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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–No puedo menos de agradecérselo.

–Pero haga el favor de no abandonarse a ese sentimiento del que me habló usted antes, amigo mío: avergonzarse de lo que constituye la cumbre suprema del cristianismo. «El que se humilla será ensalzado». 88Y no tiene por qué darme las gracias. Es a Dios a quien debe dirigir sus súplicas y su agradecimiento. Sólo en Él encontraremos paz, consuelo, salvación y amor —dijo la condesa, levantando los ojos al techo, y a continuación se puso a rezar, como dedujo Alekséi Aleksándrovich por su silencio.

Karenin la escuchaba, y las mismas expresiones que antes le habían parecido, si no desagradables, al menos superfluas, ahora se le antojaban naturales y confortadoras. No le gustaba ese novedoso espíritu de exaltación. Era creyente, la religión le interesaba, sobre todo, desde el punto de vista político, pero la nueva doctrina, que permitía algunas interpretaciones nuevas, le desagradaba por principio, precisamente porque abría la puerta al debate y el análisis. Antes había reaccionado con indiferencia e incluso con hostilidad a esas nuevas enseñanzas, y en presencia de Lidia Ivánovna, entusiasta seguidora, había evitado todo tipo de discusión, optando por guardar un obstinado silencio ante sus provocaciones. Ahora, por primera vez, oía sus palabras con agrado, sin contradecirla en su fuero interno.

–Le agradezco de todo corazón tanto sus palabras como sus actos —dijo, cuando la condesa acabó de rezar.

Lidia Ivánovna estrechó una vez más las dos manos de su amigo.

–Bueno, ¿a qué estoy esperando? —dijo con una sonrisa, después de una pausa, mientras se enjugaba las lágrimas—. Voy a ver a Seriozha. Sólo le molestaré en caso de extrema necesidad.

Acto seguido se levantó, salió y se dirigió a la habitación de Seriozha. Una vez allí, bañó de lágrimas las mejillas del asustado muchacho, le dijo que su padre era un santo y que su madre había muerto.

La condesa Lidia Ivánovna cumplió su promesa. Se encargó de todas las tareas relativas al mantenimiento y la administración de la casa de Alekséi Aleksándrovich. Pero lo cierto es que no había exagerado cuando dijo que no tenía mucho talento para los asuntos prácticos. Había que cambiar todas sus disposiciones, ya que eran completamente irrealizables. Fue Kornéi, el ayuda de cámara de Alekséi Aleksándrovich, quien asumió la responsabilidad de introducir las modificaciones pertinentes. Sin que nadie se diera cuenta había empezado a llevar las riendas de la casa.

Mientras ayudaba al señor a vestirse, le comunicaba todo lo necesario con tanto tino como buen juicio. Pero, en cualquier caso, la ayuda de Lidia Ivánovna fue efectiva en grado sumo: no sólo constituyó un apoyo moral para Alekséi Aleksándrovich, gracias a sus muestras de cariño y respeto, sino que, como le gustaba pensar, lo había convertido poco más o menos al cristianismo verdadero, pues, de hombre tibio e indiferente en materia de fe, se había transformado en ferviente y firme partidario de esa nueva doctrina que se había extendido en los últimos tiempos por San Petersburgo. A Alekséi Aleksándrovich no le resultó difícil dar ese paso. Lo mismo que Lidia Ivánovna y otras personas que compartían esa visión, carecía de imaginación, de esa facultad interior gracias a la cual las imágenes evocadas por la imaginación se vuelven tan reales que necesitan combinarse con otros conceptos y con la realidad misma. No se le antojaba imposible ni incongruente que la muerte existiera para los no creyentes pero no para él, y, dada la magnitud de su fe, de la que no había más juez que él mismo, su alma estaba libre de pecado, y su salvación asegurada ya en este mundo.

La verdad es que de un modo confuso se daba cuenta de la ligereza y el error de tal concepción de la fe. Sabía que cuando se entregó al sentimiento espontáneo del perdón, sin pensar que se debía a la influencia de una potencia suprema, había experimentado una felicidad mayor que la que le embargaba ahora, cuando pensaba a cada momento que Cristo moraba en su alma y que, cuando firmaba documentos, estaba cumpliendo su voluntad. En cualquier caso, dado el estado de humillación al que había llegado, necesitaba pensar así, necesitaba esta grandeza ilusoria. Sólo desde esta altura, él, despreciado por todos, podía despreciar a los demás. Por eso se aferraba a esas convicciones nuevas como si fueran una tabla de salvación.

 

XXIII

Siendo la condesa Lidia Ivánovna una muchacha muy joven y exaltada, la casaron con un vividor rico y de buena familia, tan bondadoso como disoluto. Al segundo mes de matrimonio el marido la abandonó, respondiendo con ironía e incluso con hostilidad a sus efusivas demostraciones de ternura, algo que no podían entender quienes conocían el noble corazón del conde y no veían defectos en la apasionada Lidia. Desde entonces, aunque no se habían divorciado, vivían separados, y, cuando el conde se encontraba con su mujer, siempre la trataba con una ironía envenenada que nadie lograba explicarse.

Hacía mucho tiempo que la condesa Lidia Ivánovna había dejado de amar a su marido, pero desde entonces siempre estaba enamorada de alguien. Solía enamorarse de varias personas a la vez, tanto de hombres como de mujeres, sobre todo de los que se distinguieran de alguna manera. Se encaprichaba de todas las princesas y todos los príncipes emparentados con la familia del zar. Se había prendado de un metropolitano, de un obispo, de un sacerdote. También de un periodista, de tres eslavófilos, de Komisárov, 89de un ministro, de un médico, de un misionero inglés y de Karenin. Todos estos amores, con sus diferentes fases de fervor y enfriamiento, llenaban su corazón y le procuraban una ocupación, y al mismo tiempo no le impedían tener relaciones más complicadas y diversas tanto en la corte como en la alta sociedad. Pero desde el día en que tomó bajo su protección especial al desdichado Karenin, se encargó de la administración de su casa y se preocupó de su bienestar, se dio cuenta de que todos sus amores anteriores no eran verdaderos, de que en realidad sólo estaba enamorada de Karenin. Tenía la impresión de que jamás la había embargado un sentimiento tan intenso. Cuando se ponía a analizarlo y hacía comparaciones, llegaba a la conclusión de que no se habría enamorado de Komisárov si no hubiera salvado la vida del emperador, ni tampoco de Ristich-Kudzhitski, 90de no haber sido por la cuestión eslava. En cambio, a Karenin lo amaba por sí mismo, por su alma elevada e incomprendida, por su voz aguda y su habla reposada, que le resultaba tan agradable, por su mirada cansada, por su carácter, por sus manos blancas y fofas, de venas protuberantes. No sólo le alegraba encontrarse con él, sino que buscaba en su rostro indicios de la impresión que le causaba. Aspiraba a que le gustaran no sólo sus palabras, sino toda su persona. Jamás había puesto tanto cuidado en su atuendo como ahora. Y se perdía en ensoñaciones sobre lo que habría pasado si ella no estuviera casada y él fuera libre. Cuando Karenin entraba en la habitación, se ruborizaba de emoción y no podía impedir que una sonrisa asomara a los labios cuando le dirigía una palabra amable.

Hacía ya varios días que la princesa Lidia Ivánovna se hallaba en un estado de agitación extrema. Había llegado a su conocimiento que Anna y Vronski estaban en San Petersburgo. Había que evitar a Alekséi Aleksándrovich el suplicio de verla, impedir que se enterara de que esa horrible mujer se encontraba en la misma ciudad y podía encontrarse con ella en cualquier momento.

Por medio de sus conocidos Lidia Ivánovna averiguó lo que se disponían a hacer esas «personas repulsivas», como llamaba a Anna y a Vronski, y procuró dirigir los movimientos de su amigo a lo largo de esos días para que no coincidiera con ellos. Un joven ayudante, amigo de Vronski, que era quien la tenía informada, pues contaba con el apoyo de la condesa para obtener una concesión del gobierno, le dijo que Anna y Vronski habían concluido sus asuntos y se disponían a abandonar la ciudad al día siguiente. Lidia Ivánovna había empezado ya a tranquilizarse cuando a la mañana siguiente recibió un billete, cuya letra reconoció con horror. Era la de Anna Karénina. El papel del sobre era tan grueso que parecía corteza de tilo y la hoja oblonga y amarillenta despedía un agradable perfume y tenía un inmenso monograma.

–¿Quién lo ha traído?

–Un mozo del hotel.

Durante un buen rato la condesa no fue capaz de sentarse a leer la carta. Su agitación era tan grande que sufrió un ataque de asma. Una vez que se tranquilizó, leyó el contenido de la nota, escrita en francés:

Madame la Comtesse: Los sentimientos cristianos de que está imbuido su corazón me incitan a cometer la imperdonable audacia de escribirle. La separación de mi hijo me llena de pesar. Le ruego que me permita verlo una sola vez antes de mi partida. Perdone que le recuerde mi existencia. Me dirijo a usted, y no a Alekséi Aleksándrovich, porque no quiero que el recuerdo de mi persona haga sufrir a ese hombre magnánimo. Sé la amistad que le profesa usted, por eso he pensado que me entendería. ¿Me enviará usted a Seriozha, prefiere que vaya yo a casa a una hora determinada o espero a que me indique otro lugar donde pueda encontrarme con él? Conociendo la grandeza de alma de quien debe tomar la decisión, confío en no recibir una negativa. No puede usted imaginarse las ganas que tengo de ver a mi hijo, ni tampoco lo mucho que le agradecería su ayuda.

Anna

Todo en aquella carta irritó a la condesa: el contenido, la alusión a la magnanimidad y, sobre todo, el tono en que estaba escrita, que se le antojó desenvuelto.

–Dígale que no hay respuesta —indicó al mozo.

Acto seguido abrió su carpeta y escribió a Alekséi Aleksándrovich, al que esperaba ver entre las doce y la una en la recepción de palacio: «Necesito hablar con usted de un asunto importante y doloroso. Allí acordaremos dónde reunirnos. Lo mejor sería que fuéramos a mi casa, donde ordenaré que le preparen suté. Es indispensable que nos veamos. El Señor nos impone su cruz, pero también nos da fuerzas para sobrellevarla», añadió, a fin de prepararle un poco.

Por lo general, la condesa escribía dos o tres notas diarias a Alekséi Aleksándrovich. Le gustaba esa manera de comunicarse con él, pues combinaba la elegancia con el misterio, características que se echaban a faltar en sus relaciones personales.

 

XXIV

La recepción había terminado. Mientras se retiraban, los invitados comentaban las últimas novedades del día: las condecoraciones acordadas, los cambios en las altas esferas.

–Si al menos hubieran promovido a Maria Borísovna a ministra de la Guerra y a la princesa Vatkóvskaia a jefe de Estado Mayor —dijo un anciano de pelo blanco, con uniforme bordado en oro, dirigiéndose a una dama de honor alta y hermosa que le había preguntado por los nuevos nombramientos.

–Y a mí a ayuda de campo —respondió la dama de honor con una sonrisa.

–Pero si usted ya tiene un cargo en el departamento de asuntos religiosos, con Karenin como ayudante.

–¡Buenos días, príncipe! —exclamó el anciano, estrechando la mano de un hombre que venía a su encuentro.

–¿Qué estaba diciendo de Karenin? —preguntó el príncipe.

–Putiakov y él han recibido la orden de Aleksandr Nevski.

–Pensaba que ya la tenía.

–No. Mírenlo —dijo el anciano, señalando con su sombrero galoneado a Karenin, que, con su uniforme de corte y su nueva banda roja al hombro, estaba al lado de la puerta de la sala, en compañía de uno de los miembros más influyentes del Consejo imperial—. Contento y feliz como un niño con zapatos nuevos —añadió, deteniéndose para estrechar la mano de un apuesto chambelán, de complexión atlética.

–No, ha envejecido —objetó éste.

–Por culpa de las preocupaciones. Se pasa el tiempo redactando proyectos. No soltará a su desdichado interlocutor hasta que le haya explicado su plan punto por punto.

–¿Dice usted que ha envejecido? Il fait des passions. 91Creo que la condesa Lidia Ivánovna tiene celos de su mujer.

–¡Vamos, vamos! Haga el favor de no hablar mal de la condesa Lidia Ivánovna.

–¿Y qué tiene de malo decir que se ha enamorado de Karenin?

–¿Es cierto que la señora Karénina está aquí?

–No aquí, en el palacio, pero sí en San Petersburgo. Ayer me la encontré en la calle Morskaia. Iba bras dessus, bras dessous 92con Alekséi Vronski.

C'est un homme qui n'a pas... 93—empezó a decir el chambelán, pero se interrumpió para dejar paso y saludar a un miembro de la familia imperial.

Mientras esas personas seguían hablando de Alekséi Aleksándrovich, criticándole y ridiculizándole, éste, cerrando el paso al miembro del Consejo imperial que había caído en sus manos, le exponía punto por punto su proyecto financiero, sin interrumpirse ni por un momento para no darle ocasión de escapar.

Casi al mismo tiempo que su mujer le abandonó, Alekséi Aleksándrovich se había encontrado en la peor situación que cabe imaginar para un funcionario: la marcha ascendente de su carrera se había interrumpido. Y el único que no se daba cuenta era el propio interesado. Ya fuera por el enfrentamiento con Strémov, por la desgracia con su mujer o porque había llegado al límite que le estaba destinado, el caso es que ese año a todo el mundo le pareció obvio que su carrera administrativa había terminado. Todavía ocupaba un cargo importante, era miembro de muchas comisiones y comités, pero era un hombre acabado del que ya no se esperaba nada. Cualesquiera que fueran sus palabras o propuestas, todo el mundo lo escuchaban como si estuviera exponiendo algo archisabido e innecesario.

Pero Alekséi Aleksándrovich no se daba cuenta; al contrario, desde que no participaba de manera activa en las tareas gubernamentales, veía con más claridad que antes las faltas y los errores que cometían los demás y consideraba su deber indicarles el modo de corregirlos. Poco después de separarse de su mujer, empezó a escribir un informe sobre los tribunales nuevos, el primero de una serie interminable de documentos totalmente superfluos sobre cualquier rama de la administración.

Lejos de ser consciente de su posición desesperada en los ambientes oficiales o de lamentarse por ello, estaba más satisfecho que nunca de su actividad.

«El hombre casado se preocupa de asuntos mundanos y de cómo agradar a su esposa; el soltero, de las cosas de Dios y del modo de servirle mejor», dice el apóstol Pablo. Y él, que ahora se guiaba en todo por las Escrituras, se acordaba con frecuencia de ese texto. Tenía la impresión de que, desde que su mujer se había marchado, servía mejor al Señor, gracias a sus proyectos.

La visible impaciencia del miembro del Consejo, que no veía el modo de librarse de él, no molestó a Alekséi Aleksándrovich. No dio por concluidas las explicaciones hasta que su interlocutor, aprovechando que un miembro de la familia imperial pasaba por allí, logró escabullirse.

Una vez solo, bajó la cabeza, puso en orden sus ideas, miró a su alrededor con aire distraído y se dirigió a la puerta, donde esperaba encontrarse con la condesa Lidia Ivánovna.

«¡Qué fuertes y robustos son todos! —se dijo, contemplando al pasar las patillas bien peinadas y perfumadas del vigoroso chambelán y el cuello rojo del príncipe, ceñido por el uniforme—. Con razón dicen que todo va mal en el mundo», pensó, mirando de reojo las pantorrillas del chambelán.

Moviendo los pies sin apresurarse, Alekséi Aleksándrovich, con su habitual aspecto de cansancio y dignidad, saludó a los señores que estaban hablando de él y, mirando hacia la puerta, se puso a buscar con los ojos a la condesa Lidia Ivánovna.

–¡Ah, Alekséi Aleksándrovich! —dijo el anciano, con un brillo maligno en los ojos, en el momento en que Karenin llegaba a su altura, e inclinó la cabeza con frialdad—. Aún no le he felicitado —añadió, señalando la banda que acababa de recibir.

–Gracias —contestó Alekséi Aleksándrovich—. Qué día tan maravilloso —agregó, recalcando la última palabra, como solía hacer.

Sabía que se estaban burlando de él, pero no esperaba de ellos más que hostilidad. Ya estaba acostumbrado.

Al divisar en la puerta los hombros amarillentos de la condesa Lidia Ivánovna, que sobresalían del corsé, y sus hermosos y pensativos ojos, que lo llamaban, Alekséi Aleksándrovich sonrió, dejando al descubierto sus dientes blancos e impolutos, y se acercó a ella.

Como era habitual en los últimos tiempos, el vestido que llevaba Lidia Ivánovna le había causado muchos desvelos. El propósito que perseguía ahora era completamente distinto del de treinta años antes. Entonces quería adornarse con cualquier cosa, cuanto más, mejor. Ahora, por el contrario, se creía en la obligación de recurrir a atavíos que no cuadraban con su edad ni con su figura, y lo único que le preocupaba era que el contraste entre sus adornos y su aspecto no fuera demasiado brutal. En lo que respecta a Alekséi Aleksándrovich lo había conseguido, pues la encontraba encantadora. En medio de ese mar de hostilidad y burlas que le rodeaba, el amor y la simpatía de aquella mujer constituían la única isla.

Al atravesar esa red de miradas irónicas, se sentía atraído por esos ojos amorosos con la misma naturalidad que una planta por la luz.

–Le felicito —le dijo la condesa, señalando la banda con los ojos.

Reprimiendo una sonrisa de satisfacción, Alekséi Aleksándrovich se encogió de hombros y cerró los ojos, como dando a entender que semejantes cosas no podían alegrarlo. La condesa Lidia Ivánovna sabía perfectamente que la distinción constituía uno de sus principales motivos de satisfacción, aunque jamás se atrevería a reconocerlo.

–¿Y cómo está nuestro ángel? —preguntó la condesa, refiriéndose a Seriozha.

–No puedo decir que esté muy contento de él —respondió Alekséi Aleksándrovich, arqueando las cejas y abriendo más los ojos—. Y tampoco lo está Sítnikov. —Sítnikov era el maestro al que habían confiado la educación de Seriozha– Como ya le he dicho a usted, da muestras de cierta frialdad ante las cuestiones esenciales, que deben conmover el alma de cualquier persona y de cualquier niño. —Empezó a exponer su opinión sobre el único asunto que le interesaba más allá de las tareas administrativas: la educación de su hijo.

Cuando Alekséi Aleksándrovich, con la ayuda de Lidia Ivánovna, volvió a la vida y retomó sus actividades, llegó a la conclusión de que estaba obligado a ocuparse de la educación del hijo que había quedado en sus manos. Como nunca se había interesado por esas cuestiones, dedicó algún tiempo al estudio teórico del tema. Después de leer varias obras de antropología, pedagogía y didáctica, elaboró un plan de estudios y, para ponerlo en práctica, llamó al mejor preceptor de San Petersburgo. A partir de entonces el problema se convirtió en motivo constante de atención.

–Pero ¿y el corazón? Veo que tiene el mismo corazón de su padre, y con un corazón así el niño no puede ser malo —replicó Lidia Ivánovna con entusiasmo.

–Sí, tal vez... En lo que a mí respecta, trato de cumplir con mi deber. Es lodo lo que puedo hacer.

–Venga a mi casa —dijo la condesa, después de una pausa—. Tengo que hablarle de un asunto bastante doloroso para usted. Daria cualquier cosa por evitarle ciertos recuerdos, pero otras personas no piensan de la misma manera. He recibido una carta de ella. Está aquí, en San Petersburgo.

Al oír mencionar a su mujer, Alekséi Aleksándrovich se estremeció, pero al momento su rostro recobró esa inmovilidad cadavérica que expresaba su completa impotencia en ese asunto.

–Lo esperaba —dijo.

La condesa Lidia Ivánovna lo miró extasiada, y unas lágrimas de admiración brotaron en sus ojos ante esa grandeza de alma.

 

XXV

Cuando Alekséi Aleksándrovich entró en el pequeño y acogedor gabinete de la condesa Lidia Ivánovna, lleno de retratos y de porcelana antigua, no encontró a la dueña de la casa. Se estaba cambiando de traje.

En la mesa redonda, cubierta con un mantel, había un servicio de té chino y una tetera de plata que funcionaba con alcohol. Alekséi Aleksándrovich paseó una mirada distraída por los innumerables y familiares retratos que adornaban la habitación, se sentó y abrió el Evangelio que había sobre la mesa. El frufrú del vestido de seda de la condesa le distrajo.

–Bueno, ya podemos pasar un rato tranquilos —dijo Lidia Ivánovna con una sonrisa emocionada, al tiempo que se deslizaba apresuradamente entre la mesa y el sofá—. Y, mientras hablamos, tomaremos el té.

Después de un breve preámbulo para prepararlo, la condesa, respirando con dificultad y ruborizándose, le entregó a Alekséi Aleksándrovich la carta que había recibido.

Después de leerla, Karenin guardó silencio largo rato.

–Supongo que no tengo derecho a negárselo —dijo con timidez, levantando los ojos.

–¡Amigo mío! ¡Usted no ve el mal en nada!

–Al contrario, lo veo en todas partes. Pero ¿acaso sería justo...?

En su rostro se reflejaba la indecisión, el deseo de que alguien le aconsejara, le brindara apoyo y le sirviera de guía en un asunto incomprensible para él.

–No —le interrumpió la condesa—. Todo tiene sus límites. Comprendo la inmoralidad —en ese punto no era del todo sincera: nunca había podido entender qué llevaba a las mujeres a comportarse de un modo inmoral—, pero no la crueldad. ¿Y con quién? ¡Con usted! ¿Cómo se le ha ocurrido venir a la misma ciudad en la que vive usted? No, nunca deja una de aprender cosas. Yo estoy aprendiendo a comprender la grandeza de usted y la bajeza de ella.

–¿Y quién tirará la primera piedra? —preguntó Alekséi Aleksándrovich, sin duda satisfecho de su papel—. Después de perdonarlo todo, no puedo privarla de esa necesidad de su corazón, del amor por su hijo...

–¿Llama amor a eso, amigo mío? ¿Acaso es sincero? Supongamos que la haya perdonado usted, que la perdona... Pero ¿tenemos derecho a influir en el alma de ese ángel? Él cree que su madre ha muerto. Reza por ella y le pide a Dios que perdone sus pecados... Es mejor así. ¿Y qué va a pensar ahora?

–No se me había ocurrido —respondió Alekséi Aleksándrovich, que obviamente estaba de acuerdo.

La condesa se cubrió la cara con las manos y guardó silencio. Estaba rezando.

–Si quiere saber mi opinión —dijo por fin, descubriendo el rostro, una vez terminadas sus oraciones—, creo que no debe hacerlo. ¿Acaso no me doy cuenta de que sufre usted, de que se han reabierto las heridas? Supongamos que se olvida usted de sí mismo, como siempre. Pero ¿a qué puede conducir esta situación? A nuevos sufrimientos para usted y más tormentos para el niño. Si a esa mujer le quedara algo de humanidad, sería la primera en comprenderlo. No, estoy plenamente convencida de que debe usted negarse. Y, si me lo permite usted, me encargaré de redactar la contestación.

Alekséi Aleksándrovich dio su consentimiento, y la condesa escribió la siguiente carta en francés:

Mi querida señora: Si le recordamos al niño la existencia de su madre, podemos enfrentarnos con preguntas imposibles de responder sin obligarle a poner en tela de juicio cosas que deberían ser sagradas para él. Por tanto, le ruego que comprenda la negativa de su marido, a quien guía un sentimiento de caridad cristiana. Ruego a Dios Todopoderoso que sea misericordioso con usted.

Condesa Lidia

Aunque no lo reconociera, la condesa Lidia Ivánovna perseguía un objetivo secreto con esa carta: ofender a Anna en lo más profundo de su alma. Y a fe que lo consiguió.

En cuanto a Alekséi Aleksándrovich, al regresar de casa de la condesa, no fue capaz de entregarse a sus ocupaciones habituales ni de encontrar la paz interior del hombre seguro de su fe y de su salvación que había experimentado antes.

La imagen de su mujer, tan culpable ante él y con quien se había portado como un santo, como decía con tanta justicia la condesa Lidia Ivánovna, no habría debido turbarle. Pero estaba intranquilo: no entendía nada de lo que leía, no conseguía desembarazarse de los crueles recuerdos de su vida en común, no dejaba de repasar los errores que, según le parecía ahora, había cometido. Una cuestión le atormentaba y le roía las entrañas: ¿por qué, cuando Anna le confesó su infidelidad, al volver de las carreras, sólo le había exigido que guardara las apariencias? ¿Y por qué no había desafiado a Vronski? No menos desazón le causaba la carta que había escrito a su mujer, sobre todo su perdón, que nadie necesitaba. Y, cuando pensaba en sus desvelos por la criatura de otro, sentía que la vergüenza y los remordimientos le abrasaban el corazón.

Ese mismo sentimiento de vergüenza, esos mismos remordimientos le embargaban ahora al evocar su pasado y las torpes palabras con que se había declarado, después de largas vacilaciones.

«¿Qué culpa tengo yo?», se decía. Y esa pregunta le llevaba a otra: ¿sentirían, a Marian y se casarían de otra manera los demás hombres, esos Vronskis y Oblonskis..., esos chambelanes de gruesas pantorrillas? Y por su imaginación desfilaba toda una serie de personas vigorosas, vivaces, seguras de sí mismas, que siempre habían despertado su interés. Ahuyentaba tales pensamientos, trataba de convencerse de que su objetivo no era esa vida pasajera, sino la eterna, que su alma rebosaba de paz y de amor. Pero el hecho de haber cometido algunos errores de poca monta, según le parecía, en esa vida temporal e insignificante, le causaba la misma desesperación que si la salvación eterna en la que creía no existiera. No obstante, no tardó en superar esa zozobra, y en su alma se restablecieron esa serenidad y esa altura de miras que le permitían olvidar lo que no quería recordar.

 

XXVI

—Entonces, Kapitónich —dijo Seriozha, que volvía colorado y alegre de su paseo, la víspera de su cumpleaños, mientras entregaba su chaqueta plisada al viejo y gigantesco portero, que sonreía a su joven amo desde lo alto de su corpachón—, ¿ha venido ese empleado con la cabeza vendada? ¿Lo ha recibido papá?

–Sí. En cuanto salió el secretario, lo anuncié —respondió el portero, guiñando alegremente un ojo—. Deje, ya se lo quito yo.

–¡Seriozha! —dijo el preceptor eslavo, deteniéndose en la puerta que conducía a las habitaciones interiores—. Quíteselo usted mismo.

Aunque Seriozha había oído la débil voz del preceptor, no le hizo caso. Agarrado al cinturón del portero, le miraba a la cara.

–¿Y ha hecho papá lo que necesitaba?

El portero asintió con la cabeza.

Seriozha y el portero estaban interesados en ese funcionario de la cabeza vendada, que ya había ido siete veces a ver a Alekséi Aleksándrovich. Seriozha se lo había encontrado una vez en la entrada y había oído cómo suplicaba lastimosamente al portero que lo anunciara, diciendo que tanto él como sus hijos estaban condenados a morir.

Desde entonces la suerte de ese funcionario, con quien había vuelto a tropezarse otra vez en el vestíbulo, preocupaba a Seriozha.

–¿Y estaba muy contento? —preguntó.

–¡Y cómo no iba a estarlo! Poco le faltó para salir de aquí dando saltos.

–¿Han traído algo? —preguntó Seriozha, después de una pausa.

–Sí, señorito —dijo el portero en un susurro, sacudiendo la cabeza—. Un paquete de parte de la condesa.

Seriozha comprendió en seguida que ese paquete debía de ser un regalo de cumpleaños de la condesa Lidia Ivánovna.

–¿De veras? ¿Dónde está?

–Kornéi se lo ha llevado a su papá. ¡Debe de ser algo muy bonito!

–¿Cómo es de grande? ¿Así?

–Un poco menos. Pero es muy bonito.

–¿Es un libro?

–No, una cosa. Entre, entre. Vasili Lukich lo está llamando —respondió el portero, al oír los pasos del preceptor, cada vez más cercanos, y, abriendo con cuidado la manita con el guante a medio quitar que le sujetaba del cinturón, guiñó un ojo y se lo señaló con un movimiento de cabeza.

–¡Voy en seguida, Vasili Lukich! —exclamó Seriozha, con esa sonrisa alegre y cariñosa que desarmaba siempre al concienzudo preceptor.

Seriozha se sentía demasiado alegre, demasiado feliz para no compartir con su amigo el portero otra buena noticia familiar, de la que le había informado durante su paseo por el Jardín de Verano la sobrina de la condesa Lidia Ivánovna. Esa buena noticia le parecía especialmente importante por coincidir con la alegría del funcionario y con la suya propia por los juguetes que había recibido. Tenía la impresión de que ese día todo el mundo debía estar feliz y contento.

–¿Sabes que a papá le han concedido la orden de Aleksandr Nevski?

–¡Cómo no lo voy a saber! Ya han venido algunas personas a felicitarle.

–¿Y está contento?

–¿Cómo no lo va a estar después de recibir esa prebenda del zar? Eso significa que se la merece —dijo el portero con aire serio y grave.

Seriozha se quedó pensativo, examinando el rostro del portero, que había estudiado en sus menores detalles, sobre todo el mentón, oculto entre las patillas canosas e invisible para todo el mundo excepto para él, que siempre lo contemplaba desde abajo.

–¿Hace mucho que no viene a verte tu hija?

La hija del portero era bailarina de ballet.

–¿Cómo va a venir en día laborable? Tiene que estudiar. Y usted también, señorito. Váyase.

Al entrar en la habitación, Seriozha, en lugar de ponerse a hacer los deberes, le dijo a su profesor que tenía la sospecha de que el regalo que había recibido era una locomotora.

–¿Usted qué cree? —preguntó.

Pero Vasili Lukich sólo pensaba en que Seriozha debía preparar la lección de gramática, porque el profesor llegaría a las dos.

–Dígame sólo una cosa, Vasili Lukich —dijo de pronto, ya sentado a su mesa de trabajo y con el libro en la mano—. ¿Hay alguna orden más importante que la de Aleksandr Nevski? ¿Sabe que se la han concedido a papá?

Vasili Lukich respondió que la orden de San Vladimiro era más importante que la de Aleksandr Nevski.

–¿Y hay alguna más importante?

–La más importante de todas es la de San Andrés.

–¿No hay ninguna más importante?

–No lo sé.

–¿Cómo? ¿Tampoco usted lo sabe?

Y Seriozha, apoyando los codos en la mesa, se sumió en sus propias reflexiones, bastante complejas y diversas. Se imaginaba que su padre recibía de pronto la orden de San Vladimiro y la de San Andrés, y que, como consecuencia de ello, ese día se mostraba mucho más indulgente con la lección. También se figuraba que cuando él fuera mayor recibiría todas las condecoraciones, incluso las que inventaran por encima de la de San Andrés. En cuanto crearan una orden nueva, se la ganaría con sus méritos. Y, si instituían otra todavía más alta, no tardaría en ser digno de ella.


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