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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–El mejor remedio es no hacer nada —insistió, con una sonrisa sutil—. Hace tiempo que se lo tengo dicho —añadió, dirigiéndose a Liza Merkálova—: para no aburrirse es necesario pensar que uno no se va a aburrir. Lo mismo les sucede a quienes padecen de insomnio: no deben pensar que no van a dormirse. Eso es lo que acaba de decirle Anna Arkádevna.

–Me habría gustado mucho decir algo así —replicó Anna con una sonrisa—, porque no sólo es ingenioso, sino también muy cierto.

–Pero, dígame, ¿por qué es tan difícil dormir y tan fácil aburrirse?

–Tanto para dormir bien como para divertirse es preciso trabajar.

–¿Y para qué voy a trabajar cuando nadie necesita mi trabajo? Y yo no quiero fingir. Además, no se me da bien.

–Es usted incorregible —dijo Strémov, sin mirarla, y volvió a dirigirse a Anna.

Como no había coincidido mucho con ella, sólo podía decirle banalidades: le preguntaba cuándo había vuelto a San Petersburgo o se interesaba por su amistad con la condesa Lidia Ivánovna, en un tono que dejaba patente su deseo de mostrarse afable y respetuoso.

Entró Tushkévich y les anunció que los demás invitados los estaban esperando para empezar la partida.

–Por favor, no se vaya usted —rogó Liza Merkálova, al enterarse de que Anna se iba.

Strémov se unió a sus súplicas.

–Será un contraste demasiado grande dejar esta reunión para ir a casa de la vieja Vrede —dijo—. Además, su presencia allí sólo servirá para desatar su maledicencia; en cambio, aquí despierta usted sentimientos de índole muy distinta, mucho más elevados.

Anna se quedó pensativa unos instantes. Los elogios de ese hombre inteligente, la ingenua e infantil simpatía que le manifestaba Liza Merkálova y todo ese ambiente mundano al que estaba acostumbrada le parecieron tan agradables, en contraposición con la penosa situación que la aguardaba, que por un momento se mostró indecisa: ¿no sería mejor quedarse, aplazar el doloroso momento de la explicación? Pero, al considerar lo que la esperaba en casa, una vez sola, si no tomaba una decisión, y repasar en la memoria ese momento terrible en que se había arrancado los cabellos con ambas manos, se despidió y se marchó.

 

XIX

A pesar de su vida social aparentemente frívola, Vronski odiaba el desorden. Ya en sus tiempos en el cuerpo de pajes, había sufrido la humillación de que le negaran un crédito que había solicitado para pagar una deuda. Desde entonces no había vuelto a verse en semejante situación.

Para que nada se le escapara de las manos, se recluía unas cuatro o cinco veces al año, dependiendo de las circunstancias, y ponía en orden sus asuntos. A eso lo llamaba «echar cuentas» o faire la lessive. 54

Al día siguiente de las carreras se despertó tarde. Sin afeitarse ni lavarse, se echó una guerrera sobre los hombros, distribuyó sobre la mesa el dinero, las cuentas y las cartas y se metió en faena. Petritski, sabiendo que en tales momentos su compañero solía estar de mal humor, se vistió en silencio y salió sin molestarle, en cuanto se despertó y lo vio sentado al escritorio.

Cualquier persona que conoce al detalle las complicaciones de su situación se figura que esos apuros y ese embrollo son una especie de fatalidad personal, y no se le pasa por la cabeza que los demás viven rodeados de las mismas dificultades. Tal era la impresión de Vronski. Y no sin cierto orgullo interior y algún fundamento pensaba que cualquier otro en su lugar se habría entrampado hacía mucho tiempo y se habría visto abocado a cometer alguna mala acción, de haberse encontrado en una posición tan complicada. No obstante, se daba cuenta de que había llegado el momento de hacer cálculos y aclarar las cosas de una vez, antes de que fuera demasiado larde.

En primer lugar, por ser lo más fácil, pasó a ocuparse de su situación financiera. Después de anotar en un pliego de papel de carta, con su letra menuda, las cantidades que debía, las sumó y descubrió que sus deudas ascendían a diecisiete mil rublos y algunos centenares, de los que prescindió en aras de una mayor claridad. A continuación calculó el dinero que tenía en efectivo y en talones de banco, y vio que no le quedaban más de mil ochocientos rublos, y no podía contarse con ningún ingreso antes de Año Nuevo. Después de repasar la lista de deudas, las dividió en tres categorías. A la primera pertenecían las deudas que había que pagar cuanto antes o, al menos, tener el dinero disponible, para saldarlas sin dilación en cuanto se las reclamasen. Esas deudas llegaban casi a los cuatro mil rublos: mil quinientos por el caballo y dos mil quinientos de la fianza de su joven compañero Venetski, que había perdido ese dinero jugando con un tramposo en su presencia. Vronski había querido pagar en el momento, pues llevaba la cantidad encima, pero Venetski y Yashvín habían insistido en que pagarían ellos, porque Vronski no había jugado. Todo eso estaba muy bien, pero él sabía que en tan turbio asunto, en el que sólo había intervenido para responder de palabra por Venetski, necesitaba tener a mano esos dos mil quinientos rublos para tirárselos a la cara a ese fullero y no entrar en discusiones con él. Así pues, para hacer frente a la primera categoría de deudas, la más importante, necesitaba disponer de cuatro mil rublos. En la segunda categoría entraban deudas menos importantes, por un montante de ocho mil rublos. Estaban sobre todo relacionadas con su caballo de carreras: la cuadra, el proveedor de heno y avena, el entrenador inglés, el guarnicionero, etcétera. Para quitarse esa preocupación de encima bastaría con distribuir de momento dos mil rublos. En cuanto a la tercera categoría, en la que entraban las tiendas, los hoteles y el sastre, no le quitaba el sueño. En definitiva, le hacían falta al menos seis mil rublos, y sólo contaba con mil ochocientos. En principio, no eran deudas muy significativas para un hombre como Vronski, con cien mil rublos de renta, como le atribuía todo el mundo. Pero el caso es que no disponía ni mucho menos de tal cantidad. La enorme fortuna de su padre, que producía unos ingresos anuales de doscientos mil rublos, había pasado indivisa a los dos hermanos. Cuando su hermano mayor, que había contraído un sinfín de deudas, se casó con la princesa Varia Chirkova, hija de un decembrista, 55sin medios ni bienes de ningún tipo, Vronski le cedió todas las rentas de la fortuna de su padre, reservándose sólo una cantidad de veinticinco mil rublos anuales. Vronski le dijo entonces a su hermano que le bastaría con esa suma mientras no se casara, algo que probablemente no haría nunca. Y su hermano, comandante de un regimiento que exigía grandes gastos, y que además acababa de casarse, no pudo rechazar ese regalo. La madre, que tenía sus propios medios de fortuna, le pasaba veinte mil rublos más al año. Vronski se gastaba todo el dinero que recibía. En los últimos tiempos, la madre, descontenta de su relación con Anna y de su marcha de Moscú, había dejado de enviarle dinero. Como consecuencia, Vronski, que estaba acostumbrado a gastar cuarenta y cinco mil rublos y que ese año sólo había recibido veinticinco mil, se encontró en una situación bastante complicada. Y para escapar de sus apuros no podía pedirle dinero a su madre. La última carta de ella, que había recibido la víspera, le había irritado de manera especial, pues se había atrevido a insinuar que le ayudaría a alcanzar el éxito en el gran mundo y en su carrera, pero no a llevar una vida que escandalizaba a toda la buena sociedad. Ese intento de comprar su voluntad le había herido en lo más hondo y lo había distanciado aún más de su madre. Pero tampoco podía reconsiderar la generosa oferta que le había hecho a su hermano, aunque se daba cuenta, al sopesar con cierta vaguedad algunas de las consecuencias de su relación con Anna, que había actuado de manera irreflexiva, pues, aunque seguía soltero, era muy probable que necesitara esos cien mil rublos de renta. En cualquier caso, no podía echarse atrás. Le bastaba recordar a la mujer de su hermano, la dulce y encantadora Varia, que siempre que se le presentaba la ocasión le recordaba y le agradecía su magnanimidad, para comprender que era imposible revocar su decisión. Sería algo tan abominable como pegarle a una mujer, robar o mentir. La única solución, que Vronski adoptó sin vacilar, era pedir diez mil rublos a un usurero, algo que no ofrecía ninguna dificultad, reducir gastos y vender los caballos de carreras. Una vez tomada esa decisión, se apresuró a escribir una nota a Rolandski, que más de una vez le había propuesto comprarle los caballos. Luego envió en busca del inglés y del usurero, y destinó el dinero de que disponía a diversos pagos. Una vez resueltos todos esos asuntos, escribió una respuesta fría y seca a la carta de su madre. Luego, sacando de la cartera tres notas de Anna, las leyó de nuevo y las quemó. Recordó entonces la conversación de la víspera y se quedó pensativo.

 

XX

La vida de Vronski era especialmente feliz porque se había creado un código de leyes que definían sin ningún margen de duda lo que podía y no podía hacer. Cierto que tal código afectaba a un círculo muy reducido de actividades, pero sus normas eran incuestionables, y, como Vronski nunca se salía de ese círculo, nunca albergaba dudas sobre lo que cabía hacer en cada caso. Las reglas determinaban con toda precisión que había que pagar a los tramposos, pero no a los sastres; que no se debía mentir a los hombres, pero sí a las mujeres; que no se debía engañar a nadie, excepto a los maridos; que no se debían perdonar las ofensas, pero que se podía ofender a los demás, etcétera. Todas esas reglas podían ser irracionales, injustas, pero estaban por encima de cualquier consideración, y al observarlas Vronski se sentía tranquilo y pensaba que podía llevar la cabeza bien alta. Sólo en los últimos tiempos, en razón de su relación con Anna, había empezado a darse cuenta de que ese código no podía aplicarse a cualquier contingencia. Ahora barruntaba que en el futuro se presentarían dificultades y dudas para las que no encontraría un hilo conductor.

Sus relaciones actuales con Anna y con su marido le parecían claras y sencillas. Estaban definidas de modo tajante y preciso en el código de normas por el que se regía.

Anna era una mujer respetable, que le había entregado su amor, y él, por su parte, la quería. Por tanto, la consideraba tan digna de respeto, y aún más, que una esposa legítima. Antes se habría dejado cortar una mano que permitirse no ya ofenderla con una palabra o una alusión, sino dejar de mostrarle el respeto que se merece una mujer.

En lo que respecta a la sociedad, las cosas también estaban bastante claras. Todo el mundo podía saber lo que pasaba, o al menos sospecharlo, pero nadie se atrevería a decir una palabra. En caso contrario, estaba dispuesto a tapar la boca a los murmuradores, obligándoles a respetar el honor inexistente de la mujer que amaba.

En cuanto al marido, la situación no podía estar más clara. Desde el momento en que Anna se había enamorado de él, consideraba sus derechos sobre ella inalienables. El marido sólo era un personaje superfluo y molesto. No cabía duda de que su posición era lastimosa, pero ¿qué se podía hacer? Únicamente tenía derecho a exigirle una satisfacción en el campo del honor, y Vronski estaba dispuesto a concedérsela en cuanto se la solicitase.

Pero en los últimos tiempos sus relaciones habían tomado un rumbo nuevo, que había asustado a Vronski por su carácter indefinido. La víspera Anna le había comunicado que estaba embarazada. Y él se daba cuenta de que esa novedad, así como la resolución que Anna esperaba, exigían algo que no estaba claramente definido en el código de reglas que dirigía su vida. Y lo cierto es que ese anuncio le había cogido por sorpresa. En un primer momento su corazón le había instado a pedirle que abandonara a su marido, y así se lo había dicho. Pero ahora, después de pensarlo, le parecía evidente que lo mejor era evitar ese paso. Y, sin embargo, temía que aquello no estuviera bien.

«Si le he dicho que abandone a su marido es para que una su vida a la mía. Pero ¿estoy preparado para eso? ¿Y cómo voy a hacerme cargo de ella ahora que no tengo dinero? Supongamos que pudiera arreglarlo... Pero están las obligaciones del servicio. En cualquier caso, una vez que se lo he dicho, debo estar preparado para semejante eventualidad; es decir, tengo que procurarme dinero y contemplar la posibilidad de pedir el retiro.»

Y se quedó pensativo. La cuestión de si debía renunciar o no al ejército le llevó a reflexionar sobre un aspecto secreto de su vida, al que concedía una importancia capital, y que nadie más que él conocía.

La ambición, un antiguo sueño de la infancia y la juventud, que no se confesaba a sí mismo, era tan fuerte que incluso ahora luchaba con su amor por Anna. Sus primeros pasos en la sociedad y en el ejército habían sido bastante afortunados, pero hacía dos años había cometido un tremendo error. Deseando dar muestras de independencia y valía, había rechazado un cargo que le habían ofrecido, con la esperanza de que la negativa le granjeara una mayor estima. Pero sus superiores encontraron el gesto demasiado atrevido, y lo dejaron de lado. Habiéndose creado, lo quisiera o no, una reputación de hombre independiente, siguió interpretando ese papel, con bastante sutileza e ingenio, como si no guardara rencor a nadie, no se sintiera ofendido y sólo deseara que le dejaran en paz, porque era así como le gustaba vivir. En realidad, desde el año anterior, cuando se marchó a Moscú, ya no se sentía alegre. Se daba cuenta de que esa posición de hombre independiente, que podría hacer cualquier cosa, pero no desea nada, empezaba a pasarle factura. Muchos pensaban que no era más que un joven bondadoso y honrado, sin ningún futuro. Su relación con Anna, que había levantado tanto ruido y le había convertido en el centro de las miradas, le había comunicado un nuevo brillo y había adormecido por un tiempo el gusano de la ambición que le roía. Pero, desde hacía una semana, ese gusano se había despertado con renovados bríos. Un amigo de la infancia, Serpujovski, compañero de regimiento y de promoción, que pertenecía al mismo círculo y gozaba de idénticos medios de fortuna, rival suyo en el colegio y los ejercicios gimnásticos, en las travesuras y los sueños de gloria, acababa de regresar de Asia Central, después de ser ascendido dos veces y recibir una condecoración que rara vez se concedía a generales tan jóvenes.

Nada más llegar a San Petersburgo, se empezó a hablar de él como de un nuevo astro, destinado a alcanzar las cotas más altas. Coetáneo de Vronski, de quien había sido compañero de clase, era ya general, y estaba a la espera de un nombramiento que le permitiría influir en el curso de los asuntos de Estado. En cuanto a Vronski, joven independiente y brillante, que gozaba del amor de una mujer encantadora, no era más que un capitán de caballería, al que le permitían ser tan independiente como quisiera. «Desde luego, no envidio ni puedo envidiar a Serpujovski, pero su ascenso me demuestra que un hombre como yo, si sabe esperar a que llegue su momento, puede hacer carrera con gran rapidez. Hace tres años estaba en la misma situación que yo. Si pido el retiro, quemaré todas mis naves. Quedándome, por el contrario, no pierdo nada. Ella misma me ha dicho que no quiere cambios en su vida. Y yo, que gozo de su amor, no puedo envidiar a Serpujovski.» Se atusó el bigote con gesto pausado, se levantó de la mesa y se puso a recorrer la habitación de un extremo al otro. Sus ojos tenían un brillo especial. Le embargaban el sosiego y la templada alegría que siempre se apoderaban de él cuando ponía en orden sus asuntos. Todo le parecía aclarado y arreglado, como siempre que echaba cuentas. Se afeitó, tomó un baño frío, se vistió y salió a la calle.

 

XXI

—Vengo a buscarte. ¡Cuánto te has demorado hoy con la colada! —dijo Petritski—. Entonces, ¿ya has terminado?

–Sí —respondió Vronski, sonriendo sólo con los ojos y retorciéndose con mucho cuidado las guías del bigote, como si después de haber puesto en orden sus asuntos cualquier movimiento demasiado brusco e impetuoso pudiera destruirlo.

–Cada vez que te ocupas de esa tarea, es como si tomaras un baño —dijo Petritski—. Vengo de casa de Gritska —así llamaban al comandante del regimiento—. Te están esperando.

Vronski miraba a su compañero sin responderle. Su pensamiento estaba en otra parte.

–¿Es en su casa donde están tocando música? —preguntó, prestando oídos a los conocidos sones de las trompetas, que interpretaban polcas y valses—. ¿Qué es lo que están celebrando?

–Ha llegado Serpujovski.

–¡Ah! —exclamó Vronski—. No tenía ni idea.

Sus ojos risueños brillaron aún más.

Una vez que había decidido que era feliz con su amor, al que sacrificaba su ambición —o al menos, una vez que había aceptado desempeñar ese papel—, Vronski ya no podía sentir envidia de Serpujovski ni tampoco despecho porque no lo hubiera visitado primero a él. Serpujovski era un buen amigo y se alegraba de su éxito.

Diomin, el comandante del regimiento, ocupaba una gran casa señorial. Todos los invitados se habían reunido en la amplia terraza de la planta baja. Lo primero que llamó la atención de Vronski al entrar en el patio fueron los cantores, vestidos con guerreras blancas, al lado de un barril de vodka, y la figura robusta y jovial del comandante del regimiento, rodeado de oficiales. Con un pie en el primer peldaño de la terraza, daba instrucciones con voz tonante, que resonaba con más fuerza aún que la cuadrilla de Offenbach interpretada por la banda, y hacía gestos a unos soldados que estaban algo apartados. Un grupo de soldados, un sargento y varios suboficiales se acercaron a la terraza al mismo tiempo que Vronski. El coronel volvió a la mesa, salió de nuevo a la escalinata con una copa en la mano y propuso un brindis:

–¡A la salud de nuestro antiguo compañero e intrépido general, el príncipe Serpujovski! ¡Hurra!

Después del comandante salió Serpujovski, sonriente y con una copa en la mano.

–Cada día estás más joven, Bondarenko —le dijo a un sargento de caballería que estaba delante de él, hombre apuesto, de mejillas sonrosadas, reenganchado al servicio.

Hacía tres años que Vronski no veía a Serpujovski. Tenía un aspecto más viril, se había dejado crecer las patillas, pero no había perdido su gallardía, con esos rasgos y esa figura que sorprendían, más que por su apostura, por su dulzura y nobleza. Vronski sólo advirtió un cambio: el brillo sereno y constante que irradian los rostros de los que han triunfado y están seguros de que los demás reconocen su éxito. Vronski conocía ese brillo y lo descubrió en seguida en el rostro de Serpujovski.

Al bajar por la escalera, Serpujovski le vio. Una alegre sonrisa iluminó su rostro. Le saludó con la cabeza y levantó la copa, dándole a entender con ese gesto que tenía que acercarse primero al sargento de caballería, quien, estirándose, alargaba los labios para darle un beso.

–¡Por fin has llegado! —exclamó el comandante del regimiento—. Yashvín me había dicho que estabas de mal humor.

Serpujovski besó los frescos y húmedos labios del apuesto sargento y, después de secarse con un pañuelo, se acercó a Vronski.

–¡Cuánto me alegro! —dijo, estrechándole la mano y llevándoselo aparte.

–¡Ocúpese de él! —le gritó a Yashvín el comandante del regimiento, señalándole a Vronski, y bajó para reunirse con los soldados.

–¿Por qué no fuiste ayer a las carreras? Esperaba verte allí —dijo Vronski, examinando a Serpujovski.

–El caso es que fui, pero llegué tarde. Perdóname un momento —añadió, y se dirigió al ayudante—. Haga el favor de distribuir esto entre la tropa. A lo que toque por cabeza.

Y, ruborizándose, sacó apresuradamente de la cartera tres billetes de cien rublos.

–Vronski, ¿quieres beber algo? —preguntó Yashvín—. ¡Eh, tráele algo de comer al conde! Y aquí tienes una copa.

La fiesta en casa del comandante del regimiento se prolongó bastante.

Bebieron mucho. Lanzaron al aire y mantearon primero a Serpujovski y luego al comandante del regimiento. A continuación, este último bailó con Petritski delante de los cantores. Por último, Diomin, un tanto fatigado, se sentó en un banco del patio y trató de demostrar a Yashvín la superioridad de Rusia sobre Prusia, sobre todo en las cargas de caballería. Por un momento la fiesta se calmó. Serpujovski entró un instante en la casa para lavarse las manos y se encontró allí con Vronski, que se había quitado la guerrera y se estaba refrescando, friccionándose el cuello colorado y peludo, que había puesto bajo el chorro de agua, y también la cabeza. Cuando terminó, se sentó en un pequeño sofá, al lado de Serpujovski, y los dos amigos entablaron una conversación muy interesante para ambos.

–Mi mujer me ha puesto al corriente de todas tus andanzas —dijo Serpujovski—. Me alegro de que la hayas visitado a menudo.

–Varia y ella, que son muy amigas, son las dos únicas mujeres de San Petersburgo con las que me encuentro a gusto —respondió Vronski con una sonrisa, previendo el giro que iba a tomar la conversación, algo que no le desagradaba.

–¿Las únicas? —replicó Serpujovski, sonriendo a su vez.

–Yo también he sabido de ti, y no sólo por tu mujer —dijo Vronski con expresión severa, como si quisiera poner coto a esas alusiones—. Me alegré mucho de tu triunfo, aunque no me sorprendió lo más mínimo. Esperaba incluso más.

Serpujovski sonrió. Era evidente que le halagaba la opinión que su amigo tenía de él y que no consideraba necesario disimularlo.

–Pues si te soy sincero, yo esperaba menos. Pero estoy contento, muy contento. La ambición es mi mayor debilidad, lo reconozco.

–Tal vez no lo reconocerías si no hubieras tenido éxito —observó Vronski.

–No creo —contestó Serpujovski, volviendo a sonreír—. No pretendo decir que la vida no merezca la pena sin ambición, pero sería aburrida. Naturalmente, puedo estar equivocado, pero me parece que tengo ciertas cualidades para la actividad que he elegido, y que si algún día dispongo de cierto poder, ya sea grande o pequeño, estará mejor en mis manos que en las de muchos otros —añadió Serpujovski, a quien la conciencia de su triunfo parecía dotar de una suerte de resplandor—. Por eso, cuanto más me acerco a ese objetivo, más satisfecho estoy.

–Puede que eso sea así para ti, pero no para todo el mundo. Yo también pensaba como tú, pero me he dado cuenta de que hay otras cosas en la vida —dijo Vronski.

–¡Claro, claro! —exclamó Serpujovski, riéndose—. Como te he dicho antes, estoy al corriente de tus andanzas. Me he enterado de que has rechazado un puesto... Naturalmente, no censuro tu proceder. Pero las cosas hay que hacerlas de cierta manera. Y, aunque creo que no se te puede reprochar nada, te equivocaste en las formas.

–A lo hecho, pecho. Ya sabes que nunca me arrepiento de nada. Además, estoy bien así.

–Sí, por el momento. Pero no te bastará sólo con eso. A tu hermano no se me ocurriría hablarle así. Es un buen muchacho, como nuestro anfitrión. ¡Ahí lo tienes! —añadió, prestando oídos a los gritos de «¡hurra!»—. Es feliz con esta vida. Pero a ti no puede satisfacerte.

–No he dicho que me satisfaga.

–Y no se trata sólo de eso. Las personas como tú son necesarias.

–¿Para quién?

–¿Para quién? Para la sociedad. Rusia necesita hombres, necesita un partido. En caso contrario, todo se irá a pique.

–¿A qué te refieres? ¿Al partido que ha formado Berténev para oponerse a los comunistas rusos?

–No —dijo Serpujovski, frunciendo el ceño, molesto de que su amigo le hubiera creído capaz de tamaña estupidez—. Tout ça est une blague. 56Eso ha existido siempre y siempre existirá. No hay tales comunistas. Pero los intrigantes siempre tienen que inventarse un partido peligroso y dañino. Es algo tan viejo como el mundo. No, se necesita un partido capaz de llevar al poder a hombres independientes, como tú y como yo.

–Pero ¿por qué? —Vronski nombró a algunas de las personas que ejercían el poder—. ¿Acaso no son ellos también personas independientes?

–No, porque no tienen o no han tenido desde su nacimiento nombre alguno ni medios de fortuna, porque no han estado nunca tan cerca del sol como nosotros. Se les puede comprar con dinero o con prebendas. Y para conservar su puesto tienen que inventarse una orientación política. Por eso proponen ideas y programas en los que no creen ni ellos mismos y que causan grandes perjuicios. No son más que pretextos para asegurarse una vivienda oficial y un sueldo. Cela n'est plus fin que ça 57cuando se da uno cuenta de su juego. Puede que yo sea peor y más tonto que ellos, aunque no veo por qué razón. Pero tanto tú como yo gozamos de una importante ventaja: a nosotros es más difícil comprarnos. Y esa clase de personas es más necesaria que nunca.

Vronski escuchaba con atención, pero no era tanto el sentido de las palabras lo que le atraía como la manera que tenía Serpujovski de encarar la cuestión: ya se veía peleando por el poder y se había creado sus simpatías y antipatías en las altas esferas. Para él, en cambio, no había más horizonte que los intereses de su escuadrón. Vronski también se dio cuenta de lo poderoso que podía llegar a ser Serpujovski, con su indudable capacidad para reflexionar y comprender las cosas, con su inteligencia y su don de palabra, tan raras en la esfera en la que se movían. Y, por mucha vergüenza que le diera, tuvo que reconocer que le envidiaba.

–En cualquier caso, a mí me falta una cosa importante —respondió—: el deseo de poder. Lo tenía antes, pero lo he perdido.

–Perdóname, pero eso no es verdad —dijo Serpujovski, sonriendo.

–¡Sí, es verdad! ¡Es verdad! Sobre todo ahora —añadió Vronski, con la mayor sinceridad.

–Puede que sea verdad ahora. Pero ese ahorano durará siempre.

–Es posible —repuso Vronski.

–Tú dices que es posible—prosiguió Serpujovski, como si hubiera adivinado el pensamiento de su amigo—, y yo te digo que es seguro. Por eso quería verte. Has actuado como debías hacerlo. Lo entiendo, pero no te conviene perseverar. Sólo te pido que me des carte blanche. No pretendo desempeñar contigo el papel de protector... Aunque ¿por qué no iba a hacerlo? ¡Cuántas veces no me habrás protegido tú! Espero que nuestra amistad esté por encima de esas cosas. Sí —añadió, sonriéndole con ternura, como una mujer—, dame carie blanche, abandona tu regimiento y yo tiraré de ti sin que te des cuenta.

–Pero si ya te he dicho que no necesito nada —replicó Vronski—. Sólo que todo siga como hasta ahora.

Serpujovski se levantó y se puso delante de él.

–Quieres que todo siga como hasta ahora. Entiendo a lo que te refieres. Pero escúchame: tenemos la misma edad. Es posible que hayas conocido a más mujeres que yo. —La sonrisa y los gestos de Serpujovski indicaban que Vronski no tenía nada que temer, que pondría el dedo en la llaga con las mayores precauciones y cuidados—. Yo estoy casado y, como dejó escrito no recuerdo quién, conociendo a la mujer que amas, conoces mejor a todas las mujeres que si hubieras tratado a miles de ellas.

–¡Ya vamos! —gritó Vronski al oficial que venía a buscarlos de parte del comandante.

Tenía curiosidad por saber adonde quería ir a parar Serpujovski.

–Voy a darte mi opinión. Las mujeres son el principal obstáculo en la carrera de un hombre. Es difícil amar a una mujer y hacer algo de valía. Sólo existe un medio de que el amor no se convierta en una traba: el matrimonio. ¿Cómo podría explicártelo? —dijo Serpujovski, que era muy aficionado a las comparaciones—. ¡Espera! ¡Ya lo tengo! Supongamos que llevas un fardeau 58Sólo podrás mover las manos en caso de que lo lleves a la espalda. Así es el matrimonio. Yo lo he comprendido después de casarme. De pronto me encontré con las manos libres. Pero si uno no se casa, sigue arrastrando ese fardeauy las manos no pueden hacer nada. Fíjate en Mazánkov o en Krúpov. Echaron a perder su carrera por culpa de las mujeres.

–Pero ¡qué mujeres! —exclamó Vronski, recordando a la francesa y a la actriz con las que tenían relaciones los dos personajes mencionados.

–Cuanto más destacada sea la posición de una mujer en sociedad, mayores serán las dificultades. En ese caso ya no se trataría sólo de cargar con un fardeauen las manos, sino de quitárselo a otro.

–Tú nunca has amado —dijo Vronski en voz baja, mirando al frente y pensando en Anna.

–Puede ser. Pero recuerda lo que te he dicho. Y una cosa más: las mujeres son más materialistas que los hombres. Para nosotros el amor es algo grandioso, pero ellas están siempre terre-à-terre. 59¡Ya vamos! ¡Ya vamos! —le dijo a un criado que entró en la habitación, pensando que iba a buscarlos.

Pero el criado traía un billete para Vronski.

–De parte de la princesa Tverskaia.

Vronski abrió el billete y se ruborizó.

–Me ha entrado dolor de cabeza. Me voy a casa —le dijo a Serpujovski.

–Bueno, pues adiós. Entonces, ¿me das carte blanche?

–Ya hablaremos en otra ocasión. Te veré en San Petersburgo.

 

XXII

Ya eran más de las cinco. Para llegar a tiempo a la cita y no servirse de sus propios caballos, que todo el mundo conocía, Vronski montó en el coche de alquiler de Yashvín y ordenó al cochero que fuera lo más deprisa posible. Era un carruaje viejo de cuatro plazas, bastante espacioso. Se sentó en un rincón, extendió las piernas sobre el asiento delantero y se quedó pensativo.

La vaga conciencia de haber puesto en orden sus asuntos, el vago recuerdo de la amistad y los elogios de Serpujovski, que le consideraba un hombre necesario y, por encima de todo, la inminente entrevista con Anna, contribuyeron a que su estado de ánimo fuera inmejorable. El sentimiento era tan intenso que Vronski no podía dejar de sonreír. Bajó las piernas, las cruzó, se pasó la mano por la pantorrilla, todavía dolorida de la caída de la víspera y, echando la cabeza hacia atrás, respiró varias veces a pleno pulmón.

«¡Ah, qué bien me encuentro! ¡Qué bien!», se dijo. Ya antes había conocido esa suerte de satisfacción por su propio cuerpo, pero nunca se había querido tanto como ahora. Le agradaba percibir ese leve dolor en la pierna fuerte, así como el movimiento de los músculos del pecho al respirar. Hasta ese día despejado y frío de agosto, que tanto había desanimado a Anna, le parecía excitante y vivificante, y refrescaba su cara y su cuello, que le ardían después de las abluciones. El perfume de la brillantina de su bigote se le antojaba especialmente grato con aquel aire fresco. Todo lo que veía por la ventana del carruaje, envuelto en ese viento frío y puro, a la pálida luz del atardecer, era tan fresco, alegre y fuerte como él mismo: los tejados de las casas, que brillaban con los rayos del sol poniente, los perfiles nítidos de las cercas y las esquinas de los edificios, los escasos transeúntes y carruajes con los que se encontraba, el verdor inmóvil de los árboles y la hierba, los campos de patatas con sus surcos regulares, las sombras oblicuas que proyectaban las casas, los árboles, los arbustos y hasta las hileras de patatas. Todo era tan bello como un hermoso paisaje recién pintado y cubierto de barniz.


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