Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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«Sí, debo ir a la estación; y, si no lo encuentro allí, dirigirme a casa de su madre en persona y ponerlo en evidencia.» Anna consultó en el periódico el horario de trenes. Por la noche salía uno a las ocho y dos minutos. «Sí, llegaré a tiempo.» Ordenó que engancharan otros caballos y metió en una bolsa de viaje todo lo necesario para una ausencia de varios días. Sabía que no regresaría más a esa casa. Entre los distintos proyectos que barajaba, había decidido confusamente que después de lo que sucediera en la estación o en la finca de la condesa, cogería el tren de Nizhni Nóvgorod y se apearía en la primera ciudad.
La cena estaba servida. Anna se acercó, olió el pan y el queso y, tras cerciorarse de que el olor de cualquier alimento le daba náuseas, ordenó que prepararan el coche y salió. La casa proyectaba ya una sombra que atravesaba toda la calle. Era una tarde clara y al sol aún hacía algo de calor. Todos le inspiraban repugnancia y la irritaban con sus palabras y sus movimientos: Ánnushka, que la acompañaba con el equipaje; Piotr, que ponía las cosas en el coche; y el cochero, que no ocultaba su descontento.
–No te necesito, Piotr.
–¿Y quién se encargará de sacarle el billete?
–Bueno, haz lo que quieras, me da igual —replicó Anna con enfado. Piotr subió de un salto al pescante y, poniendo los brazos en jarras, ordenó al cochero que se dirigiera a la estación.
XXX
«¡Ya estoy otra vez en camino! ¡Ya vuelvo a verlo todo más claro», se dijo Anna en cuanto el carruaje se puso en movimiento y, con un ligero balanceo, rodó con estrépito por los menudos adoquines. De nuevo las impresiones se sucedieron una tras otra.
«¿Qué era lo último en lo que estuve pensando, eso que me hacía tanta gracia? —se preguntó, tratando de recordar—. ¿Lo de Tiutkin, coiffeur? No, no era eso. ¡Ah, sí! Fue el comentario de Yashvín: la lucha por la existencia y el odio es lo único que une a los hombres. No sé para qué vais a ningún lado —se dirigió con el pensamiento a un grupo de personas que viajaban en un coche tirado por cuatro caballos y que, según todos los indicios, se dirigían a algún lugar fuera de la ciudad para divertirse—. Y el perro que lleváis con vosotros tampoco os servirá de nada. No escaparéis de vosotros mismos.» Mirando en la misma dirección que Piotr, vio a un obrero borracho perdido, incapaz de tener erguida la cabeza, al que un guardia llevaba a alguna parte. «Tal vez éste tenga más suerte —pensó—. El conde Vronski y yo no hemos encontrado la felicidad, a pesar de lo mucho que esperábamos.» Y por primera vez Anna examinó sus relaciones con Vronski, en las que antes evitaba pensar, a esa brillante luz bajo la que ahora lo veía todo. «¿Qué es lo que buscaba en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su vanidad.» Recordó las palabras de Vronski, la expresión de su rostro, tan parecida a la de un obediente perro de muestra durante los primeros tiempos de su relación. Y todo venía ahora a confirmarle esa impresión. «Sí, en su caso sólo puede hablarse de un triunfo que halagaba su vanidad. Claro que había también amor, pero lo principal era el orgullo del éxito. Se enorgullecía de mí. Pero todo eso ya ha pasado. Ya no tiene de qué jactarse. Ahora, en lugar de vanagloriarse, se avergüenza. Ha tomado de mí todo lo que ha podido y ya no le hago falta. Le estorbo, pero trata de no ser injusto conmigo. Ayer se fue de la lengua: desea el divorcio y el matrimonio para quemar sus naves. Me quiere, pero ¿cómo? The zest is gone. 199Éste quiere asombrar a todos y está muy satisfecho de sí mismo —pensó, viendo a un dependiente rubicundo que iba montado en un caballo de alquiler—. Sí, he dejado de gustarle. Si le abandono, en el fondo de su corazón se alegrará.»
No era ninguna suposición. Lo veía con claridad bajo esa luz penetrante que le revelaba ahora el sentido de la vida y de las relaciones humanas.
«Mi amor se vuelve cada vez más apasionado y egoísta, y el suyo se va apagando. Por eso nos hemos distanciado —siguió pensando—. Y no se puede hacer nada. Él es todo lo que tengo y exijo que se me entregue más y más. Pero él se aleja cada vez más de mí. Antes de nuestra relación íbamos al encuentro el uno del otro, pero ahora avanzamos inevitablemente en direcciones opuestas. Y no hay manera de cambiarlo. Él me dice que mis celos son absurdos; yo me digo lo mismo, pero no es verdad. No es que sea celosa, sino que estoy descontenta. Pero... —Abrió la boca y cambió de postura, tanto la había agitado la idea que se le pasó por la cabeza—. Si pudiera ser algo más que una amante que busca apasionadamente sus caricias. Pero no puedo ni quiero ser otra cosa. Y ese deseo despierta repulsión en él y resentimiento en mí. No puede ser de otra manera. ¿Acaso no sé que no va a engañarme, que no tiene ninguna intención de casarse con Sorókina, que no está enamorado de Kitty, que no me traicionará? Lo sé de sobra, pero eso no alivia mi situación. ¿Y qué pasaría si hubiera dejado de quererme y sólo fuera bueno y cariñoso conmigo por deber? ¿Si no pudiera darme lo que yo quiero? Eso sería mil veces peor que el resentimiento. ¡Eso sería un infierno! Pues así es nuestra relación. Hace mucho que ha dejado de quererme. Y, donde termina el amor, empieza el odio. No conozco estas calles. Colinas aquí y allá, casas por todas partes... Y las casas llenas de gente... Qué cantidad de personas, y todas se odian. Bueno, ¿y qué es lo que necesitaría para ser feliz? Me conceden el divorcio, Alekséi Aleksándrovich me confía a Seriozha y me caso con Vronski.» Al recordar a Alekséi Aleksándrovich, se lo representó con extraordinaria viveza, como si lo tuviera delante, con sus ojos dulces, apagados y sin vida, sus venas azules en las manos blancas, con la entonación de su voz y su manía de chascar los dedos. Al rememorar el sentimiento que existía entre ellos, que también merecía el nombre de amor, se estremeció de repulsión. «Entonces, obtengo el divorcio y me caso con Vronski. ¿Y qué? ¿Dejará Kitty de mirarme como me ha mirado hoy? No. ¿Dejará Seriozha de hacerse preguntas sobre mis dos maridos? Y entre Vronski y yo ¿qué nuevo sentimiento me inventaré? Ah, ¿sería eso posible? No hablo ya de felicidad, sino de algo que no fuera un tormento. ¡No y no! —se respondió sin la menor vacilación—. ¡Es imposible! Nos hemos separado para siempre. Lo hago desdichado y él a mí. Y ni él ni yo vamos a cambiar a estas alturas. Lo hemos intentado todo; ya nada funciona. Sí, una mendiga con un niño. Se figura que inspira compasión. ¿Es que no nos han arrojado a todos a este mundo para que nos odiemos unos a otros, para que nos atormentemos a nosotros mismos y atormentemos a los demás? Mira cómo se ríen esos estudiantes. ¿Seriozha? —se acordó—. También yo pensaba que lo quería y mi propia ternura me conmovía. Pero he vivido sin él, lo he cambiado por otro amor y no lo he lamentado mientras ese amor me ha satisfecho.» Recordó con repugnancia lo que llamaba «ese amor». Y se alegró de la claridad con la que veía ahora su propia vida y la de los demás. «Así somos todos: yo, Piotr, el cochero Fiódor, ese mercader, todas las personas que viven a orillas del Volga, adonde esos anuncios invitan a ir, y en todas partes, por los siglos de los siglos», pensaba, mientras llegaba al edificio bajo de la estación de Nizhni Nóvgorod, donde le salieron al encuentro algunos mozos.
–¿Saco un billete para Obirálovka? —preguntó Piotr.
Anna había olvidado por completo adonde iba y por qué, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para comprender la pregunta.
–Sí —respondió, entregándole el monedero y, cogiendo el bolsito rojo, se apeó del coche.
Mientras se abría paso entre la multitud para llegar a la sala de espera de primera clase, se fue acordando poco a poco de los detalles de su situación y de las distintas alternativas que se le presentaban. Y una vez más, primero la esperanza y luego la desesperación reabrieron las viejas heridas de su atormentado corazón, que latía desbocado en su pecho. Sentada en un sofá en forma de estrella, miraba con repugnancia a los viajeros que entraban y salían (todo el mundo le repugnaba), pensando en el contenido de la carta que le escribiría cuando llegara a la estación, en las quejas que Vronski estaría exponiéndole a su madre en esos momentos por la situación en la que se encontraba (sin comprender los sufrimientos de ella), en el modo en que entraría en la habitación y en las cosas que le diría. Luego pensó en lo feliz que aún podría ser su vida, en lo tortuoso de su amor y lo tortuoso de su odio por Vronski y en los terribles latidos de su corazón.
XXXI
Sonó la primera campanada, pasaron unos jóvenes monstruosos, insolentes y con prisas, muy pendientes de la impresión que producían; Piotr, vestido de librea y polainas, con su expresión embotada y animalesca, atravesó también la sala y se acercó a Anna para acompañarla al vagón. Los jóvenes vociferantes se callaron cuando Anna pasó a su lado por el andén, y uno de ellos murmuró al oído de otro unas palabras sobre ella, sin duda alguna grosería. Anna subió al alto estribo, entró en un compartimento vacío y se sentó en un sucio asiento de muelles, que alguna vez fue blanco. El bolso se estremeció sobre los muelles y luego se quedó quieto. Piotr, delante de la ventana, se quitó el gorro con galones en señal de despedida y esbozó una sonrisa estúpida. Un revisor insolente cerró de un portazo y echó el pestillo. Una señora feísima con miriñaque (Anna la desnudó mentalmente y se horrorizó de su deformidad) y una niña, que se reía de un modo muy poco natural, pasaron corriendo por el andén.
–Katerina Andréievna lo tiene. Ella lo tiene todo, ma tante—gritó la niña.
«Incluso la niña es horrible y afectada», pensó Anna. Para no ver a nadie, se levantó apresuradamente y se sentó al lado de la ventanilla opuesta. Un mujik sucio y espantoso, con una gorra por la que asomaban unos cabellos alborotados, pasó al pie de la ventanilla y se inclinó sobre las ruedas del vagón. «Hay algo que me resulta familiar en este horrible mujik», se dijo. En ese momento, se acordó de su sueño y, temblando de espanto, se abalanzó sobre la portezuela contraria, que el revisor estaba abriendo para dejar pasar a un matrimonio.
–¿Quiere usted salir?
Anna no respondió. Ni el revisor ni los pasajeros advirtieron la expresión de horror que se reflejaba en su rostro, cubierto por el velo. Anna volvió a su rincón y se sentó. La pareja se instaló enfrente de ella y se puso a examinar su vestido con disimulada atención. A Anna le parecieron los dos repulsivos. El marido le preguntó si podía fumar, no porque tuviera deseos de hacerlo, sino por entablar conversación. Cuando ella le concedió permiso, se puso a hablar con su mujer en francés sobre cosas que le interesaban aún menos que fumar. Estuvieron diciendo tonterías con un lenguaje afectado con la única intención de que ella las oyera. Veía con claridad que estaban hartos el uno del otro y que se odiaban. En realidad, era imposible no odiar a unos seres tan espantosos y lamentables.
Se oyó la segunda campanada, y luego el ruido de los equipajes, gritos, risas, comentarios. Anna estaba tan segura de que nadie tenía razones para alegrarse de nada que esas risas la irritaron hasta hacerle daño y estuvo a punto de taparse los oídos para no oírlas. Por último, sonó la tercera campanada, se oyó un silbato, mugió la locomotora, chirriaron las cadenas. El marido se santiguó. «No estaría mal preguntarle qué significado atribuye a ese gesto», pensó Anna, mirándole con desprecio. Luego, haciendo caso omiso de la mujer, contempló por la ventanilla a las personas que despedían el tren y que parecían deslizarse hacia atrás. Traqueteando rítmicamente en las junturas de los rieles, el vagón en el que viajaba Anna salió del andén, dejó atrás un muro de piedra, un poste de señales y otros vagones; las ruedas, bien engrasadas, se deslizaban por los raíles con un ligero rumor; la ventanilla se iluminó con el brillante sol de la tarde y una ligera brisa agitó las cortinillas. Anna se olvidó de sus compañeros de vagón y, mecida por el ligero traqueteo del tren, aspiró el aire fresco y volvió a sumirse en sus reflexiones.
«¿En qué estaba pensando? En la posibilidad de encontrar una situación en que la vida no sea un tormento, en que todos hemos sido creados para atormentarnos, en que todos lo sabemos y buscamos medios para engañarnos. Pero ¿qué puede hacer uno cuando ve la verdad?»
–Al hombre se le ha concedido la razón para librarse de lo que le inquieta —dijo la mujer en francés, por lo visto muy satisfecha de su frase, haciendo muecas.
Estas palabras parecían una respuesta a los pensamientos de Anna.
«Librarse de lo que le inquieta», repitió Anna. Y, después de mirar al marido de sonrosadas mejillas y a la enjuta esposa, comprendió que esa mujer enfermiza se consideraba incomprendida, que su marido la engañaba y apoyaba la opinión que ella tenía de sí misma. Era como si pudiera leer toda su historia y ver los rincones más recónditos de su alma. Pero allí no había nada interesante, así que siguió con el curso de sus pensamientos.
«Sí, eso es algo que me inquieta mucho, y la razón se me ha concedido para librarme de ello. Así que debo hacerlo. ¿Por qué no apagar la vela cuando ya no hay nada que ver, cuando a uno le repugna todo lo que ve? Pero ¿cómo? ¿Por qué corre el revisor por el estribo? 200¿Por qué gritan los jóvenes de ese vagón? ¿Por qué hablan? ¿Por qué se ríen? Todo es mentira, todo es engaño, todo es falsedad, todo es maldad...»
Cuando el tren entró en la estación, Anna se apeó entre una muchedumbre de viajeros y, evitando su proximidad como si fueran apestados, se detuvo en el andén, tratando de recordar para qué había ido allí y qué se proponía hacer. Todo lo que antes le parecía posible, ahora se le antojaba difícil de entender, sobre todo en medio de esa ruidosa multitud de personas odiosas, que no la dejaban en paz. O bien los mozos se le acercaban corriendo, para ofrecerle sus servicios, o bien algún joven se quedaba mirándola, taconeando ruidosamente en las planchas del andén y hablando en voz alta, o bien la gente que le salía al paso le impedía avanzar.
Cuando recordó que debía seguir viaje, en caso de no recibir contestación, detuvo a un mozo y le preguntó si no había llegado un cochero con una carta para el conde Vronski.
–¿El conde Vronski? Vino alguien de su parte hace un momento para recoger a la princesa Sorókina y a su hija. ¿Qué aspecto tiene el cochero?
Mientras Anna hablaba con el mozo, el cochero Mijáila, rubicundo y alegre, con su elegante chaqueta azul y su cadenita, visiblemente satisfecho de haber cumplido tan bien el encargo que le habían confiado, se acercó a ella y le entregó una carta. Anna la abrió, y el corazón se le encogió antes incluso de leerla.
«Lamento mucho que tu nota no llegara a tiempo. Llegaré a las diez», había escrito Vronski con letra descuidada.
«¡Sí! ¡Me lo esperaba!», se dijo con una sonrisa maligna.
–Muy bien, puedes volver a casa —le dijo a Mijáila con un hilo de voz.
Hablaba bajo porque el impetuoso latido de su corazón le impedía respirar. «No, no voy a permitir que sigas atormentándome», pensó. Y esa amenaza no iba dirigida a él, ni a sí misma, sino a la propia vida, que le imponía esos sufrimientos. Y se puso a pasear por el andén, más allá del edificio de la estación.
Dos sirvientas que andaban por allí volvieron la cabeza para mirarla, al tiempo que hacían algún comentario en voz alta sobre su vestido. «Son auténticos», dijo una de ellas, refiriéndose a los encajes. Los jóvenes no la dejaban en paz. De nuevo pasaron a su lado, mirándola a la cara, riendo y gritando algo con voz poco natural. El jefe de estación, al cruzarse con ella, le preguntó si iba a continuar viaje. Un muchacho que vendía kvasno le quitaba los ojos de encima. «Dios mío, ¿adonde puedo ir?», se dijo, alejándose cada vez más por el andén. Al llegar al extremo se detuvo. Unas señoras con unos niños, que habían ido a recibir a un señor con gafas y que reían y hablaban a gritos, se callaron y se quedaron mirándola cuando llegó a su altura. Anna apretó el paso y se apartó de ellos, acercándose aún más al borde del andén. En esos momentos se acercaba un tren de mercancías. El andén se estremeció, y Anna tuvo la impresión de que se había subido de nuevo al tren.
De pronto se acordó del hombre al que atropellaron el día de su primer encuentro con Vronski y comprendió lo que tenía que hacer. Con pasos rápidos y ligeros descendió por las escalerillas que llevaban del depósito de agua a la vía y se detuvo muy cerca del tren que pasaba. Miraba la parte baja de los vagones, los pernos, las cadenas y las altas ruedas de hierro fundido del primero, que rodaban lentamente, y trataba de calcular a ojo el punto medio entre las ruedas delanteras y traseras y el momento en que ese punto llegaría a su altura.
«¡Allí! —se decía, mirando en la sombra proyectada por el vagón la arena mezclada con carbón esparcida sobre la traviesa—. Allí, en el mismo centro. Lo castigaré y me libraré de todos y de mí misma.»
Quiso arrojarse bajo el primer vagón, cuyo punto medio llegó en esos momentos a su altura. Pero, al intentar desprenderse del bolso rojo, se entretuvo y no le dio tiempo: el punto medio había pasado ya. Había que esperar al segundo vagón. La embargó un sentimiento semejante al que experimentaba antes de meterse en el agua cuando se bañaba, y se santiguó. Ese gesto familiar suscitó en su alma toda una cascada de recuerdos de niñez y mocedad; de pronto, la tiniebla que lo cubría todo se esfumó, y por un momento la vida se le apareció con todas las luminosas alegrías del pasado. Pero no apartaba los ojos de las ruedas del segundo vagón, que estaba cada vez más cerca. En el preciso instante en que el punto medio llegó a su altura, tiró el bolso rojo y, hundiendo la cabeza entre los hombros, se arrojó debajo del vagón, cayendo sobre las manos; a continuación, con un ligero movimiento, como si se dispusiera a levantarse, se puso de rodillas. Entonces se horrorizó de lo que estaba haciendo. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?» Quiso incorporarse, retroceder; pero algo enorme e implacable le golpeó en la cabeza y la arrastró de espaldas. «¡Señor, perdónamelo todo!», murmuró, dándose cuenta de que era inútil luchar. El hombrecillo susurraba unas palabras, al tiempo que golpeaba una barra de hierro. Y la vela a cuya luz había leído ese libro lleno de angustias, decepciones, dolores y desdichas, resplandeció con más fuerza que nunca, iluminó lo que antes había estado sumido en tinieblas, chisporroteó, empezó a parpadear y se extinguió para siempre.
OCTAVA PARTE
I
Pasaron casi dos meses. Sólo a mediados de un caluroso verano Serguéi Ivánovich se dispuso a salir de Moscú.
Durante ese tiempo se habían producido diversos acontecimientos en su vida. Hacía ya un año que había terminado su libro, fruto de seis años de trabajo, que llevaba por título Ensayo sobre los fundamentos y las formas de Estado de Europa y de Rusia. Algunos fragmentos del libro, así como la introducción, habían aparecido en publicaciones periódicas, y Serguéi Ivánovich había leído otras partes a personas de su círculo, de modo que las ideas de la obra no eran completamente nuevas para el público. Pero, de todos modos, esperaba que la aparición del libro causara sensación en la sociedad y produjera, si no una revolución en el mundo científico, al menos una profunda conmoción en el ambiente intelectual.
Después de una minuciosa revisión, el libro había sido editado el año anterior y distribuido en librerías.
Aunque no le preguntaba nada a nadie sobre el libro, respondía de mala gana y con fingida indiferencia a las preguntas de sus amigos y ni siquiera solicitaba información a los libreros sobre las ventas, Serguéi Ivánovich aguardaba con mirada vigilante y atención reconcentrada las primeras impresiones que suscitaría en la sociedad y en los medios literarios.
Pero pasó una semana, luego otra y otra más, sin que se advirtiera ninguna reacción en el público. Sus amigos, especialistas y eruditos, a veces hablaban de él, sin duda por cortesía. Pero sus demás conocidos, a quienes no interesaba un libro tan especializado, ni siquiera lo mencionaron. Y en la sociedad, que especialmente en esos momentos estaba ocupada con otros asuntos, se recibió con total indiferencia. En cuanto a las revistas literarias, durante un mes no apareció ni un solo comentario al respecto.
Serguéi Ivánovich había calculado con detalle el tiempo necesario para que se publicara alguna reseña, pero pasó un mes y luego otro, y seguía reinando el mismo silencio.
Sólo en El Escarabajo del Norte 201en un artículo humorístico sobre el cantante Drabanti, que había perdido la voz, se decían de pasada unas palabras desdeñosas acerca del libro de Kóznishev, que ponían de manifiesto que el libro había sido condenado por todos y entregado a la irrisión general hacía mucho tiempo.
Por fin, al tercer mes apareció una crítica en una revista seria. Serguéi Ivánovich conocía al autor. Habían coincidido una vez en casa de Golubtsov.
Era un periodista muy joven y enfermo, con una pluma muy ágil, pero muy poco instruido y bastante tímido en las relaciones personales.
A pesar de su desprecio total por el autor, Serguéi Ivánovich leyó la crítica con el mayor de los respetos. Era terrible.
Por lo visto, el articulista había interpretado mal el significado del libro de manera deliberada. Pero había elegido las citas con tanta habilidad que para aquellos que no lo hubieran leído (y, evidentemente, casi nadie lo había leído) quedaba claro que la obra en su conjunto no era más que un cúmulo de palabras grandilocuentes, empleadas además con poco tino (lo que se indicaba con signos de interrogación), y que el autor del libro era un completo ignorante. Todo el artículo estaba escrito con tanto ingenio que ni siquiera Serguéi Ivánovich pudo dejar de admirarlo. Y eso era lo terrible.
A pesar de la completa imparcialidad con que Serguéi Ivánovich analizó la justicia de los argumentos del articulista, ni por un momento se paró a pensar en los defectos y errores de los que se burlaba —era demasiado evidente que los había escogido a propósito—, pero involuntariamente empezó a recordar, hasta en los menores detalles, su encuentro con el articulista y la conversación que entablaron.
«¿Acaso lo ofendí de alguna manera?», se preguntó.
Y, al recordar que durante ese encuentro había corregido a aquel jovencito cuando dijo una palabra que demostraba su ignorancia, Serguéi Ivánovich encontró la explicación del tono de la crítica.
Después de ese artículo se cernió sobre la obra un silencio de muerte: ni artículos en prensa ni comentarios de viva voz. Fue entonces cuando Serguéi Ivánovich comprendió que esa obra en la que había empleado seis años, realizada con tanto cariño y a costa de tantos esfuerzos, había pasado sin pena ni gloria.
La situación de Serguéi Ivánovich era aún más penosa porque, una vez terminado el libro, ya no tenía que ocuparse de la labor intelectual que había consumido la mayor parte de su tiempo.
Serguéi Ivánovich era un hombre inteligente, instruido, sano y activo, y no sabía en qué emplear su energía. Las charlas de salón, los congresos, las reuniones, los comités, cualquier cónclave en el que pudiera hablar, absorbían parte de su tiempo. Pero, como había pasado casi toda la vida en la ciudad, no ponía toda su alma en esas conversaciones, como hacía su inexperto hermano cuando visitaba Moscú. Aún le quedaba mucho tiempo libre y mucha energía intelectual.
Para su fortuna, en esos tiempos tan penosos por el fracaso de su libro, la cuestión eslava, que hasta entonces apenas había interesado a la opinión pública, robó protagonismo a otros asuntos, como las minorías raciales, los amigos americanos, el hambre en la región de Samara, las exposiciones de arte o el espiritismo, y Serguéi Ivánovich, que había suscitado esa cuestión, se consagró a ella por entero.
En el círculo al que pertenecía Serguéi Ivánovich sólo se hablaba y se escribía de la cuestión eslava y de la guerra en Serbia. Todo lo que suelen hacer las muchedumbres ociosas para matar el tiempo se hacía en esos momentos en beneficio de los eslavos. Cualquier manifestación de la vida parecía llevar la marca de ese apoyo: bailes, conciertos, banquetes, discursos, atuendos femeninos, cervezas, tabernas.
Serguéi Ivánovich no estaba de acuerdo con algunas de las cosas que se decían y se escribían al respecto. Se daba cuenta de que la cuestión eslava se había convertido en uno de esos temas de moda pasajeros que sirven de entretenimiento a la sociedad. Veía también que había muchas personas que se ocupaban de ese asunto por vanidad o por interés. Reconocía que los periódicos publicaban muchas noticias innecesarias y exageradas con el único propósito de atraer la atención y acallar a los demás. Observaba que en ese momento de entusiasmo general quienes más alzaban la voz y más se dejaban ver eran los fracasados y los resentidos: los generales sin ejército, los ministros sin ministerio, los periodistas sin periódico, los jefes de partido sin partidarios. No le pasaba desapercibido que muchas de las cosas que se decían eran ridículas y poco serias. Pero no podía dejar de reconocer ese entusiasmo indudable y creciente que unía a todas las clases sociales, con el que era imposible no simpatizar. La masacre de los correligionarios y hermanos eslavos había suscitado compasión por las víctimas e indignación por los verdugos. Y el heroísmo de serbios y montenegrinos, que luchaban por una noble causa, había generado en todo el pueblo el deseo de ayudar a sus hermanos ya no sólo de palabra, sino también de obra.
Pero, además, había otra circunstancia que llenaba de alegría a Serguéi Ivánovich: la aparición de la opinión pública. La sociedad había manifestado su deseo de manera muy clara. El alma de la nación se había expresado, como decía Serguéi Ivánovich. Y, cuanto más se interesaba por ese asunto, más evidente le parecía que esa empresa alcanzaría proporciones enormes, marcaría una época.
Por tanto, se entregó en cuerpo y alma a esa gran obra y se olvidó de su libro.
Ahora estaba tan ocupado que ni siquiera tenía tiempo de responder a todas las cartas y peticiones que le dirigían.
Después de trabajar toda la primavera y parte del verano, en el mes de julio se preparó para pasar unos días con su hermano en el campo.
Pensaba descansar allí un par de semanas, precisamente en el sancta sanctórum del pueblo, en lo más profundo del país, disfrutando del espectáculo de la aparición de ese espíritu popular, del que todos los habitantes de las dos capitales y de otras ciudades estaban convencidos. Katavásov, que desde hacía tiempo deseaba cumplir la promesa de visitar a Levin, decidió acompañarlo.
II
Serguéi Ivánovich y Katavásov acababan de llegar a la estación de Kursk, especialmente animada ese día, y aún se estaban apeando del coche, mirando al criado que les seguía con los equipajes, cuando se acercaron cuatro carruajes llenos de voluntarios. Unas señoras con ramos de flores fueron a su encuentro y, acompañadas de una gran multitud, los condujeron al interior de la estación.
Una de las señoras que había recibido a los voluntarios salió de la sala de espera y se dirigió a Serguéi Ivánovich.
–¿Usted también ha venido a despedirlos? —le preguntó en francés.
–No, princesa. Me marcho de viaje. Voy a descansar unos días a casa de mi hermano. ¿Usted viene siempre a despedirlos? —preguntó Serguéi Ivánovich con una sonrisa apenas perceptible.
–¡Es lo menos que podemos hacer! —respondió la princesa—, ¿Verdad que hemos enviado ya ochocientos hombres? Malvinski no me quería creer.
–Más de ochocientos. Si contamos a los que no han salido directamente de Moscú, su número asciende a más de mil —dijo Serguéi Ivánovich.
–Ya lo ve. Lo que yo decía —añadió con alegría la señora—. ¿Es verdad que se ha recaudado ya casi un millón de rublos?
–Más, princesa.
–¿Y qué me dice del telegrama de hoy? Otra vez han derrotado a los turcos.
–Sí, lo he leído —contestó Serguéi Ivánovich. Hablaban del último telegrama que confirmaba que, durante tres días seguidos, los turcos habían sido derrotados en todos los frentes y habían huido, y que para la jornada siguiente se esperaba una batalla decisiva.
–A propósito, hay un joven excelente que quiere partir como voluntario. Desconozco por qué le están poniendo tantas trabas. Lo conozco, y quería pedirle a usted que hiciera el favor de escribir una nota. Lo ha recomendado la condesa Lidia Ivánovna.
Después de solicitar más detalles a la princesa sobre ese joven que quería partir como voluntario, Serguéi Ivánovich pasó a la sala de espera de primera clase y escribió una nota a la persona de la que dependía el asunto.
–¿Sabe que el célebre conde Vronski viaja también en ese tren? —preguntó la princesa, con una sonrisa triunfante y muy significativa, cuando volvió para entregarle la nota.
–He oído decir que se marchaba, pero no sabía cuándo. Entonces, ¿va en este tren?
–Lo he visto. Está aquí. Sólo lo acompaña su madre. En cualquier caso, es lo mejor que puede hacer.
–Ah, sí, por supuesto.
Mientras hablaban, la muchedumbre pasó a su lado en dirección a la mesa en la que habían servido diversos manjares. También Kóznishevy la princesa se acercaron al lugar, desde donde llegaba la voz sonora de un señor que, con una copa en la mano, pronunciaba un discurso ante los voluntarios:
–Vais a luchar por la fe, por la humanidad, por nuestros hermanos —decía aquel hombre, alzando cada vez más la voz—. Nuestra madrecita Moscú os bendice por esa noble empresa. Zhivio! 202—concluyó con voz estridente y emocionada.
– Zhivio! —gritaron todos los presentes.
Acto seguido otra oleada de gente entró en la sala y estuvo a punto de tirar a la princesa.
–¡Ah, qué discurso, princesa! —exclamó Stepán Arkádevich, apareciendo de pronto en medio de la multitud, radiante de alegría—. ¿No es verdad que ha hablado con mucho calor y mucha elocuencia? ¡Bravo! ¡Ah, si está también aquí Serguéi Ivánovich! Estaría bien que les dirigiera unas palabras de ánimo. ¡Lo hace usted tan bien! —añadió con una sonrisa delicada, respetuosa y prudente, dándole un empujoncito en el brazo.