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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Para llegar a los prados los hermanos tuvieron que atravesar el bosque. Serguéi Ivánovich admiraba esa vegetación lujuriante, le señalaba a su hermano tan pronto un viejo tilo, oscuro por el lado de la sombra, repleto de estípulas amarillas y a punto de florecer, como los tiernos brotes nuevos de otros árboles, que brillaban como esmeraldas. A Konstantín Levin no le gustaba hablar de las bellezas de la naturaleza ni tampoco escuchar comentarios al respecto. Era como si las palabras le hurtaran la belleza del espectáculo que se abría ante sus ojos. Asentía a lo que decía su hermano, pero involuntariamente pensaba en otra cosa. Una vez que salieron del bosque, concentró toda su atención en una colina puesta en barbecho, en la que las hierbas amarillentas alternaban con partes segadas en cuadro, montones de estiércol y parcelas labradas. Por el campo avanzaba una fila de carros. Levin los contó y se quedó satisfecho de que llevaran todo lo necesario. Al contemplar los prados, sus pensamientos pasaron a ocuparse de la siega, que siempre despertaba en su ánimo una emoción muy especial. Cuando llegaron, detuvo el caballo.

Como el rocío matinal aún empapaba el pie de los tallos, Serguéi Ivánovich, para no mojarse los zapatos, le pidió a su hermano que atravesara el prado con el cabriolé y le llevara hasta la sauceda de la orilla. Por mucho que le doliera a Levin aplastar la hierba, no le quedó más remedio que plegarse a su deseo. La hierba alta y blanda se enredaba en las patas del caballo y las ruedas, dejando sus semillas en los radios y los ejes.

Mientras su hermano se instalaba debajo de un arbusto y preparaba la caña, Levin ató el caballo a unos pasos de allí y se internó en el inmenso mar gris verdoso del prado, que en ese momento el viento no agitaba con su soplo. En los lugares que solían inundarse durante la crecida del río, la hierba sedosa, con las semillas granadas, le llegaba a la altura de la cintura.

Después de atravesar el prado, salió al camino, donde se encontró a un anciano con el ojo hinchado que llevaba un enjambre de abejas.

–¿Qué? ¿Las has cogido, Fomich? —preguntó.

–¡Que las voy a coger, Konstantín Dmítrich! Bastante apuros tengo para guardar las mías. Ya es la segunda vez que se me escapan... Menos mal que los muchachos las atraparon. Estaban arando los campos de usted. Desengancharon un caballo y las atraparon...

–Bueno, Fomich, ¿tú qué dices? ¿Empezamos a segar ya o esperamos un poco más?

–Pues no sé. Nosotros solemos aguardar hasta el día de San Pedro, pero usted siempre empieza antes. La hierba está muy crecida, gracias a Dios. El ganado tendrá suficiente.

–¿Y qué tiempo va a hacer?

–Eso es cosa de Dios. Tal vez haga bueno.

Levin se reunió con su hermano. Aunque no había pescado nada, Serguéi Ivánovich no se aburría y parecía de un humor excelente. Levin se daba cuenta de que, estimulado por la conversación con el médico, tenía ganas de hablar. En cuanto a él, quería volver a casa cuanto antes para dar órdenes de que al día siguiente se presentara una cuadrilla de segadores y resolver las dudas relativas a la siega, que tanto le preocupaban.

–Bueno, vámonos —dijo.

–¿Qué prisa tienes? Espera un poco. Pero ¡si estás empapado! Aunque no se pesca nada, se está bien aquí. Lo bueno que tiene esta clase de pasatiempos es que te ponen en contacto con la naturaleza. ¡Mira que hermosas están las aguas! Parecen de acero. ¿Sabes?, estos prados ribereños me recuerdan siempre aquella adivinanza: la hierba le dice al agua: a mecerse, a mecerse.

–No conozco esa adivinanza —replicó Levin con aire sombrío.

 

III

—A propósito, he estado pensando en ti —dijo Serguéi Ivánovich—. Por lo que me ha contado el médico, que parece un joven bastante despierto, en este distrito están pasando cosas inauditas. Te lo he dicho y te lo repito: no está bien que no partícipes en las reuniones y, en general, que te desentiendas de los asuntos de la asamblea. Si los hombres honrados se despreocupan, es natural que todo vaya de mal en peor. El dinero que entregamos lo emplean en pagar sueldos, y seguimos sin escuelas, ni practicantes, ni comadronas, ni farmacias, ni nada.

–Lo he intentado —replicó Levin en voz baja y con desgana—, pero no puedo. ¡Qué le vamos a hacer!

–¿Y qué es lo que no puedes? Reconozco que no lo entiendo. En tu caso no puede hablarse de indiferencia ni de incapacidad. ¿No será más que simple pereza?

–Nada de eso. Lo he intentado, pero me he dado cuenta de que no puedo hacer nada —dijo Levin.

No prestaba demasiada atención a lo que decía su hermano. Con la mirada perdida en los campos labrados de la otra orilla, trataba de identificar, sin conseguirlo, un bulto negro: ¿era un caballo o el administrador a lomos de su montura?

–¿Por qué no puedes hacer nada? Has hecho un intento y, al no conseguir lo que pretendías, te has dado por vencido. ¿Es que no tienes amor propio?

–¡Qué tiene que ver aquí el amor propio! —exclamó Levin, herido en lo vivo por las palabras de su hermano—. Si en mis tiempos de universitario me hubiesen dicho que era incapaz de comprender el cálculo integral como mis compañeros, podría apelarse al amor propio. Pero en el caso que nos ocupa habría que estar convencido de antemano de que esas actividades requieren unas habilidades concretas y, sobre todo, que todas esas cuestiones son muy importantes.

–¿Cómo? ¿Y acaso no lo son? —preguntó Serguéi Ivánovich, a quien ofendía que su hermano no concediera importancia a asuntos que a él le parecían capitales, y, sobre todo, que apenas pusiera atención a sus palabras.

–No me interesan ni me preocupan, ¡qué le vamos a hacer!... —respondió Levin.

En aquel punto negro había distinguido ya la figura de su administrador. Probablemente había dicho a los trabajadores que dejaran sus tareas, pues estaban dando la vuelta a los arados. «¿Habrán acabado ya?», pensó.

–Bueno, mira —dijo el hermano mayor, y su rostro agraciado e inteligente se ensombreció—, hay un límite para todo. Está muy bien ser un tipo estrafalario y sincero, despreciar la falsedad. Conozco todo eso. Pero lo que acabas de decir no tiene sentido, es una aberración. ¿Cómo te puede dejar indiferente que ese pueblo al que tanto dices amar... —«Jamás he pretendido tal cosa», pensó Konstantín Levin—... muera sin que nadie lo socorra? Las comadronas incompetentes matan a los niños, y el pueblo, sumido en la ignorancia, sigue en poder de cualquier escribiente. Se te conceden medios para cambiar ese estado de cosas, pero no haces nada porque no lo consideras importante.

Y Serguéi Ivánovich le planteó el siguiente dilema: o era tan simple que no comprendía todo lo que podía hacer o no quería sacrificar su tranquilidad, su orgullo o lo que fuera.

Konstantín Levin comprendió que no le quedaba otra salida que someterse o confesar su falta de interés por el bien común. Y esa constatación le ofendió y le entristeció.

–Las dos cosas —dijo con resolución—. No veo que sea posible...

–¿Cómo? ¿Acaso no sería posible, si se administrara mejor el dinero, ofrecerles asistencia médica?

–No, tal como yo lo veo... Me parece imposible proporcionar asistencia médica a todo el mundo en nuestro distrito, con sus cuatro mil verstas cuadradas, sus caminos impracticables durante el deshielo, sus tormentas de nieve y las labores estacionales del campo. Además, si te soy sincero, no creo en la medicina.

–Permíteme que te lo diga, pero eso es injusto... Podría ponerte miles de ejemplos... ¿Qué pasa con las escuelas?

–¿Y para qué valen?

–Pero ¿qué dices? ¿Acaso puede dudarse de la utilidad de la instrucción? Si es buena para ti, lo es para cualquiera.

Konstantín Levin se dio cuenta de que, con ese dilema de orden moral, su hermano lo había acorralado. Y, presa de la irritación, acabó confesando, aun sin proponérselo, el principal motivo de su indiferencia por el bien común.

–Puede que todo eso esté bien. Pero ¿por qué iba a preocuparme de poner en marcha unos dispensarios que jamás voy a utilizar o unas escuelas a las que nunca voy a enviar a mis hijos y a las que los campesinos tampoco querrán mandar a los suyos? Por lo demás, no acabo de tener claro que esa medida les beneficie.

Serguéi Ivánovich tardó un momento en recobrarse de la sorpresa que le había causado aquella manera inesperada de afrontar la cuestión. Pero en seguida ideó un nuevo plan de ataque.

Después de guardar silencio unos instantes, sacó el anzuelo, volvió a lanzar y, sonriendo, se dirigió a su hermano:

–Vamos a ver... En primer lugar, se necesitan dispensarios. Ya has visto que para atender a Agafia Mijáilovna ha habido que mandar a buscar al médico del distrito.

–Sí, pero me parece que le va a quedar la mano torcida.

–Eso todavía está por ver... Por otro lado, un campesino o un trabajador que sepa leer y escribir te será de mayor utilidad y provecho.

–No estoy de acuerdo. Pregúntaselo a quien quieras —respondió Konstantín Levin con determinación—. Los campesinos instruidos trabajan bastante peor que los otros. No hay manera de conseguir que arreglen los caminos; y, en cuanto se construye un puente, roban las tablas.

–En cualquier caso, no se trata de eso —dijo Serguéi Ivánovich, frunciendo el ceño, pues no le gustaban las contradicciones, y mucho menos que se saltara continuamente de un tema a otro, sacando a colación argumentos nuevos que no tenían relación entre sí, de manera que uno no sabía a cuál responder—. Permíteme, ¿reconoces que la instrucción es beneficiosa para el pueblo?

–Sí —se le escapó a Levin, y acto seguido se dio cuenta de que había dicho algo que no pensaba. Sabía que si aceptaba ese punto, su hermano le demostraría que no estaba diciendo más que bobadas desprovistas de sentido. No sabía a qué argumentos recurriría, pero no le cabía la menor duda de que emplearía deducciones lógicas, y aguardaba a ver cómo lo hacía.

Serguéi Ivánovich echó mano de un argumento mucho más sencillo de lo que Levin había esperado.

–Si reconoces que la instrucción es beneficiosa —dijo Serguéi Ivánovich—, como hombre honrado que eres no puedes dejar de interesarte y simpatizar con esa obra, como tampoco negarte a favorecerla.

–Pero si todavía no he reconocido que esa obra sea buena —replicó Konstantín Levin, ruborizándose.

–¿Cómo? Pero si acabas de afirmar...

–No, no la creo buena ni posible.

–Eso no puedes saberlo si antes no haces la prueba.

–Bueno, supongamos que sea como tú dices —concedió Konstantín sin la menor convicción—. Lo que no acabo de entender es por qué tengo que preocuparme yo de esa cuestión.

–¿Lo dices en serio?

–Bueno, ya que hemos empezado a hablar, haz el favor de explicarme todo esto desde un punto de vista filosófico —le propuso Levin.

–No entiendo qué tiene que ver la filosofía en todo esto —replicó Serguéi Ivánovich, y por su tono de voz se veía que no reconocía a su hermano ningún derecho a hablar de filosofía. Ese detalle irritó a Levin.

–¡Pues voy a decírtelo! —exclamó—. Creo que el móvil de todos nuestros actos es la felicidad personal. En estos momentos, en mi condición de noble, no veo que esas nuevas instituciones locales contribuyan a mi bienestar. Los caminos no son mejores ni pueden serlo; por lo demás, mis caballos me llevan igual por los buenos caminos que por los malos. No necesito médicos ni dispensarios. No necesito al juez de paz, al que no he recurrido nunca ni recurriré jamás. En cuanto a las escuelas, no sólo es que no me hagan ninguna falta, sino que hasta me parecen perjudiciales, como ya te he explicado. En mi caso, las nuevas instituciones locales se reducen a pagar un impuesto suplementario de dieciocho kopeks por hectárea, viajar a la ciudad, donde tengo que alojarme en habitaciones llenas de chinches, y escuchar toda clase de sandeces y vilezas. Y a ninguna de esas cosas me mueve mi interés personal.

–Perdona —le interrumpió Serguéi Ivánovich con una sonrisa—, pero el interés personal tampoco nos movía a trabajar en favor de la emancipación de los siervos, y, sin embargo, lo hicimos.

–¡No! —le interrumpió Konstantín Levin, cada vez más acalorado—. En el caso de la emancipación de los siervos se trataba de otra cosa. Ahí sí entraba el interés personal. Queríamos sacudirnos un yugo que oprimía a toda la gente de bien. Pero ser miembro del Consejo para deliberar sobre el número de poceros necesarios y cómo se deben instalar las cañerías en una ciudad en la que no vivo; ser miembro de un jurado y juzgar a un campesino que ha robado un jamón, pasarme seis horas escuchando todas las bobadas que dicen los fiscales y los abogados defensores, y oír cómo el presidente del tribunal pregunta, por ejemplo, a mi viejo Aliosha el tonto: «Señor acusado, ¿se reconoce usted culpable de haber robado un jamón?»... ¿Qué me dices?

Konstantín Levin, que había perdido el hilo de su argumentación, se puso a imitar al presidente del tribunal y a Aliosha el tonto. Le parecía que todo eso venía a cuento.

Pero Serguéi Ivánovich se encogió de hombros.

–¿Adonde quieres ir a parar?

–Sólo pretendo decir que defenderé siempre con todas mis fuerzas cualquier derecho que... afecte a mis propios intereses. Cuando en nuestros tiempos de estudiantes, la policía efectuaba un registro y leía nuestras cartas, estaba dispuesto a defender con todas mis fuerzas esos derechos; esto es, mis derechos a la educación y a la libertad. Me interesa el servicio militar obligatorio porque afecta a mi propio destino, y también al de mis hijos y al de mis hermanos. Estoy dispuesto a discutir las cosas que me afectan. Pero no veo qué sentido tiene ponerse a discutir en qué deben emplearse los cuarenta mil rublos de los fondos del zemstvoo qué castigo merece Aliosha el tonto.

Konstantín Levin parecía incapaz de detener ese torrente de palabras. Serguéi Ivánovich sonrió.

–Y, si mañana te procesaran a ti, ¿preferirías que te juzgaran los tribunales de antaño?

–No van a procesarme. No tengo intención de matar a nadie, así que no hay razón para ello —prosiguió Levin, saltando de nuevo a un asunto que no tenía nada que ver con el tema—. Las instituciones locales me recuerdan esas ramitas de abedul que clavábamos en la tierra el día de la Trinidad para que pareciesen uno de esos bosques que crecen en Europa de manera natural. ¿Acaso puedo regarlas con amor y creer que van a crecer?

Serguéi Ivánovich se limitó a encogerse de hombros. Con ese gesto quería dar a entender lo sorprendido que estaba de que hubieran salido a colación esas ramas de abedul, aunque enseguida comprendió lo que había querido decir su hermano.

–Un momento, no se puede razonar de esa manera —observó.

Pero Konstantín Levin, que se sentía culpable de preocuparse poco por el bien común, trató de justificarse.

–En mi opinión ninguna actividad puede tener efectos duraderos si no se basa en el interés personal. Es una verdad general, filosófica —prosiguió, repitiendo con determinación la palabra «filosófica», como si quisiera demostrar que tenía tanto derecho como cualquier otro a hablar de esa cuestión.

Serguéi Ivánovich volvió a sonreír.

«También él se ha forjado una suerte de filosofía para ponerla al servicio de sus inclinaciones», pensó.

–Bueno, deja en paz la filosofía —dijo—. El objetivo principal de la filosofía de todas las edades consiste precisamente en encontrar ese vínculo indispensable entre los intereses personales y los generales. Pero eso no tiene nada que ver con la cuestión que nos ocupa. Permíteme que corrija tu comparación. No hemos clavado en el suelo ramitas de abedul, sino que hemos plantado o sembrado árboles jóvenes, que hay que tratar con mucho cuidado. Las únicas naciones que tienen un porvenir, las únicas que tienen derecho a llamarse históricas, son aquellas que comprenden la importancia y el significado de sus instituciones y les conceden el valor debido.

De esa manera Serguéi Ivánovich llevó la cuestión al terreno de la filosofía de la historia, inaccesible para Konstantín Levin, y le demostró lo equivocado de su postura.

–En cuanto a eso de que no te gusta ocuparte de tales asuntos, perdona que te lo diga, pero se debe a nuestra pereza rusa, a nuestro señoritismo. Pero estoy seguro de que en tu caso es un error pasajero.

Konstantín Levin guardaba silencio. Se daba cuenta de que estaba vencido en toda regla, pero al mismo tiempo era consciente de que su hermano no había entendido lo que había querido decir. Pero ¿por qué? ¿Es que se había explicado mal? ¿O acaso Serguéi Ivánovich no había querido o no había podido comprenderle? En cualquier caso, no profundizó en esa cuestión. Sin objetar nada a su hermano, se puso a pensar en un asunto completamente distinto, de índole personal.

–Bueno, vámonos.

Mientras Serguéi Ivánovich enrollaba el último sedal, Konstantín Levin desató el caballo. Acto seguido los dos hermanos emprendieron el camino de regreso.

 

IV

La cuestión de índole personal que ocupaba a Levin durante la conversación con su hermano era la siguiente: el año anterior, mientras segaban el heno, se había enfadado con su administrador y había recurrido a su método habitual para calmarse: había tomado una guadaña de manos de un campesino y se había puesto a segar.

Esa faena le había gustado tanto que se aplicó a ella varias veces. Llegó a segar todo el prado que había enfrente de su casa; y ese año, desde la primavera, había tomado la decisión de pasar días enteros segando con los campesinos. Desde la llegada de su hermano no había hecho más que pensar si debía hacerlo o no. Le daba apuro dejar a su hermano solo tanto tiempo, y además temía que se burlara de él. Pero, al atravesar el prado y revivir las sensaciones que le había producido esa actividad, se mostró casi decidido a repetir la experiencia. Después de esa irritante conversación, volvió a acordarse de ese propósito.

«Necesito ejercicio físico; de otro modo se me agriará el carácter», decidió.

Y resolvió que iría a segar, por muy incómodo que se sintiera delante de su hermano y de los campesinos.

A la caída de la tarde Konstantín Levin entró en su despacho, dio las disposiciones oportunas sobre las faenas y mandó recado a las aldeas de que al día siguiente los braceros fueran a segar el prado de Kalínovo, que no sólo era el más grande, sino también el mejor.

–Y no olvide llevarle mi guadaña a Tit para que la afile y me la lleve mañana. Puede que me una a los segadores —dijo, tratando de disimular su turbación.

El administrador sonrió y dijo:

–Sí, señor.

Más tarde, mientras tomaban el té, Levin le dijo a su hermano:

–Parece que el buen tiempo va a continuar. Mañana empezaremos con las labores de la siega.

–Me gusta mucho ese trabajo —observó Serguéi Ivánovich.

–A mí me encanta. Algunas veces he segado con los campesinos y mañana pienso hacer lo mismo durante todo el día.

Serguéi Ivánovich levantó la cabeza y miró con curiosidad a su hermano.

–¿Cómo? ¿Que vas a pasarte el día entero trabajando como un campesino?

–Sí, es muy agradable —respondió Levin.

–Debe de ser un ejercicio físico excelente, pero no sé si podrás resistirlo —dijo Serguéi Ivánovich sin huella ninguna de ironía.

–Lo he probado antes. Es duro al principio, pero luego se acostumbra uno. Espero no quedarme rezagado...

–¡Vaya! Y dime una cosa, ¿qué piensan los campesinos de todo eso? Seguro que se burlan de las chifladuras del señor.

–No lo creo. Pero es un trabajo tan entretenido y a la vez tan exigente que no hay tiempo para pensar.

–¿Y vas a comer con ellos? Sería un poco violento que te enviaran allí una botella de Lafitte y un pavo asado.

–No, vendré a casa cuando se tomen un descanso.

A la mañana siguiente Konstantín Levin se levantó más temprano de lo habitual, pero se entretuvo un buen rato dando instrucciones sobre las labores de la hacienda y, cuando se unió a los segadores, éstos ya estaban empezando la segunda fila.

Desde lo alto de la colina podía ver las partes ya segadas, cubiertas de sombra, con las franjas grisáceas y los montones negros de los caftanes, que los braceros se habían quitado antes de meterse en faena.

A medida que se acercaba, fue distinguiendo las figuras de los segadores, unos en mangas de camisa, otros con el caftán puesto. Iban unos detrás de otros, en una larga fila, cada cual manejando la guadaña a su manera. Contó unos cuarenta y dos hombres.

Avanzaban despacio por la parte baja e irregular del prado, donde se alzaba la vieja presa. Levin conocía a algunos de ellos. Allí estaba el viejo Yermil, con una camisa blanca muy larga, blandiendo la guadaña muy encorvado; no lejos se afanaba el joven Vaska, su antiguo cochero, a quien bastaba un solo movimiento para abarcar toda la hilera. También se hallaba Tit, maestro de Levin en el arte de segar, un campesino menudo y delgado. Iba al frente de todos, sin inclinarse, y abría un ancho surco, moviéndose con tanta soltura que parecía jugar con la guadaña.

Levin se apeó del caballo, lo ató a un lado del camino y se unió a Tit. Éste cogió una guadaña que había entre los arbustos y se la entregó.

–Está lista, señor. Ya verá cómo corta. Parece una navaja de afeitar —dijo con una sonrisa, quitándose la gorra y entregándole la guadaña.

Levin la cogió y se puso a probarla. Una vez terminada la franja, los campesinos, alegres y sudorosos, salieron uno tras otro al camino y saludaron sonrientes a su señor. Todos le miraron, pero ninguno dijo nada hasta que un viejo alto, con el rostro afeitado y surcado de arrugas, vestido con una zamarra de piel de cordero, se acercó y le dirigió la palabra:

–Tenga cuidado, señor: una vez que se coge la guadaña, ya no hay modo de parar —exclamó, y Levin oyó risas contenidas entre los segadores.

–Trataré de no quedarme rezagado —replicó Levin, situándose detrás de Tit en espera de la señal.

–Tenga cuidado —repitió el anciano.

Tit le dejó sitio y Levin le siguió. La hierba que había al lado del camino era baja, y Levin, que hacía mucho tiempo que no segaba y se sentía azorado por las miradas de los campesinos, segó con torpeza al principio, a pesar de que se movía con energía. Se alzaron algunas voces a sus espaldas:

–La sujeta mal, el mango esta demasiado alto, mire cómo tiene que inclinarse —dijo uno.

–Apóyese más en el talón —le aconsejó otro.

–No pasa nada. Ya se irá acostumbrando —apuntó el anciano—. Mire, ya va mejor... No abarque tanto o se cansará... ¡Claro que cuando uno trabaja para sí mismo! Está dejando la hierba muy alta. En mis tiempos por una cosa así nos caía un buen golpe.

La hierba ya era más blanda. Levin escuchaba sin contestar y trataba de segar lo mejor que podía, siguiendo a Tit. Dieron unos cien pasos. Tit seguía avanzando, sin la menor muestra de fatiga, pero Levin temía no poder continuar, tan cansado estaba.

Dándose cuenta de que se estaba quedando sin fuerzas, decidió pedirle a Tit que hicieran un alto. Pero en ese mismo instante éste se detuvo, se agachó, cogió un manojo de hierba, limpió la guadaña y se puso a afilarla. Levin se enderezó con un suspiro y volvió la cabeza. El campesino que iba detrás de él también parecía cansado, porque en cuanto llegó a su altura se detuvo para afilar su guadaña. Tit afiló la suya y la de su señor, y ambos siguieron adelante.

En la segunda vuelta ocurrió lo mismo. Tit seguía moviéndose a un lado y a otro, sin detenerse ni dar muestras de cansancio. Levin le seguía, tratando de no quedarse rezagado, aunque cada vez le costaba más trabajo. Justo cuando sintió que había llegado al límite de sus fuerzas, Tit se detuvo otra vez para afilar las guadañas.

Así llegaron al final de la primera hilera, muy larga, que a Levin se le hizo especialmente penosa. A continuación, Tit se echó la guadaña al hombro y volvió con pasos lentos, pisando sobre las huellas que sus tacones habían dejado en la hierba. Levin lo imitó. A pesar de que el sudor le corría a chorros por la cara y le goteaba de la nariz, y de que tenía la espalda empapada, se sentía muy a gusto. Lo que más le complacía es que ahora estaba seguro de poder resistir.

Pero, al contemplar el trazado irregular del surco que había abierto, su alegría se esfumó. «Tengo que mover más el cuerpo y menos los brazos», pensó, comparando su hilera torcida con la de Tit, que parecía trazada a cordel.

Se dio cuenta de que Tit había segado la primera fila especialmente deprisa, sin duda para poner a prueba a su señor, y que además ésta era muy larga. Las siguientes no le pusieron en tantos aprietos, pero de todos modos tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no quedarse rezagado.

No pensaba en nada y su único deseo consistía en no quedarse atrás, en hacer su trabajo lo mejor posible. Sólo oía el susurro de las guadañas y veía ante sí la figura erguida de Tit, alejándose, el semicírculo segado, la hierba y las cabezas de las flores, que caían despacio, en suaves olas, bajo el filo de la guadaña, y más allá el extremo del prado, con su promesa de descanso.

De pronto, en mitad de la labor, notó en los hombros ardientes y cubiertos de sudor una sensación de frescura que en un principio no supo a qué atribuir. Mientras afilaban las guadañas levantó la vista al cielo: un nubarrón bajo e hinchado lo cubría, y caían gruesas gotas. Algunos campesinos fueron a ponerse el caftán; otros, como el propio Levin, se quedaron donde estaban, disfrutando del agradable frescor de la lluvia.

Segaban una hilera tras otra. Unas eran largas, otras cortas; en algunos casos la hierba era dura, en otros blanda. Levin perdió la noción del tiempo. No tenía la menor idea de si era tarde o temprano. Se había producido un cambio en su forma de trabajar que le proporcionaba un inmenso placer. Había momentos en los que se olvidaba de lo que estaba haciendo y la labor se le antojaba fácil; en tales ocasiones la franja le quedaba casi tan regular y perfecta como la de Tit. Pero en cuanto se esforzaba por concentrarse y esmerarse, volvía a sentir el peso del trabajo y la fila le salía peor.

Acababan de terminar una nueva franja, y Levin se disponía a empezar otra cuando Tit se detuvo, se acercó al anciano y le dijo algo en voz baja. Ambos miraron la posición del sol. «¿De qué estarán hablando? ¿Por qué se habrán parado?», pensó Levin, sin darse cuenta de que aquellos hombres llevaban segando al menos cuatro horas seguidas.

–Es hora de desayunar, señor —dijo el anciano.

–¿Ya? Bueno, pues desayunen.

Levin entregó la guadaña a Tit y, en compañía de los demás campesinos, que iban en busca de los caftanes, donde tenían el pan, se dirigió al lugar donde estaba su caballo, atravesando el prado segado, ligeramente humedecido por la lluvia. Sólo entonces se dio cuenta de que se había equivocado en sus previsiones: la lluvia iba a mojar el heno.

–Se va a estropear —dijo.

–No, señor. Como decimos nosotros, se debe segar con lluvia y rastrillar con sol —dijo el anciano.

Levin desató el caballo y se fue a su casa a tomar café.

Serguéi Ivánovich acababa de levantarse. Levin se bebió una taza y volvió al prado antes de que su hermano tuviera tiempo de vestirse y bajar al comedor.

 

V

Después del desayuno Levin ocupó un lugar distinto de la fila, entre un viejo bromista, que le invitó a ponerse a su lado, y un muchacho que se había casado en otoño y era la primera vez que segaba.

El anciano, muy erguido, iba delante, dando grandes pasos con los pies vueltos hacia fuera, y con sus movimientos regulares y medidos, que parecían no costarle un esfuerzo mayor que balancear los brazos al andar, como si estuviera jugando, dejaba una hilera larga y uniforme de heno. Era como si la guadaña cortara por sí sola la jugosa hierba.

Detrás de Levin iba el joven Mishka. Su rostro lozano y agradable, con los cabellos ceñidos por una corona de hierba fresca, estaba desencajado por el esfuerzo; pero, en cuanto alguien le miraba, sonreía. Por lo visto, prefería morir antes que reconocer que la tarea le resultaba penosa.

Levin iba entre ellos. A la hora de más calor, la siega no le parecía tan agotadora. El sudor que empapaba su cuerpo le refrescaba, mientras el sol, que le quemaba la espalda, la cabeza y los brazos, remangados hasta el codo, le daba fuerza y perseverancia en el trabajo. Cada vez eran más frecuentes esos momentos de inconsciencia, en los que le era posible no pensar en lo que estaba haciendo. La guadaña parecía moverse sin su intervención. Eran momentos de felicidad. Y más satisfecho se sentía aún cuando, al acercarse al río que marcaba el límite del prado, el anciano secaba su guadaña con un manojo de hierba espesa y húmeda, limpiaba su acero en el agua fresca, llenaba su taza de hojalata y se la ofrecía.

–¡Tome un trago de mi kvas! 43¡Ya verá qué bueno está! —le decía, guiñándole el ojo.

Y en efecto, Levin tenía la impresión de que jamás había tomado una bebida mejor que esa agua con hebras de hierba flotando y ese regusto a óxido del recipiente. Acto seguido venía ese maravilloso y lento paseo con la guadaña en la mano, durante el cual se podía enjugar el sudor, que le corría a chorros, respirar a pleno pulmón y contemplar la larga fila de segadores, así como los campos y el bosque.

Cuanto más segaba Levin, más frecuentes eran esos momentos en que se olvidaba de todo. Entonces parecía como si no fueran los brazos los que movían la guadaña, sino ésta la que arrastraba ese cuerpo lleno de vida y consciente de sí mismo. Sin pensar siquiera, como por arte de magia, el trabajo se iba realizando como por sí solo, y además con la mayor precisión y exactitud. Eran los momentos de mayor satisfacción.

La labor sólo resultaba penosa cuando había que interrumpir ese movimiento inconsciente y volver a pensar, cuando se topaban con un montículo o con unas acederas sin arrancar. El anciano lo hacía con facilidad. Cuando se encontraba con un montículo, trazaba un movimiento distinto y, sirviéndose del talón o de la punta de la guadaña, daba pequeños golpes a ambos lados hasta que nivelaba el terreno. Y al hacerlo observaba y examinaba todo lo que le rodeaba. Tan pronto arrancaba un tallo, lo mordisqueaba o se lo ofrecía a Levin, como apartaba una rama con la punta de la guadaña, o contemplaba un nido de codornices, del que salía volando la hembra, o cogía una serpiente que se cruzaba en su camino y, levantándola con la guadaña como si fuera un tenedor, la arrojaba a un lado, después de habérsela enseñado a Levin.


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