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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

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Автор книги: Leon Tolstoi



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–¿Adonde vas?

–Tengo que ir a Peterhof.

–¿Han traído ya la yegua de Tsárkoie?

–Sí, pero aún no la he visto.

–Dicen que Gladiator, el caballo de Majotin, cojea.

–¡Bobadas! Pero ¿qué va a hacer usted para correr con tanto barro? —preguntó el otro.

–¡Aquí vienen mis salvadores! —gritó Petritski, al ver a los recién llegados, y, señalando la bandeja que le presentaba su ordenanza, con el vodka y los pepinillos, añadió—. Yashvín me ha recomendado que beba para despejarme un poco.

–Vaya noche nos disteis ayer —dijo uno de los recién llegados—. No hemos pegado ojo.

–¡Y cómo terminamos! —replicó Petritski—. Vólkov se subió al tejado y nos dijo que estaba triste. Yo propuse que tocáramos algo de música, una marcha fúnebre. Al final se quedó dormido en el tejado, a los acordes de la marcha fúnebre.

–Bébete el vodka en seguida, y luego toma agua de seltz y mucho limón —le aconsejó Yashvín, en el tono de las madres cuando dan a sus hijos una medicina—. Más tarde podrás tomar ya un poco de champán... una botellita.

–Eso me parece mejor. Espera un poco, Vronski. Vamos a echar un trago.

–No. Adiós, caballeros. Hoy no bebo.

–¿Es que temes ganar peso? Bueno, entonces beberemos nosotros solos. Que traigan agua de seltz y limón.

–¡Vronski! —gritó alguien, cuando ya había atravesado el umbral.

–¿Qué?

–¿Por qué no te cortas el pelo? Debe de pesarte mucho, sobre todo en la calva.

Vronski, en quien empezaban a manifestarse los primeros síntomas de una alopecia precoz, se rió de buena gana, dejando al descubierto sus magníficos dientes, y, tapándose la calva con la gorra, se sentó en la calesa.

–¡A los establos! —dijo, e hizo intención de sacar la carta, pero, después de pensarlo un poco, prefirió dejar la lectura para otro momento, pues no quería que nada distrajera su atención del examen de la yegua.

«Ya me ocuparé de eso más tarde...»

 

XXI

Habían levantado el establo provisional, una barraca de planchas de madera, al lado mismo del hipódromo, y allí debían haber llevado la víspera a la yegua de Vronski. Todavía no la había visto. En esos últimos días había confiado al entrenador la tarea de pasearla, de modo que desconocía por completo el estado en que se encontraba. Nada más apearse, el palafrenero (o groom, como lo llamaban), que había reconocido de lejos la calesa, llamó al entrenador, un inglés seco, con un mechón de pelo en el mentón, vestido con botas altas y chaqueta corta, que se acercó a su amo con esos andares torpes y bamboleantes de los jockeys, los codos muy separados del cuerpo.

–Bueno, ¿cómo está Fru Fru? —preguntó Vronski en inglés.

All right, sir—respondió el entrenador con voz gutural—. Es mejor que no vaya —añadió, levantando el sombrero—. Le he puesto el bocado y está muy inquieta. Si se acerca, se pondrá aún más nerviosa.

–Creo que entraré de todos modos. Me apetece verla.

–Vamos, pues —dijo el inglés, de nuevo sin abrir la boca. Y con su paso desgarbado, los codos muy separados, el ceño fruncido, se adelantó.

Entraron en un patinillo que había delante de la barraca. El mozo de servicio, un muchacho bien plantado y mejor vestido, con una chaqueta limpia y una escoba en la mano, recibió a los recién llegados y los acompañó. En el establo había cinco caballos, cada uno en su cubículo. Vronski sabía que allí debía de estar también su principal rival, Gladiator, el alto alazán propiedad de Majotin. Vronski, que no lo conocía, tenía más ganas de verlo que a su propia yegua, pero sabía que las reglas no escritas de los aficionados a las carreras le impedían dar ese paso y que hasta se consideraría inconveniente que hiciera preguntas al respecto. Cuando iban por el pasillo, el mozo abrió la puerta del segundo cubículo de la izquierda, y Vronski vio un robusto alazán de patas blancas. Comprendió que era Gladiator, pero se volvió en seguida hacia Fru Fru, como si se hubiera topado con una carta abierta que no le iba dirigida.

–Aquí está el caballo de Mak... de Mak... no soy capaz de pronunciar ese apellido —dijo el inglés por encima de su hombro, señalando con un dedo grande y de uña sucia el cubículo de Gladiator.

–¿De Majotin? Sí, es mi único rival serio —dijo Vronski.

–Si fuera usted quien lo montara —replicó el inglés—, apostaría por usted.

–Fru Fru es más nerviosa; éste, más resistente —apuntó Vronski, sonriendo ante aquel elogio de sus virtudes como jinete.

–En las carreras de obstáculos todo depende de la manera de montar y del pluck—observó el inglés.

Vronski no carecía de pluck, es decir, de energía y valor, y lo que era mucho más importante: estaba firmemente convencido de que ninguna otra persona en el mundo podía tener más pluckque él.

–¿Y está usted seguro de que no le habría convenido hacer un poco más de ejercicio?

–En efecto —respondió el inglés—. Haga el favor de no hablar tan alto. La yegua se inquieta —añadió, señalando con la cabeza el cubículo cerrado ante el que se habían detenido, del que les llegaba un rumor de cascos sobre la paja.

El inglés abrió la puerta y Vronski entró en el cubículo, débilmente iluminado por un ventanuco. Una yegua baya oscura, con un bocado, removía la paja fresca con las patas. Cuando sus ojos se acostumbraron a esa semipenumbra, Vronski ponderó una vez más, sin apenas darse cuenta, todas las cualidades de su yegua favorita. Fru Fru era de tamaño medio, con una conformación algo defectuosa. Tenía los huesos finos y era estrecha de pecho, a pesar de la caja torácica protuberante. Tenía la grupa un tanto caída, y las patas, sobre todo las traseras, bastante torcidas y poco musculosas. Por otro lado, aunque había adelgazado gracias al entrena miento, no dejaba de causar sorpresa lo ancha que era de vientre. Vista» de frente, las canillas tenían el grosor de un dedo, pero en cambio parecían muy anchas cuando se miraban de lado. Toda su figura, excepto el costillar, parecía apretada en los flancos y demasiado dilatada. Pero poseía en grado sumo una cualidad que paliaba todos esos defectos: la sangre, esa sangre «que lo dice todo», como reza la expresión inglesa. Sus músculos, que sobresalían bajo una red de venas, por debajo de la piel fina, flexible y lisa como el raso, parecían tan fuertes como huesos. La cabeza enjuta, de ojos saltones, alegres y brillantes, se ensanchaba a la altura de los ollares, con las membranas internas anegadas de sangre. Toda su figura, sobre todo la cabeza, transmitía una sensación de determinación y energía, no exenta de delicadeza. Era uno de esos animales que se diría que no hablan por la simple razón de que el mecanismo de su boca no se lo permite.

Vronski, al menos, tenía la impresión de que la yegua entendía todo lo que sentía al contemplarla.

En cuanto entró, Fru Fru emitió un fuerte resoplido y torció los ojos sal tones hasta que el blanco se inyectó en sangre, mientras miraba a los recién llegados desde el lado opuesto del recinto, sacudiendo el bocado y apoyándose con agilidad tan pronto en una pata como en otra.

–Ya ve lo agitada que está —dijo el inglés.

–¡Tranquila, bonita, tranquila! —exclamó Vronski, acercándose y procurando calmarla.

Pero el nerviosismo de la yegua aumentaba a cada paso que daba. Sólo cuando estuvo a la altura de su cabeza, se aquietó de pronto y sus músculos se estremecieron por debajo de la piel fina y delicada. Vronski acarició el robusto cuello, le arregló un mechón de crines que había caído al otro lado del protuberante espinazo y acercó el rostro a los ollares dilatados y tan tenues como un ala de murciélago. La yegua aspiró y expulsó ruidosamente el aire por los ollares distendidos, se estremeció, agachó la aguda oreja y alargó hacia Vronski el belfo negro y poderoso, como si quisiera cogerlo por la manga. Pero, recordando que tenía el bocado puesto, lo sacudió y volvió a piafar con sus finas patas.

–¡Calma, bonita, calma! —dijo Vronski, acariciándole otra vez las ancas, y a continuación salió del recinto, ya más tranquilo, después de comprobar que la yegua estaba en perfectas condiciones.

La agitación de Fru Fru se transmitió a su amo. Sentía que le fluía la sangre al corazón y que también él tenía necesidad de moverse, de morder. Era una sensación terrible y alegre a la vez.

–Bueno, confío en usted —le dijo al inglés—. A las seis y media en el lugar señalado.

–De acuerdo —replicó el inglés—. ¿Y adonde va usted ahora, milord? —preguntó de pronto, recurriendo a ese tratamiento que no empleaba casi nunca.

Vronski, sorprendido del atrevimiento de esa pregunta, levantó la cabeza y miró al inglés a su manera, no a los ojos, sino a la frente. Pero, al darse cuenta de que, al formular esa cuestión, no le había hablado como a su señor, sino como a su jockey, le respondió: —Tengo que ver a Brianski. Estaré de vuelta en una hora.

«¡Cuántas veces me habrán hecho hoy la misma pregunta!», se dijo, ruborizándose, algo muy poco habitual en él. El inglés lo miró con atención. Y, como si supiera adonde se dirigía, añadió:

–Lo principal es conservar la calma antes de la carrera. No se disguste ni se moleste por nada.

All right—respondió Vronski, sonriendo.

Y, subiéndose a la calesa, ordenó que le condujeran a Peterhof.

Apenas se había alejado unos pasos cuando las nubes que habían amenazado lluvia desde por la mañana se ensombrecieron y descargaron un fuerte aguacero.

«Malo —pensó Vronski, subiendo la capota—. Con el barro que había ya, la pista va a convertirse en un auténtico cenagal.»

Aprovechando ese momento de soledad, sacó la carta de su madre y la nota de su hermano y se puso a leerlas.

Sí, era siempre lo mismo. Su madre, su hermano, todo el mundo, juzgaban necesario inmiscuirse en sus asuntos amorosos. Esa intromisión le llenaba de irritación, sentimiento al que rara vez cedía. «¿Qué les importa? ¿Por qué todo el mundo se cree en la obligación de preocuparse por mí? ¿Por qué me molestan? Porque perciben algo que no pueden entender. Si fuera una relación mundana normal y corriente, me dejarían en paz. Pero adivinan que no se trata de un juego, sino de otra cosa, que esta mujer es para mí más querida que mi propia vida. Y, como no pueden comprenderlo, se irritan. Cualquiera que sea nuestro destino, somos nosotros quienes nos lo hemos forjado y no nos arrepentimos —añadió, uniendo su propio nombre al de Anna en ese "nosotros"—. Quieren enseñarnos a vivir. Ellos, que no tienen ni idea de lo que es la felicidad; que no saben que sin ese amor no existe para nosotros dicha ni desdicha, ni siquiera vida.»

Le irritaba que todos se inmiscuyeran porque, en el fondo de su alma, se daba cuenta de que tenían razón. Era consciente de que el amor que le unía a Anna no era un capricho pasajero, destinado, como tantas otras relaciones mundanas, a pasar sin dejar huella, más allá de unos recuerdos agradables o penosos. No ignoraba que ambos se encontraban en una situación muy dolorosa y difícil, expuestos a las miradas de toda la sociedad, obligados a ocultar su amor, a mentir, a engañar, a fingir, a pensar siempre en los demás, cuando la pasión que les unía era tan avasalladora que ambos se olvidaban de cuanto les rodeaba, excepto de su amor.

Le vinieron a la memoria, con especial nitidez, las múltiples ocasiones en que se había visto obligado a recurrir a la mentira y el engaño, tan ajenos a su naturaleza. Se acordó, sobre todo, del sentimiento de vergüenza que había observado en ella más de una vez en tales situaciones. Y se apoderó de él una extraña sensación que solía embargarle desde que tenía relaciones con Anna. Era una sensación de repugnancia. Pero ¿por quién? ¿Por Alekséi Aleksándrovich, por él mismo, por el mundo entero? No lo sabía a ciencia cierta. No obstante, siempre procuraba desembarazarse de ese sentimiento. También ahora le cerró el paso, y siguió el curso de sus pensamientos.

«Sí, antes era desdichada, pero se sentía orgullosa y gozaba de serenidad. Ahora, por mucho que intente disimularlo, es evidente que ha perdido la calma y la dignidad. Sí, hay que poner fin a esta situación», decidió.

Y por primera vez fue plenamente consciente de la necesidad de acabar cuanto antes con ese engaño. «Abandonarlo todo y ocultarnos en alguna parte, a solas con nuestro amor», se dijo.

 

XXII

El chaparrón no duró mucho, y cuando el coche llegó a su desuno, al trote ligero del caballo de varas, que obligaba a los laterales a galopar a rienda suelta por encima del barro, el sol había vuelto a salir y centelleaba en los tejados de las dachas, chorreantes de agua, y en los añosos tilos que circundaban la calle principal, cuyas ramas goteaban alegremente. Ya no pensaba en el efecto pernicioso de la lluvia en la pista, y más bien le estaba agradecido, pues le permitiría encontrar a Anna en casa, y probablemente sola, ya que su marido acababa de regresar de tomar las aguas y aún no había salido de San Petersburgo.

Tratando de llamar la atención lo menos posible, Vronski se apeó poco antes de cruzar el puentecillo, como de costumbre, y continuó a pie. No se dirigió a la puerta principal, sino que entró por el patio.

–¿Ha llegado el señor? —le preguntó al jardinero.

–No, pero la señora está en casa. Haga el favor de llamar a la puerta principal. Allí hay criados que le abrirán —respondió el jardinero.

–No, prefiero atravesar el jardín.

Una vez convencido de que estaba sola, y deseando sorprenderla, ya que no le había anunciado su visita y ella probablemente no pensaba que fuera a verla antes de las carreras, se encaminó a la terraza que daba al jardín, sosteniendo el sable y pisando con cuidado la arena del sendero rodeado de flores. Vronski se había olvidado ya de todos los pensamientos sobre las dificultades y las penurias de su situación, que tanto le habían preocupado por el camino. Una sola cosa le interesaba: que iba a verla, no en su imaginación, sino en carne y hueso, tal como era en la realidad. Ya había empezado a subir los poco pronunciados peldaños de la tenaza, apoyando con determinación los pies, para que la madera no crujiese, cuando de pronto se acordó de un detalle que olvidaba siempre y que constituía el aspecto más doloroso de su relación con Anna: la presencia de su hijo, con esa mirada inquisitiva y, según le parecía a él, también hostil.

Ese niño constituía el principal obstáculo para sus entrevistas. Cuando estaba presente, ni Vronski ni Anna se permitían una sola palabra que no hubieran podido pronunciar en presencia de extraños, ni siquiera la menor alusión a algo que el niño no pudiera entender. No es que se hubieran puesto de acuerdo, pero esa realidad había acabado imponiéndose de manera natural. Ambos habrían considerado una ofensa intolerable a si mismos engañar al niño. En su presencia se comportaban como si fueran meros conocidos. Pero, a pesar de todas las precauciones, Vronski se encontraba a menudo con la mirada penetrante y perpleja del niño, percibía en su comportamiento una timidez extraña, una suerte de apocamiento, y se daba cuenta de que en el trato que le dispensaba pasaba bruscamente de la cordialidad a la lejanía, como si barruntara que entre su madre y él había un vínculo importante, cuyo significado no podía comprender.

En efecto, el muchacho no sabía cómo interpretar esa relación y, por más que lo intentaba, no lograba determinar qué clase de sentimientos tenía que albergar por ese hombre. Con esa fina intuición de los niños, había adivinado que ni su padre, ni su institutriz ni su niñera le profesaban afecto, que lo miraban con repulsión y temor, aunque nunca hablaban de él, y que su madre, en cambio, lo trataba como a un amigo íntimo.

«¿Qué significa esto? ¿Quién es? ¿Tengo que mostrarme afectuoso? A nadie puedo echar la culpa de mi incomprensión. Debo de ser un niño malo o estúpido», pensaba. De ahí esa expresión titubeante, inquisitiva e incluso hostil, así como esa timidez y esos cambios de humor que tanto desconcertaban a Vronski. La presencia del niño despertaba siempre en él esa extraña e infundada repulsión que experimentaba en los últimos tiempos. Al verlo, Anna y Vronski se sentían como marineros que, a pesar de saber que han perdido el rumbo (la manecilla de la brújula no deja lugar a las dudas) y que cada minuto que pasa se alejan más de la ruta verdadera, se muestran incapaces de detener la embarcación, conscientes de que asumir el error equivaldría a reconocer que están perdidos.

Ese niño, con su ingenua visión de la vida, era como una brújula que les marcaba cuánto se habían apartado de una norma moral que conocían, pero a la que no querían someterse.

Esta vez Seriozha no estaba en casa. Anna se hallaba completamente sola, sentada en la terraza, esperando el regreso de su hijo, que había salido de paseo, y al que había sorprendido la lluvia. Había enviado en su busca a un criado y a una doncella. Con su vestido blanco, de anchos bordados, se había instalado en un rincón, detrás de las flores, y no había oído a Vronski. Inclinaba la cabeza de cabellos negros y rizados, apoyando la frente en una regadera fría que había en la balaustrada, y la sujetaba con las delicadas manos, adornadas de esas sortijas que él conocía tan bien. La belleza de toda su figura, de la cabeza, del cuello y de los brazos, le sorprendía cada vez que la veía, como si fuera algo inesperado. Se detuvo y se quedó mirándola embelesado. Pero, cuando se disponía a dar un paso hacia ella, Anna sintió instintivamente su presencia, apartó la regadera y volvió hacia él su rostro arrebolado.

–¿Qué le pasa? ¿No estará usted enferma? —dijo Vronski en francés, al tiempo que se aproximaba. Le habría gustado correr, pero, temiendo que alguien pudiera verlos, se volvió hacia la puerta de la terraza y se ruborizó, como siempre que tenía que andarse con precauciones y disimulos.

–No, estoy bien —respondió Anna, levantándose y apretando con fuerza la mano que Vronski le tendía—. No te esperaba...

–¡Dios mío! ¡Qué manos tan frías! —exclamó él.

–Me has asustado —dijo ella—. Estoy sola, esperando a Seriozha, que ha ido a dar un paseo. Vendrán por aquí.

A pesar de que procuraba mostrarse tranquila, sus labios temblaban.

–Perdone que haya venido, pero no podía pasar un día más sin verla —prosiguió en francés, como hacía siempre, para evitar tanto el «usted» ruso, terriblemente frío, como el peligro del tuteo informal.

–No tengo que perdonarle nada. Me alegro mucho de verle.

–Está usted enferma o apenada —continuó Vronski, inclinándose hacia ella sin soltarle la mano—. ¿En qué estaba pensando?

–En lo mismo de siempre —respondió ella con una sonrisa.

Y decía la verdad. Si alguien le hubiera preguntado en cualquier momento del día en qué estaba pensando, habría respondido con la mayor sinceridad que en una sola cosa: en su felicidad y en su desdicha. En el momento en que apareció Vronski estaba dándole vueltas en la cabera a la siguiente cuestión: ¿por qué algunas personas, Betsy, por ejemplo, cuyas relaciones con Tushkévich Anna era una de las pocas personas en conocer, se tomaban tan a la ligera lo que a ella le hacía sufrir tanto? Por alguna razón, esa idea la atormentaba de manera especial ese día. Anna le preguntó por las carreras. Tratando de distraerla, pues la notaba agitada, Vronski se puso a contarle con la mayor naturalidad que pudo todos los detalles de los preparativos.

«¿Se lo digo o me callo? —pensaba Anna, mirando sus ojos serenos y acariciadores—. Se le ve tan feliz y tan entusiasmado con esa carrera que difícilmente entenderá la importancia que este acontecimiento tiene pata nosotros.»

–Pero todavía no me ha dicho en qué estaba usted pensando cuando he entrado —dijo Vronski, interrumpiendo su relato—. ¡Dígamelo, se lo suplico!

Anna no le respondió. Con la cabeza un tanto ladeada, le miró de soslayo con aire inquisitivo, los ojos brillantes bajo las largas pestañas. Su mano, que jugaba con una hoja arrancada poco antes, temblaba. Vronski se dio cuenta, y su rostro expresó esa mansedumbre, esa sumisión infantil que tanto la conmovía.

–Veo que ha sucedido algo. ¿Acaso puedo estar tranquilo un instante sabiendo que tiene usted una pena que no comparte conmigo? ¡Dígamelo, por el amor de Dios! —repitió con voz suplicante.

«No, si no concediera a este acontecimiento la importancia debida, no se lo perdonaría nunca. Más vale que me calle. ¿Para qué ponerlo a prueba?», pensaba Anna, mientras lo miraba y advertía que la mano que sujetaba la hoja cada vez le temblaba más.

–¡Por el amor de Dios! —repitió él, cogiéndosela.

–¿De verdad quiere que se lo diga?

–Sí, sí, sí...

–Estoy embarazada —susurró Anna lentamente.

La hoja que tenía entre los dedos tembló aún más, pero Anna no apartaba los ojos de Vronski: quería saber cómo se tomaba la noticia. Él palideció, trató de decir algo, pero se detuvo en medio de la frase, soltó la mano de Anna y agachó la cabeza. «Sí, ha comprendido la gravedad del caso», pensó Anna, y le apretó la mano con gratitud.

Pero se equivocaba al creer que Vronski concedía a esa noticia el mismo significado que ella, como mujer, le atribuía. Su primera reacción había sido un acceso, diez veces más fuerte de lo habitual, de esa extraña sensación de repugnancia; pero en seguida comprendió que por fin había llegado esa crisis que tanto deseaba, que no podrían seguir ocultándole su relación al marido de Anna, que se hacía inevitable acabar cuanto antes, de una u otra manera, con esa situación tan poco natural. Además, la agitación de Anna se lo comunicó. La miró con ojos tiernos y sumisos, le besó la mano, se levantó y se puso a dar vueltas en silencio por la terraza.

–Sí —dijo con decisión, acercándose a ella—. Ni usted ni yo hemos considerado estas relaciones como un juego. Y ahora nuestra suerte está echada. Es imprescindible acabar con esta mentira en que se ha convertido nuestra vida —añadió, mirando a su alrededor.

–¿Acabar? ¿Y cómo vamos a hacerlo, Alekséi? —preguntó ella en voz baja.

Ya estaba más tranquila, y en su rostro resplandecía una sonrisa delicada.

–Dejando a tu marido y uniendo tu destino al mío.

–Ya están unidos sin necesidad de dar ese paso —replicó Anna con voz apenas audible.

–Sí, pero del todo, del todo.

–Pero ¿cómo, Alekséi? Dime cómo —insistió ella con cierta ironía y tristeza, pensando una vez más en lo desesperado de su situación—. ¿Acaso disponemos de alguna salida? ¿Es que no soy la mujer de mi marido?

–Todas las situaciones tienen alguna salida. Hay que decidirse —dijo Vronski—. Cualquier cosa es preferible a la vida que llevas. Me doy cuenta de que sufres por todo: por la gente, por tu hijo, por tu marido.

–¡Ah, por mi marido no! —replicó ella con una franca sonrisa—. No pienso en él. Para mí ha dejado de existir.

–No eres sincera. Te conozco y sé que también sufres por él.

–Mi marido no sabe nada —dijo Anna, y de pronto un intenso rubor cubrió su rostro: las mejillas, la frente y el cuello enrojecieron, y a sus ojos asomaron unas lágrimas de vergüenza—. Pero no hablemos más de él.

 

XXIII

Varias veces había intentado Vronski, aunque no de forma tan decidida como ahora, hacerle comprender la posición en la que se encontraba, y siempre se había topado con la superficialidad y los endebles argumentos con los que Anna había respondido en esta ocasión a su propuesta. Por lo visto, había en esa cuestión aspectos en los que no podía o no quería entrar. Era como si al empezar a analizarla, la verdadera Anna desapareciera y en su lugar surgiera una mujer extraña y ajena, que le oponía resistencia, y por la que Vronski no sentía cariño, sino temor. Pero esa tarde había decidido decírselo todo.

–Que lo sepa o no, poco nos importa —dijo Vronski con su tono habitual, firme y sereno—. No podemos... No puede usted seguir así... sobre todo ahora.

–Y, en su opinión, ¿qué debería hacer? —preguntó Anna, con la misma ligereza e ironía de antes.

Ella, que tanto había temido que Vronski acogiera con ligereza el anuncio de su embarazo, lamentaba ahora que él creyera necesario tomar una decisión.

–Confesárselo todo y abandonarlo.

–Muy bien. Supongamos que lo hago —dijo Anna—. ¿Sabe usted lo que sucedería? Pues se lo voy a decir. —Y un resplandor maligno centelleó en sus ojos, tan llenos de ternura apenas un segundo antes—. «Ah, se ha enamorado usted de otro, tiene una relación culpable —prosiguió, imitando a su marido y enfatizando, como habría hecho él, la palabra «culpable»—. Ya le había prevenido de las consecuencias que esa conducta tendría en el ámbito religioso, social y familiar. Pero no me ha escuchado. Ahora no puedo permitir que deshonre mi nombre...» —«Y el de mi hijo», habría querido añadir, pero con él era incapaz de hacer bromas—. En definitiva, con sus modales de funcionario y esa claridad y precisión tan suyas, me notificaría que no puede concederme la libertad y que tomaría todas las medidas necesarias para evitar el escándalo. Y actuaría con la mayor serenidad, sin olvidar ningún detalle. Eso es lo que sucedería. No es un hombre, sino una máquina, una máquina perversa cuando se enfada —añadió, recordando todos los pormenores de la figura de Alekséi Aleksándrovich, su manera de hablar y su carácter, y repasando sus rasgos menos amables, sin olvidar ninguno, como si con eso quisiera compensar la terrible falta de que era culpable ante él.

–Pero, Anna —dijo Vronski con voz suave y persuasiva, tratando de tranquilizarla—, en cualquier caso es necesario hablar con él, y, una vez que sepamos lo que piensa hacer, actuar en consecuencia.

–Entonces, ¿tenemos que escaparnos?

–¿Y por qué no? No me parece posible prolongar esta situación. Y no lo digo por mí. Me doy cuenta de que está usted sufriendo.

–Sí, escapar, y convertirme en su amante —dijo ella con despecho.

–¡Anna! —replicó él, en tono de tierno reproche.

–Sí —prosiguió ella—, convertirme en su amante y perderlo... todo...

Una vez más había querido decir «a mi hijo», pero fue incapaz de pronunciar esa palabra.

Vronski no podía entender que una persona tan enérgica y honrada como ella pudiera soportar la situación falsa en la que se encontraba sin buscar una salida; pero no se daba cuenta de que la causa principal era la palabra «hijo», que Anna no había podido pronunciar. Cuando pensaba en su hijo y en sus futuras relaciones con él, una vez que abandonara a su marido, sentía tanto espanto por lo que había hecho que no era capaz de razonar. Como mujer, procuraba tranquilizarse con argumentos y palabras falaces: quería que todo siguiera como antes para poder olvidar el terrible dilema de lo que sería de su hijo.

–¡Te ruego, te suplico, que nunca vuelvas a hablarme de esta cuestión! —dijo de pronto en un tono completamente distinto, lleno de ternura y sinceridad, cogiéndole la mano.

–Pero, Anna...

–Nunca. Deja que sea yo quien decida. Me doy perfecta cuenta de la bajeza y el horror de mi situación. Pero no es tan fácil como tú crees encontrar una salida. Déjame actuar a mi manera y hazme caso. No vuelvas a hablarme nunca de esta cuestión. ¿Me lo prometes?... ¡No, no! ¡Prométemelo!...

–Te prometo todo lo que quieras, pero no puedo estar tranquilo, sobre todo después de lo que me has dicho. No puedo estar tranquilo cuando no puedes estarlo tú...

–¿Yo? —replicó Anna—. Es cierto que a veces me atormento. Pero se me pasará si no vuelves a hablarme de este tema. Sólo sufro cuando me lo mencionas.

–No lo entiendo —dijo Vronski.

–Sé cuánto repugna a tu naturaleza honrada la mentira, y te compadezco —le interrumpió—. A menudo pienso que has echado a perder tu vida por mi culpa.

–Lo mismo pensaba yo ahora. ¿Cómo es posible que lo hayas sacrificado todo por mí? Jamás me perdonaré haberte hecho desdichada.

–¿Desdichada yo? —exclamó Anna, acercándose y mirándole con una sonrisa llena de amor y adoración—. Soy como una persona hambrienta a la que han dado de comer. Puede que tenga frío y se sienta avergonzada de sus andrajos, pero no es desdichada. ¿Desdichada yo? No, aquí está mi felicidad...

Anna oyó la voz de su hijo, que ya había regresado, y, después de recorrer la terraza con una rápida mirada, en la que refulgió ese brillo que Vronski conocía tan bien, se levantó apresuradamente. Con un movimiento fulgurante alzó sus bellas manos, cubiertas de sortijas, le cogió la cabeza, lo contempló un buen rato, acercó su rostro, con los labios entreabiertos y sonrientes, estampó un rápido beso en su boca y en sus ojos y lo apartó de su lado. Quiso marcharse, pero Vronski la retuvo.

–¿Cuándo? —susurró, mirándola extasiado.

–Esta noche, a la una —murmuró ella y, tras un profundo suspiro, se dirigió con pasos raudos y ligeros al encuentro de su hijo.

La lluvia había sorprendido a Seriozha en el jardín grande, y se había refugiado con la niñera en un templete.

–Bueno, adiós —le dijo Anna a Vronski—. Dentro de poco iremos a las carreras. Betsy ha prometido pasar a buscarme.

Vronski consultó su reloj y partió a toda prisa.

 

XXIV

Cuando miró el reloj en la terraza de los Karenin, estaba tan agitado y tan absorto en sus pensamientos que no reparó en la hora que era, a pesar de que había visto las manecillas en el cuadrante. Salió a la carretera y se dirigió a la calesa, pisando el barro con mucho cuidado. Tanto le obsesionaba la imagen de Anna que había perdido la noción del tiempo; ni siquiera se preguntaba si aún tendría ocasión de pasar por casa de Brianski. Como suele suceder en tales casos, sólo le quedaba la facultad externa de la memoria, que le señalaba el orden en que había resuelto hacer cada cosa. Se acercó a su cochero, que dormitaba en el pescante, bajo la sombra ya oblicua de un frondoso tilo, contempló las nubecillas tornasoladas de mosquitos que se arremolinaban por encima de los sudorosos caballos, saltó al interior de la calesa, despertó al cochero y le ordenó que lo condujera a casa de los Brianski. Sólo después de recorrer siete verstas recobró un tanto el sentido de la realidad. Volvió a consultar el reloj y descubrió que eran las cinco y media y que se le había hecho tarde.

Ese día se celebrarían varias carreras: la de la escolta imperial, luego la de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y finalmente aquella en la que participaría Vronski. Disponía de tiempo suficiente antes de que empezara su carrera, pero, si pasaba por casa de Brianski, llegaría por los pelos, cuando ya estuviera presente la corte al completo. Sería una inconveniencia. Pero había prometido visitar a Brianski, así que decidió seguir, no sin antes ordenarle al cochero que no se compadeciese de los caballos.


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