Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–Bueno, Kostia, tienes que resolver una cuestión importante —dijo Stepán Arkádevich, fingiendo una gran preocupación—. Creo que precisamente ahora estás en condiciones de calibrar toda la trascendencia del asunto. Me preguntan si se deben encender cirios nuevos o a medio quemar. La diferencia es de diez rublos —añadió, frunciendo los labios en una sonrisa—. Yo ya he tomado una decisión, pero tengo miedo de que no estés de acuerdo. —Levin se dio cuenta de que se trataba de una broma, pero fue incapaz de sonreír—. Entonces, ¿qué decides? Nuevo o a medio quemar. Ésa es la pregunta.
–¡Nuevos, nuevos!
–Pues muy bien. ¡Asunto resuelto! —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo—. ¡Hay que ver qué tonta se pone la gente en esta situación! —añadió, dirigiéndose a Chírikov, una vez que Levin, después de mirarlo desconcertado, se acercara más a la novia.
–Asegúrate de ser la primera en poner el pie en la alfombra, 77Kitty —dijo la condesa Nordston, aproximándose—. ¡Buena la ha hecho usted! —agregó, dirigiéndose a Levin.
–¿Qué? ¿No tienes miedo? —preguntó Maria Dmítrevna, la anciana tía.
–¿No tienes frío? Estás pálida. ¡Espera, agáchate un poco! —dijo Lvova, la hermana de Kitty, y, rodeándola con sus hermosos y torneados brazos, le arregló con una sonrisa las flores de la cabeza.
Dolly se acercó con intención de decir algo, pero, incapaz de pronunciar palabra, se echó a llorar y después se rio de un modo un poco forzado.
Kitty miraba a todo el mundo con una expresión tan ausente como la de Levin. Respondía a todo lo que le decían con esa sonrisa de felicidad que ahora se le había vuelto tan natural.
Entre tanto, los clérigos se pusieron sus vestimentas, y el sacerdote y el diácono se aproximaron al facistol colocado en la parte delantera de la iglesia. El sacerdote se volvió hacia Levin y le dirigió unas palabras, que éste no alcanzó a entender.
–Tome de la mano a la novia y condúzcala al interior —dijo el padrino a Levin.
Levin tardó un rato en comprender lo que le pedían. Varias veces lo corrigieron, y estaban ya a punto de desistir —porque o bien le cogía la mano que no era o lo hacía con la mano equivocada—, cuando al fin comprendió que tenía que coger la mano derecha de Kitty con su mano derecha, y todo ello sin cambiar de posición. Cuando por último lo consiguió, el sacerdote dio unos pasos delante de los novios y se detuvo al pie del facistol. Entonces una muchedumbre de familiares y conocidos, entre susurros y un rumor de faldas, los siguió. Alguien se agachó para arreglar la cola del vestido de la novia. En la iglesia se hizo de pronto un silencio tan profundo que se oía cómo caían las gotas de cera de los cirios.
El anciano sacerdote, con el birrete puesto y sus mechones plateados partidos en dos y peinados por detrás de las orejas, sacó sus manos menudas y surcadas de arrugas de debajo de la pesada casulla recamada de plata, con una cruz dorada a la espalda, y buscó algo en el facistol.
Stepán Arkádevich se le acercó con cautela, le dijo algo al oído y, haciéndole un guiño a Levin, volvió a su sitio.
El sacerdote encendió dos velas adornadas de flores y las sostuvo inclinadas con la mano izquierda, para que la cera goteara poco a poco, y se volvió hacia la joven pareja. Era el mismo viejecito que había confesado a Levin. Miró con ojos cansados y tristes al novio y a la novia, suspiró y, sacando la mano derecha de debajo de la casulla, bendijo a Levin y después a Kitty, aunque en este último caso posó con especial ternura los tres dedos unidos en la cabeza inclinada de la muchacha. Luego les entregó las velas, cogió el incensario y se alejó.
«¿Es posible que sea cierto?», pensaba Levin, volviéndose hacia la novia. La veía de perfil, un poco desde arriba, y en el movimiento apenas perceptible de sus labios y de sus pestañas advertía que ella se daba cuenta de que la estaba mirando. Kitty no levantó la cabeza, pero el alto cuello plisado se estremeció y se elevó hasta sus pequeñas y rosadas orejas. Levin vio que se le ahogaba un suspiro en el pecho y que la mano menuda con que sujetaba la vela, embutida en un guante largo, temblaba.
El trajín de la camisa, el retraso, la conversación con los conocidos y los parientes, el descontento de los asistentes y su situación ridícula: todo desapareció de pronto, y de Levin se apoderó un sentimiento de alegría y temor.
El apuesto y alto archidiácono, con una sobrepelliz guarnecida de plata y los rizos bien peinados a ambos lados de la cabeza, avanzó unos pasos con resolución, y, levantando la estola con dos dedos, según acostumbraba, se detuvo frente al sacerdote.
–Bendícenos, Señor —resonaron lentamente, una tras otra, estas solemnes palabras, y vibró el aire de la iglesia.
–Bendito sea Dios nuestro Señor, ahora y siempre, por los siglos de los siglos —respondió con voz humilde y melodiosa el viejo sacerdote, que seguía buscando algo en el facistol. Y, llenando toda la iglesia, desde las ventanas hasta la bóveda, se alzó amplio y armonioso un acorde del coro invisible que creció, se detuvo un momento y se fue desvaneciendo poco a poco.
Como siempre, se rezó por la paz suprema, por la salvación, por el Santo Sínodo y por el emperador; también se rezó por los siervos de Dios Yekaterina y Konstantín, que iban a contraer matrimonio ese día.
–Oremos al Señor para que les brinde su ayuda y les conceda la paz y un amor perfecto —pronunció el archidiácono, y su voz pareció retumbar por todo el templo.
A Levin le impresionaron estas palabras. «¿Cómo habrán adivinado que es precisamente ayuda lo que necesito? —pensó, recordando sus dudas y temores recientes—. ¿Qué sé? ¿Qué puedo hacer sin ayuda en este trance terrible? Lo que ahora necesito es precisamente ayuda.»
Cuando el diácono terminó la letanía, el sacerdote se dirigió a los novios con un misal en la mano.
–Dios eterno, que has unido a los que estaban separados —leyó con voz dulce y cantarina—, que has creado para ellos un vínculo de amor indisoluble, que bendijiste a Isaac y a Rebeca, instituyéndolos herederos de Tu promesa. Bendice también a tus siervos Yekaterina y Konstantín y guíalos por el camino del bien. Oh, Dios misericordioso, amante de la humanidad, gloria a Ti. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.
–Amén —cantó de nuevo el coro invisible.
«Que has unido a los que estaban separados y has creado para ellos un vínculo de amor indisoluble.»
«¡Qué sentido tan profundo tienen esas palabras y qué bien se corresponden con lo que uno siente en estos momentos! —pensaba Levin—. ¿Sentirá ella lo mismo que yo?»
Se volvió, y sus miradas se encontraron.
Por la expresión de sus ojos se figuró que ella se tomaba todo aquello de la misma manera que él. Pero se equivocaba. Kitty apenas entendía las palabras del servicio, ni siquiera las escuchaba. Y lo cierto es que no podía escucharlas ni entenderlas: tan intenso era el sentimiento que embargaba su alma, que crecía por momentos. Era un sentimiento de alegría al ver por fin cumplido lo que había ocupado sus pensamientos a lo largo de esas últimas seis semanas, fuente de tantos tormentos y alegrías. El día en que, con su vestido de color marrón, se acercó a Levin en la sala de su casa del Arbat y, en silencio, se entregó a él, se produjo en su alma una ruptura completa con su vida pasada, y dio comienzo otra nueva, completamente distinta y desconocida, aunque desde fuera no se diferenciara de la anterior. A lo largo de esas seis semanas había conocido las mayores alegrías y tormentos de su existencia. Su vida, sus anhelos y sus esperanzas se habían centrado por entero en ese hombre, aún incomprensible para ella, al que le unía un sentimiento aún más incomprensible, que tan pronto la atraía como la repelía; y al mismo tiempo, seguía viviendo como antes. Todo eso hacía que se sintiera horrorizada de sí misma, de su total indiferencia por todo su pasado: las cosas, las costumbres, las personas que la querían y a las que quería, su madre, a quien afligía esa insensibilidad, su cariñoso y bondadoso padre, a quien antes había amado más que a nadie en el mundo. Tan pronto se horrorizaba de esa indiferencia como se alegraba del acontecimiento que la había motivado. No podía pensar ni desear nada que no fuera vivir con ese hombre. Pero esa nueva vida aún no había empezado, y Kitty ni siquiera podía imaginársela con claridad. En esa interminable espera, sólo la acompañaba el temor y la alegría de lo nuevo y lo desconocido. Y ahora, por fin, todo iba a terminar, las expectativas, la incertidumbre, los remordimientos por abandonar su vida anterior, e iba a empezar algo nuevo, que no podía dejar de ser terrible, por su propio carácter desconocido. Pero, ya fuera terrible o no, era lo que había ocupado su alma a lo largo de esas seis semanas. Ahora sólo estaba asistiendo a la consagración de algo que se había consumado mucho antes en su corazón.
Volviéndose de nuevo al facistol, el sacerdote cogió con dificultad el pequeño anillo de Kitty y, pidiéndole a Levin que le tendiera la mano, se lo puso en la primera falange del dedo.
–El siervo de Dios, Konstantín, se desposa con la sierva de Dios, Yekaterina.
Y, después de poner el anillo grande en el sonrosado y pequeño dedo de Kitty, tan frágil que hasta daba lástima, el sacerdote pronunció las mismas palabras.
Varias veces trataron los novios de adivinar lo que debían hacer, pero siempre se equivocaban, y el sacerdote los corregía en voz baja. Por fin, después de hacer todo lo necesario y de bendecirlos con los anillos, volvió a dar a Kitty el grande y a Levin el pequeño. De nuevo los contrayentes se equivocaron, y por dos veces se intercambiaron los anillos, sin acertar.
Dolly, Chírikov y Stepán Arkádevich se adelantaron para sacarlos del apuro. Se produjo cierta confusión, se oyeron murmullos, algunos de los presentes sonrieron, pero la expresión solemne y humilde de los novios no se alteró; al contrario, cuando se equivocaban de mano, miraban con expresión más seria y grave que antes; y la sonrisa con que Stepán Arkádevich les susurró que ahora cada uno debía quedarse con su anillo apenas asomó unos instantes a sus labios, pues le pareció que en esos momentos cualquier sonrisa podría ofenderles.
–Tú que desde los comienzos del mundo creaste al varón y a la hembra —leyó el sacerdote, después del intercambio de anillos—, que diste la mujer al hombre por compañera para perpetuar el género humano. Oh, Dios nuestro Señor, que has glorificado la verdad en tu descendencia y has hecho una alianza con tus siervos elegidos, nuestros padres, de generación en generación, te rogamos que mires a tu siervo Konstantín y a tu sierva Yekaterina, y que confirmes su unión en la fe y la concordia, en la verdad y en el amor...
Levin era cada vez más consciente de que todas sus ideas sobre el matrimonio y todos sus sueños sobre cómo organizar su vida no eran más que chiquilladas; que hasta entonces no había entendido lo que era eso, y mucho menos ahora, a pesar de lo que estaba sucediendo. Los sollozos que oprimían su pecho se le agolpaban ya en la garganta y unas lágrimas díscolas asomaban a sus ojos.
V
En la iglesia estaba todo Moscú, entre familiares y conocidos. Durante el oficio, bajo la brillante iluminación de la iglesia, en el grupo de señoras y muchachas emperifolladas y hombres con frac y corbata blanca o uniforme, no dejaba de oírse un continuo y discreto cuchicheo, en el que participaban sobre todo los hombres, porque las mujeres estaban absortas en la contemplación de los detalles de la ceremonia, siempre tan conmovedora.
En el grupo de íntimos que rodeaban a la novia estaban sus dos hermanas, Dolly, y la mayor, la serena y hermosa Lvova, que había venido del extranjero.
–¿Por qué Marie lleva un vestido lila, un color casi tan inapropiado como el negro en una boda? —dijo Korsúnskaia.
–Con el color de su tez es la única salvación... —respondió Drubestskaia—. Me sorprende que celebren una boda por la tarde. Es algo propio de comerciantes...
–Es más bonito. Yo también me casé por la tarde —replicó Korsúnskaia y emitió un suspiro, al recordar lo guapa que estaba ese día y el enamoramiento casi ridículo de su marido. ¡Cuánto habían cambiado las cosas desde entonces!
–Dicen que si alguien ha sido padrino de boda más de diez veces no se casa nunca. Por eso quise desempeñar ese cargo por décima vez, pero se me adelantaron —dijo el conde Siniavin a la hermosa princesa Chárskaia, que tenía sus ilusiones puestas en él.
Por toda respuesta Chárskaia esbozó una sonrisa. Miraba a Kitty y pensaba en cuándo tendría ocasión de encontrarse en su lugar, al lado del conde Siniavin, y cómo le recordaría entonces la broma que acababa de gastarle.
Scherbatski le dijo a la señora Nikoláievna, una anciana dama de honor, que estaba dispuesto a ponerle la corona a Kitty en el moño para que fuera feliz. 78
–¿Para qué se habrá hecho ese moño? —respondió la señora Nikoláievna, que había decidido casarse del modo más sencillo si el viejo viudo al que estaba intentando atrapar se decidía a pedir su mano—. No me gusta tanta fastuosidad.
Serguéi Ivánovich le contaba en broma a Daria Dmítrevna que la costumbre de emprender un viaje después de la boda estaba tan extendida porque los recién casados suelen sentirse un tanto avergonzados.
–Su hermano puede estar orgulloso. Es un encanto de muchacha. Supongo que le tendrá usted envidia.
–Esas cosas ya han pasado para mí, Daria Dmítrevna —respondió Serguéi Ivánovich, y su rostro adoptó de pronto una expresión triste y seria.
Stepán Arkádevich le estaba contando a su cuñada su chiste sobre el divorcio.
–Hay que ponerle bien la corona —respondió ésta, sin escucharle.
–Qué pena que esté tan desmejorada —le dijo la condesa Nordston a Lvova—. En cualquier caso, él no vale ni su dedo meñique, ¿no es verdad?
–Pues a mí me cae muy bien. Y no porque sea mi futuro beau frère—respondió Lvova—. ¡Qué bien se está portando! Con lo difícil que resulta mantener el tipo en estas situaciones, no hacer el ridículo. No ha perdido la compostura, y no se le nota tenso. Se ve que está conmovido.
–Por lo visto, se esperaba usted este desenlace.
–Casi. Ella siempre lo ha querido.
–Bueno, vamos a ver quién es el primero en poner el pie en la alfombra. Le he aconsejado a Kitty que sea ella.
–Da lo mismo —replicó Lvova—. Las tres hermanas somos esposas sumisas, lo llevamos en la sangre.
–Pues yo me las ingenié para pisarla antes que Vasili. ¿Y usted, Dolly?
Dolly se hallaba a su lado y las oía, pero no respondió. Estaba conmovida. Tenía lágrimas en los ojos y no habría podido pronunciar palabra sin echarse a llorar. Se alegraba por Kitty y por Levin. Por su cabeza pasó el recuerdo de su propia boda, y se quedó mirando el rostro resplandeciente de Stepán Arkádevich, olvidada ya de todo lo presente, y recordando sólo su primer amor inocente. No sólo se acordaba de sí misma, sino de todas las mujeres allegadas y conocidas. Se acordaba de ellas en ese momento único y solemne de su vida en que, con la corona sobre la cabeza, como Kitty ahora, el corazón inundado de amor, esperanza y temor, renunciaban a su pasado y se internaban en un misterioso futuro. Entre esas novias que se asomaron a su memoria estaba también su querida Anna, de cuyo supuesto divorcio había oído hablar hacía poco. También a ella la había visto así, pura, con flores de azahar y un velo. Y ahora ¿qué?
–Es de lo más extraño —murmuró.
No sólo las hermanas, las amigas y los parientes seguían todos los detalles de la ceremonia. Las mujeres desconocidas que se hallaban entre el público contemplaban la escena con la respiración contenida, temiendo perderse un solo movimiento, un gesto del novio o de la novia. Cuando los hombres, indiferentes, les dirigían la palabra o hacían alguna observación jocosa o irrelevante, ellas se limitaban a mirarlos con enfado o simplemente no los escuchaban.
–¿Por qué llora de ese modo? ¿Acaso se casa contra su voluntad?
–¿Cómo va a casarse contra su voluntad con un hombre tan apuesto? ¿Es un príncipe, no?
–¿Es su hermana la que lleva ese vestido blanco de raso? Escucha lo que grita el diácono: «Y temerá a su marido».
–¿Es el coro del monasterio de Chúdov?
–No, es el del Sínodo.
–Le he preguntado a un criado. Parece que se la lleva en seguida a sus tierras. Según dicen, es enormemente rico. Por eso la han casado con él.
–No, hacen muy buena pareja.
–Y aseguraba usted, Maria Vasílievna, que ya no se llevaban los miriñaques con mucho vuelo. Mire a esa señora con el vestido de color pulga. Creo que es la mujer de un embajador. Qué recogido lo lleva... Así que se sigue llevando así.
–¡Y qué guapa es la novia! ¡Parece una corderita con todos esos adornos! Dígase lo que se quiera, pero a las mujeres nos da pena de nuestras hermanas.
Así hablaban las mujeres que habían conseguido colarse en la iglesia.
VI
Una vez concluida la ceremonia del intercambio de anillos, el sacristán puso delante del facistol, en medio de la iglesia, una pieza de seda rosa, y el coro entonó un salmo complicado, de difícil ejecución, en el que el bajo y el tenor se daban la réplica. El sacerdote, volviéndose, les señaló la pieza de tela a los recién casados. A pesar de las muchas veces que habían oído decir que el primero que pisara la alfombra sería el cabeza de familia, ni Levin ni Kitty se acordaron al dar los primeros pasos. No oían los comentarios y discusiones al respecto. Para unos, el novio había sido el primero en poner el pie; para otros, la novia; y algunos afirmaban que lo habían hecho al unísono.
Después de que el sacerdote les hiciera las preguntas de rigor sobre su deseo de contraer matrimonio, se asegurara de que no tenían ningún compromiso con otra persona y escuchara sus respuestas, que tan extrañas les sonaron a ellos mismos, dio comienzo una nueva parte del oficio. Kitty escuchaba las palabras de la oración, deseando entender su significado, pero no lo conseguía. Un sentimiento de triunfo y de luminosa alegría iba embargando su alma a medida que la ceremonia avanzaba, impidiéndole prestar atención a cuanto la rodeaba.
Rezaron: «Que Dios les conceda la castidad y la fecundidad, para que puedan regocijarse con la vista de sus hijos». Se mencionó que Dios había creado a la mujer de una costilla de Adán y que «por eso el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y serán dos en una misma carne», que «ése es un gran misterio». Pidieron que Dios les concediera descendencia y los bendijera como a Isaac y Rebeca, como a José, Moisés y Séfora, y que les permitiera ver a los hijos de sus hijos. «Todo esto es hermoso —pensaba Kitty—, y no puede ser de otra manera.» Y una sonrisa de felicidad, que se comunicaba involuntariamente a cuantos la miraban, se iluminó en su radiante rostro.
–¡Póngasela bien! —dijeron algunas voces, cuando el sacerdote presentó las coronas y Scherbatski, con mano temblorosa, enfundada en un guante de tres botones, la sostuvo muy por encima de la cabeza de la novia.
–Pónmela —susurró Kitty, sonriendo.
Levin se volvió hacia ella, sorprendido del alegre resplandor de su rostro, y, sin apenas darse cuenta, se le comunicó el mismo sentimiento, esa alegría, ese resplandor.
Escucharon llenos de felicidad la lectura de la epístola y la voz tonante del archidiácono al llegar al último versículo, esperado con tanta impaciencia por las personas ajenas a la ceremonia. Bebieron alborozados el vino tibio mezclado con agua de la taza plana, y aún se regocijaron más cuando el sacerdote, apartando la casulla y cogiéndoles la mano, los condujo alrededor del facistol, mientras el bajo entonaba: «Regocíjate, Isaías». Scherbatski y Chírikov, que sostenían las coronas y se enredaban en la cola del vestido de la novia, también sonreían contentos, tan pronto quedándose rezagados como chocándose con los novios cada vez que el sacerdote se detenía. La chispa de alegría que se había encendido en Kitty parecía haberse comunicado a cuantos se encontraban en la iglesia. Levin tenía la impresión de que hasta el sacerdote y el diácono tenían tantas ganas de sonreír como él.
Una vez retiradas las coronas de la cabeza de los contrayentes, el sacerdote leyó la última oración y los felicitó. Levin miró a Kitty, a quien nunca antes había visto así. Estaba encantadora, con ese nuevo resplandor de felicidad en la cara. Levin quería decirle algo, pero no estaba seguro de que la ceremonia hubiera concluido. El sacerdote le sacó del aprieto. Con una bondadosa sonrisa en los labios, dijo en voz baja:
–Puede besar a su esposa, y usted a su marido.
Y cogió las velas de sus manos.
Levin besó con cuidado los labios sonrientes de Kitty, le ofreció el brazo y, sintiendo una extraña y nueva proximidad, salió de la iglesia. No creía, no podía creer, que todo eso fuera verdad. Sólo cuando sus miradas sorprendidas y tímidas se encontraron, lo creyó, porque comprendió que ahora eran un solo ser.
Esa misma noche, después de la cena, los recién casados partieron para el campo.
VII
Vronski y Anna llevaban ya tres meses viajando juntos por Europa. Habían visitado Venecia, Roma, Nápoles, y acababan de llegar a una pequeña ciudad italiana, donde habían pensado pasar algún tiempo.
Un apuesto jefe de comedor, de cabellos espesos y engominados, separados por una raya que partía de la nuca, con frac y camisa blanca de batista de amplia pechera, los dijes del reloj balanceándose sobre su abultado vientre, las manos en los bolsillos, respondía con severidad, frunciendo el ceño con aire desdeñoso, a un señor que estaba delante de él. Al oír un rumor de pasos en la escalera, al otro lado de la entrada, el jefe de comedor se volvió y, al ver al conde ruso, que ocupaba las mejores habitaciones, se sacó respetuosamente las manos de los bolsillos, se inclinó y le anunció que el enviado había vuelto y que el asunto del alquiler del palazzoestaba arreglado. El administrador estaba dispuesto a firmar el contrato.
–¡Ah, me alegro mucho! —dijo Vronski—. ¿Está la señora en su habitación?
–Salió a dar un paseo, pero ya ha vuelto —respondió el jefe de comedor.
Vronski se quitó el sombrero flexible de ala ancha y se enjugó con un pañuelo la frente sudorosa y los cabellos, que le llegaban hasta la mitad de la oreja, peinados hacia atrás para disimular la calva. Después de dirigir una mirada distraída al señor, que seguía allí, y parecía examinarle, hizo intención de marcharse.
–Este señor es ruso y ha preguntado por usted —dijo el jefe de comedor.
Molesto de no poder librarse de sus conocidos, y, al mismo tiempo, deseoso de encontrar alguna distracción en esa vida monótona, Vronski volvió a mirar a ese señor, que había retrocedido unos pasos y se había detenido. Los ojos de ambos se iluminaron a la vez.
–¡Goleníschev!
–¡Vronski!
En efecto, era Goleníschev, compañero de Vronski en el cuerpo de pajes. En ese cuerpo, Goleníschev había pertenecido a la facción liberal, había salido de allí con una graduación civil y no había ocupado ningún cargo. Después de abandonar el cuerpo, cada uno había seguido su camino y sólo se habían visto una vez.
En ese último encuentro Vronski había comprendido que Goleníschev, llevado de sus ideas liberales y de su actividad intelectual, despreciaba las actividades y el rango de su antiguo compañero. Por eso lo había tratado con esa fría altanería que reservaba a ciertas personas y cuyo significado era el siguiente: «Puede a usted gustarle o no gustarle mi forma de vivir, pero a mí me da completamente igual. En cualquier caso, si quiere tratar conmigo, debe respetarme». Goleníschev reaccionó al tono de Vronski con una indiferencia no exenta de desprecio. Por tanto, todo hacía prever que ese encuentro iba a separarlos aún más. Sin embargo, al reconocerse habían lanzado un grito de contento y habían resplandecido de felicidad. Vronski jamás habría creído que se alegraría tanto de ver a Goleníschev, pero, probablemente, ni él mismo era consciente de lo mucho que se aburría. Olvidado de la desagradable impresión de su última entrevista, y con una expresión sincera y jovial, le tendió la mano a su antiguo compañero. Y la inquietud que hasta entonces se percibía en los rasgos de Goleníschev cedió su lugar a esa misma jovialidad que se reflejaba en el rostro de su amigo.
–¡Encantado de verte! —exclamó Vronski, con una sonrisa amistosa que dejó al descubierto sus dientes fuertes y blancos.
–Oí pronunciar el nombre de Vronski, pero no sabía que eras tú. ¡Me alegro mucho, mucho!
–Entremos. ¿Y qué haces en esta ciudad?
–Hace ya más de un año que vivo aquí. Estoy trabajando.
–¡Ah! —dijo Vronski con interés—. Entremos.
Y, como es costumbre entre los rusos cuando quieren ocultar algo a sus criados, se puso a hablar en francés.
–¿Conoces a Karénina? Viajamos juntos. Voy a verla ahora —dijo, mirando con atención el rostro de Goleníschev.
–¡Ah! No lo sabía —replicó Goleníschev con indiferencia aunque estaba enterado—. ¿Hace mucho que has llegado? —añadió.
–¿Yo? Hace tres días —respondió Vronski, clavando de nuevo la mirada en su compañero.
«Sí, es un hombre educado y ve las cosas como son —se dijo Vronski, comprendiendo el significado de la expresión de su amigo y el detalle de cambiar de conversación—. Puedo presentársela, ve las cosas como son.»
A lo largo de esos tres meses que había pasado con Anna en el extranjero, Vronski, al conocer a alguien, se preguntaba siempre cómo se tomaría sus relaciones con ella, y en la mayoría de los casos encontraba en los hombres la debidacomprensión. Pero, si alguien hubiera preguntado, tanto a Vronski como a esas personas, en qué consistía la debida comprensión, tanto él como ellos se habrían visto en un grave aprieto.
De hecho, quienes, según Vronski, mostraban la debida comprensión no entendían nada, pero se comportaban como gente bien educada al enfrentarse a estas cuestiones complicadas e insolubles que acechan por todas partes: guardaban la compostura, evitaban las alusiones y las preguntas desagradables. Fingían comprender a fondo el significado y la importancia de la situación, la reconocían y hasta la aceptaban, pero consideraban superfluo y fuera de lugar cualquier tipo de explicación.
Vronski adivinó en seguida que Goleníschev era una de esas personas, y se alegró doblemente del encuentro. Lo cierto es que, cuando le llevó a verla, Goleníschev se comportó con Anna como había deseado. Era evidente que evitaba sin el menor esfuerzo cualquier conversación que pudiera desembocar en una situación incómoda.
No conocía de antes a Anna y estaba sorprendido de su belleza y aún más de la sencillez con que aceptaba su situación. Ella se puso colorada cuando Vronski se lo presentó, y ese rubor infantil, que cubrió su rostro franco y hermoso, agradó mucho a Goleníschev. Pero lo que más le gustó fue que, desde el primer momento, como si deseara que no hubiera ningún malentendido en presencia de extraños, llamó a Vronski por su nombre y contó que iban a mudarse a una casa que acababan de alquilar, a la que la población local llamaba palazzo. Esa manera sencilla y directa de encarar su situación le encantó. Al observar la sinceridad y alegría de Anna y sus ademanes resueltos, Goleníschev, que conocía tanto a Alekséi Aleksándrovich como a Vronski, creyó comprenderla plenamente. Hasta le pareció comprender lo que ella no comprendía en modo alguno: que pudiera sentir esa alegría arrebatadora y esa felicidad, después de haber abandonado a su marido y a su hijo, haber hecho desgraciado al primero y haber perdido su buen nombre.
–Sale en la guía —dijo Goleníschev, refiriéndose al palazzoque Vronski había alquilado—. Tiene un Tintoretto magnífico. De la última época.
–¿Sabe lo que le digo? Hace un tiempo espléndido. ¿Por qué no vamos a verlo otra vez? —propuso Vronski, dirigiéndose a Anna.
–Con mucho gusto. Voy a ponerme el sombrero. ¿Dice usted que hace calor? —preguntó, deteniéndose en el umbral y dirigiendo a Vronski una mirada inquisitiva. Y de nuevo su rostro volvió a cubrirse de un intenso rubor.
Vronski comprendió a qué obedecía esa mirada: no sabiendo qué relación quería establecer con Goleníschev, temía no haberse comportado como él deseaba.
La miró largamente con ternura.
–No, no mucho —contestó.
Anna pareció adivinar que estaba satisfecho de ella y, sonriendo, salió con pasos rápidos de la sala.
Los dos amigos se miraron con cierto embarazo. Goleníschev, que se había quedado prendado de Anna, quería decir algo, pero no sabía qué; en cuanto a Vronski, esperaba con ansia ese comentario, pero a la vez lo temía.
–Entonces, ¿te has establecido aquí? —preguntó Vronski, con la intención de iniciar una conversación—. ¿Sigues trabajando en lo mismo? —prosiguió, recordando haberle oído a alguien que Goleníschev se ocupaba de la redacción de un tratado...
–Sí, estoy escribiendo la segunda parte de Los dos principios—respondió Goleníschev, encantado de que le hiciera esa pregunta—. Es decir, para ser preciso, no la estoy escribiendo todavía, sólo preparándola, reuniendo material. Será bastante más extensa y tocará todas las cuestiones. En Rusia no queremos entender que somos los herederos de Bizancio. —E inició una prolija y acalorada exposición.
Al principio Vronski se sintió incómodo, porque no conocía la primera parte de Los dos principios, de la que el autor hablaba como de algo conocido. Pero luego, cuando Goleníschev empezó a exponer sus ideas, aun sin haber leído la obra, le escuchó no sin cierto interés, ya que Goleníschev era un buen orador. Pero le sorprendía y le apenaba la agitación nerviosa con que su amigo disertaba del tema que le ocupaba. Cuanto más hablaba, más se le encendían los ojos, más se apresuraba a refutar los argumentos de sus oponentes imaginarios y más irritada y ofendida se volvía la expresión de su rostro. Se acordaba del Goleníschev de antaño, aquel muchacho delgado, vivaracho, bondadoso y noble, siempre el primer alumno en el cuerpo de pajes. No podía comprender en absoluto las causas de su irritación y no toleraba su actitud. Lo que más le disgustaba era que Goleníschev, que pertenecía a la alta sociedad, se pusiera al mismo nivel de unos escritorzuelos, perdiera los estribos y se enfadara con ellos. ¿Merecía eso la pena? Este detalle no fue de su agrado, pero, a pesar de ello, se daba cuenta de que su amigo era desdichado y le compadecía. La desgracia, rayana ya en locura, se reflejaba en su rostro animado y bastante atractivo cuando, sin darse cuenta siquiera de la entrada de Anna, seguía exponiendo sus ideas con apresuramiento y vehemencia.