Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 30 (всего у книги 68 страниц)
«Con tanto trabajo y tantas actividades me he olvidado de que todo termina, de que hay que morir.»
Estaba sentado en la cama, rodeado de penumbras, encorvado, con los brazos alrededor de las rodillas, tan concentrado en sus pensamientos que involuntariamente contenía la respiración. Pero, cuanto más se esforzaba en comprender, más claro le parecía que las cosas eran así; que, al considerar su vida, se había olvidado de un pequeño detalle; a saber, que un día llegaría la muerte y acabaría con todo, que no merecía la pena emprender nada, que no había escapatoria posible. Sí, era horrible, pero era así.
«No obstante, todavía estoy vivo. ¿Y qué voy a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer?», se decía, desesperado. Encendió una vela, se levantó con mucho cuidado, se acercó al espejo y se puso a contemplar su cara y sus cabellos. Sí, ya despuntaban canas en las sienes. Abrió la boca. Las muelas empezaban a cariarse. Descubrió sus musculosos brazos. Sí, tenía mucha fuerza. Pero también Nikolái, que respiraba afanosamente con sus pulmones destrozados, había tenido un cuerpo sano. Y de pronto recordó sus tiempos de niños, cuando se iban a dormir juntos y sólo esperaban que Fiódor Bogdánovich saliera de la habitación para tirarse las almohadas y estallar en ruidosas carcajadas, dominados por un entusiasmo tan incontenible que ni siquiera el miedo a Fiódor Bogdánovich podía reprimir esa explosión desbordante de alegría vital. «Y ahora ese pecho hundido y vacío... Y yo preguntándome qué va ser de mí...»
–¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ah, demonios! ¿Qué haces ahí? ¿Por qué no duermes? —le preguntó su hermano.
–No lo sé. Estoy desvelado.
–Pues yo he dormido bien. Ahora ya no sudo. Ven, toca la camisa. ¿Verdad que no está húmeda?
Después de hacer lo que le decía, Levin pasó al otro lado del biombo y apagó la vela, pero tardó mucho tiempo en dormirse. Apenas había aclarado un poco la cuestión de cómo había que vivir, cuando de pronto surgía ese otro problema insoluble: la muerte.
«Sí, se está muriendo; morirá en la primavera. ¿Qué podría hacer para ayudarle? ¿Qué podría decirle? ¿Y qué sé yo de todo eso? Hasta me había olvidado de que hay que morir.»
XXXII
Levin había observado hacía tiempo que, cuando las personas extreman su humildad y su condescendencia, al final acaba produciéndose una especie de reacción; entonces se vuelven insoportables con sus exigencias excesivas y su susceptibilidad. Tenía la impresión de que algo así le sucedería a su hermano. Y, en efecto, la mansedumbre de Nikolái no duró mucho. A la mañana siguiente se mostró irritado y no perdió oportunidad de meterse con su hermano, hiriéndole en los puntos más sensibles.
Levin se sentía culpable, pero no podía hacer nada para arreglar la situación. Se daba cuenta de que si ambos no hubieran fingido, si hubieran hablado con el corazón en la mano, como suele decirse, esto es, expresando lo que de verdad pensaban y sentían, se habrían mirado a los ojos, y Konstantín habría exclamado: «¡Te vas a morir, te vas a morir, te vas a morir!». A lo que Nikolái habría respondido: «Ya lo sé. ¡Y tengo miedo, tengo miedo, tengo miedo!». Si hubieran hablado con el corazón en la mano, no habría sido necesario añadir nada más. Pero, como esa sinceridad no resultaba posible, Konstantín se esforzaba en decir algo distinto de lo que pensaba. Esta táctica, tan importante en la vida, y que algunas personas, como había tenido ocasión de comprobar, dominaban a la perfección, a él nunca se le había dado bien. Se daba cuenta de que sus comentarios sonaban a falso y de que su hermano lo adivinaba y se enfadaba.
Al tercer día Nikolái le pidió a su hermano que le expusiera de nuevo su plan, y no sólo empezó a criticarlo, sino que pretendió confundirlo con el comunismo.
–Has tomado una idea ajena, la has distorsionado y ahora quieres aplicarla allí donde no se puede aplicar.
–Pero si ya te he dicho que no tiene nada que ver con el comunismo. Los comunistas niegan la justicia de la propiedad, del capital y de la herencia, mientras que yo, sin negar esos importantes estímulos—a Levin le desagradaba emplear esas palabras, pero, desde que se había enfrascado en su trabajo, había empezado a utilizar cada vez más a menudo, sin apenas darse cuenta, palabras de origen extranjero—, sólo quiero regular el trabajo.
–O sea, que has tomado una idea ajena, la has privado de todo lo que constituía su fuerza y pretendes que se trata de algo nuevo —dijo Nikolái, arreglándose con gestos destemplados el nudo de la corbata.
–Pero si mi idea no tiene nada que ver...
–Al menos el comunismo —dijo Nikolái Levin con un brillo maligno en los ojos y una sonrisa irónica– tiene un encanto geométrico, por decirlo de alguna manera. Es claro e inequívoco. Puede que sea una utopía. No obstante, si fuera posible hacer tábula rasa del pasado, erradicar la propiedad y la familia, podría organizarse el trabajo de otra manera. Pero en tu idea no hay nada...
–¿Por qué mezclas las cosas? Yo nunca he sido comunista.
–Pues yo sí, y considero que es una idea prematura, pero razonable, y que tiene futuro, como el cristianismo en los primeros siglos.
–Lo único que digo es que la mano de obra debe considerarse desde el punto de vista de las ciencias naturales; es decir, hay que estudiarla, reconocer sus propiedades y...
–No tiene ningún sentido. Esa fuerza encuentra por sí misma, a medida que se desarrolla, una determinada manera de actuar. En todas partes ha habido esclavos, luego metayers. 64En nuestro país contamos con medianeros y jornaleros; existe también el arrendamiento. ¿Qué más quieres?
Al oír esas palabras, Levin se acaloró de pronto, porque en el fondo de su alma temía que su hermano pudiera tener razón. Era posible que hubiera intentado combinar el comunismo y las formas existentes, algo bastante difícil de conseguir.
–Busco una forma de trabajar que sea provechosa tanto para mí como para los braceros. Quiero construir... —replicó con acaloramiento.
–No quieres construir nada. Simplemente quieres pasar por original, como has hecho toda tu vida, demostrar que no eres un mero explotador de los campesinos, que te mueve una idea.
–Bueno, si eso es lo que piensas, es mejor que lo dejemos —respondió Levin, sintiendo que le temblaba el músculo de la mejilla izquierda, sin que pudiera remediarlo.
–No tienes convicciones. No las has tenido nunca. Lo único que buscas es satisfacer tu propia vanidad.
–¡Vale, muy bien, pero déjame en paz!
–¡Ya te dejo! ¡Debería haberlo hecho hace mucho tiempo! ¡Vete al diablo! ¡Cuánto me pesa haber venido!
Por más esfuerzos que hizo Levin después para calmar a su hermano, Nikolái no quiso escucharle. Decía que era mucho mejor que se separaran. Y Konstantín se dio cuenta de que a su hermano la vida se le había vuelto insoportable.
Nikolái ya se aprestaba a marcharse cuando Levin entró de nuevo en su habitación y, con un tono muy poco natural, le pidió que le perdonara si le había ofendido.
–¡Ah, qué magnanimidad! —exclamó Nikolái, sonriendo—. Si lo que quieres es tener razón, puedo concederte ese placer. Tienes razón. Pero, de todas formas, me voy.
Justo antes de la partida, Nikolái besó a su hermano y le dijo de pronto con una extraña seriedad, mirándole a los ojos:
–¡En cualquier caso, Kostia, no me guardes rencor! —Y la voz le tembló.
Fue el único comentario sincero que salió de sus labios. Levin comprendió que por debajo de esas palabras se sobreentendían otras: «Como ves, estoy en las últimas; puede que no nos volvamos a ver». Y se le saltaron las lágrimas. Volvió a besar a su hermano, pero no encontró nada que decirle y guardó silencio.
Tres días después de la marcha de su hermano, Levin partió para el extranjero. En la estación de ferrocarril se topó con Scherbatski, primo de Kitty, que se sorprendió mucho del aspecto sombrío de Levin.
–¿Qué te pasa? —le preguntó.
–Nada. En este mundo hay pocas alegrías.
–¿Eso crees? Pues olvídate de Mulhouse y vente conmigo a París. ¡Ya verás si hay alegrías o no!
–No, todo ha terminado para mí. Ya es hora de morir.
–¡Vaya cosas que dices! —exclamó Scherbatski, riendo—. Pues yo no he hecho más que empezar.
–Sí, lo mismo pensaba yo hace poco, pero ahora sé que moriré pronto.
Levin exponía con total sinceridad las ideas que le habían ocupado en los últimos tiempos. Mirara lo que mirara, no veía más que un anuncio de la muerte o la muerte misma. Pero la obra que había emprendido absorbía cada vez más su atención. En algo tenía que ocupar el tiempo hasta que llegara la muerte. A su alrededor todo era tinieblas; pero esa misma oscuridad le indicaba que el único hilo conductor era su proyecto, y a él se aferraba y se agarraba con las fuerzas que le quedaban.
CUARTA PARTE
I
Los Karenin, marido y mujer, seguían viviendo bajo el mismo techo y se veían a diario, pero eran completamente extraños el uno al otro. Alekséi Aleksándrovich se había impuesto la norma de pasar a ver a su esposa todos los días, para evitar las murmuraciones de los criados; no obstante, procuraba no comer en casa. Vronski jamás aparecía por allí, pero Anna se encontraba con él en otros lugares, y Alekséi Aleksándrovich lo sabía.
Esa situación era un tormento para los tres, y ninguno habría sido capaz de soportarla un solo día si no hubiera albergado la esperanza de que fuera a cambiar, de que ese molesto contratiempo era transitorio y pasajero. Alekséi Aleksándrovich confiaba en que esa pasión se marchitara, como todas las cosas de este mundo, en que todos acabaran olvidándose del asunto y su nombre no sufriera menoscabo alguno. Anna, que era la responsable de la situación, más penosa para ella que para nadie, la soportaba no sólo porque esperara algún cambio, sino porque estaba firmemente convencida de que pronto se resolvería y se aclararía todo. No tenía ni idea de cuál sería el desenlace, pero se lo imaginaba muy cercano. Vronski, involuntariamente sometido a Anna, también esperaba que un acontecimiento externo viniera a resolver todas las dificultades.
A mediados del invierno Vronski pasó una semana muy aburrida. Se le nombró acompañante de un príncipe extranjero 65que había llegado a San Petersburgo, con la misión de mostrarle todas las curiosidades de la ciudad. Eligieron a Vronski por su buena presencia, sus modales distinguidos y respetuosos y su conocimiento de la alta sociedad. Pero la misión se le antojó muy enojosa. El príncipe no quería dejar de ver ninguna de las cosas por las que pudieran preguntarle a su regreso; además, quería disfrutar lo más posible de los placeres rusos. Vronski debía servirle de guía en uno y otro propósito. Por las mañanas iban a ver los lugares emblemáticos y por las noches participaban en las diversiones nacionales. El príncipe gozaba de una salud extraordinaria, aun para los de su condición; por medio de la gimnasia y del cuidado del cuerpo había llegado a tener tanta fuerza que, a pesar de los excesos a los que se entregaba, estaba tan fresco como uno de esos pepinos holandeses, grandes, verdes, y brillantes. Como había viajado mucho, opinaba que una de las principales ventajas de los medios modernos de comunicación consistía en la posibilidad de gozar de los placeres nacionales. Había estado en España, donde había dado serenatas y cortejado a una española que tocaba la mandolina. En Suiza había matado una gemse. 66En Inglaterra, vestido de chaqueta roja, había saltado con su caballo por encima de los setos, y en una apuesta había matado doscientos faisanes. En Turquía había visitado un harén. En la India había montado elefantes y ahora, en Rusia, deseaba saborear los placeres típicos del país.
Vronski, que en cierto modo actuaba como su maestro de ceremonias, encontró grandes dificultades para organizar todos los placeres que distintas personas ofrecían al príncipe. Habían estado en las carreras, degustado tortitas, participado en una cacería de osos, paseado en troika, escuchado a las gitanas, celebrado banquetes en los que, siguiendo la costumbre rusa, se había roto la vajilla. Y el príncipe había asimilado el espíritu ruso con una facilidad sorprendente: rompía bandejas enteras de vajilla, sentaba a las gitanas en sus rodillas y parecía preguntarse si no había nada más, si eso era todo lo que el espíritu ruso podía ofrecerle.
En realidad, de todos los placeres rusos los que más le habían gustado eran las actrices francesas, una bailarina del ballet y el champán de etiqueta blanca. Vronski estaba acostumbrado a tratar con príncipes, pero, ya fuera porque él mismo había cambiado en los últimos tiempos o porque a ése lo había visto demasiado de cerca, el caso es que aquella semana le pareció terriblemente penosa. En todo momento había tenido la sensación de estar acompañando a un loco peligroso, de quien se teme no su enfermedad, sino el efecto pernicioso que su proximidad puede tener en la propia razón. Para evitar cualquier ofensa, Vronski se veía obligado a no suavizar ni por un instante ese tono de deferencia protocolaria. El príncipe trataba de manera despectiva a esas mismas personas que, para gran sorpresa de su guía, se desvivían por procurarle placeres rusos. Sus juicios sobre las mujeres rusas, a las que deseaba estudiar, hicieron enrojecer de indignación a Vronski en más de una ocasión. El principal motivo por el que el príncipe le resultaba tan insoportable era que involuntariamente se veía reflejado en él. Y lo que veía en ese espejo no halagaba su amor propio. Era un hombre muy estúpido, muy seguro de sí mismo, rebosante de salud y muy estricto en el cuidado personal. Nada más. Claro que era un caballero, eso Vronski no podía negarlo. En presencia de sus superiores hacía gala de una actitud digna, nada servil, era sencillo y desenvuelto con sus iguales y se mostraba desdeñoso y condescendiente con los inferiores. Vronski, que también era así, lo consideraba una gran virtud. Pero estaba en un plano de inferioridad con respecto al príncipe, y esa actitud entre despectiva y condescendiente le indignaba.
«¡Qué animal! ¿Es posible que yo también sea así?», pensaba.
Fuera como fuese, cuando al séptimo día se despidió del príncipe, antes de que partiera para Moscú, y escuchó sus palabras de agradecimiento, Vronski se sintió feliz de poder librarse de esa situación incómoda, de ese desagradable espejo. Se despidieron en la estación, después de regresar de una cacería de osos, en la que los rusos se habían pasado la noche entera alardeando de su valor.
II
Al volver a casa Vronski encontró una nota de Anna. «Estoy enferma y me siento muy infeliz —le escribía—. No puedo salir, pero tampoco puedo pasar más tiempo sin verle. A las siete Alekséi Aleksándrovich se marchará al Consejo y no volverá hasta las diez.» Aunque le pareció un poco extraño que le citara en su casa, cuando su marido le había prohibido recibirle, decidió acudir.
Vronski, ascendido a coronel ese invierno, había dejado el regimiento y vivía solo. Después de almorzar, se tumbó en el sofá. Al cabo de cinco minutos los recuerdos de las repugnantes escenas de las que había sido testigo en esos últimos días se mezclaron y se confundieron con la imagen de Anna y la figura de un mujik que había desempeñado un importante papel en la cacería de osos. No tardó en quedarse dormido. Se despertó en medio de la oscuridad, temblando de miedo, y se apresuró a encender una vela. «¿Qué ha pasado? ¿Qué? ¿Qué era eso tan horrible que he visto en sueños? Sí, sí, el ojeador, aquel campesino sucio y pequeño, de barbas desgreñadas, estaba inclinado, haciendo algo, y de pronto pronunciaba en francés unas palabras extrañas. Sí, eso es todo lo que he soñado —se decía—. Pero, entonces, ¿por qué era tan terrible?» Volvió a representarse, con la mayor nitidez, la figura de ese campesino, escuchó de nuevo esas incomprensibles palabras en francés, y un escalofrío de miedo le recorrió la espalda.
«¡Qué bobada!», pensó, echando un vistazo al reloj.
Ya eran las ocho y media. Llamó a su criado, se vistió deprisa y salió a la escalinata. Se había olvidado por completo del sueño y lo único que le preocupaba era no retrasarse. Al llegar a la entrada de la casa de los Karenin, consultó su reloj y vio que eran las nueve menos diez. Ante la puerta había un carruaje alto y estrecho con dos caballos grises. Reconoció la calesa de Anna. «Iba a ir a verme. Y habría sido mejor así. No me gusta entrar en esa casa. Pero da igual. No puedo esconderme», se dijo, y con la determinación del hombre acostumbrado desde la infancia a no avergonzarse de nada, se apeó del trineo y se acercó a la puerta. En ese mismo momento ésta se abrió y el portero, con una manta de viaje en la mano, llamó al coche. Vronski, que no solía reparar en los detalles, advirtió la expresión de sorpresa con que le miró. Estuvo a punto de tropezar con Alekséi Aleksándrovich en el umbral. La luz de gas daba de lleno en su rostro exangüe y chupado, el sombrero negro y la corbata blanca, que brillaba entre el cuello de castor. Los ojos inmóviles y opacos de Karenin se clavaron en la cara de Vronski. Éste le saludó, y Alekséi Aleksándrovich, frunciendo los labios, se llevó la mano al sombrero y siguió su camino. Vronski vio cómo subía al carruaje, sin darse la vuelta, tomaba la manta y unos gemelos por la ventanilla y desaparecía. A continuación entró en el vestíbulo. Tenía las cejas fruncidas y en sus ojos brillaba una expresión de orgullo y enojo.
«¡Vaya situación! —pensó—. Si se batiera, si estuviera dispuesto a defender su honor, podría actuar, exteriorizar mis sentimientos; pero esa debilidad o esa bajeza... Me obliga a desempeñar el papel de burlador, algo que nunca he pretendido ser.»
Después de la explicación que había tenido con Anna en los jardines de la señora Vrede, las ideas de Vronski habían cambiado mucho. Sin quererlo, se había sometido a Anna, que se le había entregado por entero y esperaba que decidiera su destino, resignada a todo de antemano. Ya no pensaba, como entonces, que esa relación pudiera terminar. Sus ambiciosos proyectos habían vuelto a quedar en un segundo plano. Se daba cuenta de que había salido de ese círculo de actividades en el que todo estaba definido, de que sólo vivía para esa pasión, que le unía cada vez más a esa mujer.
Desde el vestíbulo oyó los pasos de Anna, que se alejaban. Comprendió que le estaba esperando, que se había acercado a escuchar y que ahora regresaba al salón.
–¡No! —exclamó al verlo, y al oír el sonido de su propia voz sus ojos se llenaron de lágrimas—. ¡No, si las cosas van a seguir así, lo que debe suceder sucederá antes, mucho antes!
–¿Qué te pasa, querida?
–¿Que qué me pasa? Pues que llevo esperándote y atormentándome una hora, dos... Pero no quiero discutir contigo. Probablemente no has podido venir antes. No, no voy a reprocharte nada.
Le puso las dos manos en los hombros y lo contempló largo rato con una mirada profunda, apasionada y a la vez penetrante. Examinaba su rostro para resarcirse del tiempo que llevaba sin verlo. Como en todas sus entrevistas, sobreponía la imagen que le forjaba su imaginación (incomparablemente mejor, imposible en la realidad) con la que le mostraban sus ojos.
III
—¿Te has encontrado con él? —preguntó Anna en cuanto se sentaron a la mesa, bajo la lámpara—. Ése es tu castigo por llegar tarde.
–Sí, pero ¿cómo es que estaba aquí? ¿No tenía que acudir al Consejo?
–Fue y regresó. Y ahora iba no sé adonde. Pero da igual. No hables de eso. ¿Dónde has estado? ¿Todo el tiempo con el príncipe?
Anna conocía todos los detalles de su vida. Vronski quería decirle que, como no había pegado ojo en toda la noche, se había quedado dormido, pero, al contemplar el rostro agitado y feliz de ella, se avergonzó. Y le dijo que había tenido que ir a informar de la marcha del príncipe.
–Pero ¿ahora ha terminado todo? ¿Se ha ido?
–Sí, gracias a Dios. No puedes imaginarte lo insoportable que ha sido para mí.
–¿Por qué? Es la vida que llevan todos los hombres jóvenes —dijo Anna, frunciendo las cejas y, cogiendo la labor que tenía sobre la mesa, empezó a sacar el ganchillo sin mirar a Vronski.
–Hace tiempo que he abandonado esa vida —respondió él, sorprendiéndose del cambio que se había operado en el rostro de Anna y procurando adivinar a qué obedecía—. Debo reconocer —añadió con una sonrisa que dejó al descubierto sus magníficos dientes blancos– que a lo largo de esta semana he tenido la impresión de verme reflejado en el príncipe como en un espejo, y que la imagen no me ha gustado.
Anna, con la labor entre las manos, le miraba con ojos extraños, brillantes y hostiles.
–Esta mañana Liza ha pasado a verme. Todavía no le asusta visitarme, a pesar de la condesa Lidia Ivánovna —observó Anna—. Me habló de vuestra velada ateniense. 67¡Qué asco!
–Sólo quería decirte que...
Ella le interrumpió.
–¿Era ésa la Thérése a la que conocías de antes?
–Lo que quería decir...
–¡Qué repugnantes sois los hombres! ¿Cómo es posible que no os deis cuenta de que una mujer no puede olvidar esa clase de cosas? —dijo Anna, acalorándose cada vez más y revelándole la causa de su enfado—. Sobre todo una mujer que no puede conocer tu vida. ¿Qué es lo que yo sé? ¿Qué he sabido de ti? —añadió—. Lo que tú mismo me has contado. ¿Y cómo puedo saber si lo que me has contado es cierto?...
–¡Anna! Me ofendes. ¿Es que no me crees? ¿Acaso no te he dicho que no tengo un solo pensamiento que no te haya revelado?
–Sí, sí —respondió ella, haciendo visibles esfuerzos por aplacar sus celos—. Pero ¡si supieras cuánto sufro! Te creo, te creo... Bueno ¿qué es lo que me estabas diciendo?
Pero Vronski ya no se acordaba de lo que quería decir. Esos ataques de celos, cada vez más frecuentes en los últimos tiempos, le horrorizaban, y, por más que se esforzara en disimularlo, enfriaban los sentimientos que albergaba por ella, a pesar de que sabía que la causa de los celos era el amor que le tenía. Cuántas veces se había repetido que ese amor era la auténtica felicidad. Anna le amaba como sólo puede amar una mujer para quien el amor es más importante que todas las alegrías de la vida, pero Vronski se sentía más lejos de la felicidad que en la época en que había dejado Moscú para seguirla. Entonces se consideraba feliz, aunque la felicidad estaba por delante; ahora se daba cuenta de que los mejores momentos quedaban ya detrás. Anna ya no era como en los primeros tiempos. Había cambiado a peor tanto en el aspecto físico como en el moral. Había engordado y a veces, como hacía un momento al referirse a esa actriz, su rostro adoptaba una expresión malévola que alteraba sus rasgos. Vronski la miraba como se mira una flor marchita que uno mismo ha cortado, en la que apenas se reconoce la belleza que le ha impulsado a cortarla y destrozarla. Y, sin embargo, tenía la impresión de que, cuando su amor era más fuerte, habría podido arrancarla de su corazón con un esfuerzo de la voluntad, mientras que ahora, cuando le parecía que había dejado de quererla, como le sucedía en esos instantes, sabía que no había manera de romper el vínculo que les unía.
–Entonces, ¿qué era lo que me querías decir del príncipe? Ya he expulsado a ese demonio —añadió. Así llamaban entre ellos a los celos—. Sí, ¿qué era lo que habías empezado a contarme? ¿Qué es lo que te ha resultado tan molesto?
–¡Ah, ha sido insoportable! —dijo Vronski, tratando de recuperar el hilo de sus pensamientos—. No sale ganando cuando se lo conoce a fondo. Si hubiera que definirlo, lo compararía con un animal bien cebado, como esos que reciben la medalla de honor en las ferias. Nada más —añadió, con un tono de desdén que interesó a Anna.
–Pero ¿cómo es posible? —objetó ella—. Supongo que habrá visto mucho mundo y que será un hombre instruido.
–La instrucción de esa gente no es como la nuestra. Parece como si sólo se instruyeran para tener derecho a despreciar la instrucción, como desprecian todo lo demás, excepto los placeres bestiales.
–Pero si a todos vosotros os gustan esos placeres —dijo Anna, y Vronski volvió a advertir esa mirada sombría, que evitaba la suya.
–¿Por qué lo defiendes? —preguntó Vronski, sonriendo.
–No lo defiendo. Me trae absolutamente sin cuidado. De todos modos, supongo que, si no te gustaran esos placeres, habrías renunciado a ellos. Pero el caso es que te causa placer contemplar a esa Thérése en el traje de Eva...
–¡Ya estamos! ¡Otra vez ese demonio! —exclamó Vronski, cogiéndole la mano, que Anna había apoyado en la mesa, y besándosela.
–¡Sí, pero es que no puedo remediarlo! No te imaginas lo que he sufrido esperándote. Pienso que no soy celosa. No lo soy. Te creo cuando estás aquí conmigo. Pero cuando te vas a algún lugar tú solo y te entregas a esa vida que no comprendo...
Anna se apartó de él, sacó por fin el ganchillo de la labor y, sirviéndose del dedo índice, empezó a trenzar los hilos de lana blanca, brillantes a la luz de la lámpara. Su fina muñeca se agitaba con movimientos nerviosos y fulgurantes por debajo de la manga bordada.
–¿Y qué? ¿Dónde te has encontrado con Alekséi Aleksándrovich? —preguntó de pronto con un tono de voz nada natural.
–Nos tropezamos en la puerta.
–¿Y te saludó así?
Anna alargó su hermoso rostro, entornó los ojos, cruzó los brazos y adoptó una expresión casi idéntica a la de Alekséi Aleksándrovich cuando le saludó. Vronski sonrió, y ella estalló en esa alegre risa suya, agradable y sonora, que constituía uno de sus mayores encantos.
–La verdad es que no lo entiendo —dijo Vronski—. Si después de la explicación que tuvisteis en la residencia de verano hubiera roto contigo, si me hubiera desafiado a duelo... Pero esto no lo entiendo. ¿Cómo puede soportar esta situación? No cabe duda de que sufre.
–¿Él? —replicó Anna con ironía—. Está contentísimo.
–¿Por qué seguimos atormentándonos todos cuando las cosas podrían arreglarse?
–No, con él es imposible. ¿Es que no le conozco? Todo su ser está imbuido de mentira... ¿Cómo podría vivir conmigo si tuviera algún sentimiento? No entiende nada, no siente nada. ¿Cómo es posible que un hombre siga viviendo bajo el mismo techo con su esposa culpable? ¿Cómo es posible que hable con ella, que la tutee? —Y de nuevo, sin apenas darse cuenta, volvió a imitarle—: «Tú, ma chère. Tú, Anna.» ¡No es un ser humano, no es una persona, es un muñeco! Nadie lo sabe, pero yo sí. Ah, si estuviera en su lugar, hace tiempo que habría matado, o mejor, descuartizado a una mujer como yo, en lugar de decirle: « Machère Anna». No es un hombre, es una máquina administrativa. No entiende que soy tu mujer y que él es un extraño para mí, una figura superflua... Pero será mejor que no hablemos más de eso.
–No tienes razón, querida, no tienes razón —dijo Vronski, procurando calmarla—. Pero no importa, no hablemos más de él. Cuéntame lo que has hecho. ¿Qué te pasa? ¿Qué es esa enfermedad que tienes? ¿Qué te ha dicho el médico? —Anna le miró con una expresión entre alegre y burlona. Por lo visto, había encontrado otros aspectos ridículos y desagradables en su marido y sólo esperaba una ocasión propicia para revelárselos—. Imagino que no se trata de una enfermedad, sino de tu estado —prosiguió Vronski—. ¿Cuándo será?
El brillo irónico desapareció de los ojos de Anna y la alegre sonrisa de antes cedió su lugar a otra en la que se reflejaba una dulce tristeza, así como la certidumbre de que estaba al tanto de algo que Vronski desconocía.
–Pronto, pronto. Dices que nuestra situación es un suplicio, que debe resolverse. Si supieras lo mucho que sufro, lo que daría por poder amarte libremente, a la luz del día. Ni yo me atormentaría ni te atormentaría a ti con mis celos... Y eso ocurrirá pronto, pero no de la manera que nos figuramos.
Al pensar en lo que, según ella, iba a suceder, se sintió tan digna de lástima que los ojos se le llenaron de lágrimas y ya no pudo continuar. Apoyó en el brazo de Vronski su mano blanquísima, cuyas sortijas brillaban a la luz de la lámpara.
–No será como nos imaginamos. No quería hablarte de esto, pero me has obligado. Pronto, muy pronto, se resolverá todo, y todos nosotros encontraremos la paz y dejaremos de sufrir.
–No te entiendo —replicó Vronski, aunque la entendía perfectamente.
–Me has preguntado que cuándo será. Pronto. Pero yo no sobreviviré. ¡No me interrumpas! —y empezó a hablar muy deprisa—. Lo sé, estoy plenamente convencida. Voy a morir, y la verdad es que me alegro, pues así os libero a los dos.
Las lágrimas brotaron de sus ojos. Vronski se inclinó hacia su mano y se puso a besarla, tratando de ocultar su emoción, que no era capaz de controlar, a pesar de que sabía que no tenía ningún fundamento.
–Sí, es lo mejor —dijo Anna, apretándole con fuerza la mano—. Es lo único que nos queda.
Vronski se recobró y levantó la cabeza.
–¡Qué bobada! ¡Lo que dices no tiene ningún sentido!
–Es la verdad.
–¿Qué es lo que es verdad?
–Que me voy a morir. Lo he soñado.
–¿Que lo has soñado? —repitió Vronski y por un instante se acordó del campesino al que había visto en sueños.
–Sí, hace ya mucho tiempo —respondió Anna—. Soñé que entraba corriendo en mi dormitorio para coger algo y enterarme de alguna cosa. Ya sabes cómo son los sueños —prosiguió, abriendo los ojos con espanto—. Y en un rincón de la habitación distinguí una figura...
–¡Ah, qué tontería! Cómo puedes creer...
Pero Anna no permitió que la interrumpiera. Lo que le estaba contando era demasiado importante para ella.
–Esa figura se volvió, y entonces pude ver que era un campesino pequeño y terrible, con la barba desgreñada. Quise echar a correr, pero él se inclinó sobre un saco y se puso a rebuscar en su interior...
Anna imitó los movimientos de aquel hombre, con una expresión de terror. Vronski, acordándose del sueño que había tenido, sintió que le embargaba ese mismo terror.
–Mientras rebuscaba en el saco, pronunciaba muy deprisa unas palabras en francés, ya sabes, arrastrando las erres: « Il faut le battre le fer, le broyer, le pétrir...». 68Sobrecogida de espanto, quise despertar, y me desperté... pero en un sueño. Y empecé a preguntarme qué significaba todo eso. Oí que Kornéi me decía: «Al dar a luz, madrecita, se morirá usted al dar a luz». Entonces me desperté de verdad...
–¡Qué bobada! ¡Qué bobada! —dijo Vronski, aunque él mismo se daba cuenta de que su voz no sonaba nada convincente.