Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–¿No se acuerda usted de lo que acaba de decirme? Sigamos. Los jóvenes entran en casa de su amigo para participar en una comida de despedida. Es probable que bebieran más de la cuenta, como suele suceder en ese tipo de banquetes. En la mesa preguntan quién vive en el piso de arriba. Nadie lo sabe. «¿Viven arriba unas mademoiselles?», preguntan al criado del anfitrión. Y éste les responde que muchas. Después de comer, los invitados pasan al despacho y le escriben una carta apasionada a la desconocida, más bien una declaración de amor, y se la llevan en persona, para poder explicarle los puntos oscuros, en caso de que los hubiera.
–¿Por qué me cuenta usted esas porquerías? ¿Eh?
–Llaman. Les abre una criada. Le entregan la carta y se declaran locos de amor, dispuestos a morir allí mismo, al lado de la puerta. La criada, perpleja, lleva el mensaje. De pronto aparece un señor con patillas en forma de salchicha, colorado como un cangrejo, les comunica que en esa casa no vive otra mujer que la suya y los echa de allí.
–¿Y cómo sabe que tenía patillas en forma de salchicha, como dice usted?
–Pues porque esta mañana he tratado de reconciliarlos.
–¿Y qué pasó?
–Ahora viene lo más interesante. Resulta que esa pareja feliz está formada por un consejero titular y su esposa. El consejero ha presentado una queja, y yo he tenido que hacer el papel de mediador. ¡Y qué mediador! Le aseguro que, comparado conmigo, Talleyrand no es más que un aficionado.
–¿Y qué dificultades tuvo que superar?
–Pues verá... Presentamos nuestras disculpas como es debido: «¡Estamos desolados! Le rogamos disculpe este desgraciado malentendido». El consejero titular de las patillas en forma de salchicha empieza a ablandarse, pero también desea expresar sus sentimientos, y, a medida que lo hace, se acalora, suelta alguna grosería, y una vez más tengo que poner en práctica todo mi talento diplomático: «Reconozco que el comportamiento de mis compañeros ha sido deplorable, pero le ruego que tenga en consideración su juventud, así como el hecho de que se ha tratado de un malentendido; por lo demás, acababan de comer, ya me entiende usted. Están profundamente arrepentidos y le suplican que les perdone». El consejero titular de nuevo se ablanda: «De acuerdo, conde, estoy dispuesto a perdonarlos, pero comprenderá usted que mi esposa, una mujer intachable, ha tenido que soportar la persecución, las groserías y las impertinencias de unos mozalbetes, de unos cana...». Recuerde usted que uno de esos mozalbetes estaba presente, y que yo tenía que reconciliarlos. Una vez más echo mano de la diplomacia, y, cuando ya creo haber resuelto el asunto, el consejero titular se acalora, se pone colorado, se le erizan las patillas en forma de salchicha, y de nuevo me veo obligado a recurrir a las sutilezas de la diplomacia.
–¡Ah, tiene que escuchar usted esta historia! —dijo Betsy, dirigiéndose a una señora que acababa de entrar en el palco, y soltó una carcajada—. Lo que me he podido reír. En fin, bonne chance—añadió, tendiendo a Vronski el único dedo que el abanico le dejaba libre. Y, moviendo los hombros, bajó el corpiño de su vestido, que se le había subido un poco, para que la sala entera pudiera admirarlos en toda su desnudez, a la luz de gas, cuando se asomara al antepecho del palco.
Vronski se marchó al Teatro Francés, donde, en efecto, tenía que ver al comandante de su regimiento, que no se perdía una sola función, para hablar con él de su labor de mediación, que desde hacía ya tres días le ocupaba y le divertía. En aquel asunto estaban implicados Petritski, a quien profesaba un gran afecto, y otro excelente camarada, el joven príncipe Kédrov, un buen muchacho, que acababa de ingresar en el regimiento. Pero lo más importante era que estaba en juego el honor del regimiento.
Los dos pertenecían a la compañía de Vronski. Un funcionario, el consejero titular Venden, había ido a ver al comandante del regimiento para presentar una queja contra los oficiales que habían ofendido a su mujer. Según el testimonio de Venden, su joven esposa, que estaba embarazada —llevaban seis meses casados—, se hallaba en la iglesia con su madre cuando de pronto se sintió indispuesta. Incapaz de seguir de pie, volvió a casa en el primer coche de alquiler que acertó a pasar por allí. Entonces empezaron a perseguirla unos oficiales, ella se asustó y, sintiéndose aún peor, subió corriendo las escaleras de la casa. El propio Venden, que ya había vuelto de su despacho, oyó el timbre y unas voces desconocidas. Salió entonces al recibidor y, al ver a dos oficiales borrachos con una carta en la mano, los echó. Ahora pedía que les impusieran un severo castigo.
–Puede decir usted lo que quiera —declaró a Vronski el comandante del regimiento, después de invitarlo a pasar—, pero Petritski se está volviendo imposible. No pasa una semana sin que se meta en algún lío. Ese funcionario no dejará las cosas así.
Vronski se daba cuenta de que era un caso bastante espinoso. No podía pensarse en un duelo, así que había que hacer todo lo posible para aplacar al consejero titular y echar tierra sobre el asunto. El comandante del regimiento había recurrido a Vronski porque lo consideraba un hombre noble e inteligente y, sobre todo, porque sabía lo importante que era para él el honor del regimiento. Después de debatir un rato sobre las medidas a tomar, resolvieron que Petritski y Kédrov fueran a presentar sus excusas al consejero titular, acompañados de Vronski. Tanto el comandante del regimiento como Vronski eran conscientes de que el nombre de este último, así como su monograma de edecán del emperador, contribuirían en gran medida a calmar los ánimos. Y lo cierto es que surtieron cierto efecto, pero, como había dicho Vronski, el resultado de su intervención seguía siendo dudoso.
Al llegar al Teatro Francés, Vronski salió al vestíbulo con el comandante del regimiento y le habló del éxito o más bien del fracaso de su misión.
Después de reflexionar sobre el asunto, el comandante decidió dejar las cosas como estaban, pero luego, para su propia satisfacción, pidió a Vronski que le contara los detalles de la entrevista y no fue capaz de contener la risa cuando oyó que el consejero titular tan pronto se aquietaba como de nuevo se enfurecía y cuando Vronski le relató cómo aprovechó uno de esos momentos de calma para retirarse, llevándose a Petritski a empujones.
–Una historia desagradable, pero divertidísima. ¡Kédrov no puede batirse de ninguna manera con ese señor! ¿Y tanto se enfureció? —le preguntó el comandante, riéndose—. ¿Y cómo encuentra usted a Claire esta noche? ¡Es un encanto! —añadió, refiriéndose a la nueva actriz francesa—. Por más que la vea uno, siempre parece distinta. Sólo los franceses son capaces de algo así.
VI
La princesa Betsy abandonó el teatro antes del final del último acto. Apenas había tenido tiempo de entrar en su tocador, empolvarse el rostro pálido y alargado, enjugárselo, arreglarse el peinado y ordenar que sirvieran el té en el gran salón, cuando empezaron a llegar carruajes a su enorme casa de la Bolshaia Morskaia. Los invitados se apeaban ante el espacioso pórtico, donde un corpulento portero les abría sin hacer ruido la inmensa puerta acristalada, detrás de la cual solía leer los periódicos por la mañana, para edificación de los transeúntes.
Apenas había entrado por una puerta la dueña de la casa, una vez arreglado el peinado y retocado el rostro, cuando entraron por la otra los invitados. En el gran salón, de paredes oscuras y alfombras mullidas, había una mesa bañada de luz, cuyo mantel blanco resplandecía bajo las bujías, así como la plata del samovar y la translúcida porcelana del servicio de té.
La dueña de la casa tomó asiento delante del samovar y se quitó los guantes. Los invitados, ayudados por discretos criados, movieron las sillas y formaron dos grupos: uno al lado de la dueña de la casa, cerca del samovar; otro en el extremo opuesto del salón, alrededor de la bella esposa de un embajador, que llevaba arqueadas las cejas negras y un vestido de terciopelo negro. En los primeros momentos, como es común, la conversación en ambos círculos no acababa de anudarse, interrumpida por nuevas apariciones, saludos y ofrecimientos de té; era como si estuvieran buscando algún tema que abordar.
–Es una actriz extraordinaria; se ve que ha estudiado a Kaulbach 23—decía un diplomático en el corro de la mujer del embajador—. ¿Se fijaron ustedes en cómo se desplomó?
–¡Ah, se lo ruego, no hablemos de la Nilsson! No se puede decir nada nuevo de ella —dijo una señora rubia, gruesa, colorada, sin cejas y sin moño, con un viejo vestido de seda. Era la princesa Miágkaia, conocida por su sencillez y la rudeza de sus modales, que le habían valido el apodo de enfant terrible. Sentada entre los dos grupos, prestaba atención a lo que decían, y tan pronto tomaba parte en una conversación como en otra—. Hoy mismo, como si se hubieran puesto de acuerdo, tres personas distintas me han dicho la misma frase acerca de Kaulbach. No sé por qué les habrá gustado tanto.
Ese comentario interrumpió la conversación, así que hubo que buscar un tema nuevo.
–Cuéntenos algo divertido, pero no malicioso —dijo la esposa del embajador, una gran experta en ese arte de la conversación elegante que los ingleses llaman small-talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.
–Dicen que eso es muy difícil, que sólo los comentarios maliciosos son divertidos —replicó el diplomático con una sonrisa—. Pero lo intentaré. Deme un tema. Todo depende del tema. Cuando se tiene uno, nada más fácil que bordar sobre él. A menudo pienso que los grandes conversadores del siglo pasado encontrarían difícil en nuestros días hacer comentarios ingeniosos. En los tiempos que corren todo lo ingenioso nos aburre...
–Eso ya se ha dicho hace mucho tiempo —le interrumpió la mujer del embajador, y se echó a reír.
La conversación se desarrolló en un principio en un tono agradable, pero precisamente por eso volvió a languidecer. Hubo que recurrir, pues, al único medio seguro e infalible: la maledicencia.
–¿No creen ustedes que Tushkévich guarda cierto parecido con Luis XV? —dijo el diplomático, señalando con los ojos a un joven rubio y apuesto que estaba sentado al lado de la mesa.
–¡Ah, sí! Es del mismo estilo que el salón, por eso viene tan a menudo.
La conversación cuajó porque se componía de alusiones a un tema del que no se podía hablar en ese salón: a saber, las relaciones de Tushkévich con la anfitriona.
Entretanto, los invitados agrupados en torno a la dueña de la casa y el samovar vacilaron durante algún tiempo entre los tres temas inevitables: las últimas novedades de la vida de sociedad, el teatro y el juicio del prójimo, y acabaron decidiéndose también por este último, es decir, por la maledicencia.
–¿Se han enterado ustedes de que la Maltíscheva, no la hija, sino la madre, se está haciendo un traje de diable rose? 24
–¡No puede ser! ¡Qué maravilla!
–Me sorprende que con su inteligencia, pues no tiene un pelo de tonta, no se dé cuenta de que hace el ridículo.
Todos tenían un comentario crítico o burlesco sobre la desdichada Maltíscheva, y la conversación empezó a emitir alegres chisporroteos, como una llameante hoguera.
El marido de la princesa Betsy, un gordinflón bondadoso, apasionado coleccionista de grabados, enterado de que su esposa tenía invitados, pasó un momento al salón antes de dirigirse al casino. Avanzando sin hacer ruido por la blanda alfombra, se acercó a la princesa Miágkaia.
–¿Qué le ha parecido la Nilsson, princesa? —preguntó.
–¡Ah, amigo mío, no puede usted acercarse así a la gente! Menudo susto me ha dado —respondió ésta—. Haga el favor de no hablarme de la ópera, no tiene usted ni idea de música. Será mejor que descienda yo a su nivel y le pregunte por sus grabados y sus mayólicas. A ver, ¿qué tesoros ha encontrado últimamente en el rastro?
–¿Quiere que se los enseñe? Pero usted no entiende de esas cosas.
–Enséñemelos de todas formas. He aprendido mucho en casa de esos... ¿cómo se llaman?... banqueros... Tienen unos grabados magníficos. Nos los enseñaron.
–¿Cómo? ¿Ha estado usted en casa de los Schutzburg? —preguntó la anfitriona desde su puesto al lado del samovar.
–Sí, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí, y nos sirvieron una salsa que, según nos dijeron, costaba mil rublos —respondió la princesa Miágkaia, levantando la voz, pues se daba cuenta de que todos la estaban escuchando—. Una salsa espantosa, por lo demás, de un color verdoso Cuando les recibimos en mi casa, servimos una salsa que costó ochenta y cinco kopeks, y todos quedaron tan contentos. Yo no tengo medios para preparar salsas de mil rublos.
–¡Esta mujer es única! —exclamó la mujer del embajador.
–¡Asombrosa! —observó alguien.
Los comentarios de la princesa Miágkaia siempre producían el mismo efecto. Su secreto consistía en que decía cosas sencillas y con sentido, aunque, como en este caso, no vinieran a cuento. En la sociedad que frecuentaba esas palabras causaban la misma impresión que una broma ingeniosa. Ni ella misma entendía el éxito que cosechaba, pero le sacaba todo el partido posible.
Aprovechando que todos escuchaban a la princesa Miágkaia y que la conversación en el círculo de la mujer del embajador se había interrumpido, la dueña de la casa intentó unir los dos grupos y se dirigió a esta última.
–¿Seguro que no quiere usted té? Tendría que sentarse aquí con nosotros.
–No, estamos bien aquí —respondió con una sonrisa la esposa del embajador, reanudando la conversación interrumpida, que se ocupaba de un tema muy interesante: estaban criticando a los Karenin, marido y mujer.
–Anna ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Se comporta de un modo extraño —decía una de sus amigas.
–El cambio principal consiste en que ha traído consigo la sombra de Alckséi Vronski —dijo la mujer del embajador.
–Y ¿eso qué más da? Hay un cuento de Grimm que trata de un hombre que pierde su sombra como castigo por algo que ha hecho. Nunca he podido entender en qué consiste ese castigo. Pero para una mujer debe ser muy desagradable quedarse sin sombra.
–Sí, pero las mujeres con sombra suelen acabar mal —dijo la amiga de Anna.
–Debería usted morderse la lengua —dijo de pronto la princesa Miágkaia, al escuchar esas palabras—. La señora Karénina es una mujer maravillosa. Su marido no me gusta, pero a ella le tengo mucho cariño. —¿Y por qué no le gusta Karenin? Es un hombre muy notable —dijo la mujer del embajador—. Mi marido dice que no hay en Europa muchos hombres de Estado como él.
–El mío dice lo mismo, pero yo no le creo —replicó la princesa Miágkaia—. Si nuestros maridos se callaran, veríamos las cosas tal como son. En mi opinión, Alekséi Aleksándrovich no es más que un tonto. Que puede entre nosotros... ¿No es cierto que eso lo aclara todo? Antes, cuando me creía obligada a considerarlo inteligente, llegaba a la conclusión de que la tonta era yo, porque no veía su inteligencia por ningún lado. Pero, en cuanto dije, en voz baja naturalmente: «Es tonto», todo quedó claro. ¿No es verdad?
–¡Qué mordaz está usted hoy! —Nada de eso. Es que no me queda otra salida. Uno de los dos tiene que ser tonto. Y ya sabe usted que uno nunca dice eso de sí mismo.
–Nadie está contento de su fortuna ni descontento de su inteligencia —dijo el diplomático, citando un verso francés. 25
–Así es —se apresuró a confirmar la princesa Miágkaia—. Pero no pienso dejarles que se ceben con Anna. Es una mujer buena y encantadora. ¿Qué culpa tiene de que todos se enamoren de ella y la sigan como sombras?
–Yo no tenía intención de criticarla —se justificó la amiga de Anna.
–Que nadie nos siga como una sombra no nos da derecho a juzgar a los demás.
Después de haber puesto en su sitio a la amiga de Anna, la princesa Miágkaia se levantó y, en compañía de la mujer del embajador, se acercó a la mesa, donde la conversación general se ocupaba del rey de Prusia.
–¿De quién estaban murmurando ustedes allí? —preguntó Betsy.
–De los Karenin. La princesa nos ha ofrecido un retrato de Alekséi Aleksándrovich —respondió la mujer del embajador con una sonrisa, mientras se sentaba a la mesa.
–¡Qué pena que no la hayamos oído! —exclamó la dueña de la casa, con la mirada vuelta hacia la puerta—. ¡Ah, por fin aparece usted! —añadió, dirigiéndose con una sonrisa a Vronski, que entraba en esos momentos.
Vronski no sólo conocía a todos los presentes, sino que los veía a diario. Por tanto, avanzó con ese porte sereno de que suele hacerse gala cuan do uno se reúne con personas de las que acaba de separarse.
–¿Que de dónde vengo? —respondió a la pegunta de la mujer del embajador—. ¡Qué le vamos a hacer! Tendré que confesar. Del teatro bulo Aunque lo he visto ya cien veces, ese espectáculo siempre me depara un placer nuevo. ¡Es una maravilla! Ya sé que debería avergonzarme, pero, mientras en la ópera me quedo dormido, en el teatro bufo me lo paso bien hasta el último momento. Esta tarde...
Nombró a una actriz francesa y se dispuso a decir algo sobre ella, pero la mujer del embajador le interrumpió con una expresión de fingido espanto:
–¡No nos hable de esos horrores, se lo ruego!
–Está bien, no lo haré, tanto más cuanto que todos los conocen.
–Y todos irían allí si estuviera tan bien visto como la ópera —observó la princesa Miágkaia.
VII
Se oyeron unos pasos en el umbral, y la princesa Betsy, convencida de que se trataba de la señora Karénina, se fijó en Vronski. El joven clavó la vista en la puerta, y su rostro reflejó una expresión nueva y diferente. Dirigió una mirada alegre, intensa y a la vez tímida a la recién llegada y se levantó lentamente. En el salón apareció Anna. Muy erguida, como siempre, y sin cambiar la dirección de su mirada, recorrió con pasos rápidos, firmes y ligeros, que la distinguían de otras damas de su círculo, la corta distancia que la separaba de la dueña de la casa, le estrechó la mano, esbozó una sonrisa y se volvió hacia Vronski, que le dedicó una profunda reverencia y le ofreció una silla.
Anna le respondió con una simple inclinación de cabeza, se ruborizó y frunció el ceño. Pero al cabo de un instante, después de saludar a algunos conocidos y estrechar las manos que le tendían, le dijo a Betsy:
–Habría querido venir antes, pero he estado en casa de la condesa Lidia y me he entretenido. Estaba allí sir John. Es un hombre muy interesante.
–Ah, ¿el misionero?
–Sí, contó unas cosas de los indios muy interesantes.
La conversación, interrumpida por la llegada de Anna, se reavivó de nuevo, como la llama de una lámpara cuando se sopla.
–¡Sir John! Sí, sir John. Lo conozco. Habla muy bien. Vláseva se ha enamorado perdidamente de él.
–¿Es verdad que la más joven de las Vláseva se casa con Topov?
–Sí, dicen que ya está todo decidido.
–Me sorprende que los padres consientan. Dicen que se casan por amor.
–¿Por amor? ¡Qué ideas tan antediluvianas! ¿Quién se casa por amor en los tiempos que corren? —dijo la mujer del embajador.
–¡Qué se le va a hacer! Esa moda estúpida y antigua no acaba de desaparecer —dijo Vronski.
–Tanto peor para quienes se atienen a ella. Los únicos matrimonios felices que conozco son los de conveniencia.
–Sí, pero sucede a menudo que la felicidad de esos matrimonios por conveniencia se disuelve como polvo precisamente cuando aparece ese amor en el que no creían —dijo Vronski.
–Consideramos matrimonios por conveniencia aquellos en que ambas partes se han corrido sus buenas juergas. Es como la escarlatina, hay que pasarla.
–En ese caso habría que encontrar un medio de inocular el amor, como sucede con la viruela.
–Cuando yo era joven, me enamoré de un sacristán —dijo la princesa Miágkaia—. No sé si eso me serviría de mucha ayuda.
–Bromas aparte, creo que para conocer el amor es necesario equivocarse y luego enmendar el error —terció Betsy.
–¿Incluso después del matrimonio? —preguntó en broma la mujer del embajador.
–Nunca es tarde para arrepentirse —dijo el diplomático, citando un proverbio inglés.
–En efecto —apuntó Betsy—. Primero hay que equivocarse y luego enmendar el error. ¿Y usted qué opina? —añadió, dirigiéndose a Anna, que había escuchado la conversación sin pronunciar palabra, con una sonrisa tenaz y casi imperceptible en los labios.
–Creo —respondió Anna, jugando con un guante que se había quitado—, creo... si hay tantas opiniones como cabezas, debe haber también tantas clases de amor como corazones.
Vronski, con los ojos clavados en Anna, esperaba sus palabras con el alma en vilo. Y una vez que ella dio su parecer, exhaló un suspiro, como si hubiera escapado de un peligro.
Anna se volvió de pronto hacia él.
–Acabo de recibir una carta de Moscú. Me escriben que Kitty Scherbátskaia está muy enferma.
–¿Es posible? —preguntó Vronski, frunciendo el ceño.
Anna le miró con severidad.
–¿Es que no le interesa?
–Al contrario, me interesa mucho. ¿Y qué es lo que le dicen en concreto, si se puede saber? —preguntó.
Anna se puso en pie y se acercó a Betsy.
–Deme una taza de té —dijo, deteniéndose detrás de su silla.
Mientras Betsy le servía el té, Vronski se acercó a Anna.
–¿Qué le han escrito? —repitió.
–A menudo pienso que los hombres no saben lo que es la nobleza, aunque siempre están hablando de esa cuestión —dijo Anna, a modo de respuesta—. Hace tiempo que quería decírselo —añadió y, dando unos pasos, se retiró a un rincón, donde se sentó al lado de una mesa con unos álbumes.
–No acabo de entender el significado de sus palabras —dijo Vronski, entregándole la taza.
Anna le señaló con la vista el sofá que había a su lado y Vronski se apresuró a tomar asiento. —Sí, era algo que quería decirle —continuó, sin mirarle—. Se ha portado usted mal, muy mal.
–¿Cree usted que no lo sé? Pero ¿quién tiene la culpa de que haya actuado de ese modo?
–¿Por qué me dice eso? —preguntó Anna, mirándole con severidad.
–Bien lo sabe usted —respondió Vronski con alborozo, enfrentando con valentía, sin bajar los ojos, la mirada de Anna.
En contra de lo esperado, fue ella quien se turbó.
–Lo único que demuestra su comportamiento es que no tiene usted corazón —dijo Anna. Pero sus ojos daban a entender que sabía muy bien que Vronski tenía corazón y que precisamente por eso le temía.
–En el caso al que acaba usted de referirse no puede hablarse de amor. Sólo fue una equivocación.
–Recuerde que le he prohibido pronunciar esa odiosa palabra —dijo Anna, con un estremecimiento. Pero ella misma se dio cuenta de que al pronunciar la palabra «prohibido» estaba reconociendo ciertos derechos sobre él y animándole de algún modo a hablarle de amor—. Hace tiempo que quería decírselo —añadió, mirándole con determinación a los ojos, las mejillas cubiertas de arrebol—. Para eso he venido aquí esta noche, pues labia que acudiría usted. Quería decirle que esto debe terminar. No he tenido que ruborizarme nunca delante de nadie, pero usted me hace sentirme culpable de algo.
Vronski la miraba, sorprendido de la nueva belleza espiritual que asomaba a su rostro.
–¿Qué quiere usted que haga? —preguntó con sencillez y gravedad.
–Que vaya a Moscú y le pida perdón a Kitty —respondió Anna, y sus ojos centellearon.
–No quiere usted eso —dijo.
Vronski se daba cuenta de que esas palabras se las había dictado el sentido del deber, no su propio deseo.
–Si me ama tanto como dice —murmuró Anna—, debería ayudarme a recobrar la calma.
El rostro de Vronski resplandeció.
–¿Es que no sabe que usted lo es todo para mí? Pero desconozco qué la tranquilidad, así que no puedo procurársela. Puedo entregarle mi amor, mi vida entera... Eso sí. No puedo pensar en nosotros dos por separado. Para mí somos una misma cosa. Y no veo la manera de que ni usted ni yo gocemos de cierta serenidad en el futuro. No contemplo más que desesperación y desgracia... Aunque también podríamos ser felices, muy felices... ¿Por qué no? —añadió, moviendo apenas los labios, pero ella le oyó.
Hizo acopio de todas sus fuerzas para ofrecer a Vronski la respuesta que le dictaba un sentimiento del deber, pero en lugar de eso se le quedó mirando con ojos llenos de amor, sin pronunciar palabra.
«¡Será posible! —pensó entusiasmado—. Cuando ya empezaba a desesperarme y no contemplaba ninguna salida, me encuentro con esto. Me quiere. Me lo ha confesado.»
–Le ruego que no vuelva a hablarme así. Seamos buenos amigos —dijo Anna, pero sus ojos expresaban otra cosa.
–Nunca seremos amigos, lo sabe usted de sobra. Seremos las personas más felices o las más desdichadas. De usted depende. —Anna quiso decir algo, pero él la interrumpió—. Sólo le pido una cosa: que me permita concebir esperanzas y seguir sufriendo como ahora. Y, en caso de que eso no sea posible, ordéneme que desaparezca y desapareceré. No volverá a verme, si mi presencia le resulta tan molesta.
–No pretendo echarlo de ningún sitio.
–Lo único que le pido es que no cambie nada. Déjelo todo como está —dijo Vronski con voz trémula—. Ahí está su marido.
En efecto, en ese momento Alekséi Aleksándrovich entraba en el salón con su paso tranquilo y torpe.
Después de dirigir una mirada a su mujer y a Vronski, se acercó a la dueña de la casa, se sentó delante de una taza de té y empezó a burlarse de alguien, con su acostumbrado tono irónico y su voz lenta y bien timbrada.
–Su Ramboillet 26está al completo —dijo, echando un vistazo a su alrededor—. Se han dado cita las Gracias y las Musas.
Pero la princesa Betsy no podía soportar ese tono jocoso, sneering, como decía ella, y, en su condición de anfitriona experimentada, le arrastró a una conversación seria sobre el servicio militar obligatorio. Alekséi Aleksándrovich no tardó en interesarse por el tema y, ya sin asomo de burla, empezó a defender de los ataques de la princesa Betsy el nuevo proyecto de ley.
Vronski y Anna seguían sentados al lado de la mesita. —Esto empieza a ser ya inconveniente —murmuró una señora, señalando con los ojos a Anna Karénina, a su marido y a Vronski. —¿Qué le había dicho yo? —respondió la amiga de Anna. Y no sólo esas señoras, sino casi todos los presentes, incluidas la princesa Miágkaia y la propia Betsy, miraban de vez en cuando a aquellas figuras aisladas, como si les molestaran. Alekséi Aleksándrovich fue el único que no los miró ni una sola vez ni se distrajo de la interesante conversación que habían entablado.
Al percatarse de la mala impresión que la situación causaba en sus invitados, la princesa Betsy cedió su lugar a otra persona y se acercó a Anna.
–Nunca dejará de sorprenderme la precisión y claridad con que se expresa su marido —dijo—. Hasta los conceptos más trascendentales se vuelven comprensibles para mí cuando él los expone.
–¡Ah, sí! —exclamó Anna, con una radiante sonrisa de felicidad, sin entender una sola palabra de lo que Betsy acababa de decir. A continuación se acercó a la mesa grande y tomó parte en la conversación general.
Al cabo de media hora, Alekséi Aleksándrovich se acercó a su mujer y le propuso que volvieran juntos a casa, pero ella, sin mirarle, le respondió que iba a quedarse a cenar. Alekséi Aleksándrovich se despidió y se marchó.
El viejo y grueso cochero tártaro de Anna Karénina, con un lustroso chaquetón de cuero, sujetaba a duras penas el caballo gris de la izquierda, aterido de frío, que se encabritaba. Un lacayo sostenía la portezuela del carruaje, mientras el portero seguía plantado en la entrada de la casa Anna Arkádevna, con su mano menuda y ágil, trataba de liberar los encajes de la manga, que se habían enganchado en un broche de su abrigo, y, con la cabeza inclinada, escuchaba entusiasmada las palabras de Vronski, que le había acompañado.
–Usted no me ha prometido nada. Supongamos que yo tampoco le haya pedido nada —decía—, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. Toda la felicidad de mi vida depende de esa palabra que tan poco le gusta a usted... Sí, del amor...
–El amor... —repitió Anna con voz lenta, como dirigiéndose a sí misma, y de pronto, en el momento que desprendía el encaje, añadió—: Si no me gusta esa palabra es porque significa demasiado para mí, mucho más de lo que usted pueda imaginar. —Y le miró de frente—. ¡Adiós!
Le tendió la mano, pasó con pasos rápidos y decididos frente al porte ro y desapareció en el interior del coche.
Esa mirada y ese apretón de manos enardecieron a Vronski. Se besó la palma en el lugar que Anna había posado sus dedos y a continuación se fue a casa lleno de felicidad, convencido de que en esa velada había avanzado más en su propósito que en los últimos dos meses.
VIII
A Alekséi Aleksándrovich no le pareció extraño o impropio que su mujer charlara animadamente con Vronski en una mesa aparte, pero cuando se dio cuenta de que los demás invitados lo juzgaban inusitado e inconveniente, también se lo pareció a él. En suma, decidió que debía hablar con su mujer.
Al volver a casa, entró en su despacho, como tenía por costumbre, se sentó en un sillón, abrió un libro sobre el papado por la página marcada por la plegadera y se quedó leyendo hasta la una, igual que cualquier otra velada. De vez en cuando se pasaba la mano por la alta frente y sacudía la cabeza como queriendo expulsar un pensamiento inoportuno. A la hora habitual se levantó y se preparó para irse a la cama. Anna Arkádevna aún no había regresado. Subió a su habitación con el libro debajo del brazo, pero, en lugar de entregarse a consideraciones y reflexiones sobre asuntos de trabajo, no dejaba de pensar en su mujer y en aquel desagradable incidente. En vez de tumbarse en la cama, como solía hacer, se puso a pasear arriba y abajo por la habitación, con las manos a la espalda. No podía acostarse sin antes haber reflexionado detenidamente sobre aquella situación nueva.
Cuando decidió que debía hablar con su mujer, le había parecido sencillo y fácil. Pero ahora, al analizar la cuestión, lo encontraba complicado y difícil.
Alekséi Aleksándrovich no era un hombre celoso. En su opinión, los celos constituían una ofensa para la esposa, en quien había que tener confianza. Jamás se había preguntado en qué se basaba esa confianza, porque tenía la plena seguridad de que su mujer lo amaría siempre. Pero lo cierto es que no albergaba dudas, creía en su fidelidad y estaba seguro de que así debía ser. Y he aquí que de pronto, a pesar de estar convencido de que los celos eran un sentimiento vergonzoso y de que no debía renunciar a lesa confianza, se daba cuenta de que se enfrentaba a una situación ilógica y absurda, y no sabía qué hacer. Alekséi Aleksándrovich se hallaba cara a cara con la vida, ante la posibilidad de que su esposa se hubiera enamorado de otro hombre, y eso le parecía incomprensible y desatinado porque era la vida misma. Ocupado siempre de sus obligaciones profesionales, sólo le había llegado un reflejo de la vida. Y cada vez que se topaba con la vida de verdad, se echaba a un lado. Las sensaciones que le embargaban ahora se asemejaban a las de un hombre que está atravesando tranquilamente un precipicio por un puente y de pronto advierte que el puente se desmorona y que bajo sus pies se abre el abismo. Ese abismo era la vida real, y el puente la vida artificial que había llevado Alekséi Aleksándrovich.