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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–¿Y cómo lo ha hecho?

–De distintas maneras, según los ataques. Pero ¿no quieren ustedes tomar el té? —Se levantó y cogió un libro encuadernado en tafilete.

–Démelo, Anna Arkádevna —dijo Vorkúiev, señalando el libro—. Tiene mucho valor.

–¡Oh, no! Aún no está terminado.

–Le he dicho que escribes —le dijo Stepán Arkádevich a su hermana, señalando a Levin.

–No tendrías que haberlo hecho. Lo que yo escribo es como esas cestitas talladas hechas en las prisiones que Liza Merkálova solía venderme. Una amiga que se ocupa de obras de beneficencia —añadió, dirigiéndose a Levin—. Y aquellos desdichados hacían auténticos milagros a fuerza de paciencia.

Y Levin descubrió otro rasgo más de esa mujer que tanto le había gustado. Además de ser inteligente, elegante y hermosa, tenía el don de la sinceridad. No hizo ningún intento de ocultarle todas las dificultades de su situación. Después de hacer ese comentario, Anna suspiró, y su rostro, que había adoptado una expresión severa, pareció petrificarse. Era una expresión nueva, que realzaba aún más su belleza, pero que no guardaba ninguna relación con el catálogo de expresiones que irradiaban y generaban felicidad, captadas por el artista al pintar el retrato. Levin comparó una vez más el retrato con el modelo, en el momento en que Anna cogía del brazo a su hermano y cruzaba la alta puerta en su compañía. En ese momento sintió por ella una ternura y una compasión que le sorprendieron incluso a él.

Anna rogó a Levin y a Vorkúiev que pasaran al salón y se quedó hablando de algo con su hermano. «¿Del divorcio, de Vronski, de lo que está haciendo en el casino, de mí?», se dijo Levin. Y tanto le inquietaba la cuestión que apenas prestaba atención a lo que le contaba Vorkúiev sobre los méritos de la novela para niños que Anna Arkádevna había escrito.

Durante el té reanudaron esa conversación tan agradable y enjundiosa. No sólo no tuvieron que buscar temas de discusión en ningún momento, sino que daba la impresión de que les faltaba tiempo para expresar todo lo que querían y que se interrumpían de buena gana para escuchar lo que decían los demás. A Levin le parecía que cualquier comentario, no sólo de ella, sino también de Vorkúiev y de Stepán Arkádevich, adquiría un significado especial gracias a la atención y las observaciones de Anna.

Durante esa interesante conversación, no dejaba de admirar la belleza, la inteligencia, la instrucción y, al mismo tiempo, la sencillez y la sinceridad de Anna. Escuchaba, hablaba y no dejaba de pensar en ella, en su vida interior y en sus sentimientos, que trataba de adivinar. Él, que con tanta severidad la había juzgado antes, ahora, por una extraña concatenación de ideas, la justificaba, y al mismo tiempo la compadecía y temía que Vronski no la comprendiera bien. Pasadas ya las diez, cuando Stepán Arkádevich se levantó para irse (Vorkúiev ya se había ido), Levin tuvo la impresión de que acababa de llegar. También él se puso en pie, aunque de mala gana.

–Adiós —dijo Anna, reteniendo la mano de Levin y mirándole a los ojos con insistencia—. Me alegro mucho de que la glace est rompue. 180—Le soltó la mano y entornó los ojos—. Dígale a su mujer que la quiero como antes, y que, si no puede perdonarme mi situación, prefiero que no me perdone nunca. Para poder perdonar, es preciso sufrir como he sufrido yo. Quiera Dios que no tenga que pasar nunca por nada semejante.

–Claro, se lo diré sin falta... —dijo Levin, ruborizándose.

 

XI

«Una mujer maravillosa, simpática y digna de lástima», pensaba Levin, mientras salía con Stepán Arkádevich a la calle, donde el ambiente era glacial.

–¿Y bien? Ya te lo había dicho —exclamó Stepán Arkádevich, dándose cuenta de que Levin estaba completamente anonadado.

–Sí —repuso éste con aire pensativo—. ¡Una mujer extraordinaria! No sólo es inteligente, sino que tiene un gran corazón. ¡Me da muchísima pena!

–Si Dios quiere, todo se arreglará pronto. Como ves, no debe uno juzgar sin conocer —dijo Stepán Arkádevich, abriendo la portezuela del carruaje—. Adiós. No seguimos el mismo camino.

Sin dejar de pensar en Anna y en la sencilla conversación que había sostenido con ella, recordando todos los matices expresivos de su rostro, poniéndose cada vez más en su situación y sintiendo una creciente compasión, Levin llegó a su casa.

Nada más entrar, Kuzmá le entregó dos cartas y le anunció que Katerina Aleksándrovna estaba bien y que sus hermanas acababan de marcharse. Para no distraerse después, Levin leyó las cartas allí mismo, en el vestíbulo. En la primera, Sókolov, el administrador, le comunicaba que no había podido vender el trigo, pues sólo le ofrecían cinco rublos y medio, y que ya no sabía de dónde sacar dinero. En la segunda, su hermana se quejaba de que aún no hubiera resuelto el asunto que le había encomendado.

«Bueno, lo venderemos por cinco rublos y medio, si no nos ofrecen más —se dijo Levin, zanjando con sorprendente facilidad la primera cuestión, que antes le había parecido tan difícil—. Es sorprendente lo ocupado que estoy aquí siempre —pensó al leer la segunda carta. Se sentía culpable ante su hermana por no haber hecho todavía lo que le había pedido—. Tampoco hoy he ido a los Juzgados, pero es que no he tenido tiempo», y, después de tomar la decisión de ocuparse del asunto al día siguiente, se dirigió a la habitación de su mujer. De pronto recordó lo que había hecho a lo largo del día. Y se dio cuenta de que había ido pasando de una conversación a otra, en unos casos participando como mero oyente y en otros como interlocutor. Todas se habían ocupado de asuntos que, de haber estado solo en el campo, jamás le habrían preocupado; en cambio, allí le habían parecido muy interesantes. Y lo cierto era que lo había pasado bien; sólo dos aspectos le habían dejado un regusto amargo: el comentario sobre el lucio y la tierna piedad, no del todo correcta, que había sentido por Anna.

Levin encontró a su mujer triste y aburrida. La cena con sus hermanas había sido muy alegre, pero luego habían estado esperándole largo rato, hasta que al final Dolly y Natalia se acabaron cansando y se marcharon, dejando a Kitty sola.

–Bueno, ¿qué has estado haciendo? —le preguntó Kitty, mirándole a los ojos con cierto aire de sospecha. No obstante, para no impedirle que se lo contara todo, disimuló su interés y escuchó su relato con una sonrisa de aprobación.

–Pues me alegré mucho de encontrarme con Vronski. Me resultó muy sencillo y agradable charlar con él. Entiéndeme, no es que quiera volver a verlo, pero era importante acabar con esa tirantez —dijo y, al recordar que, aunque no es que quisiera volver a verlo, acto seguido había visitado a Anna, se ruborizó—. Y luego decimos que el pueblo bebe mucho. La verdad es que no sé quién beberá más, el pueblo o los de nuestra clase. El pueblo sólo bebe en los días de fiesta; en cambio...

Pero a Kitty no le interesaba esa disquisición sobre si el pueblo bebía mucho o poco. Había visto que su marido se había puesto colorado y quería saber por qué.

–Y luego ¿dónde has estado?

–Stiva insistió muchísimo en llevarme a casa de Anna Arkádevna.

Nada más pronunciar esas palabras, Levin enrojeció aún más, y sus dudas sobre si había hecho bien o mal visitando a Anna se resolvieron en el acto. Ahora sabía que no debía haberlo hecho.

Al escuchar el nombre de Anna, los ojos de Kitty se abrieron desmesuradamente y brillaron de un modo especial, pero, haciendo un esfuerzo sobre sí misma, consiguió ocultar su turbación y aparentar indiferencia.

–¡Ah! —fue lo único que acertó a decir.

–Espero que no te enfades porque haya ido. Stiva me lo pidió y Dolly también lo deseaba —prosiguió Levin.

–Pues claro que no —dijo Kitty, pero Levin vio en sus ojos que estaba haciendo esfuerzos por dominarse, lo que no presagiaba nada bueno.

–Es una mujer muy buena y muy simpática. ¡Y cuánta pena da! —exclamó Levin, y a continuación se refirió a las ocupaciones de Anna y le comunicó lo que le había encargado que le dijera.

–Sí, desde luego, es digna de compasión —dijo Kitty, una vez que Levin concluyó—. ¿De quién son esas cartas que has recibido?

Levin se lo dijo y, creyendo que ya se había serenado, pues así lo indicaba su tono de voz, fue a desvestirse.

Al regresar, encontró a su mujer sentada en el mismo sillón. Cuando se acercó, Kitty le miró y estalló en sollozos.

–¿Qué pasa? ¿Qué tienes? —le preguntó Levin, aunque sabía perfectamente de lo que se trataba.

–Te has enamorado de esa odiosa mujer. Te ha hechizado. Lo veo en tus ojos. ¡Sí, sí! ¿Cómo va a acabar todo esto? Has estado en el casino, has bebido y has jugado, y después has ido... ¿a casa de quién? No, es mejor que nos vayamos... Mañana me marcho.

Levin tardó mucho tiempo en tranquilizar a su mujer. Por fin lo consiguió, pero sólo después de reconocer que el sentimiento de compasión y el vino le habían hecho bajar la guardia y que había caído bajo la maliciosa influencia de Anna, cuya compañía evitaría de allí en adelante. Lo que admitió de buena gana fue que, después de vivir tanto tiempo en Moscú, dedicado exclusivamente a conversar, beber y comer, se le estaba empezando a reblandecer el cerebro. Estuvieron hablando hasta las tres de la madrugada. Sólo a esa hora se reconciliaron y pudieron irse a la cama.

 

XII

Después de acompañar a los invitados, Anna se puso a recorrer la habitación de un extremo al otro. Aunque a lo largo de la velada había hecho inconscientemente todo lo posible para que Levin se enamorara de ella (en los últimos tiempos actuaba del mismo modo con todos los hombres jóvenes), aunque sabía que lo había conseguido, en la medida en que era posible en un solo encuentro, y además tratándose de un hombre honesto y casado, y aunque ese hombre le había gustado mucho (a pesar de que, desde el punto de vista de un hombre, había una marcada diferencia entre Levin y Vronski, Anna, como mujer, había captado ese lado común que había llevado a Kitty a enamorarse de ambos), en cuanto abandonó la estancia, dejó de pensar en él.

Un único pensamiento la perseguía incesantemente bajo diversas formas. «Si soy capaz de ejercer semejante atractivo en otras personas, incluso en un hombre casado y enamorado de su mujer como éste, ¿por qué élse ha vuelto tan frío conmigo?... Y no es eso exactamente. Sé que sigue queriéndome. Pero ha surgido algo que nos separa. ¿Por qué no ha aparecido en toda la tarde? Le pidió a Stiva que me dijera que no podía dejar sólo a Yashvín para que no perdiera mucho en el juego. ¿Acaso es Yashvín un niño? Pero supongamos que sea verdad. Él nunca miente. Pero esa verdad esconde otra cosa. Aprovecha cualquier oportunidad para demostrarme que tiene otras obligaciones. Lo sé y no me parece mal. Pero ¿por qué demostrármelo? Quiere dejarme bien claro que su amor por mí no debe coartar su libertad. Pero yo no necesito pruebas de ninguna clase, sino amor. Debería entender lo penoso que me resulta vivir aquí, en Moscú. ¿Es que puede llamarse vida a esto? No hago más que esperar un desenlace que cada vez se demora más. ¡Otro día más sin recibir respuesta! Stiva dice que no puede ir a ver a Alekséi Aleksándrovich. Y yo ya no puedo escribirle más. No puedo hacer nada, no puedo emprender nada, no puedo cambiar nada. Procuro dominarme, espero, me invento entretenimientos: la familia inglesa, el libro que estoy escribiendo, la lectura, pero todo eso no son más que engaños, no muy diferentes de la morfina. Debería tener piedad de mí», se decía, dándose cuenta de que ese sentimiento de compasión por sí misma hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas.

Oyó la impetuosa llamada de Vronski y se apresuró a enjugarse las lágrimas. A continuación se sentó bajo la lámpara y abrió un libro, aparentando serenidad. Quería dejar patente su descontento porque no hubiera vuelto a la hora prometida, pero sin manifestar su tristeza y, sobre todo, la compasión que sentía por sí misma. Ella podía compadecerse, pero en ningún caso quería que Vronski la compadeciera. No quería luchar, le reprochaba a Vronski ese afán de discutir, pero no podía menos que asumir una posición de combate.

–Espero que no te hayas aburrido —dijo Vronski con animación y alegría, acercándose—. ¡Qué pasión tan terrible es el juego!

–No, nada de eso. Hace tiempo que he aprendido a no aburrirme. Stiva vino a verme con Levin.

–Sí, querían visitarte. ¿Y qué? ¿Te ha gustado Levin? —preguntó Vronski, sentándose a su lado.

–Mucho. Se han ido hace poco. ¿Y cómo le ha ido a Yashvín?

–Al principio iba ganando diecisiete mil rublos. Le dije que lo dejara y estuvo a punto de hacerlo. Pero siguió jugando y ahora está perdiendo.

–Entonces, ¿por qué te quedaste? —preguntó Anna, alzando de pronto los ojos hasta él. La expresión de su rostro era fría y hostil—. Le dijiste a Stíva que te quedabas para llevarte a Yashvín. Y lo has dejado allí solo.

La misma expresión de fría disposición a la lucha apareció también en el rostro de Vronski.

–En primer lugar, no le pedí que te dijera nada; en segundo, yo no miento nunca. Pero lo principal es que quería quedarme y así lo hice —replicó, frunciendo el ceño—. Anna, ¿por qué? ¿Por qué? —añadió, después de una pausa, volviéndose hacia ella y abriendo la mano, con la esperanza de que ella la cogiera.

A ella le alegró ese gesto de ternura. Pero una extraña fuerza maligna no le permitió entregarse a ese impulso, como si las condiciones de la lucha le impidieran cualquier muestra de debilidad.

–Así pues, querías quedarte y lo hiciste. Siempre haces lo que se te antoja. Pero ¿por qué me dices eso? ¿Por qué? —dijo, cada vez más alterada—. ¿Acaso discute alguien tus derechos? Pero si lo que quieres es tener razón, quédate con ella, —Vronski cerró la mano y se enderezó. Su rostro adoptó una expresión aún más decidida—. Para ti no es más que una cuestión de tozudez —añadió Anna, mirándole fijamente, después de encontrar un nombre para definir su expresión—. Sí, de tozudez. Lo único que te importa es quedar por encima de mí. En cambio, para mí... —De nuevo sintió compasión de sí misma y estuvo a punto de echarse a llorar—. ¡Si supieras lo importante que es esto para mí! Si supieras cómo me siento cuando me miras con esa hostilidad. ¡Sí, con hostilidad! ¡Si supieras lo que significa eso para mí! ¡Si supieras lo cerca que estoy de cometer una locura en esos momentos! ¡Si supieras el miedo, el pavor que tengo de mí misma! —Y se dio la vuelta para que él no la viera sollozar.

–Pero ¿por qué te pones así? —preguntó Vronski, horrorizado al ver lo desesperada que estaba, e, inclinándose de nuevo sobre ella, cogió su mano y se la besó—. ¿Por qué? ¿Acaso busco diversiones fuera de casa? ¿Acaso no evito la compañía de otras mujeres?

–¡Sólo faltaría! —replicó Anna.

–Dime lo que tengo que hacer para que te tranquilices. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que seas feliz —dijo Vronski, conmovido al ver su desesperación—. ¡No hay nada que no esté dispuesto a hacer para evitarte un dolor como el de ahora!

–¡No es nada! ¡No es nada! —replicó ella—. Ni yo misma sé lo que me pasa. Puede que sea esta vida solitaria, los nervios... Bueno, será mejor que lo dejemos. ¿Qué tal han ido las carreras? No me has contado nada —añadió, tratando de ocultar la satisfacción de la victoria que, en cualquier caso, había caído de su parte.

Vronski pidió la cena y se puso a contarle detalles de la carrera; pero, por el tono de su voz y sus miradas, cada vez más fríos, Anna adivinó que no le había perdonado su victoria, que volvía a dar muestras de ese sentimiento de obstinación contra el que había tratado de luchar. Era más frío con ella que antes, como si se arrepintiese de haberse sometido. Y Anna, al recordar las palabras que le habían valido la victoria, a saber: «Si supieras lo cerca que estoy de cometer una locura y el miedo que tengo de mí misma», comprendió que era un arma peligrosa y que no podría volver a utilizarla. Y cobró conciencia de que, además del amor que los unía, había surgido entre ellos un espíritu malsano de lucha, que no podía expulsar del corazón de Vronski y mucho menos del suyo.

 

XIII

No hay condiciones, por duras que sean, a las que el hombre no pueda habituarse, sobre todo si se convence de que todos los que le rodean viven del mismo modo. Sólo tres meses antes, Levin no se habría creído capaz de conciliar el sueño en la situación en la que se encontraba ahora, llevando una vida sin objeto y sin sentido, y además por encima de sus medios, después de haberse emborrachado (no podía llamar de otro modo lo que había sucedido en el casino), de sus peregrinas relaciones amistosas con un hombre del que antaño se había enamorado su esposa y de haber cometido la extravagancia de visitar a una mujer que sólo podía calificar de perdida, de la que había quedado prendado, con lo que había hecho sufrir a su mujer. ¡Cómo era posible que pudiera dormirse tranquilamente en tales circunstancias! Pero el cansancio, la última noche en vela y el vino consumido acabaron imponiéndose a cualquier otra consideración, y al poco rato ya estaba roncando a pierna suelta.

A las cinco el chirrido de una puerta lo despertó. Se incorporó de un salto y miró a su alrededor. Kitty no estaba a su lado. Pero al otro lado del tabique había una luz que se movía y Levin oyó los pasos de su mujer.

–¿Qué pasa?... ¿Qué pasa? —preguntó medio dormido—. ¡Kitty! ¿Qué pasa?

–Nada —respondió ésta, entrando con una vela en la mano—. Nada. No me encontraba bien —dijo, con una sonrisa especialmente amable y significativa.

–¿Qué? ¿Ha empezado ya? ¿Ha empezado? —exclamó Levin asustado—. Hay que ir a buscar a la partera —añadió, vistiéndose a toda prisa.

–No, no —replicó Kitty, risueña, reteniéndole con un gesto de la mano—. Seguro que no es nada. Simplemente sentía un leve malestar. Ya se me ha pasado.

Se acercó a la cama, apagó la vela, se acostó y se quedó quieta. Aunque su forma tan silenciosa de respirar, como si estuviera reteniendo el aliento, y, sobre todo, la expresión de especial ternura y excitación con que, surgiendo del otro lado del tabique, le había dicho que no pasaba nada, le habían parecido sospechosas, tenía tanto sueño que se quedó inmediatamente dormido. Sólo más tarde recordó esa respiración sosegada y comprendió todo lo estaba sucediendo en esa alma dulce y tan querida, mientras, sin moverse de su sitio, acurrucada a su lado, esperaba el acontecimiento más importante en la vida de una mujer. A las siete lo despertó el contacto de la mano de ella en su hombro y un delicado susurro. Era como si Kitty luchara entre el pesar de despertarlo y el deseo de hablar con él.

–Kostia, no te asustes. No es nada. No tengo ningún miedo. Pero me parece... que sería mejor ir en busca de Yelizaveta Petrovna. —La vela estaba de nuevo encendida. Kitty, sentada en la cama, tenía en la mano la labor de la que se había ocupado en los últimos días—. Te ruego que no te asustes, no es nada. No tengo ningún miedo —añadió al ver la expresión atemorizada de su marido, le apretó la mano contra su pecho y luego se la llevó a los labios.

Levin se incorporó a toda prisa, sin reparar apenas en lo que hacía, se puso la bata y se quedó inmóvil, sin dejar de mirarla. Tenía que irse, pero no podía sustraerse al influjo de su mirada. Le gustaba su cara, y conocía su expresión y su mirada, pero nunca la había visto así. ¡Qué odioso y repugnante se sintió cuando recordó cómo la había hecho sufrir la víspera, cuando estaba delante de él, como ahora! Su rostro de mejillas sonrosadas, rodeado de suaves cabellos que se escapaban por debajo del gorro de dormir, irradiaba alegría y determinación.

Aunque el carácter de Kitty, en general, era ajeno a toda suerte de sofisticación y convencionalismo, Levin se sorprendió de lo que se le revelaba ahora, cuando de pronto se alzaron todos los velos y lo más recóndito de su alma resplandeció en sus ojos. Y, rodeada de esa suerte de sencillez desnuda, reconocía mejor aún a la mujer que amaba. Lo miraba sonriendo; pero de pronto frunció las cejas, levantó la cabeza y, acercándose rápidamente, le cogió de la mano y se apretó contra él, envolviéndole en su cálido aliento. Kitty sufría y era como si se quejase de sus dolores. En un primer momento, por costumbre, Levin se sintió culpable. Pero la mirada de su mujer, llena de ternura, le aclaró que, lejos de reprocharle nada, le quería por esos padecimientos. «Entonces, si no tengo yo la culpa, ¿quién la tiene?», pensó involuntariamente, buscando al responsable de esos sufrimientos para castigarlo. Pero no había ninguno. Kitty sufría, se lamentaba y triunfaba de esos sufrimientos, se alegraba de ellos, les estaba agradecida. Levin se daba cuenta de que en el alma de su esposa se estaba produciendo un acontecimiento grandioso, aunque no sabía exactamente qué. Era algo que estaba por encima de su comprensión.

–Voy a avisar a mamá. Tú vete a buscar cuanto antes a Yelizaveta Petrovna... ¡Kostia! No es nada, ya ha pasado.

Se apartó de Levin y llamó a su doncella.

–Bueno, ya puedes marcharte. Pasha vendrá en seguida. Me encuentro mejor.

Y Levin vio con estupor que retomaba la labor de la que se había ocupado por la noche.

Mientras salía por una puerta, oyó que la doncella entraba por la otra. Se detuvo en el umbral, escuchó las órdenes detalladas que le daba Kitty y vio cómo entre las dos trasladaban la cama a otro lugar.

Levin se vistió y, mientras enganchaban los caballos, ya que a esas horas no había manera de encontrar un coche de alquiler, volvió corriendo al dormitorio, y no de puntillas, sino en volandas, según le pareció. Dos criadas, con aire de preocupación, cambiaban de sitio alguna cosa. Kitty se paseaba de un lado para otro, moviendo la aguja con rapidez, y no dejaba de dar órdenes.

–Me voy a casa del médico. Ya he enviado a alguien en busca de Yelizaveta Petrovna, pero de todos modos pasaré también por allí. ¿Necesitas alguna otra cosa? ¿Quieres que avise a Dolly?

Kitty se lo quedó mirando. Era evidente que no había escuchado nada de lo que le había dicho.

–Sí, sí. Vete, vete —dijo apresuradamente, frunciendo el ceño y apartándolo con un gesto de la mano.

Levin se disponía a entrar ya en el salón cuando de pronto oyó un gemido lastimero, que se apagó en seguida. Se detuvo y pasó un buen rato inmóvil, incapaz de comprender.

«Pero si ha sido ella», se dijo y, llevándose las manos a la cabeza, bajó corriendo las escaleras.

–¡Señor, ten piedad! ¡Perdónanos, ayúdanos!

Aunque no era creyente, repitió varias veces esas palabras, que, no sabía cómo, le habían acudido a los labios, brotándole del mismo corazón. Entonces se dio cuenta de que ni sus dudas ni la imposibilidad de creer con la razón le impedían dirigirse a Dios. Todas esas vacilaciones habían desaparecido de su alma como si fueran polvo. ¿A quién iba a dirigirse sino a Aquel en cuyas manos estaban su amor, su alma y su vida entera?

Con todas las fuerzas físicas en tensión y un sentimiento claro de cuál era su deber, Levin tomó la resolución de partir a pie antes de que acabaran de enganchar el caballo, no sin antes ordenar a Kuzmá que lo siguiera en el coche.

En la esquina se encontró con un trineo nocturno que avanzaba veloz. En el interior viajaba Yelizaveta Petrovna.

–¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —exclamó Levin con entusiasmo, después de reconocer el rostro menudo y los cabellos rubios de la comadrona, que en esos momentos tenía una expresión particularmente seria, incluso severa. Sin pedir al cochero que se detuviera, corrió a su lado, desandando el camino.

–Entonces, ¿hace sólo dos horas? ¿Nada más? —preguntó la comadrona—. Encontrará usted en casa a Piotr Dmítrevich, pero no le meta prisa. Y no se olvide de comprar opio en la farmacia.

–¿Cree usted que saldrá todo bien? ¡Señor, perdónanos y ayúdanos! —exclamó Levin, al ver salir por el portón a su caballo. Montó en el trineo de un salto, al lado de Kuzmá, y le ordenó que se dirigiera a casa del médico.

 

XIV

El médico todavía no se había levantado. El lacayo dijo que el señor se había ido tarde a la cama y había dado órdenes de que no lo despertaran. En cualquier caso, añadió que no tardaría en levantarse. Estaba limpiando los cristales de una lámpara y parecía muy concentrado en su labor. La atención que mostraba por los cristales y la indiferencia que manifestaba por lo que Levin acababa de decirle en un principio asombraron a éste, pero no tardó en comprender que nadie sabía ni estaba obligado a saber los sentimientos que le embargaban, y que debía actuar con serenidad, buen juicio y resolución para echar abajo ese muro de indiferencia y alcanzar su objetivo. «No debo apresurarme ni descuidar nada», se decía, sintiéndose cada vez más poderoso y más seguro de lo que tenía que hacer.

Una vez enterado de que el médico no se había levantado, Levin sopesó diversos planes, y al final se decantó por el siguiente: que Kuzmá fuese a buscar a otro médico con una nota, mientras él se dirigía a la farmacia a comprar opio. Y, si al regresar el médico aún no se había levantado, despertarlo a cualquier precio, sobornando al criado o empleando la fuerza, en caso de que no diese su brazo a torcer.

En la farmacia un cochero aguardaba que un mancebo de botica muy delgado le entregara unos polvos, que encerraba en unas cápsulas con la misma indiferencia con que el lacayo limpiaba los cristales. En un primer momento el mancebo se negó a despacharle el opio. Levin trató de convencerlo sin precipitarse ni acalorarse, mencionando el nombre del médico y de la comadrona y explicándole para qué lo quería. El mancebo pidió consejo en alemán y, después de recibir una respuesta afirmativa desde el otro lado del tabique, cogió un frasco y un embudo, vertió con parsimonia parte de su contenido en un recipiente más pequeño, pegó la etiqueta, lo selló, a pesar de los ruegos de Levin para que no lo hiciera, y hasta se dispuso a envolverlo. En ese momento Levin perdió la paciencia: le arrebató con decisión el recipiente de las manos y salió corriendo por la gran puerta acristalada. El médico seguía sin levantarse y el lacayo, que se ocupaba ahora de extender una alfombra, se negó a despertarlo. Levin sacó poco a poco un billete de diez rublos y, pronunciando muy despacio las palabras, aunque sin perder tiempo, trató de explicarle que Piotr Dmítrevich (¡qué majestuoso y señero le parecía ahora ese nombre que antaño se le había antojado tan insignificante!) le había prometido acudir a su casa a cualquier hora y que seguramente no se enfadaría si lo despertaba en ese preciso instante.

El criado se mostró conforme y subió al piso de arriba, no sin antes rogar a Levin que pasara al recibidor.

Levin oía cómo al otro lado de la puerta el médico tosía, iba de un lado para otro, se lavaba y decía algo. Transcurrieron unos tres minutos, que le parecieron más largos que una hora entera. Ya no podía esperar más.

–¡Piotr Dmítrevich, Piotr Dmítrevich! —exclamó con voz suplicante por la puerta abierta—. Por el amor de Dios, perdóneme. Recíbame como esté. Han pasado ya más de dos horas.

–¡Ya voy, ya voy! —respondió el médico, y Levin se quedó asombrado al ver que lo decía sonriendo.

–Será un momento...

–En seguida.

El médico necesitó dos minutos para calzarse las botas y dos más para ponerse el traje y peinarse.

–¡Piotr Dmítrevich! —empezó de nuevo Levin con voz quejumbrosa, pero en ese momento apareció el médico vestido y peinado. «Estos hombres no tienen conciencia —pensó—. ¡A quién se le ocurre peinarse cuando una persona se está muriendo!»

–¡Buenos días! —le dijo el médico, tendiéndole la mano con la mayor parsimonia del mundo, como si quisiera burlarse de Levin—. No tenga prisa. ¿Y bien?

Tratando de ser lo más preciso posible, Levin pasó a contarle muchos detalles innecesarios del estado de su mujer, interrumpiéndose a cada momento para suplicarle que saliera inmediatamente con él.

–Pero no tenga usted prisa. Estoy seguro de que mi presencia no será necesaria. En cualquier caso, como se lo he prometido, iré con usted. No obstante, no hay razón para que nos apresuremos. Siéntese usted, haga el favor. ¿Le apetece una taza de café? —Levin le miró, preguntándole con los ojos si se estaba burlando de él. Pero no era ésa la intención del médico—. Lo sé, lo sé —añadió, sonriendo—. Yo también soy padre de familia. Pero en estos momentos los maridos somos las personas más dignas de lástima. El marido de una de mis pacientes se marcha siempre a la cuadra cuando su mujer va a dar a luz.

–Pero ¿cómo lo ve usted, Piotr Dmítrevich? ¿Cree usted que todo saldrá bien?

–Así lo indican los datos.

–¿Por qué no nos vamos ya? —preguntó Levin, mirando con irritación al criado, que traía el café.

–Esperemos una horita.

–¡No, por el amor de Dios!

–Bueno, pues déjeme al menos que me tome el café.

El médico cogió la taza. Ambos guardaron silencio.

–Parece que a los turcos les están dando una buena paliza. ¿Ha leído usted el telegrama de ayer? —preguntó el médico, mientras masticaba un bollo.

–¡No puedo más! —exclamó Levin, poniéndose en pie de un salto—. Entonces, ¿vendrá a nuestra casa dentro de un cuarto de hora?

–Palabra de honor.

–¿Palabra de honor?

Cuando Levin regresó, se topó con la princesa, que llegaba en esos momentos. Se dirigieron juntos a la puerta del dormitorio. La princesa tenía lágrimas en los ojos y sus manos temblaban. Al ver a Levin, le abrazó y se echó a llorar.

–¿Cómo va todo, mi querida Yelizaveta Petrovna? —preguntó a la comadrona, que salió a su encuentro con el rostro brillante y preocupado, cogiéndola por el brazo.

–Bien —respondió ésta—. Trate de convencerla para que se tumbe. Se encontrará mejor.

Desde el momento en que se había despertado y había comprendido lo que estaba pasando, Levin se había preparado para soportar lo que se le venía encima, sin reflexionar, sin anticipar nada, cerrando el paso con firmeza a cualquier idea y sentimiento; sí, en lugar de incordiar a su mujer, pro curaría calmarla y darle ánimos. Sin preguntarse siquiera qué es lo que iba a suceder y cómo terminaría todo, y ateniéndose a las informaciones que le habían dado sobre el tiempo que solía durar un parto, procuró armarse de paciencia y se preparó para dominar los impulsos de su corazón durante unas cinco horas, algo que le parecía posible. Pero, cuando regresó de casa del médico y vio de nuevo los sufrimientos de Kitty, se puso a repetir cada vez más a menudo: «Señor, perdónanos y ayúdanos», al tiempo que suspiraba y levantaba los ojos al cielo. Tenía miedo de no soportar ese trance, de echarse a llorar o salir corriendo en cualquier momento. Tan grandes eran sus padecimientos. Y sólo había transcurrido una hora.


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