Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Cuando apareció Anna con su sombrero y su pelerina, dando vueltas a la sombrilla con un rápido movimiento de su fina mano, y se detuvo al lado de Vronski, éste, con un sentimiento de alivio, apartó la vista de los implorantes ojos de Goleníschev, clavados en él, y contempló con renovado amor a su encantadora amiga, rebosante de vida y de jovialidad. A Goleníschev le costó recobrar la compostura, y en un primer momento se mostró sombrío y desanimado, pero Anna, bien dispuesta hacia todo el mundo (tal era su actitud en esa época), no tardó en animarlo con su trato sencillo y alegre. Tras ensayar varios temas de conversación, acabó refiriéndose a la pintura, de la que Goleníschev dijo muchas cosas interesantes que ella escuchó con atención. Fueron andando hasta la casa que habían alquilado y examinaron el interior.
–Hay una cosa que me gusta mucho —le dijo Anna a Goleníschev en el camino de regreso—: Alekséi tendrá un buen atelier. Tienes que quedarte con esa habitación —añadió, dirigiéndose a Vronski en ruso y tuteándolo, porque había comprendido que Goleníschev, dado el aislamiento en el que vivía, se convertiría en un amigo íntimo y que, por tanto, no había necesidad de fingir en su presencia.
–¿Es que pintas? —preguntó Goleníschev, volviéndose hacia Vronski con un gesto fulgurante.
–Sí, es una afición que tenía antes y que he retomado un poco en los últimos tiempos —respondió Vronski, ruborizándose.
–Tiene mucho talento —dijo Anna con una alegre sonrisa—. Naturalmente, yo no soy quién para juzgar, pero lo mismo dicen los entendidos.
VIII
En esa primera etapa de libertad y rápido restablecimiento, Anna se sentía imperdonablemente feliz y llena de alegría de vivir. El recuerdo de su desdichado marido no amargaba su felicidad. Por una parte, era demasiado terrible para pensar en él. Por otra, la desgracia de su marido le había proporcionado una felicidad tan grande que cualquier rastro de remordimiento le parecía inconcebible. Rememorar lo que había sucedido después de la enfermedad, la reconciliación con su marido, la ruptura, la noticia de la herida de Vronski, su visita, los trámites del divorcio, el abandono del hogar, la despedida de su hijo: todo le parecía un sueño febril del que no había despertado hasta encontrarse sola con Vronski en el extranjero. El recuerdo del mal causado a su marido despertaba en ella un sentimiento semejante a la repulsión, muy parecido al que experimenta una persona que se ahoga y consigue desembarazarse de otra que se ha aferrado a ella, dejando que se lo traguen las aguas. Naturalmente, todo eso estaba muy mal, pero era el único modo de salvarse. Más valía no recordar esos horribles detalles.
En el primer momento de la ruptura le vino a la cabeza un razonamiento tranquilizador sobre su proceder, y al contemplar ahora de nuevo todo su pasado, volvió a recordarlo. «La desgracia que le he causado a ese hombre era inevitable —pensaba—, pero no quiero aprovecharme de ella. También yo sufro y seguiré sufriendo. He renunciado a lo que más quería, mi hijo y mi reputación. He obrado mal, así que no merezco la felicidad ni el divorcio. Jamás me abandonará este sentimiento de vergüenza ni se mitigará mi dolor por la separación de mi hijo.» Pero, por más sincero que fuera su deseo de sufrir, lo cierto es que no sufría. Tampoco la abrumaba la vergüenza. Con ese tacto tan desarrollado en ambos, evitaban en el extranjero el trato de las señoras rusas y nunca se prestaban a equívocos. Además, por todas partes conocían a personas que pretendían comprender aún mejor que ellos mismos la situación en la que se encontraban. En un principio, ni siquiera le atormentó la separación de su hijo, al que tanto quería. Esa niñita encantadora, hija de Vronski, era lo único que le había quedado, y Anna se encariñó tanto de ella que apenas se acordaba de Seriozha.
El deseo de vivir, que había aumentado después de su restablecimiento, era tan intenso y las condiciones de su vida tan novedosas y agradables que se sentía imperdonablemente feliz. Cuanto más conocía a Vronski, más lo amaba. Le quería por él mismo y también por el amor que le profesaba. Poseerlo por completo era para ella un motivo de constante regocijo. Su proximidad era siempre un motivo de placer. Todos los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, gozaban a sus ojos de una fascinación inefable. Su aspecto físico, tan diferente vestido de paisano, la atraía como a una joven enamorada. En todo lo que decía, pensaba y hacía intuía algo especialmente noble y elevado. Tal admiración a menudo le asustaba: buscaba algo que le desagradara, pero no conseguía encontrarlo. No se atrevía a confesarle que, a su lado, se sentía insignificante. Le parecía que, si Vronski se enteraba, dejaría de amarla más pronto. Y en esos momentos lo que más le asustaba, aunque no tenía ningún motivo para albergar temores, era perder su amor. Pero no podía por menos de agradecerle el trato que le dispensaba ni dejar de demostrarle cuánto lo apreciaba. En opinión de Anna, Vronski tenía una vocación definida por las labores de Estado, en las que habría podido desempeñar un papel destacado; pero había sacrificado su ambición por ella, sin dar muestra del menor arrepentimiento. Era más respetuoso y cariñoso que antes, y jamás le abandonaba la preocupación de que ella pudiera sentir lo incómodo de su situación. Él, tan varonil, no sólo no la contradecía nunca, sino que apenas tenía voluntad propia. Parecía como si lo único que le importara fuera anticiparse a sus deseos. ¿Cómo no iba a valorar ella semejante actitud? Aunque a veces la abrumaba esa atención constante, esa atmósfera de solicitud que la rodeaba.
En cuanto a Vronski, a pesar de la plena realización de lo que había deseado tanto tiempo, no se sentía totalmente feliz. No tardó en darse cuenta de que el cumplimiento de su deseo sólo le había proporcionado un grano de la montaña de felicidad que había esperado. Esta constatación le demostró la eterna equivocación de quienes esperan encontrar la felicidad en el cumplimiento de todos sus deseos. En los primeros tiempos de su vida de civil, al lado de Anna, sintió todo el encanto de la libertad en general, que no había conocido antes, y el de la libertad del amor, y estaba satisfecho, pero ese estado de ánimo no duró mucho. Pronto empezó a abrumarle un deseo de deseos, una nostalgia. Sin apenas darse cuenta, empezó a aferrarse a cualquier capricho pasajero, que adquiría a sus ojos la dimensión de un deseo y un fin. En algo tenía que ocupar las dieciséis horas del día, ya que vivían en el extranjero en completa libertad, fuera de ese círculo de compromisos sociales que llenaban su tiempo en San Petersburgo. En los placeres de la vida de soltero, con los que se había entretenido en sus anteriores viajes al extranjero, no había ni que pensar, porque un intento de ese tipo, en forma de una cena a altas horas con unos conocidos, había causado en Anna una pena tan inesperada como exagerada. Su situación irregular tampoco le permitía trabar relación con la población local ni con la colonia rusa. Y las curiosidades del país, además de que ya las conocía, no podían tener para él, en su condición de ruso y hombre inteligente, la importancia inexplicable que le atribuían los ingleses.
En suma, como un animal hambriento se abalanza sobre el primer objeto que ve, con la esperanza de que sea algo comestible, Vronski, de un modo completamente inconsciente, se aferraba tan pronto a la política como a algún libro nuevo o un cuadro.
Como en su juventud había dado muestras de cierta inclinación por la pintura y como no sabía en qué gastar el dinero, empezó a coleccionar grabados. También decidió tomar el pincel, y en esa actividad volcó toda esa carga ociosa de deseos que necesitaban satisfacción.
Tenía el don de comprender el arte y era capaz de lograr imitaciones fieles, hechas con buen gusto. Pensaba que estaba en posesión de las cualidades necesarias para ser pintor y, tras vacilar durante algún tiempo por qué tipo de pintura decidirse, religiosa, histórica, de género o realista, se puso manos a la obra. Comprendía todos los estilos y podía inspirarse en uno u otro; pero no le cabía en la cabeza que alguien ignorara los distintos estilos y hallara la inspiración en su propia alma, sin preocuparse del género al que pertenecía lo que estaba pintando. Como no sabía eso y no se inspiraba directamente en la vida, sino en la vida encarnada en el arte, no le costaba mucho esfuerzo, ni tampoco demasiado tiempo, embeberse de una determinada técnica y conseguir que una obra se adecuara de manera precisa al modelo que pretendía imitar.
La escuela que más le gustaba era la francesa, graciosa y efectista, y en ese estilo inició un retrato de Anna vestida de italiana. A todos los que vieron ese retrato les pareció tan logrado como al propio autor.
IX
El viejo y destartalado palazzo, de techos altos con molduras, frescos en las paredes y suelos de mosaico, con pesadas cortinas de damasco, de color amarillo, en las altas ventanas, jarrones en las consolas y las chimeneas, puertas talladas y salas sombrías llenas de cuadros, ese palacio, sólo con su aspecto exterior, consiguió crear en Vronski, en cuanto se trasladaron a vivir allí, una agradable ilusión; a saber, que no era tanto un propietario y un coronel retirado como un aficionado entendido, un patrocinador de las artes, además de un pintor sin pretensiones, que había renunciado al mundo, a los vínculos sociales y a la ambición por la mujer a la que amaba.
El papel elegido por Vronski al trasladarse al palazzotuvo un éxito rotundo y le permitió sentirse tranquilo los primeros tiempos, gracias también a las interesantes personas que había conocido por medio de Goleníschev. Bajo la guía de un profesor italiano de pintura realizó algunos bocetos del natural y estudió la vida en Italia en la Edad Media. Últimamente se había entusiasmado tanto con ese tema que hasta había empezado a llevar un sombrero y una capa de estilo medieval que le quedaban muy bien.
Una mañana Goleníschev fue a verle y Vronski le dijo:
–Vivimos aquí y no sabemos nada de lo que pasa a nuestro alrededor. ¿Has visto el cuadro de Mijáilov?
A continuación le tendió un periódico ruso que acababa de recibir y le señaló un artículo sobre un pintor ruso que vivía en la misma ciudad y había terminado un cuadro del que corrían rumores desde hacía tiempo y que había sido adquirido antes de que el artista lo completara. En el artículo se criticaba al gobierno y a la Academia por no haber prestado apoyo y ayuda al notable pintor.
–Sí, lo he visto —respondió Goleníschev—. Naturalmente, Mijáilov no carece de talento, pero parte de principios completamente falsos. Tiene el mismo concepto de Cristo y de la pintura religiosa que Ivánov, Strauss y Renan. 79
–¿Cuál es el asunto del cuadro? —preguntó Anna.
–Cristo delante de Pilatos. A Cristo lo representa como un judío, con todo el realismo de la nueva escuela.
A cuenta de esa pregunta, había salido a colación uno de sus temas favoritos, y Goleníschev pasó a exponer sus ideas.
–No sé cómo pueden equivocarse de manera tan burda. La figura de Cristo ha alcanzado un modelo definido en el arte de los maestros antiguos. Por tanto, si quieren representar a un revolucionario o a un sabio y no a Dios, que busquen en la historia. Ahí tienen a Sócrates, a Franklin o a Charlotte Corday, 80pero que dejen en paz a Cristo. Es el único personaje que el arte no debería tocar y además...
–¿Es verdad que Mijáilov vive en la miseria? —preguntó Vronski, pensando que en su calidad de mecenas ruso debía ayudar al artista, ya fuera bueno o malo el cuadro.
–No lo creo. Es un retratista notable. ¿Ha visto el retrato de Vasílchikova? Pero me parece que no quiere pintar más retratos; quizá por eso pase algunos apuros. Pues como estaba diciendo...
–¿No podríamos proponerle que hiciera un retrato de Anna Arkádevna? —preguntó Vronski.
–¿Y por qué el mío? —dijo Anna—. Después del que has pintado tú, no quiero ningún otro. Mejor que haga el de Annie —así llamaban a la niña—. Ahí está —añadió, mirando por la ventana a la bella nodriza italiana, que había sacado a la pequeña al jardín, y acto seguido dirigió una mirada furtiva a Vronski. La bella nodriza, cuya cabeza Vronski había pintado para su cuadro, era la única pena secreta en la vida de Anna. Mientras la pintaba, Vronski había admirado su belleza y su tipo medieval, y Anna, que temía tener celos de la nodriza y no se atrevía a reconocerlo, la trataba con especial deferencia y la mimaba tanto como a su hijita.
Vronski se asomó también a la ventana, luego miró a Anna y, volviéndose bruscamente a Goleníschev, dijo:
–¿Conoces a ese Mijáilov?
–He coincidido varias veces con él. Pero es un tipo estrafalario y sin la menor educación. Ya sabes, uno de esos nuevos salvajes que uno se encuentra tan a menudo, uno de esos librepensadores educados d'embléé 81en los principios del ateísmo, la negación y el materialismo. Antes —prosiguió Goleníschev, sin darse cuenta, o sin querer dársela, de que Vronski y Anna querían intercalar algún comentario– el librepensador solía ser un hombre educado en el respeto a la religión, la ley y la moralidad, y que llegaba a esa posición después de mucho esfuerzo y de muchas luchas. Ahora ha surgido un nuevo tipo de librepensadores congénitos, que crecen sin haber oído hablar siquiera de las leyes morales, de la religión, de la autoridad, y desarrollan un sentimiento de negación de todo; en suma, son auténticos salvajes. Mijáilov es uno de ellos. Hijo, al parecer, de un mayordomo moscovita, no ha recibido ninguna instrucción. Cuando ingresó en la Academia y alcanzó cierta reputación, quiso instruirse, pues no es nada tonto. Entonces dirigió su atención a lo que consideraba la fuente de todo el conocimiento: las revistas. Antaño, cuando un hombre, un francés, por ejemplo, quería adquirir cierta cultura, se ponía a estudiar a los clásicos: teólogos y trágicos, historiadores y filósofos. Ya puede imaginarse el esfuerzo intelectual que eso suponía. En nuestros días, en cambio, llega directamente a la literatura nihilista, asimila en un santiamén la esencia de esa ciencia, y ya está. Y no sólo eso: hace unos veinte años habría encontrado en esa literatura algún rastro de la confrontación con las autoridades, con concepciones seculares y, gracias a eso, se habría enterado de que existía algo más. Ahora llega directamente a una literatura que ni siquiera se toma el trabajo de discutir los conceptos antiguos y declara de buenas a primeras: no hay más que évolution, selección, lucha por la vida. Eso es todo. En mi artículo...
–¿Sabe lo que digo? —dijo Anna, que desde hacía algún tiempo intercambiaba miradas furtivas con Vronski y había comprendido que a éste no le interesaba la educación de ese pintor, sólo la posibilidad de ayudarle encargándole un retrato—. ¿Sabe lo que le digo? —repitió, interrumpiendo con decisión el discurso de Goleníschev—. ¡Vamos a verlo!
Goleníschev, ya más sereno, aceptó encantado la proposición. Pero, como el pintor vivía en un barrio apartado, decidieron tomar un coche. Anna se acomodó al lado de Goleníschev, y Vronski en el asiento de enfrente.
Al cabo de una hora, el carruaje se detuvo delante de una casa nueva y bastante fea. La mujer del portero, que salió a recibirles, les informó de que Mijáilov recibía visitas en su estudio, pero que en esos momentos se encontraba en su casa, a dos pasos de allí. Entonces los recién llegados le enviaron sus tarjetas, con el ruego de que les permitiera ver su cuadro.
X
Cuando le entregaron las tarjetas del conde Vronski y de Goleníschev, el pintor Mijáilov estaba trabajando, como siempre. Había pasado la mañana en el estudio, ocupándose del gran cuadro. Al volver a casa se había enfadado con su mujer porque no había sabido aplacar a la dueña de la casa, que les reclamaba el dinero del alquiler.
–Te he dicho veinte veces que no discutas con ella. Si ya eres estúpida, cuando te pones a dar explicaciones en italiano te vuelves tonta de remate —dijo, después de una larga disputa.
–¿Y por qué no le has pagado cuando debías? Yo no tengo la culpa. Si tuviera dinero...
–¡Déjame en paz, por el amor de Dios! —exclamó Mijáilov con la voz ahogada por los sollozos, y, tapándose las orejas, entró en su cuarto de trabajo, separado por un tabique, y cerró la puerta. «¡Será necia!», se dijo. A continuación se sentó a la mesa, abrió una carpeta y se puso a trabajar con particular entusiasmo en un dibujo que había empezado.
Nunca trabajaba con tanto brío y pericia como cuando las cosas iban mal y, sobre todo, cuando discutía con su mujer.
«¡Ah, ojalá se fuera todo al diablo! —pensaba, sin abandonar su labor. Estaba dibujando la figura de un hombre presa de un ataque de ira. Ya había hecho antes ese mismo dibujo, pero no había quedado satisfecho de los resultados—. No, el otro era mejor... ¿Dónde estará?» Se dirigió a la habitación de su mujer y, con el ceño fruncido, sin mirarla, le preguntó a su hija mayor dónde estaba el papel que le había dado. Por fin encontraron la hoja con el dibujo descartado, pero estaba sucio y manchado de cera. De todos modos lo cogió, lo puso sobre la mesa, retrocedió unos pasos, entornó los ojos y se lo quedó mirando. De pronto sonrió y levantó las manos con alegría.
–¡Eso es, eso es! —dijo y, cogiendo con premura un lápiz, se puso a trazar líneas sin parar. Una mancha de cera había modificado el aspecto del hombre.
Mientras alteraba los rasgos de la figura, se acordó de pronto del rostro enérgico, de mentón prominente, del comerciante al que le compraba los cigarros y trató de reproducirlos en el papel. Se echó a reír con alegría. De repente una figura muerta e inventada cobró tanta vida que ya no era posible cambiarla. Era una figura viva, definida de manera precisa y rotunda. Se podía modificar el dibujo de acuerdo con las exigencias de la figura; se podía e incluso se debía alterar la postura de las piernas, cambiar por completo la posición del brazo izquierdo, echar los cabellos hacia atrás. Pero, al hacer las correcciones, no cambió la figura; se limitó a desechar lo que la ocultaba. Era como si hubiera retirado un velo que impedía verla en su plenitud. Cada nuevo rasgo revelaba mejor que antes la figura en su conjunto, con toda su energía y su vigor, tal como se le había aparecido de pronto gracias a esa mancha de cera. Estaba dando, con el mayor cuidado, los últimos retoques a la figura, cuando le trajeron las tarjetas.
–¡Ya voy, ya voy!
Pasó a la habitación de su mujer.
–¡Bueno, Sasha, no te enfades! —le dijo, acompañando sus palabras de una sonrisa tierna y tímida—. La culpa es tanto tuya como mía. Pero ya me encargaré yo de arreglarlo.
Y, una vez reconciliado con su mujer, se puso un abrigo de color aceituna, con cuello de terciopelo, se caló el sombrero y se dirigió al estudio. Ya se había olvidado de lo bien que le había quedado la figura. Sólo pensaba, con alegría y preocupación, en la visita de esos importantes personajes rusos, que habían llegado en coche.
En el fondo de su alma juzgaba que nadie había pintado nunca un cuadro como el que ahora estaba en el caballete. No es que creyera que su cuadro fuera mejor que todos los de Rafael, pero sabía que lo que había querido expresar en ese cuadro nadie lo había expresado antes. Estaba firmemente convencido de ello desde hacía mucho, desde que había empezado a pintarlo. En cualquier caso, concedía una importancia desmesurada a las opiniones ajenas, fueran las que fueran, que le sumían en un estado de profunda agitación. Cualquier apreciación, por insignificante que fuera, que le confirmara la sospecha de que los críticos veían en su cuadro al menos una mínima parte de lo que él veía, le conmovía hasta el fondo de su alma. Atribuía a sus jueces una capacidad de penetración mucho mayor que la suya, y siempre esperaba que le revelaran algo que él no había sabido ver en su cuadro. Y ésa era la impresión que solían dejarle los comentarios de las personas que visitaban su taller.
Se acercaba con paso rápido a la puerta de su estudio y, a pesar de su agitación, se quedó sorprendido de la suave luminosidad de la figura de Anna que, en la penumbra de la entrada, escuchaba las palabras vehementes de Goleníschev y, al mismo tiempo, parecía examinar de lejos al artista. Ni él mismo se dio cuenta de cómo, al llegar a su lado, recibió y asimiló esa impresión, como le había pasado con la barbilla del comerciante que vendía cigarros, y la guardó en algún rincón de su cabeza para cuando la necesitara. Los visitantes, a quienes las palabras de Goleníschev habían predispuesto en contra del artista, quedaron aún más decepcionados cuando lo vieron. Mijáilov, hombre de estatura mediana, robusto, de andares bruscos, con su sombrero marrón, su abrigo de color aceituna y sus pantalones estrechos, cuando hacía ya tiempo que se llevaban holgados, y, sobre todo, con su cara ancha y ordinaria, y esa expresión en la que se entreveraban la timidez y el deseo de mostrarse digno, les causó una impresión desagradable.
–Hagan el favor de pasar —dijo, tratando de aparentar indiferencia, y, al entrar en el zaguán, sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta.
XI
Una vez en el interior del estudio, el pintor volvió a mirar a sus visitantes, y grabó en su memoria la expresión del rostro de Vronski, en particular sus pómulos. A pesar de que su sensibilidad artística no dejaba nunca de trabajar, acumulando materiales, y de que cada vez se sentía más agitado, pues se acercaba el momento de escuchar un juicio nuevo sobre su trabajo, le bastó un momento y unos cuantos detalles apenas perceptibles para hacerse una idea cabal de esas tres personas. Goleníschev era un ruso afincado en el país. Mijáilov no recordaba su apellido, ni dónde lo había conocido ni de qué habían hablado. Sólo se acordaba de su cara —nunca se olvidaba de una cara que hubiese visto– y también de que la había almacenado en la inmensa sección de los rostros inexpresivos y presuntamente importantes. Los cabellos largos y la frente despejada proporcionaban una distinción puramente superficial a ese rostro, con una expresión insignificante, pueril e inquieta, concentrada por encima del fino caballete de la nariz. Mijáilov barruntaba que Vronski y Anna debían de ser rusos de buena posición y con mucho dinero, que no entendían nada de arte, como todos los rusos ricos, pero a quienes gustaba desempeñar el papel de entendidos y conocedores. «Seguro que ya han visto las obras de todos los maestros antiguos y ahora se dedican a visitar los estudios de los modernos —algún charlatán alemán, uno de esos ingleses prerrafaelitas medio locos—; y, para completar la gira, vienen a verme a mí», pensaba. Conocía muy bien la costumbre de los diletantes (tanto peores cuanto más inteligentes) de visitar los estudios de los pintores contemporáneos con el único propósito de poder decir que el arte ha decaído y que, cuanto más conoce uno a los artistas nuevos, más se da cuenta de la incomparable grandeza de los maestros antiguos. Esperaba todo eso, lo veía en los rostros de los visitantes, en la indiferente despreocupación con que hablaban entre ellos, miraban los maniquíes y los bustos y se paseaban tranquilamente, esperando que descubriera el cuadro. No obstante, mientras volvía los esbozos, levantaba las persianas y retiraba la sábana que cubría el cuadro, sentía una profunda agitación porque, a pesar de que en su opinión todos los rusos nobles y ricos eran tan brutos como tontos, Vronski y sobre todo Anna le habían gustado.
–Aquí lo tienen —dijo, echándose a un lado con sus andares bruscos, al tiempo que señalaba el cuadro—. La admonición de Pilatos. San Mateo, capítulo veintisiete —añadió, sintiendo que sus labios empezaban a temblar de emoción. Retrocedió y se situó detrás de ellos.
Durante los breves segundos que los visitantes ocuparon en contemplar el cuadro en silencio, Mijáilov también lo examinó, con mirada indiferente y desapasionada. Ahora esperaba que esas tres personas, por las que había mostrado tanto desprecio un minuto antes, pronunciaran un juicio justo y definitivo sobre su obra. Olvidó todo lo que había pensando de su cuadro a lo largo de los tres años que le había dedicado; olvidó todos los méritos que consideraba indudables. Contemplaba el cuadro con la mirada nueva, desapasionada e indiferente de esos visitantes, y lo encontraba fallido. En primer término veía el rostro irritado de Pilatos y el semblante sereno de Cristo; en segundo plano, las figuras de los servidores de Pilatos y la cara de Juan, pendiente de los acontecimientos. Cada rostro, plasmado con su propio carácter, después de tantas búsquedas, tantos errores y tantas correcciones, fuente de tantos tormentos y alegrías; todas esas figuras, tantas veces modificadas para preservar la impresión de conjunto, los matices del color y de los tonos, logrados a costa de tantos esfuerzos; todo eso, visto ahora, a través de los ojos de esas personas, le pareció algo banal, repetido miles de veces. El rostro de Cristo, el que más apreciaba, punto central del cuadro, que tanto entusiasmo le había causado cuando lo descubrió, perdió todo su encanto cuando lo contempló con esos ojos ajenos. No era más que una buena copia (y no demasiado buena, pues ahora reparaba en un montón de defectos) de esos innumerables Cristos de Tiziano, Rafael, Rubens, y lo mismo podía decirse de Pilatos y de los soldados. Todo eso era banal, pobre, viejo, y hasta estaba mal pintado: una composición abigarrada, sin carácter. Pronunciarían unas frases corteses e hipócritas en presencia del pintor, pero ¡con cuánta razón le compadecerían y se burlarían de él en cuanto salieran!
El silencio se le hizo muy penoso, aunque no duró más de un minuto. Para romperlo y mostrar que no estaba turbado, hizo un esfuerzo sobre sí mismo y se dirigió a Goleníschev.
–Creo que tengo el gusto de conocerlo —le dijo, mirando con inquietud tan pronto a Anna como a Vronski para no perderse ninguno de sus gestos.
–¡En efecto! Nos vimos en casa de Rossi, en el recital de esa señora italiana, la nueva Rachel, 82¿se acuerda usted? —respondió Goleníschev con naturalidad, apartando los ojos del cuadro sin la menor pesadumbre y clavándolos en el pintor. No obstante, advirtiendo que Mijáilov aguardaba que emitiera algún juicio, añadió—: Su cuadro ha progresado mucho desde la última vez que lo vi. Lo mismo antes que ahora lo que más me asombra es la figura de Pilatos. Te das cuenta de que es un hombre bueno y agradable, un funcionario hasta la médula de los huesos que no se da cuenta de lo que está haciendo. Pero me parece...
El mudable rostro de Mijáilov se iluminó de pronto. Sus ojos brillaron. Quiso decir algo, pero la emoción se lo impidió y fingió un acceso de tos. Por poco que valorara la capacidad de Goleníschev para comprender el arte, por insignificante que fuera su justa observación sobre el aspecto de funcionario de Pilatos y por ofensivo que pudiera parecerle un comentario tan insignificante, que pasaba por alto aspectos mucho más importantes, Mijáilov estaba entusiasmado con esa apreciación. Pensaba de la figura de Pilatos lo mismo que había dicho Goleníschev. El hecho de que el comentario fuese uno de los millones de comentarios correctos que podían hacerse, como muy bien sabía él, no disminuía el significado de la observación de Goleníschev. Gracias a ella, sintió un repentino afecto por ese hombre y, abandonando el estado de abatimiento en el que se encontraba, se sumió en el éxtasis. En unos instantes el cuadro entero había cobrado vida y se había revestido de una inefable complejidad. Mijáilov trató otra vez de decir que entendía a Pilatos de la misma manera, pero de nuevo los labios le temblaron, impidiéndole hablar. Vronski y Anna conversaban en susurros, como suele hacerse en las exposiciones de pintura, en parte para no ofender al artista, en parte para no decir una tontería en voz alta, algo que puede suceder con tanta facilidad cuando se habla de arte. Mijáilov tuvo la impresión de que su cuadro también les había impresionado. Se acercó a ellos.
–¡Qué admirable es la expresión de Cristo! —dijo Anna. De todo lo que había visto esa expresión era lo que más le había gustado. Se daba cuenta de que era el centro del cuadro y estaba segura de que la alabanza agradaría al pintor—. Se ve que se compadece de Pilatos.
De nuevo no era más que una de las millones de observaciones acertadas que se podían hacer sobre el cuadro y la figura de Cristo. Anna había dicho que Cristo se compadecía de Pilatos. Los rasgos de Cristo debían reflejar piedad, porque su figura expresa el amor, una paz que no es de este mundo, la aceptación de la muerte y la conciencia de la vanidad de las palabras. De la misma manera que Pilatos debía parecer un funcionario, Cristo debía expresar piedad, porque el primero personificaba la vida carnal y el segundo la espiritual. Tales consideraciones y muchas otras pasaron por la cabeza de Mijáilov. Y de nuevo su rostro resplandeció de gozo.
–Sí, y qué bien está hecha la figura, cuánta ligereza. Se diría que puede uno dar la vuelta a su alrededor —dijo Goleníschev, queriendo dejar claro con ese comentario que no le parecía bien la idea ni la concepción con que el pintor la había ejecutado.
–¡Sí, es de una maestría asombrosa! —dijo Vronski—. ¡Cómo destacan las figuras del fondo! ¡Eso sí que es técnica! —añadió, dirigiéndose a Goleníschev, a quien poco antes había confesado su incapacidad para adquirir esa técnica.
–¡Sí, sí, es increíble! —corroboraron Goleníschev y Anna.
A pesar del estado de agitación en el que se encontraba, el comentario sobre la técnica hirió en lo vivo a Mijáilov, que miró enfadado a Vronski y frunció el ceño. A menudo oía decir esa palabra, pero no acababa de entender lo que significaba. Sabía que la gente se servía de ella para indicar la capacidad mecánica de pintar y dibujar, con independencia del contenido del cuadro. Más de una vez había observado, como en el caso del presente elogio, que la técnica se oponía al mérito intrínseco de la obra, como si fuera posible pintar con talento una mala composición. Sabía la gran atención y cuidado que había que poner para retirar los velos que ocultaban el verdadero sentido de las cosas sin perjudicar la obra; pero eso no tenía nada que ver con el arte de pintar, con la técnica. Si a un niño pequeño o a una cocinera se les revelara lo que él veía, serían capaces de dar cuerpo a esa visión. En cambio, el pintor más experimentado y habilidoso no podría pintar nada, a pesar de toda de su técnica, si no se le revelaban antes los límites de la composición. Y, ya que había salido a colación la técnica, era consciente de que no era uno de sus puntos fuertes. En todas sus composiciones había defectos que saltaban a la vista, producto de la desatención con que retiraba los velos de los objetos. Y no era posible corregirlos sin estropear la impresión de conjunto. En casi todos los rostros y figuras veía que aún quedaban velos sin quitar, que echaban a perder la obra.