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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Sí, esa mujer, Maria Nikoláievna, no habría sido capaz de arreglarlo todo —dijo Levin—. Debo... reconocer que me alegro mucho, muchísimo, de que hayas venido. Eres tan pura que...

Le cogió la mano, pero no se la besó (hacer algo así cuando la muerte de su hermano era inminente le parecía poco delicado), limitándose a estrechársela con expresión culpable, al tiempo que miraba sus ojos brillantes.

–Habrías sufrido mucho estando solo —dijo Kitty y, levantando las manos con las que se cubría las mejillas, rojas de satisfacción, se anudó las trenzas en la nuca y las sujetó con unas horquillas—. No —continuó—, esa mujer no sabía qué hacer... Por suerte, yo aprendí muchas cosas en Soden.

–¿Es que allí también había enfermos así?

–Y peores.

–Lo que más pena me da es que no puedo dejar de verlo tal como era de joven... No puedes imaginarte qué muchacho tan encantador era. Pero entonces yo no lo comprendía.

–Pues claro que te creo. Presiento que habríamos sidomuy buenos amigos —dijo Kitty y, asustada de lo que acababa de decir, se volvió hacia su marido con lágrimas en los ojos.

–Sí, lo habrías sido—repuso Levin con tristeza—. Es uno de esos hombres de los puede decirse con toda justicia que no están hechos para este mundo.

–No nos quedan muchos días por delante, así que es mejor que nos vayamos a la cama —dijo Kitty, echando un vistazo a su relojito.

 

XX LA MUERTE

Al día siguiente el enfermo comulgó y recibió la extremaunción. Durante la ceremonia Nikolái rezó con fervor. En sus grandes ojos, fijos en el icono, colocado sobre una mesa de juego cubierta con un paño de colores, se reflejaba una súplica tan apasionada que Levin se asustó, pues se daba cuenta de que esa esperanza sólo contribuiría a que el trance de abandonar esta vida que tanto amaba fuera aún más doloroso. Conocía a su hermano y podía hacerse una idea de lo que estaba pensando. Sabía que su incredulidad no se debía a que le resultara más fácil vivir sin fe, sino a que poco a poco las teorías científicas modernas de los fenómenos del mundo la habían suplantado; por tanto, era consciente de que esa vuelta a la religión no era sincera, fruto de la reflexión, sino meramente temporal e interesada, motivada por una insensata esperanza de recobrar la salud. Tampoco ignoraba que Kitty había reforzado la esperanza con sus relatos de curaciones milagrosas. Por eso le resultaba tan doloroso contemplar esa mirada suplicante, llena de esperanza, esa mano escuálida que se levantaba a duras penas para hacer la señal de la cruz sobre la piel tirante de la frente, esos hombros salientes, ese pecho hundido y jadeante, que ya no podía seguir albergando la vida que imploraba el enfermo. Durante la administración de los sacramentos, Levin también rezó, dirigiendo a Dios, a pesar de su falta de fe, una súplica mil veces repetida: «Si existes, haz que este hombre se cure. De ese modo no sólo se salvará él, sino también yo».

Después de recibir la extremaunción, el enfermo se sintió mucho mejor. No tosió ni una vez en el transcurso de una hora, sonrió, besó las manos de Kitty, le expresó su agradecimiento con lágrimas en los ojos y le dijo que se encontraba bien, que no le dolía nada, que había recobrado las fuerzas y que tenía apetito. Hasta se incorporó cuando le trajeron la sopa y pidió una albóndiga más. A pesar de que estaba desahuciado (bastaba echarle un vistazo para convencerse) y de que no había ninguna posibilidad de que se restableciera, a lo largo de esa hora Kitty y Levin compartieron la misma agitación, mezcla a partes iguales de felicidad y temor.

–Está mejor.

–Sí, mucho mejor.

–Es sorprendente.

–No tiene nada de sorprendente.

–En cualquier caso, está mejor —se decían en un susurro, sonriendo.

La ilusión no duró mucho. El enfermo se quedó tranquilamente dormido, pero al cabo de media hora le despertó la tos. Y de pronto las esperanzas se desvanecieron en el ánimo de todos, empezando por él mismo. La realidad del sufrimiento acabó con ellas de una vez para siempre, condenando al olvido cualquier expectativa que hubieran podido albergar.

Sin mencionar siquiera las ideas que se le habían pasado por la cabeza apenas media hora antes, como si le avergonzara acordarse, pidió que le dieran a respirar el frasco de yodo, cubierto de un papel agujereado. Levin se lo alargó, y la misma mirada de esperanza apasionada con que había comulgado se clavó ahora en su hermano, exigiendo que le confirmara las palabras del médico sobre los efectos milagrosos de la inhalación de yodo.

–¿No está Katia? —preguntó con voz ronca, mirando a su alrededor, cuando Levin corroboró con escaso entusiasmo la opinión del médico—. ¿No? Entonces puedo hablar... He representado esta comedia sólo por ella. ¡Es tan amable! Pero tú y yo no podemos engañarnos. Eso es lo que creo —dijo, apretando el frasco con su mano huesuda y aspirando su contenido.

Pasadas ya las siete, mientras Levin y Kitty tomaban el té en su habitación, Maria Nikoláievna entró corriendo, pálida, sin aliento, con los labios temblorosos.

–¡Se muere! —susurró—. Me temo que se va a morir de un momento a otro.

Marido y mujer corrieron al cuarto del enfermo, al que encontraron incorporado en la cama, apoyado en el codo, con la larga espalda doblada y la cabeza muy baja.

–¿Qué te pasa? —le preguntó Levin en un susurro después de una pausa.

–Ha llegado el final —dijo Nikolái con esfuerzo, pero con sorprendente claridad, pronunciando lentamente las palabras. Sin levantar la cabeza, alzó la mirada, pero no alcanzó a ver el rostro de su hermano—. ¡Katia, vete! —añadió.

Levin pegó un salto y con un susurro perentorio la obligó a salir.

–Ha llegado el final —repitió.

–¿Qué te hace pensar así? —preguntó Levin, por decir algo.

–Es el final —insistió, como si le gustara esa expresión.

Maria Nikoláievna se acercó a él.

–Será mejor que te tumbes, estarás más cómodo —dijo.

–Muy pronto yaceré tranquilo —repuso Nikolái—. Y bien muerto —añadió con ironía e irritación—. Bueno, acostadme si queréis.

Levin colocó a su hermano de espaldas, se sentó a su lado y se quedó mirando su cara, conteniendo la respiración. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero los músculos de su frente se movían de vez en cuando, como cuando una persona está sumida en profundas e intensas reflexiones. Sin darse cuenta, Levin se puso a meditar en lo que estaría pasando en su interior, pero, por más que intentó que sus pensamientos fueran a la par con los del moribundo, comprendía por la expresión serena y dura de su rostro, como también por el movimiento de los músculos por encima de las cejas, que a su hermano se le aclaraban cada vez más todos esos misterios que para él seguían envueltos en sombras.

–Sí, sí, eso es —dijo lentamente el moribundo, separando mucho las palabras—. Esperad. —De nuevo guardó silencio—. ¡Eso es! —exclamó de pronto con gran serenidad, como si todo se le hubiera aclarado—. ¡Ah, Señor! —añadió con un profundo suspiro.

Maria Nikoláievna le palpó los pies.

–Se le están poniendo fríos —susurró.

Durante un rato larguísimo, según le pareció a Levin, el enfermo no se movió. En cualquier caso seguía vivo y de vez en cuando suspiraba. A Levin le fatigaba ya esa tensión mental. A pesar de todos sus esfuerzos, no era capaz de comprender lo que significaban esas palabras. Tenía la impresión de que hacía un buen rato que se había quedado detrás del moribundo. Ya no tenía fuerzas para pensar en la muerte, pero involuntariamente le venían a la cabeza todas las cosas de las que tendría que ocuparse: cerrarle los ojos, amortajarlo, encargar el ataúd. Y, cosa extraña, sentía una indiferencia total, no experimentaba pena, ni angustia, ni siquiera piedad por su hermano, sino más bien una suerte de envidia, porque había entrado en posesión de unos conocimientos que a él le estaban vedados.

Se quedó mucho tiempo sentado a la cabecera, esperando el final. Pero éste no llegaba. La puerta se abrió y en el umbral apareció Kitty. Levin se levantó para impedirle el paso. Pero en ese momento oyó que el moribundo se movía.

–No te vayas —dijo Nikolái, tendiéndole la mano.

Levin le ofreció la suya y con un gesto destemplado le indicó a su mujer que se marchara de allí.

Pasó media hora, una hora, y luego otra hora más, con la mano del moribundo en la suya. Lejos de pensar en la muerte, se preguntaba qué estaría haciendo Kitty, quién se alojaría en la habitación contigua, si el médico tendría casa propia. Tenía hambre y sueño. Soltó con mucho cuidado la mano para palpar los pies del moribundo. Estaban fríos, pero Nikolái seguía respirando. Levin hizo otro intento por salir de puntillas, pero el enfermo volvió a agitarse y dijo:

–No te vayas.

Amaneció. La situación seguía siendo la misma. Levin soltó poco a poco la mano del moribundo y, sin mirarlo, se fue a su habitación y se quedó dormido. Cuando se despertó, en lugar de escuchar que el enfermo había fallecido, como esperaba, se enteró de que había vuelto a la situación de antes. Se había incorporado otra vez, tosía, comía, hablaba y ya no se refería a la muerte. De nuevo albergaba esperanzas de curación, pero se mostraba más irascible y sombrío que antes. Nadie, ni su hermano ni Kitty, podía calmarlo. Se enfadaba con todo el mundo, decía cosas desagradables, culpaba a los demás de sus sufrimientos y exigía que enviaran en busca de un célebre médico de Moscú. Cada vez que le preguntaban cómo se encontraba, respondía con una expresión de ira y de reproche:

–¡Mis sufrimientos son atroces, insoportables!

El enfermo cada vez sufría más, sobre todo por las escaras, que ya no había manera de curar, y cada vez se mostraba más colérico con las personas que le rodeaban, a las que culpaba de todo, sobre todo de que no llamaran al médico de Moscú. Kitty hacía lo indecible por ayudarlo, por confortarlo, pero era inútil. Levin se daba cuenta de que también ella estaba física y moralmente extenuada, aunque no quisiera reconocerlo. De aquel sentimiento despertado por la proximidad de la muerte, que se había apoderado de todos la noche en que Nikolái se despidió de la vida y llamó a su hermano, ya no quedaba nada. Todos sabían que la muerte era inevitable e inminente, que ya estaba medio muerto. Lo único que deseaban era que muriese cuanto antes, pero, procurando ocultar ese sentimiento, le administraban medicamentos, buscaban remedios y llamaban a los médicos, engañando al enfermo, engañándose a sí mismos y engañándose unos a otros. Y quien más sufría con la mentira era Levin, no sólo por su carácter, sino también porque era la persona que más quería al moribundo.

Hacía tiempo que acariciaba la idea de reconciliar a los dos hermanos, aunque sólo fuera antes de la muerte de Nikolái, así que decidió escribir a Serguéi Ivánovich y, una vez que recibió contestación, se la leyó al enfermo. Serguéi Ivánovich decía que no podía ir en persona, pero pedía perdón a su hermano con las palabras más conmovedoras.

Nikolái no dijo nada.

–¿Qué quieres que le escriba? —preguntó Levin—. Espero que no estés enfadado con él.

–¡No, en absoluto! —respondió Nikolái, a quien había irritado esa pregunta—. Dile que me envíe al médico.

Pasaron otros tres días terribles. El enfermo seguía igual. Todos los que le veían albergaban la esperanza de que se muriera pronto: los criados de la posada, el dueño, los huéspedes, el médico, Maria Nikoláievna, Kitty, Levin. El moribundo era el único que no expresaba ese deseo; al contrario, se enfadaba por que no hubieran traído al médico y seguía tomando las medicinas y hablando de la vida. Sólo en los raros momentos en que el opio le permitía olvidarse de sus incesantes dolores, sumido en un estado de somnolencia, decía lo que sentía en su corazón con mayor intensidad que cualquiera de los presentes: «¡Ah! ¡Ojalá acabara todo de una vez!», o bien: «¿Cuándo llegará el final?».

Los sufrimientos, cada vez más intensos, lo iban preparando para la muerte. No había ninguna postura en la que se encontrara cómodo, ningún momento en que se olvidara de su estado, ninguna parte o miembro del cuerpo que no le doliese, que no le atormentase. Hasta los recuerdos, pensamientos e impresiones de ese cuerpo le causaban tanta repugnancia como el cuerpo mismo. La presencia de otras personas, sus palabras, sus propias remembranzas, todo eso constituía para él una tortura. Los que le rodeaban se daban cuenta y en su presencia no se atrevían a moverse con desenvoltura, a entablar conversación, a expresar sus propios deseos. Toda la vida del enfermo se concentraba en ese sentimiento de dolor y en el deseo de librarse de él.

Era evidente que se estaba produciendo esa transformación que le permitiría contemplar la muerte como la satisfacción de todos sus deseos, como la felicidad suprema. Antes cualquier deseo motivado por el dolor o por alguna privación, hambre, sed, cansancio, se satisfacía por una función corporal que le proporcionaba placer; ahora el sufrimiento y la privación no recibían satisfacción, y cualquier intento en ese sentido sólo conducía a nuevos sufrimientos. Por eso todos los deseos se fundían en uno solo: escapar de todos los sufrimientos y de su fuente, el cuerpo. Pero no tenía palabras para expresar ese deseo de liberación, por eso no hablaba de él, y por costumbre exigía la satisfacción de los deseos que ya no podían ser satisfechos.

–Volvedme del otro lado —decía, y al cabo de un segundo exigía que lo pusieran en la misma posición de antes—. Traedme un caldo. Llevaos este caldo. Contadme algo. ¿Por qué estáis todos callados? —Y en cuanto alguien empezaba a hablar, cerraba los ojos con expresión de cansancio, indiferencia y repulsión.

Al décimo día de su llegada Kitty enfermó. Tenía dolor de cabeza, vómitos, y no pudo levantarse de la cama en toda la mañana.

El médico declaró que era una consecuencia de la fatiga y de las emociones y le recomendó calma y reposo.

No obstante, después de comer, Kitty se levantó y fue con su labor a ver al enfermo, como de costumbre. En cuanto entró, Nikolái la miró con severidad y, cuando le dijo que estaba enferma, sonrió con desprecio. Ese día no paró de sonarse y de lanzar lastimosos gemidos.

–¿Cómo se encuentra? —le preguntó Kitty.

–Peor —respondió Nikolái con dificultad—. ¡Me duele mucho!

–¿Dónde?

–En todo el cuerpo.

–Morirá hoy, ya lo verán —dijo Maria Nikoláievna. Aunque había hablado en un susurro, era más que probable que el enfermo la hubiera oído, pues, como había advertido Levin, no se le escapaba nada. Por eso la hizo callar y a continuación se volvió hacia su hermano. Nikolái había oído esas palabras, pero no le causaron la menor impresión. Seguía teniendo ese aire tenso, esa mirada de reproche.

–¿Qué le hace pensar eso? —le preguntó Levin a Maria Nikoláievna, una vez que ésta salió con él al pasillo.

–Pues que ha empezado a despojarse.

–¿Cómo a despojarse?

–Algo así —dijo, tirando de los pliegues de su vestido de lana.

La verdad es que a lo largo de todo el día Levin había observado que el enfermo había estado cogiéndose de la carne, como si quisiera arrancarse algo.

La predicción de Maria Nikoláievna se cumplió. Al anochecer Nikolái estaba ya tan débil que ni siquiera podía levantar los brazos y no hacía más que mirar al frente con atención reconcentrada. Ni siquiera cambiaba de expresión cuando su hermano o Kitty se inclinaban sobre él para que pudiera verlos. Kitty envió en busca de un sacerdote para que leyera las oraciones al moribundo.

Mientras el sacerdote cumplía con su cometido, el enfermo no dio señales de vida, ni siquiera abrió los ojos. Levin, Kitty y Maria Nikoláievna estaban al lado de la cama. Antes de que el sacerdote acabara de recitar sus oraciones, el moribundo se estiró, suspiró y abrió los ojos. Una vez que acabó de rezar, el sacerdote puso el crucifijo sobre la frente fría de Nikolái, luego la envolvió lentamente en su estola y, después de guardar silencio un par de minutos, palpó su enorme mano, helada y exangüe.

–Ha muerto —dijo, e hizo intención de apartarse.

Pero de pronto los bigotes pegados de Nikolái se estremecieron, y del fondo de su pecho salieron unos sonidos penetrantes y precisos que resonaron con nitidez en medio del silencio.

–No del todo... Pronto.

Al cabo de un minuto su rostro se iluminó, y una sonrisa se perfiló bajo el bigote. Al poco rato las mujeres se dispusieron a amortajar el cuerpo.

El aspecto de su hermano y la proximidad de la muerte renovaron en el alma de Levin ese sentimiento de horror ante el enigma y la inevitabilidad de la muerte que se había apoderado de él aquella tarde de otoño en que su hermano había ido a visitarle. Ese sentimiento era más intenso que entonces. Se sentía aún más incapaz de comprender el sentido de la muerte, y aún más terrible se le antojaba su inexorabilidad. Pero ahora, gracias a la presencia de su mujer, no cayó en la desesperación. A pesar de la cercanía de la muerte, sentía la necesidad de vivir y de amar. Se daba cuenta de que el amor le salvaba de la desesperación y que, bajo la amenaza de la desesperación, ese amor se iría haciendo más fuerte y más puro.

Apenas se había revelado ante sus ojos el misterio de la muerte, cuando surgió otro igual de inescrutable, que lo convocaba al amor y a la vida.

El médico confirmó sus propias sospechas sobre la enfermedad de Kitty: estaba embarazada.

 

XXI

Desde el momento en que Alekséi Aleksándrovich comprendió, gracias a las conversaciones con Betsy y Stepán Arkádevich, que lo único que le pedían era que dejara en paz a su mujer y no la importunara con su presencia, pues era la propia Anna quien lo deseaba, se sintió tan desorientado que no era capaz de tomar ninguna decisión. Como ya no sabía lo que quería, se puso en manos de esas personas que encontraban tanto placer en ocuparse de sus asuntos y se mostró de acuerdo con todo. Sólo cuando Anna se fue de casa y la inglesa envió a preguntarle si debía comer con él o aparte, comprendió por primera vez la situación en la que se encontraba y se horrorizó.

Su mayor motivo de aflicción era que no conseguía unir y conciliar su pasado con su existencia actual. Lo que le perturbaba no eran los tiempos felices en compañía de su esposa. Ya había superado ese período de sufrimientos que marcaba el tránsito entre su vida anterior y el momento en que se había enterado de la infidelidad de su mujer. Era una situación muy penosa, pero también comprensible. Si su mujer le hubiera declarado entonces su infidelidad y lo hubiera abandonado, se habría sentido desdichado y apenado, pero no se habría visto abocado a esa posición desesperada e incomprensible. No hallaba el modo de conciliar su reciente perdón, su ternura, su amor por la esposa enferma y una niña ajena con lo que le estaba ocurriendo ahora. Y, en verdad, ¿cuál había sido su recompensa? La soledad, el oprobio, las burlas, el abandono, el desprecio general.

Los dos días siguientes a la marcha de su mujer, Alekséi Aleksándrovich recibió solicitantes, habló con su secretario, asistió a las sesiones del Comité y cenó en el comedor, como de costumbre. Aunque no se diera cuenta, a lo largo de esos días concentró todas sus fuerzas en un único objetivo: aparentar serenidad e incluso indiferencia. Cuando los criados le preguntaron qué debía hacerse con las habitaciones y las cosas de Anna Arkádevna, hizo esfuerzos sobrehumanos para simular que aquello no le había cogido de improviso y que no tenía nada de extraordinario, y lo cierto es que lo consiguió: nadie advirtió en él la menor huella de desesperación. Pero, al tercer día, cuando Kornéi le presentó la factura de una tienda de modas, que Anna había olvidado pagar, y le informó de que el dependiente esperaba en la entrada, Alekséi Alsándrovich ordenó que le hicieran pasar.

–Perdone que me haya atrevido a molestarle, excelencia. En caso de que prefiera que nos dirijamos a su señora esposa, haga el favor de facilitarme su dirección.

Alekséi Aleksándrovich se sumió en sus pensamientos, o al menos así se lo pareció al dependiente, y de pronto se volvió y se sentó a la mesa. Pasó largo rato sin cambiar de postura, con la cabeza entre las manos. Varias veces intentó decir algo, pero no acabó de decidirse.

Consciente de los sentimientos que embargaban a su señor, Kornéi pidió al dependiente que volviera en otra ocasión. Una vez solo, Alekséi Aleksándrovich tuvo que confesarse que no estaba en condiciones de seguir interpretando ese papel de hombre firme y sereno. Pidió que desengancharan el coche, ya listo en la puerta, dio órdenes de que no dejaran pasar a nadie y no se presentó en el comedor a la hora de cenar.

Sabía que no sería capaz de soportar la presión del desprecio general, la animadversión que había adivinado en el rostro del empleado, en el de Kornéi y en el de todas las personas, sin excepción, con las que había coincidido en el transcurso de esos dos días. Comprendió que no podría librarse del odio ajeno, porque no se debía a una conducta reprensible (en ese caso habría podido solucionarlo todo portándose mejor), sino a una desdicha vergonzosa y execrable. El hecho mismo de que tuviera el corazón hecho trizas haría que la gente se mostrara despiadada. Sus semejantes acabarían con él como los perros despedazan a uno de los suyos que ha resultado herido y aúlla de dolor. Sabía que el único modo de salvarse era ocultar sus heridas, y era lo que había intentado hacer instintivamente a lo largo de esos dos días. Pero ya no tenía fuerzas para proseguir esa lucha desigual.

Su desesperación aumentó con la conciencia de que estaba completamente solo con su pena. Ni en San Petersburgo ni en ninguna otra parte había una sola persona a la que pudiera contarle todo lo que sentía, alguien que se compadeciera de él, no en su condición de alto funcionario o miembro de la sociedad, sino simplemente como hombre que sufre.

Alekséi Aleksándrovich se había quedado huérfano a muy corta edad. Sólo tenía un hermano. No se acordaba de su padre, y su madre había muerto cuando él tenía diez años. No disponían de muchos medios. Su tío Karenin, un importante funcionario que en otros tiempos había sido favorito del difunto emperador, se encargó de la educación de los dos hermanos.

Después de concluir los estudios en el instituto y en la universidad con premios extraordinarios, Alekséi Aleksándrovich, gracias a la ayuda de su tío, inició una brillante carrera administrativa, y a partir de ese momento consagró todos sus esfuerzos a ascender en el escalafón. Ni en el instituto ni en la universidad, ni más tarde en el desempeño de sus funciones, había entablado relaciones de amistad con nadie. Su hermano era la persona más cercana, pero había ingresado en el Ministerio de Asuntos Exteriores y había pasado toda su vida en el extranjero, donde murió poco después de la boda de Alekséi Aleksándrovich.

En la época en que fue gobernador provincial, la tía de Anna, una señora muy rica de la zona, puso en contacto a su sobrina con ese hombre ya maduro, aunque joven para el cargo que ocupaba, y maniobró de tal manera que a Alekséi Aleksándrovich no le quedaron más que dos salidas: declararse o abandonar la ciudad. Durante mucho tiempo Karenin vaciló. Le parecía que ese paso ofrecía tantas ventajas como inconvenientes. Y no veía ninguna razón determinante que le obligara a traicionar la norma por la que se regía: en caso de duda, abstente. 86Pero la tía de Anna, sirviéndose de un conocido, le dio a entender que ya había comprometido a la muchacha y que su honor de caballero le obligaba a pedir su mano. Así lo hizo Alekséi Aleksándrovich, que a partir de ese momento profesó a su novia y futura esposa todo el cariño de que era capaz.

La devoción que sentía por Anna excluyó de su alma cualquier necesidad de relaciones íntimas con sus semejantes. Y ahora descubría que entre todos sus conocidos no había nadie a quien pudiera dar el título de amigo. No carecía de eso que se llama contactos, pero no tenía ninguna persona cercana. Podía invitar a cenar a mucha gente, solicitar su concurso en algún asunto que le interesara, encomendar a algún solicitante, criticar abiertamente los actos de otros funcionarios y de miembros destacados del gobierno, pero sus relaciones con esos individuos se circunscribían a una esfera claramente definida por las costumbres y las conveniencias, de la que no era posible salir. Había un compañero de universidad con el que había intimado después y al que habría podido confiar su desgracia personal, pero era inspector de enseñanza en un distrito remoto. De todas las personas a las que trataba en San Petersburgo, las más allegadas y accesibles eran su secretario y su médico.

Mijaíl Vasílievich Sliudin, el secretario, era un hombre bondadoso, inteligente y probo, y Alekséi Aleksándrovich advertía que estaba bien dispuesto hacia él; pero en los cinco años que llevaban trabajando juntos se había levantado entre ambos una barrera que impedía las efusiones del corazón.

En cuanto terminó de firmar documentos, guardó silencio largo rato y se quedó mirando a Mijaíl Vasílievich; en varias ocasiones estuvo tentado de hablarle, pero no se decidió. Ya había preparado una frase: «¿Se ha enterado usted de mi desgracia?». Pero acabó diciendo, como de costumbre:

–Entonces, prepáreme esos papeles.

Y lo despidió.

También el médico estaba bien dispuesto. Pero hacía tiempo que habían establecido un acuerdo tácito: los dos estaban abrumados de trabajo y tenían mucha prisa.

En cuanto a las amigas, Alekséi Aleksándrovich no pensó en ellas; ni siquiera en la más destacada de todas, la condesa Lidia Ivánovna. Todas las mujeres, en su mera condición de tales, le parecían aterradoras y repulsivas.

 

XXII

Alekséi Aleksándrovich se había olvidado de la condesa Lidia Ivánovna, pero ésta no se había olvidado de él. En ese momento tan penoso de desesperación y soledad se presentó en su casa y, sin hacerse anunciar, entró en su despacho. Se lo encontró en esa misma postura, con la cabeza entre las manos.

J'ai forcé la consigne 87—dijo, avanzando con pasos rápidos y respirando con dificultad por la emoción y la presteza de sus movimientos—. ¡Me he enterado de todo! ¡Alekséi Aleksándrovich! ¡Amigo mío! —prosiguió, cogiendo su mano entre las suyas y apretándosela con fuerza, mientras lo miraba con sus hermosos ojos pensativos.

Alekséi Aleksándrovich, con el ceño fruncido, se levantó, liberó su mano y le acercó una silla.

–Haga el favor de sentarse, condesa. No recibo porque no me encuentro bien —dijo, y sus labios temblaron.

–¡Amigo mío! —repitió la condesa Lidia Ivánovna, sin dejar de mirarlo. De pronto los bordes interiores de las cejas se alzaron, formando un triángulo sobre la frente. Su rostro feo y amarillento se volvió aún más desagradable, pero Alekséi Aleksándrovich notaba que le compadecía y que estaba a punto de echarse a llorar. Y se sintió conmovido: le cogió la mano regordeta y se puso a besarla—. ¡Amigo mío! —prosiguió la condesa, con la voz entrecortada por la emoción—. No debe usted abandonarse a su dolor. Su pena es muy grande, pero debemos encontrar algún consuelo.

–¡Estoy destrozado, aniquilado! ¡Ya no soy un hombre! —exclamó Alekséi Aleksándrovich y le soltó la mano, pero siguió mirando sus ojos llenos de lágrimas—. Mi situación es terrible porque no encuentro en ninguna parte, ni siquiera en mí mismo, puntos de apoyo.

–Ya encontrará usted ese apoyo, no en mí, desde luego, aunque le ruego que no dude de mi amistad —dijo la condesa con un suspiro—. Nuestro apoyo es el amor, el amor que Dios nos ha legado. Su yugo es ligero —añadió con esa mirada exaltada que Alekséi Aleksándrovich conocía tan bien—. Dios le sostendrá y le ayudará.

Aunque en esas palabras vibraba el enternecimiento ante la elevación de los sentimientos propios y la novedosa exaltación mística que se había difundido en los últimos tiempos por San Petersburgo y que Alekséi Aleksándrovich juzgaba superflua, le agradó escucharlas.

–Me siento débil. Estoy aniquilado. No he previsto nada y ahora no entiendo nada.

–Amigo mío —repitió Lidia Ivánovna.

–¡No lamento lo que he perdido! ¡No lo lamento! —prosiguió Alekséi Aleksándrovich—. Pero no puedo dejar de avergonzarme delante de la gente por la posición en que me encuentro. Ya sé que no está bien, pero no puedo evitarlo.

–No fue usted quien protagonizó ese noble acto de perdón que tanto hemos admirado todos, sino Dios, que moraba en su corazón —dijo la condesa Lidia Ivánovna, levantando los ojos con fervor—. Así que no tiene usted de qué avergonzarse.

Alekséi Aleksándrovich frunció el ceño, apretó las manos e hizo crujir los nudillos.

–Hay que conocer todos los detalles —dijo con su voz penetrante—. Las fuerzas de un hombre tienen sus límites, condesa, y yo he llegado al límite de las mías. Me he pasado el día entero dando disposiciones en la casa, obligado —recalcó esa última palabra– por mi nueva situación de hombre solo. Los criados, la institutriz, las cuentas... Todas esas menudencias me están consumiendo a fuego lento. Ya no puedo más. Ayer... casi me levanté de la mesa durante la cena. Era incapaz de soportar la mirada de mi hijo. No se atrevía a preguntarme qué estaba pasando, pero era evidente que quería hacerlo, y yo no podía aguantar su mirada. Le daba miedo mirarme, pero eso no es todo...

Alekséi Aleksándrovich se disponía a mencionar la factura que le habían traído, pero le tembló la voz y se detuvo. El recuerdo de esa factura sobre papel azul, por un sombrerito y unas cintas, le inspiraba compasión de sí mismo.

–Le entiendo, amigo mío —dijo la condesa Lidia Ivánovna—. Lo entiendo todo. No es en mí en quien debe buscar amparo y consuelo, pero en cualquier caso he venido para ayudarle en lo que esté a mi alcance. Si pudiera liberarle de esas menudas preocupaciones tan humillantes... Por lo que veo, aquí hace falta la mano de una mujer. ¿Me permite que me encargue yo de esas cosas?

Alekséi Aleksándrovich, sin pronunciar palabra, le apretó la mano en señal de agradecimiento.

–Nos ocuparemos juntos de Seriozha. No tengo mucha experiencia en asuntos de orden práctico, pero pondré todo mi empeño. Seré su ama de llaves. No me dé las gracias. No soy yo quien lo hace...


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