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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Pero la división entre jóvenes y viejos no coincidía con la división en partidos. Según observó Levin, algunos de los jóvenes pertenecían al partido antiguo; y, por el contrario, algunos de los nobles más viejos cuchicheaban con Sviazhski y, por lo visto, eran fervientes defensores del partido nuevo.

Levin estaba en una pequeña sala donde la gente fumaba y tomaba un bocado, entre los miembros de su grupo, y escuchaba lo que hablaban, esforzándose por entenderlos, aunque no lo conseguía. Serguéi Ivánovich era el centro alrededor del cual se agrupaban los demás. Ahora estaba escuchando a Sviazhski y a Jliustov, mariscal de otro distrito, que pertenecía al mismo partido. Jliustov se negaba a solicitar a Snetkov, en nombre de su distrito, que presentara su candidatura y Sviazhski trataba de convencerlo. En cuanto a Serguéi Ivánovich, apoyaba el plan. Levin no entendía por qué el partido contrario tenía que pedir al mariscal que se presentase cuando en realidad quería derrotarlo.

Stepán Arkádevich, que acababa de tomar un tentempié y una copita, se enjugó la boca con un pañuelo de batista perfumado y se acercó a ellos con su uniforme de chambelán.

–¡Tomemos posiciones, Serguéi Ivánovich! —dijo, alisándose las patillas. Y, después de escuchar la conversación, secundó la opinión de Sviazhski—: Con un solo distrito es suficiente. Y es evidente que Sviazhski representa a la oposición —dijo, y todos los presentes, excepto Levin, entendieron sus palabras—. Por lo que veo, Kostia, le estás cogiendo el gusto a estas cosas —añadió, dirigiéndose a Levin y cogiéndole del brazo.

Ya le habría gustado a Levin cogerle el gusto a todo eso, pero lo cierto es que no entendía nada. Se apartó unos pasos en compañía de Stepán Arkádevich y le preguntó, lleno de perplejidad, por qué debían pedir al mariscal de la nobleza que se presentara.

O sancta simplicitas! —exclamóStepán Arkádevich, y en unas pocas palabras se lo aclaró todo.

Si todos los distritos, como había sucedido en las elecciones pasadas, propusieran a ese mariscal, saldría elegido por unanimidad. Y eso era lo que se pretendía evitar. Esta vez ocho distritos se disponían a proponerle. Si los otros dos se negaban, Snetkov podía desistir de presentar su candidatura. Entonces el partido viejo podía elegir a otro de los suyos, desbaratando de ese modo todos los planes. Pero, si el distrito de Sviazhski era el único que se negaba a proponerlo, Snetkov se presentaría. Algunos de los opositores votarían incluso por él, para que el partido antiguo, desconcertado por esa táctica, votara por el candidato del partido nuevo cuando se presentara.

Levin entendió algo, aunque no todo, y quiso hacerle algunas preguntas más, pero de pronto todos se pusieron a hablar a la vez, al tiempo que se dirigían ruidosamente a la sala grande.

–¿Qué sucede? ¿Qué? ¿Quién? ¿Una autorización? ¿A quién? ¿Qué?

¿Que la deniegan? No la conceden. No admiten a Flérov. ¿Y qué pasa porque le hayan procesado? A este paso no admitirán a nadie. Es una vileza. ¡No, es la ley! —se oía por todas partes.

Y Levin, en compañía de los demás, que se dirigían apresuradamente a alguna parte, temerosos de perderse algo, se dirigió a la sala grande, donde, apretujado entre los nobles, se aproximó a la mesa presidencial, en la que discutían acaloradamente el mariscal de la nobleza, Sviazhski y otros personajes importantes.

 

XXVIII

Levin estaba bastante alejado. Además, sus vecinos le impedían oír con claridad: uno tenía la respiración ronca y otro llevaba unas botas cuyas gruesas suelas no paraban de crujir. Sólo pudo distinguir la voz suave del mariscal, luego la voz estridente del noble de la lengua viperina y a continuación la de Sviazhski. Según le pareció entender, debatían sobre el sentido de un artículo de la ley y sobre el significado de las siguientes palabras: «Ser objeto de una investigación».

La muchedumbre se apartó para dejar paso a Serguéi Ivánovich, que se dirigía a la mesa. Una vez que el noble de la lengua viperina concluyó su discurso, Serguéi Ivánovich dijo que, en su opinión, lo mejor sería consultar el artículo de la ley, y pidió al secretario que lo buscase. El artículo decía que, en caso de discrepancia, debía precederse a una votación.

Serguéi Ivánovich leyó el artículo y se puso a explicar su significado, pero en ese momento un terrateniente alto, grueso, cargado de espaldas, con el bigote teñido, que llevaba un uniforme estrecho, cuyo cuello le sostenía la nuca, le interrumpió. Llegó hasta la mesa y, después de golpearla con una sortija, gritó con todas sus fuerzas:

–¡A votar! ¡A votar! ¡Dejémonos de discusiones y votemos!

Al punto se alzaron varias voces. El noble alto de la sortija se irritaba cada vez más y gritaba cada vez más fuerte. Pero no había manera de entender lo que decía.

Proponía lo mismo que había sugerido Serguéi Ivánovich, pero era evidente que le odiaba tanto a él como a todo su partido, y este odio se comunicó a sus partidarios, suscitando una reacción análoga en sus contrincantes, aunque se expresó de forma más moderada. Se oyeron gritos, y por un instante la situación se volvió tan confusa que el mariscal de la nobleza tuvo que llamar al orden.

–¡A votar! ¡A votar! Cualquier noble lo entenderá. Derramaremos nuestra sangre... La confianza del monarca... No hagáis caso del mariscal, no es quién para darnos órdenes... Pero no se trata de eso... Votemos de una vez... ¡Qué vileza! —se oía gritar por todas partes con voces furiosas e irritadas.

Las miradas y los rostros denotaban aún más furia e irritación que las palabras. Expresaban un odio irreconciliable. Levin, que no entendía absolutamente nada, estaba sorprendido del apasionamiento con que se discutía si debía someterse a votación la posición de Flérov. Olvidaba, como más tarde le aclaró Serguéi Ivánovich, el siguiente silogismo: para el bien común era menester desembarazarse del mariscal de la nobleza; para destituirlo se necesitaba la mayoría de los votos; para alcanzar esa mayoría, había que conceder a Flérov el derecho de votar. Y, para conseguirlo, no cabía otra salida que explicar cómo debía interpretarse ese artículo de la ley.

–Un solo voto puede decidir todo el asunto. Cuando se quiere servir a la causa común, uno debe ser serio y consecuente —concluyó Serguéi Ivánovich.

Pero Levin había olvidado ese argumento y sufría viendo cómo personas buenas y respetables se entregaban a desagradables y zafias muestras de excitación. Para librarse de esa penosa sensación, sin esperar a que acabaran los debates, pasó a otra sala, donde no había más que unos camareros cerca del mostrador. Al ver a esos hombres que, con rostros serenos y animados, secaban la vajilla y disponían los platos y las copas, Levin tuvo una inesperada sensación de alivio, como si acabara de abandonar una habitación pestilente y hubiera salido al aire libre. Empezó a recorrer la habitación de un extremo al otro, mirando con satisfacción a los camareros. Se divirtió mucho viendo cómo uno de ellos, de patillas canosas, enseñaba con aire desdeñoso a sus compañeros más jóvenes, que se burlaban de él, el arte de doblar servilletas. Se disponía a dirigirle la palabra al viejo camarero cuando el secretario de la oficina de tutelas, un anciano que conocía de memoria el nombre y el patronímico de todos los nobles de la provincia, le distrajo.

–Haga el favor de venir, Konstantín Dmítrich —le dijo—. Su hermano le está buscando. Va a empezar la votación.

Levin entró en la sala, donde le entregaron una bola blanca y, siguiendo a su hermano, se acercó a la mesa, al lado de la cual se encontraba Sviazhski, con una expresión irónica y significativa, recogiendo la barba en el puño y olisqueándola. Serguéi Ivánovich introdujo la mano en la urna, depositó la bola y, dejando paso a Levin, se detuvo allí mismo. Levin se aproximó, pero se había olvidado por completo de lo que tenía que hacer, y, presa de una gran confusión, tuvo que dirigirse a su hermano:

–¿Dónde tengo que ponerla?

Lo preguntó en voz baja, con la esperanza de que nadie le oyera, pues a su lado había varias personas hablando. Pero, en ese momento la conversación se interrumpió, de manera que todos los presentes oyeron la inconveniente pregunta. Serguéi Ivánovich frunció el ceño.

–Eso depende de las convicciones de cada cual —le dijo con severidad.

Algunos sonrieron. Levin se ruborizó, levantó el paño que cubría la urna y, como llevaba la bola en la mano derecha, la depositó en ese lado. A continuación, recordando que debía haber introducido también la mano izquierda, se apresuró a hacerlo, pero ya era demasiado tarde. Completamente desorientado, se retiró a toda prisa a las últimas filas del salón.

–¡Ciento veintiséis votos a favor y noventa y ocho en contra! —exclamó el secretario, que no pronunciaba las erres.

A continuación se oyeron unas risas: habían encontrado en la urna un botón y dos nueces.

Se reconoció el derecho de Flérov a votar y el partido nuevo salió victorioso.

Pero el partido antiguo no se dio por vencido. Levin oyó que varios de los presentes suplicaban a Snetkov que se presentara y vio que una muchedumbre de nobles rodeaba al mariscal de la nobleza, que estaba diciendo algo. Levin se acercó más. En respuesta a los nobles, Snetkov hablaba de la confianza y el cariño que le habían demostrado, de todo punto inmerecidos, ya que todo su mérito consistía en su devoción a la nobleza, a la que había consagrado doce años de servicio. Varias veces repitió las siguientes palabras: «En la medida en que mis fuerzas me lo han permitido, he procurado defender la fe y la verdad. Aprecio sus muestras de respeto y les estoy muy agradecido». De pronto se interrumpió, ahogado por las lágrimas, y abandonó la sala. ¿A qué se debían esas lágrimas? ¿A la conciencia de la injusticia que se había cometido con él? ¿A su amor a la nobleza? ¿A la incómoda situación en la que se encontraba, rodeado de enemigos? Fuera como fuese, su emoción se comunicó a los demás. La mayoría de los nobles se mostraron conmovidos y Levin sintió una suerte de ternura por ese hombre.

Cerca de la puerta principal, el mariscal se tropezó con Levin.

–Perdone, señor —le dijo, como si se tratara de un desconocido; pero, cuando lo reconoció, esbozó una tímida sonrisa.

A Levin le pareció que quería decirle algo, pero que la emoción se lo impedía. La expresión de su rostro y toda su figura, con el uniforme de pantalón blanco con galones y las condecoraciones, así como sus andares apresurados, le recordaron a un animal acosado, que se apercibe de que no tiene escapatoria. Esa expresión del rostro del mariscal se le antojó especialmente conmovedora, porque la víspera había ido a su casa para hablarle del asunto de la tutela y lo había visto en toda su grandeza, en su papel de bondadoso padre de familia. La espaciosa casa con los muebles antiguos; los viejos criados, poco elegantes y hasta un poco sucios, pero llenos de dignidad, sin duda antiguos siervos que no habían cambiado de amo; la gruesa y bondadosa esposa, con una cofia de encaje y un chal turco, que acariciaba a su encantadora nietecita, hija de su hija; el apuesto hijo, estudiante de sexto curso, que acababa de llegar del instituto y saludaba a su padre besándole la gruesa mano; las palabras afectuosas y las maneras imponentes del dueño de la casa: todo eso había despertado involuntariamente el respeto y la simpatía de Levin. Y ahora el anciano se le antojó conmovedor y digno de lástima, y quiso decirle algo agradable.

–Por lo visto, va a seguir siendo usted nuestro mariscal —dijo.

–Lo dudo —replicó el mariscal, mirando asustado a su alrededor—. Estoy cansado y ya soy viejo. Hay personas más jóvenes y dignas que yo. Que trabajen ellos.

Y Snetkov desapareció por una puerta lateral.

Llegó el momento más solemne. Las elecciones estaban a punto de empezar. Los cabecillas de uno y otro partido contaban las bolas blancas y negras en las manos.

El debate sobre Flérov no sólo había dado al partido nuevo un voto más, sino que también le había permitido ganar tiempo, con lo que tres nobles que no habían podido intervenir antes en las elecciones, por culpa de las maquinaciones del partido viejo, esta vez tuvieron oportunidad de participar. Los partidarios de Snetkov habían emborrachado a dos de ellos, que tenían debilidad por el vino. Al tercero le habían robado el uniforme.

El partido nuevo, que se había enterado de la maniobra, aprovechó el debate sobre Flérov para enviar a dos de los suyos en busca de un uniforme y llevar a la asamblea a uno de los borrachos.

–He traído a uno y le he echado un cubo de agua por la cabeza —dijo el propietario encargado de la misión, acercándose a Sviazhski—. No se preocupe, aguantará en pie.

–¿No está demasiado borracho? ¿No se caerá? —preguntó Sviazhski, moviendo la cabeza.

–No, es todo un mocetón. Con tal de que no le den más de beber aquí... He dado órdenes en la cantina de que no le sirvan nada bajo ningún pretexto.

 

XXIX

La estrecha sala en la que se fumaba y se tomaba un bocado estaba abarrotada. La excitación iba en aumento, y los rostros de todos los presentes denotaban inquietud. Los que se mostraban más agitados eran los jefes de los dos bandos, que conocían todos los detalles y estaban al tanto del recuento de votos. Eran los cabecillas de la inminente contienda. Los demás, como los soldados antes de una batalla, aunque se preparaban para la lucha, no dejaban de buscar alguna distracción. Unos comían algo, de pie o sentados a la mesa; otros se paseaban arriba y abajo por la larga habitación, fumando un cigarrillo y charlando con algún amigo al que no habían visto desde hacía mucho tiempo.

Levin no tenía apetito y no fumaba. Tampoco le apetecía reunirse con los suyos, es decir, con Serguéi Ivánovich, Stepán Arkádevich, Sviazhski y los demás, porque Vronski, vestido con su uniforme de caballerizo del emperador, había entablado con ellos una animada conversación. Ya la víspera Levin lo había visto en las elecciones y había tenido buen cuidado de evitarlo, pues no quería encontrarse con él. Se acercó a la ventana y se sentó, observando los grupos y prestando oídos a lo que se decía a su alrededor. Se sentía triste, especialmente porque veía que todos estaban animados, ocupados, inquietos; sólo él y un viejecito decrépito y desdentado, con uniforme de la marina, que se había sentado a su lado y mascullaba algo, no mostraban el menor interés ni se ocupaban de nada.

–¡El muy granuja! Ya se lo dije, pero no hubo manera. ¡Pues sí! En tres años no ha podido reunirlo —decía con tono enérgico un propietario bajo y cargado de espaldas, con el pelo engominado, que caía sobre el cuello bordado del uniforme, mientras daba fuertes golpes con los tacones de sus botas nuevas, que sin duda se había puesto para la ocasión. Y después de mirar a Levin, con aire descontento, se volvió bruscamente.

–Sí, es un asunto bastante sucio, ni que decir tiene —replicó con voz aguda un propietario bajito.

A continuación Levin vio venir a un grupo de propietarios, que rodeaban a un general gordo. Según todas las evidencias, estaban buscando un lugar para hablar sin que les oyeran.

–¿Cómo se atreve a decir que di órdenes de que le robaran los pantalones? Seguramente los vendió para comprarse una botella. Me importa un bledo que sea príncipe. ¡Mira que decir una cosa así! ¡Qué porquería!

–Permítame, pero se basan en un artículo del estatuto —decían en otro grupo—. Su mujer debe de estar inscrita como noble.

–¡Al diablo con el artículo! Estoy hablando con el corazón. Para eso somos nobles. Hay que tener confianza.

–Excelencia, vamos a tomar fine champagne.

Otro grupo seguía a un noble que gritaba algo a voz en cuello: era uno de los tres a los que habían emborrachado.

–Siempre he aconsejado a Maria Semiónovna que alquilara sus tierras, porque no les puede sacar ningún beneficio —decía con voz agradable un propietario de bigote gris con un antiguo uniforme de coronel de Estado Mayor. Era el mismo propietario al que Levin había conocido en casa de Sviazhski. Lo reconoció en seguida. El propietario también reparó en él y se acercó a saludarle—. Encantado de verle. Me acuerdo perfectamente de usted. ¡Ya lo creo! Coincidimos el año pasado en casa del mariscal Nikolái Ivánovich.

–¿Y qué tal van sus asuntos? —preguntó Levin.

–Como siempre. Pérdidas y más pérdidas —respondió el propietario, que se había detenido a su lado, con una sonrisa de resignación y una expresión serena, como si estuviera convencido de que las cosas no podían ser de otra manera—. ¿Y qué le ha traído a usted a nuestra provincia? —preguntó—. ¿Ha venido a tomar parte en nuestro coup d'état? 156—dijo, pronunciando esa palabras con bastante aplomo, aunque su pronunciación dejaba mucho que desear—. Parece que se ha dado cita Rusia entera. Han venido chambelanes y puede que hasta algún ministro —añadió, señalando la imponente figura de Stepán Arkádevich, con sus pantalones blancos y su uniforme de chambelán, que se paseaba en compañía de un general.

–Tengo que reconocer que no acabo de entender el significado de estas elecciones —dijo Levin.

El propietario se lo quedó mirando.

–¿Y qué es lo que hay que entender? No tienen ningún significado. No es más que una institución obsoleta que sigue moviéndose por simple inercia. Fíjese en los uniformes. No hay más que verlos para darse cuenta de que ésta es una reunión de jueces de paz, de miembros permanentes y demás, pero no de nobles.

–Entonces, ¿por qué ha venido usted? —preguntó Levin.

–Pues por costumbre. Además, está la necesidad de no perder las relaciones. Supongo que también es una especie de obligación moral. Y luego, a decir verdad, por mi propio interés. Mi yerno quiere convertirse en miembro permanente. No tiene mucho dinero y necesita que le den un empujoncito. Pero, en el caso de todos estos señores, ¿para qué vendrán? —dijo, señalando al propietario de la lengua viperina que había hablado en la mesa presidencial.

–Es la nueva generación de nobles.

–Pueden ser todo lo nuevos que usted quiera, pero no son nobles. Son propietarios de tierras, nosotros somos hacendados. Como nobles, están cometiendo un suicidio.

–Pero acaba de decir usted que es una institución caduca.

–No digo que no, pero merece que se la trate con un poco más de respeto. Fíjese, por ejemplo, en Snetkov... Seamos buenos o malos, tenemos mil años de existencia. Si queremos plantar un jardincillo delante de la casa, primero tenemos que allanar el terreno, pero si en ese lugar crece un árbol centenario... Aunque sea viejo y nudoso, no va usted a echarlo abajo para poner un macizo de flores. Se las arreglará para poder disfrutar del macizo y del árbol. Porque un árbol así no crece en un año —dijo con circunspección, y acto seguido cambió de tema—. Bueno, ¿qué tal va su hacienda?

–No demasiado bien. Rinde un cinco por ciento.

–Sí, pero no cuenta usted su trabajo. Alguna remuneración merecerá. Se lo digo por mí mismo. Cuando servía en la administración, recibía tres mil rublos de sueldo. Ahora trabajo más que antes y, lo mismo que usted, no obtengo más que un cinco por ciento. Y aún tengo que dar gracias. Puedo decir que trabajo de balde.

–¿Y por qué se obstina usted en ocuparse de la hacienda, si no le reporta más que pérdidas?

–Pues ya lo ve usted. ¿Qué le vamos a hacer? Supongo que será la costumbre y, en cierto modo, el sentido del deber. Y le diré más —añadió, acodándose en el alféizar de la ventana y animándose cada vez más—. Mi hijo no tiene la menor intención de ocuparse de la hacienda. Por lo visto, sólo le interesan los estudios. Así que nadie continuará mi labor. Y, sin embargo, sigue uno con lo suyo. Acabo de plantar un huerto.

–Sí, sí —replicó Levin—. Tiene usted toda la razón. Aunque soy consciente de que no tiene ningún sentido que me ocupe de la hacienda, sigo haciéndolo... Es como si se sintiera uno ligado a la tierra.

–Voy a decirle una cosa —prosiguió el propietario—. Tengo un vecino que es comerciante. Un día dimos una vuelta por la finca y por el jardín. «Lo tiene usted todo en orden, Stepán Vasílevich, pero el jardín está muy descuidado.» Y le aseguro que lo cuido. «En mi opinión, debería talar esos tilos. Pero hay que hacerlo cuando tengan savia. Habrá un millar de tilos y cada uno dará dos buenas piezas de corteza. Y hoy día la corteza de tilo se cotiza a buen precio. Además, obtendría bastante madera.»

–Y con ese dinero compraría ganado o tierras casi por nada y se las arrendaría a los campesinos —concluyó Levin con una sonrisa. Era evidente que había hecho esos cálculos más de una vez—. Y así acabará haciendo una fortuna. Mientras usted y yo nos contentaremos con conservar lo que es nuestro y dejárselo a nuestros hijos.

–He oído que se ha casado usted —dijo el propietario.

–Sí —replicó Levin con orgullosa satisfacción—. La verdad es que es algo muy extraño —prosiguió—. Vivimos sin ningún objetivo, atados a la tierra como las vestales al fuego sagrado.

El propietario esbozó una sonrisa bajo los bigotes blancos.

–Algunos de los nuestros, como nuestro amigo Nikolái Ivánovich o ahora el conde Vronski, que se ha establecido aquí, pretenden organizar la agricultura de una manera industrial. Pero hasta la fecha esos intentos no han tenido otro resultado que destruir el capital.

–Pero ¿por qué no hacemos como ese comerciante? ¿Por qué no talamos los tilos para aprovechar la corteza? —preguntó Levin, volviendo a la idea que se le había ocurrido antes.

–Porque cuidamos de un fuego sagrado, como ha dicho usted. No, eso otro no es de la incumbencia de los nobles. Nuestro lugar no está aquí, en estas elecciones, sino en nuestro rincón. Existe también un instinto de clase, que nos dice lo que se debe y lo que no se debe hacer. Y lo mismo pasa con los campesinos. Lo he comprobado más de una vez. Un buen campesino siempre procura arrendar toda la tierra que puede. Por mala que sea, sigue arándola. Y tampoco obtiene ningún beneficio. Sólo acumula pérdidas.

–Así somos también nosotros —dijo Levin—. Me alegro muchísimo de haberme encontrado con usted —añadió, viendo que Sviazhski se acercaba.

–Es la primera vez que coincidimos después de habernos conocido en la casa de usted —dijo el propietario—, y nos hemos puesto a charlar.

–¿Y qué? ¿Han criticado las nuevas tendencias? —preguntó Sviazhski con una sonrisa.

–Entre otras cosas.

–Nos hemos desahogado.

 

XXX

Sviazhski cogió a Levin del brazo y lo condujo a su grupo.

Ya no había manera de esquivar a Vronski. Estaba al lado de Stepán Arkádevich y Serguéi Ivánovich y miraba directamente a Levin, que se aproximaba.

–Encantado. Me parece que tuve el placer de verlo... en casa de la princesa Scherbátskaia —dijo Vronski, tendiéndole la mano.

–Sí, recuerdo muy bien nuestro encuentro —replicó Levin, poniéndose como la grana, y al punto se volvió para hablar con su hermano.

Vronski esbozó una leve sonrisa y dirigió la palabra a Sviazhski, sin manifestar el menor deseo de seguir conversando con Levin. Pero éste, mientras charlaba con su hermano, se volvía a menudo para mirarlo, pensando en lo que podría decirle para atenuar la rudeza con que lo había saludado.

–¿De qué se trata ahora? —preguntó, mirando a Sviazhski y a Vronski.

–De Snetkov. Es preciso que renuncie o acepte —respondió Sviazhski.

–¿Y qué postura ha adoptado?

–Pues ésa es la cuestión, que aún no se ha decidido —dijo Vronski.

–Y en caso de que renuncie, ¿quién se presentará? —preguntó Levin, volviéndose hacia Vronski.

–El que quiera —respondió Sviazhski.

–¿Usted? —preguntó Levin.

–¡Por nada del mundo! —respondió Sviazhski, dirigiendo una mirada asustada al señor de la lengua viperina, que estaba al lado de Serguéi Ivánovich.

–Entonces, ¿quién? ¿Nevedovski? —preguntó Levin, dándose cuenta de que se estaba metiendo en un lío.

Pero esa pregunta resultó aún más inoportuna. Nevedovski y Sviazhski eran los dos candidatos.

–De ninguna manera —respondió el señor de la lengua viperina.

Era Nevedovski en persona. Sviazhski se lo presentó a Levin.

–¿También tú empiezas a apasionarte por todo esto? —preguntó Stepán Arkádevich, guiñándole un ojo a Vronski—. Es como las carreras. Hasta se puede apostar.

–Sí, esto apasiona —dijo Vronski—. Y, una vez metido en faena, uno quiere llegar hasta el final. ¡Es una lucha! —añadió, frunciendo el ceño y apretando sus fuertes mandíbulas.

–¡Y qué espíritu práctico tiene Sviazhski! ¡Con qué claridad lo ve todo!

–¡Ah, sí! —respondió Vronski sin prestar mucha atención.

Se produjo un silencio, en el que Vronski, a falta de algo mejor que hacer, aprovechó para mirar a Levin: primero sus piernas y su uniforme, luego su cara. Al advertir sus sombríos ojos fijos en él, le preguntó, por decir algo:

–¿Y cómo es que usted, que se pasa la vida en el campo, no es juez de paz? Porque no lleva usted ese uniforme.

–Pues porque los jueces de paz me parecen una institución absurda —respondió Levin con sequedad, a pesar de que había estado buscando la ocasión de hablar con Vronski para atenuar la rudeza de su primer comentario.

–Pues yo no lo veo así. Al contrario... —afirmó Vronski con cierta sorpresa, aunque sin perder la calma.

–No es más que un pasatiempo —le interrumpió Levin—. No necesitamos jueces de paz. En ocho años no he tenido un solo caso. Y, cuando alguna vez se ha presentado uno, lo han juzgado al revés. El juez de paz vive a cuarenta verstas de mi finca. Para resolver una cuestión de dos rublos, tengo que enviar a un abogado que me cuesta quince.

Y pasó a relatarle el caso de un campesino que había robado harina al molinero. Cuando éste se lo dijo, el campesino le denunció por injurias.

Era un ejemplo bastante tonto y que no venía a cuento, y el propio Levin se daba cuenta a medida que lo contaba.

–¡Ah, qué original es este hombre! —exclamó Stepán Arkádevich con esa sonrisa tan meliflua—. Pero hay que moverse. Me parece que ha empezado la votación...

Y se separaron.

–La verdad es que no entiendo cómo se puede tener tan poco tacto político —dijo Serguéi Ivánovich, a quien no había pasado desapercibida la inconveniente salida de su hermano—. Es algo de lo que los rusos carecemos por completo. El mariscal de la nobleza es nuestro adversario, y tú eres su ami cochon 157y le pides que se presente. En cambio el conde Vronski... Claro que no voy a hacerme amigo suyo. Me ha invitado a cenar, pero no pienso ir. En cualquier caso, es uno de los nuestros. ¿Por qué convertirlo en enemigo? Y luego le preguntas a Nevedovski si va a presentarse. Eso no se hace.

–¡Ah, no entiendo nada! Y todo esto no son más que naderías —replicó Levin con aire sombrío.

–Dices que todo son naderías, pero no haces más que embrollar las cosas.

Levin se calló y pasó en compañía de su hermano a la sala grande.

El mariscal de la nobleza, a pesar de que percibía en el ambiente que se estaba preparando una emboscada contra él y de que no todos se lo habían pedido, acabó presentando su candidatura. En la sala reinaba el silencio. El secretario anunció en voz alta que el capitán de la guardia Mijaíl Stepánovich Snetkov presentaba su candidatura al cargo de mariscal de la nobleza.

Los mariscales de las comarcas se levantaron de sus mesas respectivas y se dirigieron a la mesa presidencial con los platitos que contenían las bolas. Se procedió a la votación.

–Pon la bola a la derecha —le susurró Stepán Arkádevich a Levin, cuando éste, en compañía de su hermano, seguía al mariscal a la mesa. Pero Levin había vuelto a olvidarse de los cálculos que le habían explicado y temía que Stepán Arkádevich se hubiera equivocado cuando le dijo que depositara la bola a la derecha. Pues Snetkov era el enemigo. Se acercó a la urna con la bola en la mano derecha, pero, pensando que se había equivocado, justo antes de llegar se la pasó a la mano izquierda y la depositó en ese lado. Un perito que había al pie de la urna y que era capaz de adivinar, gracias al movimiento del codo, dónde ponía cada cual la bola, hizo una mueca de disgusto. La maniobra de Levin había sido tan torpe que apenas había necesitado recurrir a su perspicacia.

Todos se callaron. Sólo se oía el recuento de las bolas. Luego una voz anunció los votos a favor y en contra.

El mariscal de la nobleza había resultado elegido por una significativa mayoría de votos. Todo el mundo se precipitó sobre la puerta, en medio de un barullo considerable. Snetkov entró, y los nobles que le rodeaban le felicitaron.

–Bueno, ¿ya ha terminado? —preguntó Levin a Serguéi Ivánovich.

–Acaba de empezar —le respondió sonriendo Sviazhski, adelantándose a Serguéi Ivánovich—. El otro candidato puede obtener mayor número de votos.

Levin se había olvidado también de eso. Sólo ahora se acordó de que le habían hablado de una operación muy sutil, pero le pareció demasiado aburrido pensar en qué consistía. Le invadió una suerte de tristeza y le entraron ganas de apartarse de esa muchedumbre.

Como nadie le prestaba atención y, por lo visto, nadie le necesitaba, se dirigió a hurtadillas a la sala pequeña que hacía las veces de cantina y volvió a sentir un gran alivio al ver a los camareros. El viejo le propuso que tomara algo y él aceptó. Después de comer una chuleta con judías y charlar un rato con el camarero de sus antiguos amos, Levin volvió de mala gana a la sala, donde se encontraba tan incómodo que se fue a dar una vuelta por las tribunas, atestadas de señoras elegantes, que se inclinaban sobre la balaustrada y trataban de no perderse una palabra de lo que se decía abajo. Al lado de las señoras, sentados y de pie, había abogados elegantes, profesores de instituto con gafas y funcionarios. Por todas partes se hablaba de las elecciones, de la extrema fatiga del mariscal y de lo interesantes que habían sido los debates. En uno de los grupos oyó alabar a su hermano. Una señora le decía a un abogado:

–¡Cómo me alegro de haber oído a Kóznishev! ¡Sólo por eso ha merecido la pena quedarse sin cenar! ¡Ha estado soberbio! ¡Qué claridad! ¡Y qué bien se le oía! En sus tribunales no hay nadie que hable así. Sólo Máidel, y está lejos de ser tan elocuente.

Al encontrar un lugar libre al lado de la balaustrada, Levin se inclinó y se puso a mirar y escuchar.


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