Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–Eso mañana. ¡Mañana! ¡Ni una palabra más! ¡No digas nada! ¡Nada!
¡Silencio! —dijo Levin, volviéndole a tapar la boca con la pelliza, y añadió—: ¡Te quiero mucho! Entonces, ¿puedo ir contigo a esa reunión?
–Pues claro.
–¿Y cuál es el tema del día? —preguntó Levin, sin dejar de sonreír.
Llegaron a la reunión. Levin escuchó cómo el secretario, embarullándose, leía un protocolo que, por lo visto, ni él mismo entendía. Pero a Levin le bastó verle la cara para darse cuenta de que era un hombre bueno, amable, encantador. Así lo indicaba el hecho de que se confundiera y se aturullara al leer. A continuación empezaron los discursos. Se discutía la asignación de ciertas sumas y la instalación de unas cañerías. Serguéi Ivánovich se ensañó con dos miembros y habló largo y tendido con aire triunfal. Otro miembro, después de tomar notas en un papel, le dio cumplida respuesta, primero con timidez, luego con tanta cortesía como mala intención. A continuación intervino Sviazhski (que también estaba allí), con unas frases hermosas y nobles. Levin les escuchaba y se daba perfecta cuenta de que el asunto de las sumas y las cañerías no tenía la menor importancia, de que nadie estaba enfadado, de que todos los presentes eran personas amables y bondadosas, de que se entendían a las mil maravillas. No molestaban a nadie y disfrutaban de lo que hacían. Lo que más le sorprendía era que podía ver a su través; de hecho, a partir de ciertos detalles insignificantes, que antes le habrían pasado desapercibidos, podía reconocer el alma de cada cual y ver con toda claridad que eran buenos. Y todos sentían un afecto extraordinario por él esa noche. Se veía en la manera en que le hablaban, en la ternura y el cariño con que, hasta los desconocidos, le miraban.
–¿Qué? ¿Estás contento? —le preguntó Serguéi Ivánovich.
–Sí, mucho. Jamás habría pensado que esto fuera tan interesante! ¡Qué espectáculo tan sublime y maravilloso!
Sviazhski se acercó a Levin y le invitó a que fuera a tomar el té a su casa. Ya no acertaba a comprender, ni siquiera a recordar, qué le había molestado en Sviazhski, qué había buscado en él. Era un hombre inteligente y extremadamente bondadoso.
–Con mucho gusto —dijo, y le preguntó por su mujer y su cuñada. Por una extraña asociación de ideas, pues en su imaginación el recuerdo de la cuñada de Sviazhski estaba ligado al matrimonio, se figuró que nadie entendería mejor su felicidad que la mujer y la cuñada de su amigo, y se alegró mucho de ir a verlas.
Sviazhski le preguntó por los asuntos del campo; como de costumbre, no admitía la posibilidad de encontrar algo que no existiese ya en Europa, pero en esta ocasión esa circunstancia no incomodó a Levin. Al contrario, se daba cuenta de que Sviazhski tenía razón, de que todo ese asunto era insignificante y admiraba la increíble gentileza y finura con que su amigo evitaba jactarse de su victoria. Las señoras se mostraron especialmente amables. Levin tenía la impresión de que ya lo sabían todo y de que compartían su alegría, pero que no decían nada por delicadeza. Pasó allí una hora, dos, tres, hablando de diversos asuntos, aunque volviendo una y otra vez a la cuestión que embargaba su alma, sin darse cuenta de que estaba matando de aburrimiento a esas señoras, que debían haberse ido a la cama hacía ya un buen rato. Sviazhski lo acompañó al vestíbulo entre bostezos, sorprendido del extraño comportamiento de su amigo. Era más de la una. Levin regresó al hotel y empezó a pensar, aterrado, cómo iba a pasar solo, sumido en esa impaciencia, las diez horas que tenía por delante. El criado de servicio encendió una vela y se dispuso a salir, pero Levin lo retuvo. Ese criado, llamado Yegor, en el que Levin no había reparado antes, le pareció un hombre muy inteligente, simpático y, sobre todo, bondadoso.
–Dime, Yegor, ¿se te hace duro no dormir por la noche?
–¡Qué le vamos a hacer! Es nuestra obligación. Se lleva una vida más tranquila sirviendo a un señor, pero aquí se gana más.
Resultó que Yegor tenía familia, tres chicos y una chica costurera a la que quería casar con un dependiente de una talabartería. Ese detalle dio pie a Levin para comunicar a Yegor su idea de que en un matrimonio lo más importante era el amor y que con amor uno siempre era feliz, porque la felicidad estaba en uno mismo.
Yegor le escuchó con atención y, por lo visto, entendió plenamente la idea de Levin, como confirmó una reflexión inesperada; a saber, que cuando había servido a buenos amos, siempre había estado contento de ellos, y que también ahora estaba satisfecho de su señor, aunque era francés.
«¡Qué hombre tan bondadoso!», pensó Levin.
–Y tú, Yegor, cuando te casaste, ¿querías a tu mujer?
–Cómo no —respondió Yegor.
Y Levin advirtió que también Yegor se encontraba en un estado de ánimo exaltado y que se aprestaba a revelarle sus sentimientos más íntimos.
–Mi vida también es sorprendente. Desde mi más tierna infancia... —empezó a decir con los ojos brillantes; no cabía duda de que Levin le había contagiado, como sucede cuando uno ve bostezar a otra persona.
Pero en ese momento sonó un timbre. Yegor salió y Levin se quedó solo. Casi no había comido nada en casa de Stepán Arkádevich, y tampoco había querido tomar el té ni cenar con Sviazhski, pero no podía pensar en eso ahora. No había pegado ojo la noche anterior, pero tampoco podía pensar en dormir. En la habitación hacía fresco, pero él se ahogaba de calor. Abrió los dos postigos de las ventanas y se sentó delante de la mesa que había enfrente. Más allá del tejado cubierto de nieve se vislumbraba una cruz afiligranada con cadenas y, por encima, la constelación triangular del Cochero, dominada por el resplandor amarillento de la Cabra. Levin miraba tan pronto la cruz como la estrella, respiraba el aire fresco, helado, que entraba sin parar en la habitación y seguía como en sueños las imágenes y recuerdos que surgían en su imaginación. A eso de las cuatro oyó pasos en el pasillo y se asomó a la puerta. Un conocido suyo, el jugador Miashkin, volvía del casino, cabizbajo y enfurruñado, aclarándose la garganta. «¡Pobre desgraciado!», pensó Levin, y de sus ojos brotaron lágrimas de piedad y afecto. Quiso hablar con él, consolarle. Pero, al recordar que iba en camisa, cambió de idea y volvió a sentarse al lado de la ventana, para bañarse en el aire fresco y contemplar las formas admirables de esa cruz, silenciosa, pero llena de significado para él, así como esa resplandeciente estrella amarilla que remontaba el horizonte. Hacia las seis los enceradores empezaron a hacer ruido, las campanas de una iglesia llamaron a misa y Levin empezó a sentir frío. Cerró los postigos, se lavó, se vistió y salió del hotel.
XV
Aún no se veía a nadie por las calles. Levin se acercó a la casa de los Scherbatski. La puerta principal estaba cerrada y todos dormían. Se dio la vuelta, regresó a su habitación y pidió café. El criado de día, que ya no era Yegor, se lo llevó. Levin quiso entablar conversación con él, pero alguien llamó y el criado tuvo que salir. Levin trató de tomar un sorbo de café y se llevó un pedazo de bollo a la boca, pero sus dientes no sabían qué hacer con él. Levin lo escupió, se puso el abrigo y volvió a salir. Ya eran más de las nueve cuando se acercó por segunda vez a la casa de los Scherbatski. Los señores acababan de levantarse; el cocinero salía para hacer la compra. Había que dejar pasar al menos dos horas más.
Levin pasó la noche y la mañana en un estado de inconsciencia total, sintiéndose completamente al margen de las exigencias materiales de la vida. No había comido en todo el día, llevaba dos noches sin dormir, había pasado varias horas medio desnudo expuesto al frío, pero el caso es que se sentía más fresco y sano que nunca, completamente desligado de su cuerpo: se movía sin ningún esfuerzo de sus músculos y se creía capaz de todo. Estaba convencido de que, en caso de que fuera necesario, podría echar a volar o mover la esquina de una casa. Pasó el resto del tiempo paseando por las calles, consultando el reloj a cada momento y volviéndose a uno y otro lado.
Y lo que vio entonces no volvió a verlo nunca más. Lo que más le llamó la atención fueron los niños que iban al colegio, unas palomas azules, que bajaban volando de los tejados a la acera, los bollos espolvoreados de harina que una mano invisible había puesto en un escaparate. Esos bollos, esas palomas y esos niños parecían venidos de otro mundo. Y todo sucedía al mismo tiempo: un muchacho se acercaba corriendo a una paloma y le miraba con una sonrisa en los labios; la paloma agitaba las alas y echaba a volar, centelleando a la luz del sol, a través del fino polvo de nieve que temblaba en el aire; y un olor a pan recién horneado salía del escaparate, donde de pronto aparecían los bollos. Y la impresión de conjunto era de una belleza tan asombrosa que él reía y lloraba de alegría. Después de dar un gran rodeo por el callejón Gazetni y Kislovka, volvió de nuevo al hotel, puso el reloj delante y se sentó a esperar que dieran las doce. En la habitación contigua discutían de un asunto de máquinas y hablaban de no sé que engaño, acompañando esas palabras de toses matinales. Por lo visto no entendían que las manecillas se acercaban ya a las doce. Cuando por fin llegó esa hora, Levin salió a la entrada. Era evidente que los cocheros estaban al tanto de todo. Rodearon a Levin con caras de felicidad y se pusieron a discutir y a ofrecerle sus servicios. Procurando no ofender a los restantes cocheros y prometiendo recurrir a sus servicios en otra ocasión, Levin eligió a uno y le ordenó que se dirigiera a casa de los Scherbatski. El cochero tenía un aspecto imponente, con el cuello de su camisa blanca asomando por encima del caftán, firme sobre su nuca roja, gruesa y vigorosa. El trineo era alto y ligero (Levin jamás volvió a montar en uno parecido), y el excelente caballo se esforzaba por avanzar, pero apenas se movía de su sitio. El cochero conocía la casa de los Scherbatski y, para mostrar una especial consideración a su cliente, al detener el caballo delante de la puerta, hizo un movimiento circular con los brazos y gritó: «¡So!». El portero de los Scherbatski seguramente estaba enterado de todo, como se desprendía de sus ojos risueños y de las palabras que le dirigió:
–¡Hace tiempo que no viene usted por aquí, Konstantín Dmítrich!
No sólo lo sabía todo, sino que rebosaba de alegría, aunque se esforzaba por disimularlo. Después de contemplar los bondadosos ojos del anciano, Levin percibió un matiz nuevo en su felicidad.
–¿Se han levantado ya?
–Haga el favor de pasar. Puede dejarlo aquí —dijo con una sonrisa, cuando Levin hizo intención de volverse para coger su gorro. Ese detalle le pareció muy significativo.
–¿A quién le anuncio? —preguntó el criado.
Aunque era un criado joven y presumido, como se estilan ahora, parecía un buen muchacho y daba la impresión de que también lo entendía todo.
–A la princesa... Al príncipe... A la señorita —respondió Levin.
La primera persona con la que se encontró fue mademoiselle Linon. Atravesaba la sala con sus ricitos y su cara resplandecientes. Apenas había tenido tiempo Levin de dirigirle la palabra cuando se oyó un rumor de pasos y el susurro de un vestido al otro lado de la puerta; mademoiselle Linon desapareció de su vista, y de Levin se apoderó una especie de temor gozoso ante la cercanía de su felicidad. Mademoiselle Linon apretó el paso y, dejándole solo, desapareció por la otra puerta. En cuanto salió, resonaron en el parqué unos pasos presurosos y ligeros, y su felicidad, su vida, él mismo —algo incluso mejor que él mismo, algo que había buscado y deseado tanto tiempo– se acercó rápidamente. Más que andar, parecía como si una fuerza invisible la arrastrara.
Levin sólo vio esos ojos claros, sinceros, asustados de su propia dicha, la misma que embargaba también su corazón. Sus ojos brillaban cada vez más cerca, cegándole con la luz de su amor. Se detuvo a su lado, rozándole, y apoyó las manos en sus hombros.
Había hecho todo lo que estaba en su mano: se había acercado y se le había entregado por entero, tímida y alegre. Levin la abrazó y unió sus labios a los de ella, que aguardaban ya el beso.
Kitty tampoco había dormido en toda la noche, y había pasado la mañana entera esperándole. Su padre y su madre habían dado su consentimiento sin el menor reparo, felices de la dicha de su hija. Kitty había aguardado con impaciencia la llegada de Levin porque quería ser la primera en anunciarle esa venturosa noticia para ambos. Se había propuesto recibirle sola y se felicitaba de su plan, pero al mismo tiempo se sentía confusa y avergonzada y no sabía cómo ponerlo en ejecución. Al oír los pasos y la voz de Levin, había esperado detrás de la puerta a que se marchara mademoiselle Linon. Entonces, sin pensárselo dos veces ni preguntarse lo que estaba haciendo, se había acercado, había apoyado los brazos en sus hombros y todo lo demás...
–Vamos a ver a mamá —dijo, cogiéndole de la mano.
Durante un buen rato Levin fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiera que las palabras desmerecieran de sus sentimientos, como porque cada vez que se disponía a abrir la boca sentía que le ahogaban lágrimas de felicidad. Tomó la mano de Kitty y la besó.
–¿Es posible que todo esto sea verdad? —preguntó Levin al fin, con voz sorda—. ¡No puedo creer que me ames!
Al oír que la tuteaba y ver la expresión apocada con que la miraba, Kitty sonrió.
–¡Sí! —respondió, alargando esa palabra de manera muy expresiva—. ¡Soy tan feliz!
Sin soltarle la mano, entró en el salón. La princesa, al verlos, respiró afanosamente, se echó a llorar, luego rompió a reír y, con una energía que Levin jamás habría esperado, se acercó corriendo, le cogió la cabeza, lo besó y le humedeció las mejillas con sus lágrimas.
–¡Así pues, todo está arreglado! Me alegro mucho. Quiérala usted. Me alegro mucho... Kitty.
–¡Qué pronto os habéis puesto de acuerdo! —dijo el viejo príncipe, tratando de aparentar indiferencia, pero Levin advirtió que tenía los ojos húmedos cuando se dirigió a él—. Hace tiempo que lo deseaba. Lo he deseado siempre —añadió, tomando a Levin de la mano y atrayéndolo hacia sí—. Incluso cuando a esta veleta se le metió en la cabeza...
–¡Papá! —gritó Kitty, tapándole la boca con las manos.
–¡Vale, ya me callo! —repuso él—. Estoy muy, muy conten... ¡Ah! ¡Qué tonto soy!...
Abrazó a Kitty, le besó la cara, la mano, otra vez la cara e hizo sobre ella la señal de la cruz.
Y a Levin le embargó un nuevo sentimiento de cariño por ese hombre, que hasta entonces había sido un extraño para él, al ver cómo Kitty estampaba un tierno y prolongado beso en su carnosa mano.
XVI
La princesa, sentada en su sillón, guardaba silencio y sonreía; el príncipe tomó asiento a su lado, flanqueado por Kitty, que no le soltaba la mano. Todos callaban.
La princesa fue la primera que llamó a las cosas por su nombre y encauzó todos los sentimientos y pensamientos a cuestiones de la vida real. En un primer momento a todos les pareció extraño y doloroso ese proceder.
–Bueno. Tenemos que bendecirlos y anunciar el compromiso. ¿Y cuándo será la boda? ¿Qué piensas tú, Aleksandr?
–Pregúntaselo a él —respondió el viejo príncipe, señalando a Levin—. Es el personaje principal en toda esta historia.
–¿Cuándo? —dijo Levin, ruborizándose—. Mañana. Ya que me lo preguntan, les diré que, en mi opinión, la bendición podría ser hoy y la boda mañana.
–Basta, mon cher, no diga tonterías.
–Vale, pues dentro de una semana.
–Se ha vuelto loco.
–No. ¿Por qué?
–¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre, a la que hacían gracia esa: prisas—. ¿Y qué pasa con el ajuar?
«¿Es qué tendremos que ocuparnos del ajuar y todo eso? —pensó Levin horrorizado—. Por lo demás, ¿acaso pueden el ajuar, la bendición y todo lo demás ensombrecer mi felicidad? ¡Nada puede ensombrecerla!»
Miró a Kitty y se dio cuenta de que la idea de ocuparse del ajuar no le molestaba en modo alguno.
«Por lo tanto, debe de ser necesario», concluyó.
–La verdad es que yo no sé nada de esas cosas. Sólo he expresado mi deseo —dijo, a modo de disculpa.
–Ya lo discutiremos. De momento, podemos proceder a la bendición anunciar el compromiso.
La princesa se acercó a su marido, le dio un beso e hizo intención de salir, pero él la retuvo, la abrazó y la besó con ternura varias veces, comoun joven enamorado, sin dejar de sonreír. Por un momento, los dos ancianos parecieron confusos: ¿eran ellos los enamorados o su hija? Cuando ambos salieron, Levin se acercó a la novia y le cogió la mano. Ya era dueño de sus actos y había recuperado la capacidad de hablar. ¡Tenía tantas cosaque comunicarle! Sin embargo, las palabras que salieron de su boca eran muy distintas de las que se había propuesto decir.
–¡Estaba seguro de que esto acabaría sucediendo! No es que albergara esperanzas, pero en el fondo de mi corazón lo sabía —dijo—. Creo que estaba predestinado.
–Y yo —dijo ella—. Incluso entonces... —se interrumpió y después continuó, mirándole decidida con sus ojos sinceros—. Incluso entonces, cuando rechacé la felicidad. Nunca he amado a nadie más que a usted, pero estaba obnubilada. Debo decirle... ¿Será usted capaz de olvidarlo?
–Tal vez haya sido mejor así. Tiene usted que perdonarme muchas cosas. He de decirle... —Había decidido decirle dos cosas desde el principio: que no era tan puro como ella y que no creía en Dios. Era doloroso, pero se consideraba obligado a confesarle tanto lo uno como lo otro—. ¡No, ahora no! ¡En otro momento! —dijo.
–Como usted quiera. Pero tiene que decírmelo sin falta. No tengo miedo de nada. Ni que decir tiene...
Levin completó la frase —Que me aceptará usted tal como soy, que no me rechazará, ¿verdad?
–Sí, sí.
La conversación fue interrumpida por mademoiselle Linon que, con una sonrisa dulce y a la vez artificiosa, venía a felicitar a su alumna predilecta. Aún no había salido de la habitación cuando entraron los criados para ofrecer también sus parabienes. Luego llegaron los parientes, y dio comienzo para Levin ese período tumultuoso y feliz que no acabaría hasta dos días después de la boda. Se sentía molesto e incómodo en todo momento, pero su felicidad, lejos de menguar, aumentaba. Era consciente de que le exigían muchas cosas de las que no sabía nada, pero hacía de buena gana todo lo que le pedían. Pensaba que su noviazgo no se parecería en nada al de los demás, que el cumplimiento de todos los rituales y tradiciones acabaría con su felicidad, pero el caso es que, aunque hicieron lo mismo que todo el mundo, su felicidad no dejaba de crecer y se hacía cada vez más especial: jamás se había visto ni se vería nada semejante.
–Ahora vamos a comer unos bombones —decía mademoiselle Linon.
Y Levin corría a comprarlos.
–Me alegro mucho —decía Sviazhski—. Le aconsejo que compre las flores en Fomín.
–¿Es necesario? —preguntaba Levin.
Y allá se dirigía.
Su hermano le dijo que había que pedir dinero prestado porque habría que comprar regalos y hacer frente a muchos gastos...
–¿Hay que hacer regalos?
Y partía al galope a la joyería Fulde.
Tanto en la pastelería como en Fomín y en Fulde se daba cuenta de que lo esperaban, de que se alegraban de verle, de que compartían su felicidad, como todas las personas con las que trataba esos días. Lo raro no era sólo que todos lo quisieran, sino que hasta personas que antes se habían mostrado antipáticas, frías e indiferentes, estaban entusiasmadas con él, le obedecían en todo, hablaban de Sus sentimientos con ternura y delicadeza y compartían su convencimiento de que era el hombre más feliz de la tierra, porque su novia era el colmo de la perfección. Kitty sentía lo mismo. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que habría deseado algo mejor para ella, se enfadó tanto y le demostró de un modo tan convincente que no había en el mundo hombre mejor que Levin, que la condesa se vio obligada a reconocerlo, y en presencia de Kitty siempre acogía a Levin con una sonrisa de admiración.
La prometida explicación fue uno de los acontecimientos más dolorosos de esa época. Levin pidió consejo al viejo príncipe y, una vez que éste le dio su consentimiento, entregó a Kitty su diario, en el que había consignado lo que tanto le desasosegaba. Lo había escrito pensando en su futura novia. Dos cosas le atormentaban: su impureza y su falta de fe. Kitty apenas prestó importancia a ese segundo aspecto. Era creyente, jamás había dudado de las verdades de la religión, pero la supuesta incredulidad de su novio no le afectó siquiera. El amor le había revelado el corazón de Levin, en el que había visto lo que deseaba; y poco le importaba si a ese estado de ánimo se le llamaba falta de fe. En cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.
Antes de entregarle el diario, Levin había tenido que librar un combate consigo mismo. Sabía que entre ellos no podía ni debía haber ningún secreto; por eso había llegado a la conclusión de que no tenía otra salida. Pero no se imaginó el efecto que iba a causarle, porque no se puso en el lugar de Kitty. Una tarde, al entrar en su habitación, antes de ir al teatro, se la encontró bañada en lágrimas, su agradable y lastimoso rostro desencajado por la pena irreparable que le había causado. Entonces comprendió el abismo que separaba su vergonzoso pasado de la pureza inmaculada de Kitty, y se horrorizó de lo que había hecho.
–¡Llévese esos cuadernos horribles! ¡Lléveselos! —exclamó, apartando los diarios, que descansaban sobre la mesa, delante de ella—. ¿Por qué me los ha dado?... En cualquier caso, es mejor así —añadió, compadeciéndose de la expresión desesperada de Levin—. Pero ¡es horrible, horrible!
Levin agachó la cabeza y guardó silencio. ¿Qué habría podido decir?
–Entonces, ¿no me perdona usted? —susurró.
–Sí, le perdono, pero es horrible.
En cualquier caso, su dicha era tan grande que ese incidente, lejos de destruirla, le añadió un nuevo matiz. Kitty le había perdonado; pero, a partir de ese momento, se consideró menos digno de ella, fue más consciente de la supremacía moral de su prometida y valoró aún más su felicidad inmerecida.
XVII
Alekséi Aleksándrovich volvió a su habitación solitaria, repasando involuntariamente en su memoria la impresión que le habían dejado las conversaciones entabladas durante la comida y la sobremesa. Las palabras que Daria Aleksándrovna había pronunciado sobre el perdón no habían conseguido más que enfadarle. Decidir si los preceptos cristianos podían aplicarse o no a su caso era una cuestión demasiado ardua de resolver, de la que no se podía hablar a la ligera, y a la que Alekséi Aleksándrovich había respondido de manera negativa hacía mucho tiempo. De todo lo que se había dicho, lo que más le había impresionado había sido un comentario de Turovtsin, ese hombre tan bondadoso como estúpido: «Se portó como un valiente. Lo desafió a duelo y lo mató». Por lo visto, todos compartían esa opinión, aunque por delicadeza se habían abstenido de manifestarlo.
«En cualquier caso, ya he tomado una decisión, así que no hay razón para seguir pensando en ese asunto», se dijo Alekséi Aleksándrovich.
Dándole vueltas a su inminente viaje y a las labores de inspección que le aguardaban, entró en su habitación y le preguntó al portero que le había acompañado dónde estaba su criado. Éste le informó de que acababa de salir. Alekséi Aleksándrovich le ordenó que le sirviese té, se sentó a la mesa, cogió el Froom, 74y se puso a trazar el itinerario de su viaje.
–Han llegado dos telegramas —dijo el criado, entrando en la habitación—. Perdone, excelencia, he salido un momentito.
Alekséi Aleksándrovich cogió los telegramas y los abrió. En el primero le comunicaban el nombramiento de Strémov para un puesto que ambicionaba para él. Arrojó el despacho y, enrojeciendo, se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación.
– Quos vult perdere demental 75—dijo, refiriéndose con ese quosa los responsables de ese nombramiento. No le disgustaba que no le hubieran concedido ese cargo, que hubieran pasado por encima de él, pero le parecía sorprendente e incomprensible que no se dieran cuenta de que ese charlatán de Strémov, que sólo sabía hacer frases, era el menos indicado para desempeñar ese puesto. ¿Cómo no comprendían que estaban labrando su propia ruina, comprometiendo su prestige?
«Será algo por el estilo», se dijo con amargura, al abrir el segundo despacho. Era un telegrama de su mujer. Lo primero que le saltó a la vista fue su firma, «Anna», trazada con lápiz azul. «Me muero. Le ruego, le suplico que venga. Moriré más tranquila con su perdón», leyó. Arrojó el telegrama con una sonrisa despectiva. En un primer momento le pareció evidente que se trataba de un engaño y una artimaña.
«No hay argucia de la que no sea capaz. Está a punto de dar a luz. Quizá se refiera a eso. Pero ¿qué es lo que pretende? Que reconozca al niño, comprometerme y evitar el divorcio —pensó—. Pero ahí dice que se está muriendo...» Volvió a leer el telegrama y de pronto le sorprendió el sentido exacto de lo que decía. «¿Y si fuera cierto? —se dijo—. ¿Y si en un momento de dolor, ante la cercanía de la muerte, se hubiera arrepentido de veras, y yo, pensando que se trata de un engaño, me niego a acudir? No sólo sería una crueldad, por la que todos me criticarían, sino también una estupidez.»
–Piotr, llama un coche. Me voy a San Petersburgo —le dijo a su criado.
Alekséi Aleksándrovich había tomado la decisión de volver a San Petersburgo para ver a su mujer. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin dirigirle la palabra. Pero, si estaba realmente grave, con un pie en la tumba, y deseaba verlo antes de morir, la perdonaría, en caso de encontrarla aún con vida. Y, si llegaba demasiado tarde, le rendiría los honores debidos.
Durante todo el camino no volvió a pensar en lo que haría.
Con una sensación de fatiga y suciedad, después de pasar la noche en el tren, Alekséi Aleksándrovich, rodeado de esa neblina matinal petersburguesa, avanzaba por la desierta avenida Nevski, con la mirada al frente, sin pensar en lo que le esperaba. No podía pensar en ello porque, cuando se imaginaba lo que iba a suceder, no podía desembarazarse de la idea de que esa muerte resolvería todas sus dificultades. Las panaderías, las tiendas cerradas, los coches nocturnos, los porteros que barrían las aceras pasaban como relámpagos ante sus ojos, y él se fijaba en todo para no seguir pensando en lo que le esperaba, para olvidarse de lo que no se atrevía a desear y sin embargo deseaba. Llegó a la puerta de su casa. En la entrada había un coche de alquiler y otro particular, con el cochero dormido. Al entrar en el vestíbulo, extrajo del rincón más recóndito de su cabeza una decisión, que formuló así: «Si es un engaño, mostrar una calma despectiva y marcharme. Si es verdad, guardar las apariencias».
Antes de que tuviera tiempo de llamar, el portero Petrov, a quien todos llamaban Kapitónich, le abrió la puerta; tenía un aspecto extraño con su vieja levita, sin corbata y en zapatillas.
–¿Cómo está la señora?
–Ayer dio a luz sin ningún contratiempo.
Alekséi Aleksándrovich se detuvo y palideció. En ese momento comprendió con toda claridad cuánto había deseado la muerte de Anna.
–¿Y de salud?
Kornéi, con el delantal que se ponía por las mañanas, bajó corriendo por la escalera.
–Muy mal —respondió—. Ayer hubo consulta de médicos. Uno de ellos está ahora arriba.
–Ocúpate de mi equipaje —dijo Alekséi Aleksándrovich y, sintiendo cierto alivio al oír que aún quedaba alguna esperanza de que muriera, entró en la antesala.
En la percha había un capote militar. Al reparar en él, Alekséi Aleksándrovich preguntó:
–¿Quién está en casa?
–El médico, la comadrona y el conde Vronski.
Alekséi Aleksándrovich pasó a las habitaciones interiores.
En el salón no había nadie. Al oír sus pasos, la comadrona salió del despacho de Anna con una cofia de cintas color lila. Se acercó a él y, con esa familiaridad que da la inminencia de la muerte, le cogió del brazo y lo condujo al dormitorio.
–¡Gracias a Dios que ha llegado usted! No hace más que llamarle —dijo.
–¡Traigan en seguida el hielo! —dijo el médico desde el dormitorio con voz imperiosa.
Alekséi Aleksándrovich entró en el despacho de Anna. A poca distancia de la mesa, sentado de lado en una silla baja, Vronski lloraba, cubriéndose el rostro con las manos. Al oír la voz del médico se levantó de un salto y apartó las manos de la cara. Cuando vio a Alekséi Aleksándrovich, se turbó tanto que volvió a sentarse, hundiendo la cabeza entre los hombros, como si deseara desaparecer en alguna parte. Pero acto seguido, haciendo un esfuerzo, se puso de pie y dijo:
–Se está muriendo. El médico ha dicho que no hay esperanzas. Estoy a su disposición, pero permítame que me quede aquí... En cualquier caso, haré lo que le parezca, pues...
Al ver las lágrimas de Vronski, Alekséi Aleksándrovich fue presa de ese desconcierto que le dominaba ante los sufrimientos ajenos. Volvió la cara, sin esperar a que Vronski acabara su frase, y se dirigió apresuradamente a la puerta del dormitorio, desde el que le llegaba la voz de Anna, alegre, viva, con entonaciones muy netas. Entró y se acercó a la cama. Anna yacía con el rostro vuelto hacia él. Le ardían las mejillas, le brillaban los ojos, las manos menudas y blancas, que asomaban de los puños del camisón, jugaban con la punta de la manta. Por lo visto, no sólo gozaba de buena salud, sino que estaba de un humor inmejorable. Hablaba deprisa, en voz alta, con inflexiones extraordinariamente precisas y expresivas.
–Porque Alekséi, me refiero a Alekséi Aleksándrovich (¡qué destino tan extraño y terrible: los dos se llaman Alekséi!), no me lo negaría. Yo lo olvidaría todo y él me perdonaría... Pero ¿por qué no viene? Es bueno. Ni él mismo sabe lo bueno que es. ¡Ah, Dios mío, qué angustia! ¡Dadme agua! ¡Deprisa! Pero será malo para la niñita. Bueno, de acuerdo, que se la lleven a la nodriza. Entiendo que es incluso mejor. Cuando él venga, se disgustará si la ve. Llévensela.
–Ya ha llegado, Anna Arkádevna. ¡Está ahí! —dijo la comadrona, tratando de llamar su atención sobre Alekséi Aleksándrovich.