba caer en la silla. De pronto su situación cambió, y comprendió que había sucedido algo terrible. Antes de que pudiera explicarse lo que había ocurrido, vio que Majotin le adelantaba como un rayo, montado en su potro alazán de patas blancas. Vronski puso un pie en tierra y la yegua se inclinó sobre ese lado. Apenas tuvo tiempo de retirarlo cuando Fru Fru se desplomó de costado, resoplando penosamente y haciendo vanos intentos por levantarse con su cuello delicado y sudoroso, debatiéndose como un ave herida a los pies de su amo. El torpe movimiento del jinete le había quebrado el espinazo. Pero Vronski no lo supo hasta mucho más tarde. En esos momentos sólo veía que Majotin se alejaba deprisa, y que él estaba allí de pie, solo, tambaleante, en el suelo fangoso, y que Fru Fru yacía a su lado, respirando trabajosamente, alargando la cabeza hacia él y mirándole con sus magníficos ojos. Sin comprender aún lo que había sucedido, tiraba de las riendas. La yegua se estremeció de nuevo como un pez, sacudiendo los extremos de la silla, logró levantar las patas delanteras, pero le faltaron las fuerzas para erguir la grupa, vaciló y volvió a caer de costado. Con el rostro desfigurado por la cólera, pálido, el mentón tembloroso, Vronski le dio un taconazo en el vientre y tiró una vez más de las riendas. Pero la yegua no se movió, hundió el hocico en la tierra y dirigió a su amo una elocuente mirada.

–¡Ay! —gimió Vronski, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Ay! ¡Qué he hecho! —gritó—. ¡He perdido la carrera! ¡Y por mi culpa! ¡Qué error tan vergonzoso e imperdonable! ¡Y mi querida yegua! ¡Pobrecita! ¡La he matado! ¡Ah! ¿Qué he hecho?

Acudieron varias personas, el médico, el practicante, los oficiales de su regimiento. Con gran disgusto suyo, comprobó que estaba sano y salvo. La yegua se había roto el espinazo, así que decidieron rematarla. Vronski no era capaz de responder a las preguntas que le hacían ni de hablar con nadie. Se dio la vuelta y sin coger la gorra, que se le había caído, abandonó el hipódromo, sin saber adonde ir. Se sentía desdichado. Era la primera vez en su vida que le sobrevenía una desgracia tan grande, una desgracia irreparable, de la que él mismo tenía la culpa.

Yashvín corrió a su encuentro, llevándole la gorra, y le acompañó a su casa. Al cabo de media hora Vronski había recobrado un tanto la serenidad. Pero el recuerdo de esa carrera, uno de los más amargos y penosos de su existencia, lo estuvo torturando mucho tiempo.

 

XXVI

En apariencia, las relaciones de Alekséi Aleksándrovich y su esposa seguían su curso habitual. La única diferencia consistía en que Karenin estaba más ocupado que antes. Lo mismo que en años anteriores, cuando llegó la primavera, Alekséi Aleksándrovich partió para el extranjero para tomar las aguas y fortalecer su salud, que se había resentido de la labor extenuante que había llevado a cabo a lo largo del invierno. Como de costumbre, regresó en el mes de julio y, sin perder un instante, retomó sus actividades con redobladas energías. Y también como de costumbre, su mujer se trasladó a la casa de recreo, mientras él se quedaba en San Petersburgo.

Desde la conversación que había tenido con Anna, después de la velada celebrada en casa de la princesa Tverskaia, no había vuelto a hablarle de sus sospechas ni de sus celos. Ese tono burlón que ya solía emplear antes le venía ahora de perlas en las relaciones con su mujer. Se había vuelto algo más frío. Era como si estuviera algo contrariado por esa conversación nocturna que Anna había esquivado. En su manera de tratarla sólo se percibía un leve matiz de enfado. «No has querido que tuviéramos una explicación —parecía decirle con el pensamiento—, pues tanto peor para ti. Ahora serás tú quien me la pida, y yo quien se niegue. Peor para ti.» Se comportaba como un hombre que, después de esforzarse en vano por apagar un incendio, se desespera de que sus intentos hayan resultado inútiles y exclama: «¡Me da lo mismo! ¡Que se queme todo».

Ese hombre tan inteligente y sutil en asuntos oficiales no entendía que era una completa locura tratar así a su mujer. Y no lo entendía porque le resultaba demasiado terrible hacerse cargo de la situación en la que se encontraba. Prefería esconder, encerrar y sellar en lo más hondo de su alma el cofre en el que guardaba los sentimientos por su familia, es decir, por su mujer y su hijo. Él, que había sido un padre tan atento, se había vuelto muy frío con su hijo desde finales del invierno, y adoptaba con él la misma actitud burlona de que hacía gala con su mujer: «¡Ah, jovencito!», solía decirle.

Alekséi Aleksándrovich aseguraba que nunca había tenido tanto trabajo como ese año; pero no se daba cuenta de que él mismo inventaba tareas, de que ése era uno de los medios de que disponía para no abrir el cofre en el que había metido los sentimientos por su mujer y su hijo, así como los pensamientos que le inspiraban, que se iban haciendo tanto más terribles cuanto más tiempo llevaban allí. Si a alguien se le hubiera ocurrido preguntarle lo que opinaba del comportamiento de su mujer, el pacífico y manso Alekséi Aleksándrovich no habría respondido nada y se habría enfadado mucho. Por eso se apreciaba cierto orgullo y severidad en su expresión cuando alguien se interesaba por la salud de su mujer. A fuerza de no pensar en la conducta y los sentimientos de Anna, había conseguido borrar completamente de su cabeza esas preocupaciones.

La residencia veraniega habitual de Alekséi Aleksándrovich estaba en Peterhof, y la condesa Lidia Ivánovna solía pasar allí también los meses estivales, en una casa cercana a la de Anna, con quien tenía un trato continuo. Ese año la condesa Lidia Ivánovna no había querido trasladarse a Peterhof, no había visitado una sola vez a Anna Arkádevna y, en presencia de Alekséi Aleksándrovich, había aludido a la indecorosa intimidad de Anna con Betsy y Vronski. Alekséi Aleksándrovich la había interrumpido con sequedad, afirmando que su mujer estaba por encima de cualquier sospecha, y desde entonces evitó su trato. Empeñado en cerrar los ojos a la realidad, no veía que a su mujer empezaban a hacerle el vacío en determinados ambientes. Decidido a no profundizar en nada, no se paraba a pensar por qué insistía tanto Anna en que se trasladaran a Tsárkoie, donde vivía Betsy, y no lejos del campamento de Vronski. Hacía todo lo posible por olvidar todas esas ideas, y lo cierto es que lo conseguía. No obstante, aunque no se lo confesaba a sí mismo, aunque no tenía prueba ninguna, ni siquiera sospechas, sabía perfectamente que era un marido burlado, y se sentía profundamente desdichado.

Cuántas veces, en el transcurso de esos ocho felices años de vida conyugal, viendo mujeres infieles y maridos engañados, se había dicho: «¿Cómo es posible llegar a esos extremos? ¿Por qué no acaban con esa horrible situación?». Y ahora que esa desgracia había caído sobre su cabeza, en lugar de buscar una salida, no quería saber nada, precisamente porque le parecía algo demasiado horrible, demasiado antinatural.

Desde que había regresado del extranjero, Alekséi Aleksándrovich había acudido dos veces a su residencia de verano. En una de ellas había comido allí, y en la otra había pasado la tarde en compañía de unos invitados, pero no se había quedado a pasar la noche, como solía hacer en años anteriores.

El día en que se celebraban las carreras Alekséi Aleksándrovich estaba ocupadísimo. No obstante, ya desde por la mañana se había trazado un plan de lo que iba a hacer. Decidió comer temprano, para después trasladarse al campo y de allí a las carreras, a las que estaba obligado a asistir, pues iba a estar la corte al completo. Para guardar las formas, había resuelto pasar un día a la semana con su mujer. Además, como estaban a quince de mes, tenía que entregarle el dinero para los gastos, como habían convenido.

Una vez adoptadas todas esas decisiones, con esa capacidad tan suya para dominar los pensamientos, interrumpió el curso de sus reflexiones.

Esa mañana apenas tuvo un minuto libre. El día anterior la condesa Lidia Ivánovna le había enviado el folleto de un célebre viajero que había recorrido las tierras de China y que en ese momento se encontraba en San Petersburgo, y había adjuntado una carta en la que le pedía que lo recibiera, porque era un hombre muy interesante y útil en muchos aspectos. Alekséi Aleksándrovich no había tenido tiempo de leer el folleto por la noche y había dedicado a ese cometido parte de la mañana. Después pasó a ocuparse de los solicitantes, de los informes, de los nombramientos, de las destituciones, de la distribución de recompensas, de los sueldos, de las pensiones, de la correspondencia; en resumidas cuentas, de esas tareas diarias, como las llamaba Alekséi Aleksándrovich, que le ocupaban tanto tiempo. Más tarde tuvo que ocuparse de asuntos personales: recibió al médico y a su administrador. Este último apenas le robó unos instantes. Se limitó a entregarle el dinero que necesitaba y le informó en pocas palabras del estado de sus asuntos, que ese año no iban tan bien como cabría esperar, pues los gastos, por culpa sobre todo de los frecuentes viajes, eran superiores a los ingresos. En cambio, el médico, un eminente facultativo de San Petersburgo, con el que le unían relaciones de amistad, le entretuvo mucho rato. Alekséi Aleksándrovich, que no lo esperaba, se sorprendió de su visita y aún más de las detalladas preguntas que le hizo sobre su estado de salud, de la atención con que lo auscultó, le dio unos golpecitos y le palpó el hígado. Alekséi Aleksándrovich no sabía que su amiga, Lidia Ivánovna, al darse cuenta de lo mucho que se había resentido su salud ese año, le había pedido al médico que pasara a verlo y lo reconociera.

–Hágalo por mí —le había dicho la condesa Lidia Ivánovna.

–Lo haré por Rusia, condesa —había respondido el médico.


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