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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–¡Quieto, Krak, quieto! —le gritaba en tono cariñoso a su perro, que le ponía las patas en el vientre y en el pecho y se enganchaba en el morral.

Stepán Arkádevich llevaba zapatos de cuero, polainas, un pantalón roto, chaqueta y un sombrero desfondado. Pero su escopeta, un modelo reciente, era una maravilla, y el morral y la cartuchera, aunque usados, eran de primera calidad.

Hasta ese día Vásenka Veslovski no había entendido que, en el caso de un cazador, la verdadera distinción consiste en llevar ropa vieja y en disponer de un equipo de caza de la mejor calidad. Ahora se dio cuenta, al contemplar a Stepán Arkádevich, radiante bajo sus harapos, con esa elegancia de gran señor, alegre y bien nutrido, y decidió que la próxima vez que fuera de cacería se vestiría del mismo modo.

–Bueno, ¿y qué pasa con nuestro anfitrión? —preguntó.

–Tiene una mujer joven —respondió Stepán Arkádevich con una sonrisa.

–Y encantadora, además.

–Ya estaba vestido. Seguro que se ha dado la vuelta para despedirse otra vez.

Stepán Arkádevich no se había equivocado. Levin había vuelto a la habitación de su mujer para preguntarle una vez más si le había perdonado por esa estupidez de la víspera y también para rogarle por lo más sagrado que fuera más prudente. Lo más importante era que no se acercara mucho a los niños, pues en cualquier momento podían empujarla. Después de que ella le confirmara una vez más que no se enfadaba porque se dispusiera a pasar dos días fuera, le pidió que le enviara sin falta al día siguiente un mensajero con una nota. Bastaba con un par de palabras, que le permitieran saber que se encontraba bien.

A Kitty, como siempre, le daba pena separarse dos días de Levin, pero, al ver su animación, su soberbia figura, que parecía especialmente robusta y vigorosa con sus botas de caza y su blusa blanca, y esa resplandeciente excitación propia de los cazadores, tan incomprensible para ella, se olvidó de su tristeza y, pensando sólo en la alegría de su marido, lo despidió con jovialidad.

–¡Perdón, señores! —dijo Levin, saliendo a la escalinata—. ¿Han puesto el almuerzo en el carro? ¿Por qué han enganchado el alazán a la derecha? Bueno, da lo mismo. ¡Laska, vale ya! ¡Túmbate! Llévatelos con las novillas —añadió, dirigiéndose al vaquero, que esperaba en la entrada para preguntarle lo que debía hacer con los bueyes—. Perdonen ustedes, aquí viene otro de estos tunantes.

Levin se apeó del coche, en el que ya había tomado asiento, y salió al encuentro de un carpintero, que venía con una vara de medir en la mano.

–¿Por qué no viniste ayer a mi despacho? Ahora me estás entreteniendo. Bueno, ¿qué quieres?

–Con su permiso, vamos a añadir otro tramo más. Tres peldaños a lo sumo. De este modo encajará perfectamente y será mucho más segura.

–Tendrías que haberme escuchado —replicó con enfado Levin—. Te dije que primero pusieras las tabicas y después hicieras los peldaños. Ahora ya no puede arreglarse. Tienes que hacer una nueva siguiendo mis indicaciones.

El carpintero había estropeado la escalera de un pabellón en construcción, porque la había hecho por separado, sin tener en cuenta la altura, y, al colocarla en su lugar, los peldaños habían quedado demasiado inclinados. Ahora quería reparar su error añadiendo tres peldaños.

–Quedará mucho mejor —dijo.

–Pero ¿adonde va a llegar la escalera con tres peldaños más?

–Adonde tenga que llegar, señor —respondió el carpintero con una sonrisa desdeñosa—. Partirá desde abajo, desde luego —añadió con un gesto persuasivo—. Irá subiendo poco a poco y llegará hasta arriba.

–Pero esos tres peldaños la alargarán... ¿Dónde terminará?

–Como empezaremos desde abajo, quedará bien —insistió el carpintero en tono persuasivo, sin dar su brazo a torcer.

–Llegará hasta el techo y a la pared.

–Pero, señor, si la vamos a empezar desde abajo. Subirá poco a poco y llegará al lugar oportuno.

Con la baqueta de su fusil, Levin se puso a dibujar la escalera en el polvo del camino.

–¿Lo ves ahora?

–Haré lo que usted me ordene —dijo el carpintero, con un brillo repentino en los ojos. Por lo visto, se había dado cuenta de una vez de lo que pasaba—. ¡Según parece, tendré que construir una nueva!

–Bueno, hazla como te he dicho —le gritó Levin, acomodándose en el coche—. ¡Vámonos! ¡Filipp, sujeta a los perros!

Al dejar atrás todas sus preocupaciones familiares y domésticas, Levin no cabía en sí de gozo y tantas eran las expectativas que albergaba que no le apetecía ni hablar. Además, era presa de la emoción reconcentrada de los cazadores cuando se acerca el momento de la verdad. En esos instantes lo único que le importaba era si encontrarían caza en el pantano de Kólpeno, cómo se comportaría Laska en comparación con Krak y si él mismo daría la talla. Otras cuestiones le venían a la cabeza: ¿no quedaría en mal lugar ante ese nuevo conocido? ¿No daría muestras Oblonski de mejor puntería que él?

Oblonski albergaba preocupaciones análogas y también guardaba silencio. Sólo Vásenka Veslovski seguía con su alegre charla. Al escucharlo ahora, Levin se sintió avergonzado de lo injusto que había sido con él la víspera. Vásenka era un muchacho realmente encantador, sencillo, bondadoso y muy jovial. Si Levin lo hubiera conocido en sus tiempos de soltero, habría congeniado con él. Le desagradaba un poco su actitud ociosa ante la vida y esa especie de elegancia desenvuelta. Era como si se considerara superior y sumamente importante por el hecho de llevar las uñas largas, esa gorra escocesa y el resto de su equipo; pero su bondad y su nobleza hacían que le perdonara uno todas esas cosas. Levin apreciaba su buena educación, su manera impecable de pronunciar el francés y el inglés, y en no menor medida que era un hombre de su propio círculo.

Vásenka estaba encantado con el caballo del Don enganchado en la izquierda y no dejaba de alabarlo.

–¡Qué agradable sería cabalgar por la estepa a lomos de un caballo así. ¿No es verdad? —decía.

Cabalgar en un caballo de la estepa se le antojaba algo salvaje y poético, aunque la realidad no era ni mucho menos así. Pero esa ingenuidad, unida a su belleza, su agradable sonrisa y la gracia de sus movimientos ejercían un enorme atractivo. Ya fuera que el carácter de ese joven le hubiera caído simpático o que se esforzara por encontrar algo bueno en él, para redimir su pecado de la víspera, el caso es que Levin se encontraba a gusto en su compañía.

Después de recorrer tres verstas, Veslovski echó en falta sus cigarros y su cartera. No sabía si los había perdido o los había olvidado en la mesa. Llevaba trescientos setenta rublos en la cartera, de ahí su inquietud.

–¿Sabe lo que le digo, Levin? Me voy a llegar hasta la casa en ese caballo del Don. Será magnífico. ¿Qué le parece? —preguntó, dispuesto a poner en práctica su plan.

–No, ¿para qué? —respondió Levin, considerando que Vásenka debía de pesar no menos de noventa kilos—. Enviaré al cochero.

Despacharon al cochero y Levin se hizo cargo de las riendas.

 

IX

—Entonces, ¿cuál será nuestro itinerario? Explícanoslo con detalle —dijo Stepán Arkádevich.

–El plan es el siguiente: iremos primero hasta Gvózdevo. A este lado del pueblo nos encontraremos con un pantano en el que abundan las agachadizas, y al otro con unas marismas magníficas para la caza de las becadas, y en las que también suele haber agachadizas. Ahora hace calor, pero como llegaremos a la caída de la tarde (el lugar queda a unas veinte verstas), podremos salir al campo en seguida. Pasaremos la noche allí y por la mañana nos dirigiremos a los pantanos grandes.

–¿Y no hay nada por el camino?

–Sí, pero nos entretendríamos. Y hace demasiado calor. Hay dos lugares preciosos, pero no creo que haya mucha caza.

A Levin le apetecía pasar por esos dos sitios, pero estaban más cerca de casa y podía ir por allí en cualquier momento; además, eran tan pequeños que apenas habría espacio para que dispararan los tres. Por eso había tratado de engañarles, diciendo que no merecía la pena pasar por allí. Cuando llegaron al pantano pequeño, Levin quiso pasar de largo, pero Stepán Arkádevich, con su ojo de cazador experimentado, reparó en seguida en unos juncos que se divisaban desde el camino.

–¿Por qué no hacemos un alto? —dijo, señalando el pantano.

–¡Sí, Levin, por favor! ¡Sería estupendo! —le rogó Vásenka Veslovski, y Levin acabó cediendo.

En cuanto se detuvieron, los perros echaron a correr uno en pos del otro en dirección al pantano.

–¡Krak! ¡Laska!

Los perros volvieron.

–Habrá poco espacio para los tres. Yo me quedaré aquí —dijo Levin, con la esperanza de que no encontraran nada, a no ser algunas avefrías, que habían levantado el vuelo al acercarse los perros, y trazaban círculos por encima de las aguas, lanzando graznidos lastimeros.

–¡No! ¡Vamos, Levin! Iremos juntos —insistió Veslovski.

–Les aseguro que no habrá sitio para los tres. ¡Laska, ven aquí! ¡Laska! ¿No necesitan otro perro?

Levin se quedó al lado del coche, contemplando con envidia a los cazadores, que recorrieron todo el pantano, pero sólo encontraron una gallina de agua y varias avefrías. Vásenka consiguió abatir una.

–Ya ven que no mentía —dijo Levin—. No ha sido más que una pérdida de tiempo.

–No, lo hemos pasado bien. ¿Ha visto usted? —preguntó Vásenka Veslovski, subiendo torpemente al coche, con la escopeta y la avefría en las manos—. Ha sido un buen disparo, ¿no es verdad? Bueno, ¿queda mucho para llegar al lugar a donde nos dirigimos?

De pronto los caballos se encabritaron. Levin se golpeó la cabeza con el cañón de una escopeta ajena y oyó un disparo. Eso fue lo que le pareció a Levin, pero en realidad el disparo había sonado antes. Lo que había sucedido era que Vásenka Veslovski, al bajar los martillos, había apretado por error un gatillo, mientras sujetaba el otro. La bala se incrustó en el suelo, sin que nadie sufriera daño. Stepán Arkádevich movió la cabeza y se echó a reír, mirándole con aire de reproche. Pero Levin no tuvo ánimos para amonestarlo. En primer lugar, cualquier reproche parecería motivado por el peligro que había corrido y el chichón que le había salido en la frente; en segundo, Veslovski, que al principio se había mostrado ingenuamente desesperado, estalló en unas carcajadas tan francas y contagiosas ante la conmoción general que él mismo se echó a reír.

Cuando llegaron al segundo pantano, que era bastante más grande y les llevaría más tiempo recorrer, Levin intentó persuadirles de que no se apearan, pero una vez más acabó cediendo a las súplicas de Veslovski. Como también ese pantano era estrecho, Levin, demostrando que era un anfitrión hospitalario, se quedó una vez más al lado de los coches.

Nada más llegar, Krak se fue derecho a unos montículos. Vásenka Veslovski fue el primero en salir corriendo detrás del perro. Stepán Arkádevich no había tenido tiempo de alcanzarlo, cuando una agachadiza salió volando. Veslovski erró el tiro, y el ave se posó en un prado sin segar. Oblonski se la dejó a Veslovski. Krak volvió a encontrarla y la obligó a levantar el vuelo. Veslovski la mató y a continuación volvió al lugar donde esperaban los coches.

–Vaya usted ahora. Yo cuidaré de los caballos —dijo.

La envidia propia del cazador empezó a hacer mella en Levin. Entregó las riendas a Veslovski y se dirigió al pantano.

Laska, que llevaba ya un buen rato emitiendo lastimeros ladridos, quejándose de la injusticia de su suerte, se puso en cabeza y se dirigió directamente a un montículo al que aún no había llegado Krak, pero que Levin conocía desde hacía tiempo y en el que esperaba encontrar alguna pieza.

–¿Por qué no le dices que pare? —gritó Stepán Arkádevich.

–No las espantará —respondió Levin, satisfecho de su perra, mientras corría detrás de ella.

A medida que Laska se acercaba al montículo conocido, más minuciosa se mostraba en la búsqueda. Una pequeña ave de los pantanos la distrajo, pero sólo un momento. Dio una vuelta alrededor del montículo y ya se disponía a dar otra cuando de pronto se estremeció y se quedó inmóvil.

–¡Ven, Stiva, ven! —gritó Levin, sintiendo que el corazón empezaba a latirle con más fuerza. Y, como si de pronto se hubiera abierto un cerrojo en su atento oído, todos los sonidos perdieron la medida de la distancia y empezaron a herirle en desorden, con una gran intensidad. Oyó los pasos de Stepán Arkádevich y los tomó por el pataleo lejano de los caballos; un pegote de tierra se desprendió con unas raíces al pisarlo, y él confundió ese crujido con el aleteo de una agachadiza. También percibió a sus espaldas, a poca distancia de donde se encontraba, un extraño chapoteo en el agua, que no sabía a qué atribuir.

Avanzando con prudencia, se acercó a la perra.

–¡Busca!

No fue una agachadiza la que alzó el vuelo bajo las patas de la perra, sino una becada. Levin levantó la escopeta, pero en el preciso instante en el que apuntaba, el chapoteo en el agua se hizo más intenso y se oyó más cerca, acompañado de la voz de Veslovski, que lanzaba unos gritos extraños. Levin se dio cuenta de que apuntaba demasiado detrás, pero de todos modos disparó.

Convencido de que había errado el tiro, Levin volvió la cabeza y advirtió que los caballos ya no estaban en el camino, sino en la orilla.

Deseando contemplar la caza, Veslovski había entrado en el pantano, y los caballos se habían hundido en el lodo.

–¡Que el diablo se lo lleve! —murmuró Levin, dirigiéndose al coche, atascado en el barrizal—. ¿Por qué se ha metido usted ahí? —le preguntó con sequedad y, después de llamar al cochero, trató de sacar a los caballos.

Levin estaba enfadado porque le habían molestado en el momento de disparar, porque habían metido los caballos en el pantano y, sobre todo, porque ni Stepán Arkádevich ni Veslovski les estaban ayudando ni al cochero ni a él, ya que ninguno de los dos tenía la menor idea de cómo había que desenganchar los caballos. Sin responder una palabra a Veslosvki, que aseguraba que allí el terreno estaba completamente seco, Levin se afanaba en silencio con el cochero, intentando liberar los caballos. Pero al cabo de un rato, después de entrar en calor gracias al esfuerzo, y viendo el tesón y el empeñó con que Veslovski tiraba del coche, hasta el punto de que acabó arrancando el guardabarros, empezó a reprocharse el trato demasiado frío que, dejándose llevar por lo que había sucedido la víspera, le había dispensando a Veslovski. Entonces trató de moderar su sequedad y redobló sus atenciones. Cuando solventaron el percance y los coches volvieron a la carretera, Levin ordenó que sirvieran el almuerzo.

Bon appétit, bonne conscience! Ce poulet va tomber jusqu'au fond de mes bottes 106—dijo en francés Vásenka, que había recobrado la alegría, mientras daba buena cuenta de su segundo pollo—. Ya han terminado nuestras penurias. A partir de ahora todo irá bien. Pero, para expiar mis culpas, debo sentarme en el pescante. ¿No es verdad? Sí, sí, seré su Automedonte 107. ¡Ya verán qué bien voy a llevarles! —añadió, sin soltar las riendas, cuando Levin le pidió que se las entregara al cochero—. No, debo expiar mis culpas. Además, iré de maravilla en el pescante.

Y acto seguido se pusieron en marcha.

Levin temía que Vásenka agotara a los caballos, sobre todo al alazán de la izquierda, al que no era capaz de refrenar; pero, a su pesar, acabó sometiéndose a la jovialidad de aquel muchacho, que a lo largo de todo el camino no dejó de cantar romanzas, contar historias e imitar la manera inglesa de conducir un tour-in hand. 108Llegaron a los pantanos de Gvózdevo después del almuerzo, en la mejor disposición de ánimo.

 

X

Vasia había azuzado tanto a los caballos que alcanzaron su destino demasiado pronto, antes de que el calor empezara a ceder.

Al llegar al pantano grande, principal objetivo de la expedición, Levin pensó involuntariamente en la manera de desembarazarse de Vásenka para poder moverse sin impedimentos. Por lo visto, Stepán Arkádevich albergaba las mismas intenciones. Levin descubrió en su rostro la expresión de preocupación que suelen tener los cazadores de verdad antes de empezar una partida, aunque en su caso se advertía también esa malicia bonachona que le era tan peculiar.

–¿Cómo vamos a ir? El lugar es magnífico. Ya veo que hay hasta gavilanes —dijo Stepán Arkádevich, señalando dos aves de gran tamaño que volaban en círculo por encima de los juncos—. Donde hay gavilanes, tiene que haber caza.

–Un momento, señores —dijo Levin, ajustándose las botas con expresión algo sombría y examinando las cápsulas de su escopeta—. ¿Han visto esos juncos? —Y señaló un islote que se recortaba con su color verde oscuro contra el enorme prado húmedo, a medio segar, que se extendía a la derecha del río—. Como ven, ahí empieza el pantano, justo enfrente de nosotros, donde el verde es más intenso. A partir de ahí sigue por la derecha, no lejos de esos caballos. En esos montículos hay agachadizas; y también alrededor de esos juncos, hasta el bosque de álamos y el molino. ¿Ven ese recodo? Es el mejor sitio. Allí maté yo una vez diecisiete becadas. Nos separaremos con los perros, seguiremos dos direcciones distintas y nos reuniremos en el molino.

–¿Quién irá a la derecha y quién a la izquierda? —preguntó Stepán Arkádevich—. Ustedes dos pueden ir por el lado de la derecha, que es más ancho, y yo iré por el de la izquierda —añadió con supuesta indiferencia.

–¡Estupendo! —aprobó Vásenka—. Cobraremos más piezas que él. ¡Vamos, vamos!

A Levin no le quedó más remedio que mostrar su consentimiento. Se separaron.

Nada más internarse en el pantano, los dos perros se pusieron a olfatear y enfilaron hacia un lugar donde el agua tenía una tonalidad como de herrumbre. Levin conocía la manera de buscar de Laska, cauta y azarosa, y también ese lugar, y esperaba que se alzara una bandada de becadas.

–Veslovski, vaya usted a mi lado —murmuró a su compañero de caza, que chapoteaba detrás de él. Después de aquel disparo accidental en el pantano de Kólpeno, era inevitable que le inquietara la dirección de su escopeta.

–No le molestaré. No se preocupe usted de mí.

Pero Levin no podía dejar de recordar las palabras que había pronunciado Kitty cuando se separaron: «Tened cuidado, no os vayáis a disparar por descuido». Los perros, adelantándose y siguiendo cada uno su propio rastro, se acercaban cada vez más a las aves. Tan intensa era la concentración de Levin que tomaba el chapoteo de sus tacones, al sacarlos del agua estancada, por el grito de una becada, y agarraba con fuerza la culata de la escopeta.

–¡Pif! ¡Paf! —oyó junto a su oído.

Vásenka había disparado a una bandada de patos, que revoloteaban por encima de las marismas y se dirigían al encuentro de los cazadores, aunque aún se encontraban fuera del alcance de sus armas. Apenas había tenido tiempo Levin de volverse cuando una becada alzó el vuelo, y luego otra y otra más, hasta un total de ocho.

Stepán Arkádevich disparó a una en el momento en que se disponía a volar en zigzag, y el ave cayó a plomo en el barro. Sin apresurarse, apuntó a otra, que volaba bajo en dirección a los juncos, y, apenas había resonado la detonación, el ave ya se debatía en el prado segado, agitando el ala sana, blanca por debajo.

Levin no fue tan afortunado: la primera becada a la que disparó estaba demasiado cerca, y erró el tiro. Cuando el ave empezó a remontar el vuelo, volvió a apuntar, pero en ese instante le distrajo otra que salió debajo mismo de sus pies y volvió a fallar el tiro.

Mientras Levin y Oblonski cargaban sus escopetas, apareció otra becada. Veslovski, que había tenido tiempo de cargar la suya, disparó dos veces, pero los cartuchos de perdigones acabaron en el agua. Stepán Arkádevich recogió las piezas que había cobrado y miró a Levin con ojos brillantes.

–Bueno, ahora vamos a separarnos —dijo y, cojeando ligeramente con la pierna izquierda, silbó a su perro y se alejó por un lado, con la escopeta lista. Levin y Veslovski se fueron por el otro.

Cuando Levin fallaba el primer disparo, se acaloraba, se irritaba y ya no acertaba en todo el día. Así le sucedió también esta vez. Había muchas becadas. No paraban de levantar el vuelo, tan pronto al lado mismo de los perros como debajo de los pies de los cazadores. Habría podido resarcirse. Pero, cuanto más disparaba, más avergonzado se sentía delante de Veslovski, que tiraba a tontas y a locas, sin importarle lo más mínimo no haber cobrado ni una sola pieza. Él se precipitaba, se impacientaba y se mostraba cada vez más irritado. Por último, llegó al extremo de disparar sin la menor esperanza de acertar. Parecía como si hasta Laska se diera cuenta, pues miraba con aire de reproche a los cazadores y olfateaba con menos celo que antes. Los disparos se sucedían sin interrupción. El humo de la pólvora envolvía a los cazadores, y en la espaciosa y amplia red del morral no había más que tres becadas pequeñas y lastimosas. A una la había acertado Veslovski; la otra la habían abatido al alimón. Entre tanto, en el otro lado del pantano, se oían los disparos de Stepán Arkádevich, no tan frecuentes, pero, según pensaba Levin, más atinados, pues casi todos iban acompañados del siguiente grito: «¡Krak, Krak, busca!».

Eso era lo que más le irritaba a Levin. Las becadas no dejaban de revolotear por encima de los juncos. Por todas partes se oía el chapoteo de sus patas en el barro y sus gritos en el aire. Las que primero habían levantado el vuelo volvían a posarse delante de los cazadores. Si cuando llegaron había dos gavilanes, ahora decenas de ellos graznaban por encima de la marisma.

Después de recorrer más de la mitad del pantano, Levin y Veslovski llegaron a un prado propiedad de unos campesinos, dividido por largas franjas que llegaban hasta los juncos, con marcas de pisadas en unos sitios e hileras de hierba segada en otros. La mitad de esas franjas ya había sido segada.

Aunque había pocas esperanzas de encontrar piezas tanto en la hierba sin guadañar como en la guadañada, Levin había prometido a Stepán Arkádevich que se reuniría con él, de modo que atravesó el prado con su compañero.

–¡Eh, cazadores! —les gritó uno de los campesinos, sentado al lado de un carro desenganchado—. ¡Venid a tomar un bocado con nosotros! ¡Echaremos un trago!

Levin se dio la vuelta.

–¡Venid, no tengáis miedo! —exclamó un campesino barbudo, de cara colorada y alegre, dejando al descubierto los dientes blancos y levantando por encima de la cabeza una botella verde, que brilló al sol.

Que'est ce qu'ils disent? 109—preguntó Veslovski.

–Nos invitan a beber vodka. Seguramente acaban de hacer la partición del prado. Yo aceptaría con gusto —añadió Levin, no sin malicia, con la esperanza de que el vodka tentara a Veslovski y lo dejara solo.

–¿Y por qué nos convidan?

–Pues para pasar un buen rato. Debería ir usted. Se divertirá.

Allons, c'est curieux. 110

–¡Vaya, vaya! ¡No le costará encontrar el camino del molino! —exclamó Levin, encantado de ver que Veslosvki, encorvado, tropezando con los cansados pies, la escopeta en la mano, salía del pantano y se acercaba a los campesinos.

–¡Ven tú también! —le gritó el campesino a Levin—. ¿Por qué no? Tomarás un trozo de empanada.

A Levin le apetecía mucho tomar un trago de vodka y comer un pedazo de pan. Estaba cansado y apenas podía sacar los pies del barro. Por un instante dudó. Pero Laska se había parado. Fue como si toda la fatiga desapareciera de repente, y echó a andar con paso ligero en pos de la perra. Justo debajo de sus pies alzó el vuelo una becada. Levin disparó y la mató. Pero la perra seguía inmóvil. «¡Busca!» Otra becada salió volando al lado mismo de Laska. Levin disparó. Pero no era su día. Falló el tiro. Y, cuando fue a recoger la que había abatido, no la encontró. Recorrió todo el cañaveral, pero Laska no creía que la hubiera alcanzado y, aunque fingía que la buscaba, en realidad no lo hacía.

En suma, la jornada no mejoró sin Vásenka, a quien Levin había culpado de su mala suerte. También allí había muchas becadas, pero Levin erraba un tiro tras otro.

Los rayos oblicuos del sol eran todavía muy calurosos. La ropa, empapada en sudor, se le pegaba al cuerpo; la bota izquierda, llena de agua, le pesaba mucho y chapoteaba; gruesas gotas de sudor le corrían por la cara manchada de pólvora; tenía un sabor amargo en la boca; el olor a pólvora y a moho se le había metido en la nariz; en sus oídos resonaban los gritos incesantes de las becadas; los cañones estaban tan calientes que no podía tocarlos; el corazón le palpitaba con latidos rápidos y breves; las manos le temblaban de emoción; sus pies cansados tropezaban en los montículos, se hundían en los hoyos; pero él seguía andando y disparando. Por último, después de errar un blanco de manera vergonzosa, arrojó al suelo la escopeta y el sombrero.

«¡Más vale que me calme!», se dijo. Recogió la escopeta y el sombrero, llamó a Laska y salió del pantano. Una vez en terreno seco, se sentó en un montículo, se descalzó y sacó el agua de la bota; luego se acercó al pantano, bebió un trago de esa agua con sabor a moho, humedeció los cañones recalentados y se lavó la cara y las manos. Después de refrescarse, se dirigió al lugar donde había visto posarse una becada con el firme propósito de no excitarse.

Procuró conservar la serenidad, pero no le fue posible. Apretaba el gatillo antes de apuntar. Todo iba de mal en peor.

Cuando salió de la marisma para dirigirse a la aliseda donde debía reunirse con Stepán Arkádevich, sólo llevaba cinco piezas en el morral.

Antes de divisar a su amigo, se encontró con Krak, cubierto de cieno negro y pestilente, que saltó por encima de la raíz retorcida de un aliso y se acercó a olfatear a Laska con aire de triunfo. Al poco rato, a la sombra del aliso, apareció la apuesta figura de Stepán Arkádevich. Con el rostro colorado, bañado en sudor, el cuello desabotonado, se dirigía a su encuentro cojeando como antes.

–¿Cómo os ha ido? ¡No habéis dejado de disparar! —dijo con una alegre sonrisa.

–¿Y a ti? —preguntó Levin.

La verdad es que podía haberse ahorrado la pregunta, porque ya había visto el morral, lleno a rebosar.

–No demasiado mal —traía catorce piezas—. ¡Es un pantano magnífico! Seguro que te ha estorbado Veslovski. Es incómodo cazar con otra persona cuando sólo se dispone de un perro —dijo Stepán Arkádevich, tratando de atenuar su victoria.

 

XI

Cuando Levin y Stepán Arkádevich llegaron a la isba del campesino en la que Levin se había alojado siempre, Veslovski ya estaba allí. Sentado en un banco, al que se agarraba con ambas manos, se reía con esa risa suya alegre y contagiosa, mientras un soldado, hermano de la dueña de la casa, le quitaba las botas cubiertas de barro.

–Acabo de llegar. Ils ont été charmants. 111Imagínense, me han dado de beber y de comer. ¡Y qué pan! ¡Una maravilla! Délicieux! En cuanto al vodka, en mi vida lo he tomado mejor. Y no ha habido manera de que aceptaran un poco de dinero. No hacían más que decirme: «No te ofendas», o algo así.

–¿Y por qué iban a tomar su dinero? Le están agasajando. ¿O acaso se cree que tienen el vodka para venderlo? —dijo el soldado, quitándole por fin una de las botas mojadas y el calcetín ennegrecido.

A pesar de la suciedad de la isba, manchada por las botas de los cazadores y los perros, que se lamían los pegotes de barro, del olor a ciénaga y a pólvora y de la falta de tenedores y cuchillos, los cazadores tomaron el té y cenaron con ese apetito con que suelen comer quienes han ido de caza. Una vez aseados y limpios, entraron en un pajar bien barrido, donde los cocheros habían preparado los lechos para los señores.

Aunque ya había caído la noche, ninguno tenía ganas de dormir.

Después de evocar diversos recuerdos de cacerías anteriores y contar algunas anécdotas sobre perros y armas de fuego, la conversación acabó derivando a un tema que interesaba a todos. Como Vásenka había expresado en repetidas ocasiones su entusiasmo por el albergue nocturno, con ese olor a heno, ese carro roto (le parecía roto porque le habían quitado la parte delantera), esos bondadosos campesinos que le habían invitado a vodka y esos perros tumbados cada uno al pie de su amo, Oblonski describió la maravillosa cacería en la que había participado el verano anterior en la finca de Maltus, un conocido magnate del ferrocarril. Les habló de las marismas que el tal Maltus había comprado en la provincia de Tver, de cómo las había convertido en coto privado, de los coches y dog-carts 112que transportaron a los cazadores y del pabellón que habían levantado a la orilla del pantano para almorzar.

–No entiendo cómo no te repugna esa gente —dijo Levin, incorporándose en su lecho de heno—. Ya sé que es muy agradable almorzar con vino de Lafitte, pero ¿es posible que no te desagrade tanto lujo? Todas esas personas amasan su dinero como hacían los recaudadores de impuestos de antaño y se burlan del desprecio público, sabiendo que esas riquezas mal adquiridas servirán para rehabilitarlos.

–¡Totalmente cierto! —exclamó Vásenka Veslovski—. ¡Es verdad! Desde luego, Oblonski lo hace por su bonhomie, 113pero hay quien comenta: «Oblonski frecuenta...».

–En absoluto —dijo Oblonski con una sonrisa, según advirtió Levin—. No lo considero para nada menos honrado que muchos otros comerciantes o nobles acaudalados. Tanto unos como otros deben su fortuna a su trabajo y a su inteligencia.

–Pero ¿qué clase de trabajo es ése? ¿Acaso puede concedérsele ese nombre a obtener una concesión y revenderla?

–Pues claro que sí. Es un trabajo en el sentido de que, de no ser por él o de otros como él, no habría ferrocarriles.

–Pero no es un trabajo como el de un campesino o un sabio.

–Puede ser, pero no deja de producir resultados: los ferrocarriles. Aunque ya sé que tú los consideras inútiles.

–Ésa es otra cuestión: estoy dispuesto a reconocer que son útiles. Pero juzgo indigna cualquier retribución que no se corresponda con el trabajo realizado.

–¿Y quién puede determinar esa correspondencia?

–Me refiero a las ganancias obtenidas mediante medios ilícitos, recurriendo a la astucia —dijo Levin, dándose cuenta de que no era capaz de trazar una delimitación precisa entre lo que es honrado y lo que no lo es—, como, por ejemplo, las de los bancos —añadió—. Es lo que hacían los recaudadores de impuestos de antaño, adquirir grandes fortunas sin trabajar. El mal es el mismo, sólo las formas han cambiado. Le roi est mort, vive le roi! 114En cuanto se suprimieron los recaudadores de impuestos, surgieron los ferrocarriles y los bancos. En uno y otro caso se trata de ganar dinero sin trabajar.


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