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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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«Todo eso es de lo más normal —pensaban—, pero carece de interés y de importancia, porque siempre ha sido así. Es siempre la misma cosa. Ni siquiera es necesario pensar en ello, pues es algo que nos viene dado. Y nosotros queremos inventar algo propio, algo nuevo. Por eso se nos ocurrió poner las frambuesas en una taza y cocerlas al calor de una vela, así como beber la leche a chorros. Es algo divertido y nuevo, y en ningún caso peor que beber en la taza.

»¿Acaso no es lo mismo que hacemos nosotros, lo mismo que hago yo cuando trato de servirme de la razón para descubrir el significado de las fuerzas de la naturaleza y el sentido de la vida humana?», siguió pensando Levin.

«¿Y acaso no es lo mismo que hacen todas las teorías filosóficas cuando tratan de llevar al hombre por el camino del pensamiento, un camino extraño y que le resulta ajeno, al conocimiento de algo que sabe desde hace tiempo, y además con tanta seguridad que sin eso no podría vivir? ¿No se advierte con toda claridad en el desarrollo de la teoría de cualquier filósofo que conoce de antemano, y de manera tan certera como el campesino Fiódor, en ningún caso con mayor claridad, el sentido principal de la vida y que sólo busca volver, por el incierto camino de la inteligencia, a lo que todos conocemos?

«Supongamos que se dejara a los niños arreglárselas solos, fabricar sus propios platos, ordeñar a las vacas, etcétera. ¿Harían travesuras? Se morirían de hambre. ¡Pues que prueben a dejarnos solos a nosotros con nuestras pasiones y nuestros pensamientos, sin el concepto de un Dios único y creador! O sin el concepto de lo que es el bien, sin ninguna explicación de lo que es moralmente malo.

»¡Tratad de construir algo sin esos conceptos!

»No hacemos más que destruir, porque estamos espiritualmente saciados. ¡Igual que los niños!

»¿De dónde me viene ese conocimiento gozoso, común con el del campesino, que me proporciona esa tranquilidad de espíritu? ¿De dónde lo he sacado?

»Después de haber sido educado en la idea de Dios, en los valores cristianos, después de haber llenado toda mi vida con los bienes espirituales que me concedió el cristianismo, rebosando de ellos, viviendo por ellos, los destruyo sin entenderlos, lo mismo que esos niños; es decir, quiero destruir aquello por lo que vivo. Y en cuanto llega un momento importante de mi vida, como los niños cuando tienen hambre y frío, me dirijo a Él, y, aún menos que los niños, a quienes su madre reprende por sus travesuras infantiles, siento que mis infantiles tentativas de salirme con la mía no se me tendrán en cuenta.

»Porque lo que sé no me lo ha revelado la razón, sino que se me ha dado, se me ha revelado; lo sé gracias al corazón y a las enseñanzas esenciales de la Iglesia.

»¿La Iglesia? ¡La Iglesia!», repitió Levin para sus adentros, y, volviéndose del lado contrario y apoyándose en un brazo, se puso a contemplar en lontananza un rebaño que bajaba por la otra orilla del río.

»Pero ¿puedo creer en todo lo que enseña la Iglesia? —pensó, sacando a colación, como si quisiera ponerse a prueba, todos los argumentos que podían destruir la serenidad que había alcanzado. Se puso a recordar a propósito las doctrinas de la Iglesia que siempre le habían parecido extrañas y habían minado su fe—. ¿La creación? ¿Y cómo me explicaba yo la existencia? ¿Por la existencia misma? ¿Como algo que surge de la nada? ¿Y el diablo y el pecado? ¿Y cómo me explicaba el mal?... ¿El Redentor?

»Pero el caso es que no sé nada ni puedo saber nada, más allá de lo que les ha sido revelado a todos.»

Ahora le parecía que ninguna de las doctrinas de la Iglesia destruía lo principal: la fe en Dios y en el bien como única misión del hombre.

Cada dogma de la Iglesia podía sustituirse por el propósito de vivir para la verdad y no para uno mismo. Y no sólo no había ninguna creencia que perjudicara esta aspiración, sino que todas ellas eran indispensables para que se cumpliera el milagro esencial que continuamente se verificaba en la tierra: a saber, que millones de personas de todo género y condición, sabios y necios, niños y ancianos, lo mismo los campesinos que Lvov y Kitty, lo mismo los reyes que los mendigos, aceptaran una misma cosa como incuestionable y abrazaran esa vida espiritual que era la única por la que merecía la pena vivir, la única que tenía algún valor.

Tumbado de espaldas, contemplaba ahora el cielo alto y despejado. «¿Acaso no sé que es el espacio infinito y no una bóveda? Pero, por más que entorne los ojos y aguce la vista, no puedo dejar de verlo redondo y limitado, y, a pesar de mis conocimientos del espacio infinito, tengo razón cuando me imagino una bóveda azul sólida, mucha más razón que cuando me esfuerzo por ver más allá.»

Levin había dejado de pensar, y sólo prestaba oídos a unas voces misteriosas que hablaban entre sí, tan pronto alegres como preocupadas.

«¿Será eso la fe? —se dijo, sin atreverse a creer en su felicidad—. ¡Gracias, Dios mío!», profirió, ahogando los sollozos que le subían a la garganta y enjugándose con ambas manos las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.

 

XIV

Al volver la vista al rebaño que tenía enfrente, distinguió su tartana, tirada por Voroni, y también a su cochero, que se había acercado al rebaño para decirle algo al pastor. No tardó en oír, ya cerca de donde él estaba, el ruido de las ruedas y los resoplidos del magnífico caballo, pero estaba tan absorto en sus reflexiones que ni siquiera se le ocurrió pensar para qué iría a buscarle el cochero.

Sólo se lo preguntó cuando éste, ya casi a su altura, lo llamó:

–Me envía la señora. Ha llegado su hermano acompañado de un señor.

Levin subió a la tartana y cogió las riendas.

Como si acabara de despertarse de un sueño profundo, tardó en hacerse cargo de la situación. Miraba el magnífico caballo, que tenía cubiertas de espuma las ancas y la parte del cuello que rozaban las riendas; examinaba al cochero Iván, que iba sentado a su lado, y se acordaba de que estaba esperando la llegada de su hermano, de que su mujer probablemente estaba intranquila por su larga ausencia, y trataba de adivinar quién sería el invitado que había venido. Y tanto su hermano, como su mujer y el invitado desconocido se le presentaban ahora bajo un aspecto distinto. Tenía la impresión de que a partir de ese momento sus relaciones con los demás serían diferentes.

«Con mi hermano desaparecerá la distancia que siempre ha habido entre nosotros. Dejaremos de discutir. No volveré a reñir con Kitty. Y con el invitado, sea quien sea, seré afable y bueno. También con los criados y con Iván me portaré de otra manera.»

Mientras frenaba con las tensas riendas al excelente caballo, que resoplaba con impaciencia, como si reclamara que le dejaran correr más deprisa, Levin contemplaba a Iván, que, no sabiendo qué hacer con sus manos desocupadas, no paraba de apretarse la camisa, hinchada por el viento, y buscaba un pretexto para entablar conversación. Estuvo a punto de decirle que no debía apretar tanto la cincha, pero habría parecido un reproche, y él deseaba decirle algo amable. Pero no le venía a la cabeza ninguna otra cosa.

–Haga el favor de ir por la derecha, señor. Ahí hay un tocón —dijo el cochero, tirando de las riendas.

–¡Te ruego que no me toques ni me des lecciones! —exclamó Levin, irritado por la intervención del cochero.

Sus palabras le habían enfadado, como de costumbre. Entonces se dio cuenta con pesar de lo equivocado que estaba al suponer que su estado de ánimo pudiera cambiar de inmediato su relación con la realidad.

Un cuarto de versta antes de llegar a la casa, vio a Grisha y a Tania, que corrían a su encuentro.

–¡Tío Kostia! Por ahí viene mamá con el abuelo, Serguéi Ivánovich y un invitado —le dijeron, subiéndose en la tartana.

–¿Quién es?

–Un señor que da mucho miedo. No para de hacer así con los brazos —dijo Tania, poniéndose en pie e imitando a Katavásov.

–Pero ¿es joven o viejo? —preguntó Levin entre risas, pues los gestos de Tania le recordaban a alguien.

«¡Ah, con tal de que no sea una persona desagradable!», pensó.

En cuanto doblaron un recodo del camino y vieron al grupo que venía a su encuentro, reconoció a Katavásov, que llevaba un sombrero de paja y hacía esos movimientos con los brazos al andar que Tania había imitado tan bien.

A Katavásov le gustaba mucho hablar de filosofía, aunque sus nociones sobre el particular se basaban en las opiniones de los naturalistas, que nunca se han ocupado en serio de esa cuestión. En los últimos tiempos de su estancia en Moscú Levin había discutido mucho con él.

Lo primero que le vino a la cabeza cuando le vio fue una conversación en la que Katavásov creía haber quedado por encima.

«No discutiré ni expondré mis opiniones de manera irreflexiva por nada del mundo», pensó.

Después de apearse de la tartana y de saludar a su hermano y a Katavásov, Levin preguntó por su mujer.

–Se ha ido con Mitia a Kolok —era un bosque cercano a la casa– porque en casa hace mucho calor —respondió Dolly.

Levin siempre había desaconsejado a su mujer que llevara al niño al bosque, pues lo consideraba peligroso, de manera que la noticia le disgustó.

–Va con él de un lado para otro —dijo el príncipe sonriendo—. Le he aconsejado que lo lleve a la nevera.

–Quería ir luego al colmenar. Pensaba que tú estabas allí. Es a donde nos dirigimos nosotros —dijo Dolly.

–Bueno, ¿y qué haces ahora? —le preguntó Serguéi Ivánovich, que se había separado de los demás para unirse a su hermano.

–Nada de particular. Me ocupo de las labores de la hacienda, como siempre —respondió Levin—. ¿Vas a quedarte muchos días? Hace tiempo que te esperábamos.

–Un par de semanas. Tengo mucho que hacer en Moscú.

Al pronunciar estas palabras, los ojos de los dos hermanos se encontraron, y Levin, a pesar de su deseo, especialmente intenso en esos momentos, de tener unas relaciones amistosas y, sobre todo, sencillas con su hermano, se dio cuenta de que se sentía incómodo mirándolo. Bajó la vista sin saber qué decir.

Buscando temas de conversación que pudieran agradar a Serguéi Ivánovich y lo distrajeran de la guerra en Serbia y de la cuestión eslava, a las que había aludido al mencionar sus ocupaciones de Moscú, Levin se refirió a su libro.

–¿Ha salido alguna reseña de tu libro? —preguntó.

Serguéi Ivánovich sonrió al oír esa pregunta tan premeditada.

–Nadie se ha interesado por él, y yo menos aún —dijo—. Mire, Daria Aleksándrovna, va a llover —añadió, señalando con el paraguas unas nubecillas blancas que habían aparecido sobre las copas de los álamos.

Y bastaron esas palabras para que entre los dos hermanos se restablecieran esas relaciones no hostiles, pero sí frías, que Levin quería evitar a toda costa.

Levin se acercó a Katavásov.

–Ha hecho usted muy bien decidiéndose a venir —le dijo.

–Hace tiempo que lo tenía pensando. Ahora podremos discutir con calma. ¿Ha leído usted a Spencer?

–No lo he terminado —respondió Levin—. En cualquier caso, ya no lo necesito.

–¿Por qué? Es muy interesante.

–Lo que quiero decir es que me he convencido de una vez por todas de que la solución a las cuestiones que me interesan no la encontraré en ese libro ni en otros semejantes. Ahora...

Pero de pronto se quedó sorprendido de la expresión de calma y serenidad que se reflejaba en el rostro de Katavásov y decidió no iniciar una conversación que, además de quebrantar el propósito que se había hecho, destruiría su estado de ánimo, algo que lamentaría en el alma.

–Bueno, ya hablaremos más tarde —dijo por fin—. Si quieren ir ustedes al colmenar, es mejor que vayamos por ese sendero —añadió, dirigiéndose a los demás.

Se internaron por un sendero angosto que les llevó a un prado sin segar, cubierto por un lado de pensamientos de colores brillantes, entreverados de altos arbustos verdinegros de eléboro. Levin instaló a sus invitados en unos bancos y troncos colocados allí para los visitantes que tenían miedo de las abejas, a la sombra densa y fresca de los álamos, mientras él se dirigía a la cabaña en busca de pan, pepinos y miel fresca para los mayores y los pequeños.

Tratando de no hacer movimientos bruscos y prestando oídos a las abejas cada vez más numerosas que volaban a su lado, siguió el sendero hasta llegar a la isba. A punto de llegar a la puerta, una abeja empezó a zumbar, porque se le había enredado en la barba, pero la liberó con mucho cuidado. Al entrar en el sombrío zaguán, cogió una red que estaba colgada de la pared, se la puso y, metiéndose las manos en los bolsillos, entró en el recinto cerrado del colmenar, donde, dispuestas en filas regulares unidas a los palos con estacas de tilo, en medio de un campo segado, se alzaban las viejas colmenas, cada una con su propia historia, que él conocía bien, y a lo largo de la cerca se veían las nuevas, instaladas ese mismo año. Delante de la entrada de las colmenas nubes de abejas y zánganos revoloteaban y se arremolinaban en un mismo lugar, y entre ellos pasaban las obreras, volando siempre en la misma dirección, hacia los tilos floridos del bosque, de donde regresaban a la colmena con su botín.

Y en los oídos de Levin resonaban sin parar los sonidos más diversos, tan pronto el zumbido de una obrera ocupada en su labor, que pasaba volando rápidamente, como el trompeteo de un zángano ocioso o el aleteo de unas centinelas alarmadas, que defendían sus bienes del enemigo, dispuestas a picar. El anciano estaba cepillando un aro al otro lado de la cerca y no había visto a Levin. Este se detuvo en medio del colmenar y no le llamó.

Se alegraba de poder pasar un rato solo, para poder recobrarse del choque con la realidad, que en apenas un momento había conseguido rebajar su euforia.

Se acordó de que ya había tenido tiempo de enfadarse con Iván, de mostrarse seco con su hermano y de hablar con ligereza a Katavásov.

«¿Es posible que no haya sido más que un estado de ánimo fugaz, que pasa sin dejar huella?», se preguntó.

Pero en ese mismo instante recuperó su disposición de antes y sintió con alegría que en su interior se había producido algo nuevo e importante. La realidad sólo había velado temporalmente la paz espiritual que había alcanzado, pero ésta seguía intacta en su corazón.

De la misma manera que las abejas que en esos momentos revoloteaban a su alrededor, amenazándolo y distrayéndolo, le impedían gozar de una calma física completa, obligándole a encogerse para esquivarlas, las preocupaciones que le habían rodeado desde el instante en que se subió a la tartana le habían privado de la serenidad interior; pero la situación sólo se había prolongado mientras había tenido que hacerles frente. Igual que sus fuerzas físicas no habían sufrido merma alguna, a pesar de las abejas, seguía conservando íntegra la fuerza espiritual, de la que sólo ahora había tomado conciencia.

 

XV

—¿Sabes, Kostia, con quién ha coincidido Serguéi Ivánovich en el tren? —preguntó Dolly, después de repartir los pepinillos y la miel entre los niños—. ¡Con Vronski! Se va a Serbia.

–¡Y además se lleva un escuadrón que paga de su propio bolsillo! —intervino Katavásov.

–Muy propio de él —dijo Levin—. ¿Es que siguen marchándose voluntarios? —añadió, mirando a Serguéi Ivánovich.

Éste no le contestó porque en esos momentos, armado de un cuchillo romo, estaba intentando sacar cuidadosamente de la taza, en la que había un pedazo de panal, una abeja aún viva que se había quedado pegada a la miel líquida.

–¡Ya lo creo! ¡Tendría que haber visto usted cómo estaba ayer la estación! —exclamó Katavásov, mordiendo ruidosamente un pepinillo.

–¿Y cómo hay que entender esto? Por el amor de Dios, Serguéi Ivánovich, explíqueme usted adonde van todos esos voluntarios y contra quién combaten —preguntó el viejo príncipe, con el deseo evidente de prolongar una conversación iniciada en ausencia de Levin.

–Contra los turcos —respondió Serguéi Ivánovich, sonriendo tranquilamente, después de liberar a la abeja, negra de miel, que agitaba las patas con impotencia, y de depositarla con el cuchillo en una fuerte hoja de álamo.

–Pero ¿quién les ha declarado la guerra a los turcos? ¿Iván Ivánovich Ragózov y la condesa Lidia Ivánovna en compañía de la señora Stahl?

–Nadie les ha declarado la guerra, pero la gente se compadece de los padecimientos de su prójimo y desea ayudarlo —dijo Serguéi Ivánovich.

–Pero el príncipe no se refiere a la ayuda —intervino Levin, tomando partido por su suegro—, sino a la guerra. Lo que dice el príncipe es que unos particulares no pueden participar en una guerra sin el permiso del gobierno.

–¡Mira, Kostia, una abeja! ¡Seguro que nos pica! —exclamó Dolly, espantando una avispa.

–No es una abeja, sino una avispa —dijo Levin.

–Bueno, vamos a ver, ¿cuál es su teoría? —preguntó Katavásov a Levin con una sonrisa, deseando enzarzarle en una discusión—. ¿Por qué unos particulares no tienen derecho a ir a la guerra?

–Mi teoría es la siguiente: por un lado, la guerra es algo tan bestial, cruel y horrible que ningún ser humano, no digo ya un cristiano, puede asumir la responsabilidad de iniciarla. Es algo que compete al gobierno, que está para eso y que a veces se ve abocado a tomar decisiones así. Por otro lado, tanto la ciencia como el sentido común nos dicen que en los asuntos de Estado, sobre todo cuando se trata de una guerra, los ciudadanos renuncian a su voluntad personal.

Serguéi Ivánovich y Katavásov, que parecían tener los argumentos preparados, se pusieron a hablar al mismo tiempo.

–Pero puede darse el caso, mi querido amigo, de que el gobierno no cumpla la voluntad de los ciudadanos. Entonces la sociedad declara lo que quiere —dijo Katavásov.

Era evidente que Serguéi Ivánovich no apoyaba tal opinión porque, al oír las palabras de Katavásov, frunció el ceño y a continuación expuso un argumento distinto:

–Te equivocas al plantear la cuestión de ese modo. Aquí no se trata de una declaración de guerra, sino de una expresión de sentimientos cristianos y humanitarios. Están matando a nuestros hermanos de sangre y de religión. Supongamos que no fueran hermanos nuestros ni correligionarios, sino simplemente niños, mujeres y ancianos. Se produce un sentimiento de indignación, y el pueblo ruso se dispone a poner fin a esos horrores. Imagínate que fueras por la calle y vieras a un borracho golpeando a una mujer o a un niño. Creo que no te pararías a preguntar si se le había declarado o no la guerra a ese hombre, sino que te abalanzarías sobre él para defender a la víctima.

–Pero no lo mataría —dijo Levin.

–Sí que lo matarías.

–No lo sé. Si viera una cosa así, es posible que me dejara llevar por un sentimiento repentino, pero no puedo decirlo de antemano. En cualquier caso, en lo que respecta a la opresión de los eslavos, no existe ni puede existir ese sentimiento repentino.

–Puede que no exista para ti, pero sí para los demás —replicó Serguéi Ivánovich, frunciendo el ceño con aire descontento—. En el pueblo están vivas las leyendas sobre los ortodoxos que sufren bajo el yugo de los «infieles agarenos». El pueblo se ha enterado de los sufrimientos de sus hermanos y ha dejado oír su voz.

–Puede ser —dijo Levin evasivamente—, pero yo no lo veo. Yo también soy pueblo y no siento eso.

–Yo tampoco —dijo el príncipe—. Durante mi estancia en el extranjero, leía periódicos, y, debo reconocer que, antes de que se produjeran las atrocidades de Bulgaria, no podía entender de ninguna de las maneras por qué a los rusos les había entrado ese amor tan repentino por sus hermanos eslavos, cuando yo no lo sentía. Sufría mucho, pensaba que era un monstruo o que las aguas de Carlsbad habían tenido un efecto perjudicial en mi organismo. Pero, al volver a Rusia, me tranquilicé, porque vi que muchas otras personas se interesaban sólo por Rusia, no por sus hermanos eslavos. Por ejemplo, Konstantín.

–Las opiniones personales no significan nada en este caso —dijo Serguéi Ivánovich—. Las opiniones personales no cuentan cuando toda Rusia, el pueblo, ha declarado su voluntad.

–Pero perdóneme. Yo no lo veo así. El pueblo no tiene la menor idea —dijo el príncipe.

–Pero, papá... ¿cómo puedes decir eso? ¿Y el domingo en la iglesia? —preguntó Dolly, que había seguido la conversación—. Haz el favor de darme una toalla —le dijo al viejo, que contemplaba a los niños con una sonrisa—. No puede ser que todos...

–¿Y qué es lo que pasó el domingo en la iglesia? Al sacerdote le ordenaron que leyera un papel. Y él lo hizo. Pero los feligreses no entendieron nada y suspiraron, como hacen siempre que escuchan un sermón —prosiguió el príncipe—. Luego les dijeron que estaban recaudando fondos para una causa piadosa, y entonces ellos sacaron su kopek y lo dieron. Pero ni ellos mismos saben por qué lo hicieron.

–¿Cómo no va a saberlo el pueblo? El pueblo siempre tiene conciencia de su propio destino, y eso es algo que en momentos como el presente se pone de manifiesto con mayor claridad —dijo Serguéi Ivánovich, mirando al viejo apicultor.

El apuesto anciano, de barba negra y entrecana y espesos cabellos plateados, de pie con un tarro de miel en la mano, miraba a los señores con expresión afectuosa y serena, sin entender nada de lo que decían y sin manifestar el menor deseo de entenderlos.

–Así es —dijo, moviendo la cabeza con aire significativo cuando oyó las palabras de Serguéi Ivánovich.

–Pregúntele. Ya verá cómo no sabe nada ni tiene el menor interés —dijo Levin, y añadió, dirigiéndose al viejo—. ¿Has oído hablar de la guerra, Mijáilich? ¿Oíste lo que leyeron en la iglesia? ¿Qué opinas tú? ¿Debemos luchar para defender a los cristianos?

–¿Y qué vamos a opinar nosotros? El emperador Alejandro piensa por nosotros. Ya se encargará él de resolver estas cosas. Él lo ve todo mejor... ¿Quiere que traiga más pan? ¿Le doy más al niño? —le preguntó a Daria Aleksándrovna, señalando a Grisha, que estaba acabando de comer la corteza.

–No necesito preguntar —dijo Serguéi Ivánovich—. Hemos visto y seguimos viendo a cientos y cientos de personas que lo dejan todo para servir a una causa justa; acuden de todos los rincones de Rusia y expresan de forma clara y precisa su opinión y su objetivo. Contribuyen con unos céntimos o parten ellos mismos, diciendo sin ambages por qué lo hacen. ¿Qué significa eso?

–Significa, en mi opinión —replicó Levin, que empezaba a acalorarse—, que en un país de ochenta millones de habitantes siempre habrá no cientos, como ahora, sino decenas de miles de personas que han perdido su posición social, gente temeraria, dispuesta a cualquier cosa, ya sea unirse a la banda de Pugachov o marchar a Jiva 210o a Serbia...

–¡Te digo que no son cientos de individuos ni gente temeraria, sino los mejores representantes del pueblo! —exclamó Serguéi Ivánovich, tan alterado como si estuviera defendiendo sus últimos recursos—, ¿Y qué me dices de los donativos? Así expresa el pueblo su voluntad.

–La palabra «pueblo» es muy imprecisa —dijo Levin—. Puede que los escribanos provinciales, los profesores y tal vez uno de cada mil campesinos sepan lo que quiere decir. Los ochenta millones restantes, como Mijáilich, no sólo no manifiestan su voluntad, sino que ni siquiera tienen la menor idea de sobre qué deberían expresarla. Así pues, ¿qué derecho tenemos a decir que tal es la voluntad del pueblo?

 

XVI

Serguéi Ivánovich, gran experto en dialéctica, no se molestó en responder a esta pregunta y llevó la conversación a otro terreno.

–Si lo que pretendes es llegar a conocer el alma del pueblo recurriendo a la aritmética, te aseguro que lo tienes bastante difícil. En nuestro país no se ha introducido el sufragio, y no puede introducirse porque no expresaría la voluntad popular. Pero hay otros caminos para conocerla. Es algo que se percibe en el aire, que se siente con el corazón. No me refiero ya a esas corrientes subterráneas que se agitan en las aguas estancadas del pueblo y que resultan evidentes para cualquier hombre que carezca de prejuicios. Fíjate en la sociedad en el sentido estricto de la palabra. Los partidos más diversos del mundo intelectual, tan enfrentados antes, se han fundido en uno solo. Las discordias han cesado, todas las publicaciones dicen lo mismo, todos han sentido la fuerza elemental que los ha arrebatado y los lleva en una misma dirección.

–Que los periódicos dicen las mismas cosas es verdad —intervino el príncipe—. Y tanto las han repetido que parecen ranas antes de una tormenta. Por su culpa no se puede oír nada.

–No sé si son ranas o no lo son. No soy editor de periódicos, así que no voy a defenderlos. A lo que me refiero es a la unanimidad del mundo intelectual —dijo Serguéi Ivánovich, dirigiéndose a su hermano.

Levin se dispuso a replicar, pero el viejo príncipe se le adelantó.

–Sobre esa unanimidad se puede decir otra cosa —dijo—. Creo que conocen ustedes a mi yerno, Stepán Arkádevich. Pues acaban de nombrarlo miembro del Comité de no sé qué comisión... La verdad es que no me acuerdo. Vamos, una sinecura. ¡Creo, Dolly, que no es ningún secreto! Y, sin embargo, recibe un sueldo de ocho mil rublos. Si le preguntan ustedes si su cargo es útil, les demostrará que no puede haber otro más necesario. Es un hombre sincero, pero no puede dejar de creer en la utilidad de esos ocho mil rublos.

–Sí, Stepán Arkádevich me pidió que le comunicara a Daria Aleksándrovna que le han concedido ese cargo —dijo Serguéi Ivánovich, descontento, pues no acababa de entender a qué venía el comentario del príncipe.

–Lo mismo sucede con la unanimidad de los periódicos. Según me han explicado, en cuanto estalla una guerra, duplican sus ingresos. ¿Cómo no van a decir esas cosas del destino del pueblo, de los eslavos... y de todo lo demás?

–Hay muchos periódicos que no me gustan, pero eso es injusto —dijo Serguéi Ivánovich.

–Yo sólo les pondría una condición —prosiguió el príncipe—. Alphonse Karr 211lo expresó muy bien antes de la guerra con Prusia: «¿Consideran ustedes que la guerra es inevitable? Estupendo. Los que predican la guerra que formen un destacamento especial de asalto, que vayan en primera línea, a la cabeza de todos, y comanden los ataques».

–¡Pues sí que harían buen papel esos redactores! —exclamó Katavásov con una estruendosa carcajada, imaginándose a algunos redactores conocidos en esa legión escogida.

–Saldrían corriendo —dijo Dolly—. Así que no serían más que un estorbo.

–Y, si intentan escapar, que les lancen una descarga por detrás o que los persigan cosacos con látigos.

–Perdóneme, príncipe, pero eso es una broma, una broma de mal gusto —dijo Serguéi Ivánovich.

–No veo que sea una broma que... —empezó Levin, pero Serguéi Ivánovich lo interrumpió.

–Cada miembro de la sociedad está llamado a desempeñar la tarea que le corresponde —dijo—. Y los intelectuales cumplen con su cometido expresando la opinión pública. La expresión plena y unánime de la opinión pública constituye la principal contribución de la prensa, y al mismo tiempo un fenómeno que debería llenarnos de alegría. Hace veinte años habríamos callado, pero ahora se oye la voz del pueblo ruso, que está dispuesto a alzarse como un solo hombre y a sacrificarse por sus hermanos oprimidos; es un gran paso y una prueba de fuerza.

–Pero no se trata sólo de sacrificarse, sino de matar turcos —dijo tímidamente Levin—. El pueblo se sacrifica, y está dispuesto a seguir sacrificándose en beneficio de su alma, pero no para matar —añadió, relacionando, sin darse cuenta, el tema de la conversación con las ideas que tanto le preocupaban.

–¿Cómo en beneficio de su alma? Entienda usted que a un naturalista esa expresión le resulta bastante confusa. ¿Qué es el alma? —preguntó Katavásov, con una sonrisa.

–¡Ah, lo sabe usted de sobra!

–¡Le juro que no tengo la menor idea! —replicó Katavásov, riéndose a carcajadas.

–«No he venido a traer la paz, sino la espada», dice Cristo —replicó por su parte Serguéi Ivánovich, citando con toda naturalidad, como si fuera la cosa más comprensible del mundo, el pasaje del Evangelio que más desconcertaba a Levin.

–Así es —repitió el viejo, que seguía allí de pie, respondiendo a una mirada que Serguéi Ivánovich le había dirigido por casualidad.

–Sí, amigo mío, le hemos batido a usted en toda regla. ¡En toda regla! —gritó alegremente Katavásov.

Levin enrojeció de enojo, no por sentirse derrotado, sino por no haberse contenido y haberse puesto a discutir.

«No, no puedo discutir con ellos —pensó—. Ellos tienen una coraza impenetrable, y yo estoy desnudo.»

Veía que era imposible convencer a su hermano y a Katavásov, y más aún dejarse convencer por ellos. Lo que predicaban era la misma soberbia del intelecto que había estado a punto de destruirle. No podía aceptar que decenas de hombres, entre ellos su propio hermano, tuvieran derecho a decidir, basándose en lo que les habían contado unos centenares de voluntarios llegados a la capital, unos picos de oro, que tanto ellos como la prensa expresaban la voluntad y el pensamiento del pueblo, y además un pensamiento que encontraba su expresión en la venganza y el asesinato. No podía aceptarlo porque no veía la expresión de esos sentimientos en el pueblo, entre el que vivía, ni tampoco los encontraba en sí mismo (y no podía considerarse otra cosa que una de las personas que componían el pueblo ruso), y, sobre todo, porque, lo mismo que el pueblo, no sabía ni podía saber en qué consistía el bien común, pero sabía con certeza que sólo era posible alcanzarlo cuando uno se sometía por completo a esa ley del bien revelada a cada hombre. Por tanto, no podía desear la guerra ni predicarla, cualesquiera que fueran los propósitos comunes que se persiguieran. Compartía el punto de vista de Mijáilich y del pueblo, cuya manera de pensar había quedado plasmada en esa leyenda sobre la llamada a los varegos: «Reinad y gobernad sobre nosotros. Os prometemos gustosamente una obediencia completa. Aceptamos todo el trabajo, todas las humillaciones, todos los sacrificios; pero no nos encargaremos de juzgar ni de decidir». Y ahora el pueblo, según Serguéi Ivánovich, renunciaba a ese derecho, por el que había pagado un precio tan alto.

Le habría gustado decir que, si la opinión pública era un juez infalible, ¿por qué la revolución y la comuna no habrían de ser igual de legítimos que ese movimiento en favor de los eslavos? Pero con ese tipo de argumentos no les convencería. Lo único que tenía claro era que la discusión irritaba a Serguéi Ivánovich y que, por tanto, no tenía ningún sentido continuarla. Así pues, guardó silencio, no sin antes llamar la atención de sus invitados sobre las nubes que se estaban amontonando y aconsejarles que regresaran a casa.


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