355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Anna Karénina » Текст книги (страница 18)
Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 18 (всего у книги 68 страниц)

–¡Es un hombre inapreciable! —había asegurado Lidia Ivánovna.

El médico se quedó muy descontento del estado de su paciente: tenía el hígado bastante hinchado, estaba desnutrido y la cura de aguas no había surtido ningún efecto. Le prescribió que hiciera más ejercicio, que no sobrecargara la cabeza de trabajo y, sobre todo, que evitara los disgustos; en resumidas cuentas, unas exigencias tan imposibles para Alekséi Aleksándrovich como dejar de respirar. A continuación, se marchó, dejándolo con la desagradable impresión de que no estaba bien de salud y de que no se podía hacer nada para remediarlo.

Al salir, el médico se tropezó en la escalera con Sliudin, secretario particular de Alekséi Aleksándrovich, al que conocía bien. Habían sido compañeros en la universidad y, aunque se veían de tarde en tarde, se respetaban y eran buenos amigos. En suma, a nadie mejor que a Sliudin podía hablarle con sinceridad del estado de salud de su paciente.

–Cuánto me alegro de que lo haya reconocido —dijo Sliudin—. No se encuentra bien, y me parece... ¿Cómo lo ha encontrado?

–Pues verá usted —dijo el médico, al tiempo que hacía un gesto a su cochero por encima de la cabeza de Sliudin para que se acercara—. Mire —añadió, cogiendo con sus blancas manos un dedo de sus guantes de cabritilla y estirándolo—. Es muy difícil romper una cuerda cuando no está tensa. Pero, si la estira, basta la presión de un dedo para quebrarla. Y Alekséi Aleksándrovich, con su constancia y su dedicación al trabajo, ha tensado la cuerda hasta no poder más; además hay una presión exterior, y bastante violenta —concluyó enarcando las cejas con aire significativo—. ¿Va a ir usted a las carreras? —preguntó, mientras se acercaba al coche—. Sí, sí, ya sé que perdería mucho tiempo —contestó el médico a algún comentario de Sliudin que no había oído bien.

Después del médico, que le había entretenido tanto, apareció el célebre viajero, y Alekséi Aleksándrovich, valiéndose del folleto que acababa de leer y de sus conocimientos previos sobre la materia, le sorprendió por su amplitud de miras y la riqueza de sus informaciones.

Al mismo tiempo le anunciaron la visita de un mariscal de la nobleza de una provincia, que se encontraba en San Petersburgo y tenía necesidad de hablar con él. Después de su marcha, Alekséi Aleksándrovich pasó a abordar con su secretario las cuestiones del día que aún le quedaban por tratar, y, a continuación, fue a visitar a un personaje encumbrado para discutir un asunto de gran importancia y trascendencia. No regresó hasta las cinco de la tarde, hora a la que solía comer. Comió con su secretario, a quien invitó a su quinta veraniega y a las carreras.

Sin darse cuenta, Alekséi Aleksándrovich procuraba que en sus entrevistas con su mujer estuviera siempre presente una tercera persona.

 

XXVII

Anna estaba en el piso de arriba, delante del espejo, prendiendo la última cinta del vestido con la ayuda de Ánnushka, cuando oyó el crujido de las ruedas en la grava de la entrada.

«Es aún pronto para que sea Betsy —pensó y, echando un vistazo por la ventana, vio un coche en el que reconoció el sombrero negro y las orejas de Alekséi Aleksándrovich, que conocía tan bien—. ¡Qué inoportuno! ¡Como se le ocurra quedarse a pasar la noche!», se dijo».

Las consecuencias de esa visita inesperada le parecían tan terribles y espantosas que, sin reflexionar un segundo, salió a recibirle con el rostro radiante y expresión alegre, dominada por el espíritu de falsedad y mentira al que tanto se entregaba en los últimos tiempos, y se puso a hablarle sin saber ella misma lo que decía.

–¡Ah, qué detalle por tu parte! —exclamó, tendiéndole la mano a su marido y saludando con una sonrisa a Sliudin, que era casi de la familia—. Espero que te quedes a dormir —tales fueron las primeras palabras que le inspiró el espíritu de la mentira—. Iremos juntos a las carreras. Lo único que siento es que le he prometido a Betsy que iría con ella. Va a pasar a buscarme.

Al oír ese último nombre, Alekséi Aleksándrovich frunció el ceño.

–Ah, no me propongo separar a las inseparables —replicó con su habitual tono burlón—. Iré con Mijaíl Vasílievich. Los médicos me han recomendado ejercicio. Daré un paseo y me imaginaré que aún sigo en el balneario.

–Pero no tienes por qué darte tanta prisa —dijo Anna—. ¿Te apetece una taza de té? —Llamó—. Sirva el té y dígale a Seriozha que ha llegado Alekséi Aleksándrovich. Bueno, ¿cómo te encuentras de salud? Mijaíl Vasílievich, es la primera vez que viene usted por aquí. Mire qué bien se está en la terraza —decía, dirigiéndose tan pronto a uno como a otro, con gran sencillez y naturalidad. Pero hablaba demasiado y con excesiva premura. Ella misma se daba cuenta, sobre todo por la mirada de curiosidad que creyó sorprender en el rostro de Mijaíl Vasílievich cuando éste salió a la terraza. Anna se sentó al lado de su marido—. No tienes muy buen aspecto —dijo.

–En efecto. Hoy ha estado en casa el médico y me ha hecho perder una hora entera. Tengo la sospecha de que lo ha enviado alguno de mis amigos. Por lo visto, mi salud es preciosa...

–¿Y qué es lo que te ha dicho?

Anna le preguntó por su salud y sus actividades, le recomendó que descansara y le propuso que se instalara con ella en el campo.

Y todo eso lo decía con alegría, cierto apresuramiento y un brillo especial en los ojos; pero Alekséi Aleksándrovich no concedía la menor importancia a ese tono. Se limitaba a escuchar sus palabras y las interpretaba en sentido literal. En cuanto a sus respuestas, eran sencillas, aunque siempre con un matiz irónico. La conversación no tenía nada de particular, pero, con el paso del tiempo, Anna no sería capaz de recordarla sin que la atormentara un doloroso sentimiento de vergüenza.

Entró Seriozha, precedido de su institutriz. Si Alekséi Aleksándrovich hubiera perdido unos instantes en observarle, se habría dado cuenta de la mirada tímida y recelosa con que el niño lo miró primero a él y luego a su madre. Pero, como no quería ver, no se percató de nada.

–¡Ah, jovencito! Cómo has crecido. La verdad es que te estás haciendo todo un hombre. Hola, jovencito.

Y le tendió la mano al azorado niño.

Si ya antes se sentía cohibido en presencia de Alekséi Aleksándrovich, desde que recibía ese tratamiento y se empeñaba en averiguar si Vronski era amigo o enemigo, Seriozha tenía miedo de su padre. Se volvió a su madre como pidiéndole protección. Sólo con ella se sentía a gusto. El señor Karenin, poniendo la mano en el hombro de su hijo, empezó a hablar con la institutriz. Seriozha se sintió completamente desconcertado y Anna se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar. Se había puesto colorada cuando lo vio entrar. Y ahora, al reparar en su turbación, se levantó de un salto, retiró la mano de Alekséi Aleksándrovich del hombro de su hijo, le dio un beso, se lo llevó a la terraza y volvió al poco rato.

–Es hora de irse —dijo, consultando su reloj—. Betsy ya tendría que haber llegado...

–Sí —dijo Alekséi Aleksándrovich, poniéndose en pie, entrelazando las manos y apretando los dedos para que crujieran—. También he venido para traerte el dinero, porque los ruiseñores no se alimentan de fábulas —añadió—. Supongo que te hará falta.

–No, no lo necesito... Sí, la verdad es que sí —replicó Anna, sin mirarle y enrojeciendo hasta la raíz del cabello—. Me imagino que pasarás por aquí después de las carreras.

–¡Pues claro! —contestó Alekséi Aleksándrovich—. Ahí está la princesa Tverskaia, la gala de Peterhof —prosiguió, mirando por la ventana un coche inglés, de caja muy alta y pequeña, tirado por caballos con anteojeras—, ¡Qué maravilla! ¡Qué elegancia! Bueno, nosotros también tenemos que irnos.

La princesa Tverskaia no se bajó del coche. Sólo se apeó su lacayo, con polainas, esclavina y sombrero negro.

–Me voy, adiós —dijo Anna y, después de besar a su hijo, se acercó a su marido y le tendió la mano—. Te agradezco mucho que hayas venido.

Alekséi Aleksándrovich le besó la mano.

–Bueno, hasta la vista. Entonces, vendrás a tomar el té. ¡Estupendo! —añadió Anna, antes de salir, resplandeciente y alegre.

Pero, en cuanto perdió de vista a su marido, se estremeció de repugnancia, sintiendo en la mano el roce de sus labios.

 

XXVIII

Cuando Alekséi Aleksándrovich apareció en el hipódromo, Anna ya se había acomodado en la tribuna al lado de Betsy, rodeada de lo más granado de la sociedad. Dos hombres, su marido y su amante, constituían los dos polos de su vida, y era capaz de adivinar su presencia sin ayuda de los sentidos. Ya de lejos percibió la proximidad de su marido y siguió involuntariamente su avance en medio de la riada humana. Vio cómo se acercaba a la tribuna, ya respondiendo condescendiente a las reverencias obsequiosas, ya saludando en tono amistoso y despreocupado a sus iguales, ya procurando atraer las miradas de los poderosos de este mundo y quitándose su amplio sombrero hongo, que apoyaba en las puntas de las orejas. Anna conocía sus ademanes, y todos le resultaban igualmente desagradables. «En su alma sólo hay cabida para la ambición y el deseo de triunfo —pensaba—. Y todas esas consideraciones elevadas sobre las luces del conocimiento y la importancia de la religión no son más que un medio para alcanzar su fin.»

Por las miradas que Alekséi Aleksándrovich dirigía a las señoras (la miraba directamente, pero no la reconocía en medio de ese mar de gasas, muselinas, cintas, plumas, sombrillas y flores), Anna comprendió que la estaba buscando, pero hacía como si no lo hubiera visto.

–¡Alekséi Aleksándrovich! —le gritó la princesa Betsy—. ¿Es que no ve usted a su mujer? Está aquí.

Karenin le dedicó una de sus gélidas sonrisas.

–Tanto brillo deslumbra a los ojos —dijo, acercándose a la tribuna. Sonrió a Anna, como corresponde a un marido que se encuentra con su mujer, de la que acaba de separarse. A continuación saludó a la princesa y a los demás conocidos, concediendo a cada cual lo que le correspondía, es decir, bromeando con las señoras e intercambiando saludos con los caballeros. Abajo, al pie de la tribuna, se hallaba un general ayudante, célebre por su ingenio y su erudición, a quien Karenin apreciaba mucho. Alekséi Aleksándrovich se puso a charlar con él.

Estaban en un intervalo entre dos carreras, de manera que nada estorbaba la conversación. El general ayudante criticaba las carreras. Alekséi Aleksándrovich las defendía. Anna escuchaba su voz aguda y monótona, sin perder una palabra, y todo lo que decía le parecía falso y le hacía daño en los oídos.

Cuando dio comienzo la carrera de cuatro verstas con obstáculos, se inclinó hacia delante, sin apartar los ojos de Vronski, que en ese momento se acercaba a la yegua y subía a la silla, al tiempo que escuchaba la odiosa voz de su marido, que no paraba de hablar. Le atormentaba el temor de que Vronski sufriera algún accidente, pero más le atormentaba aún la voz aguda e incesante de su marido, cuyos matices conocía tan bien.

«Soy una mala mujer, una mujer perdida —pensaba—, pero no soporto la mentira, la aborrezco. En cambio, para él, es el pan nuestro de cada día. Lo sabe todo, lo ve todo. Y, sin embargo, ahí está hablando tan tranquilo. ¿Qué sentirá en su fuero interno? Si me matara a mí o matara a Vronski, le respetaría. Pero no, lo único que le importa es la mentira, guardar las apariencias», se decía Anna. En el fondo no sabía lo que esperaba de su marido, cómo quería que se comportara. Tampoco comprendía que esa especial locuacidad de que Alekséi Aleksándrovich hacía gala ese día, y que tanto le irritaba, no era más que la manifestación de su desasosiego y de su inquietud. Igual que un niño que se da un golpe se pone a saltar y a ejercitar los músculos para que se le pase el dolor, Karenin necesitaba recurrir a alguna actividad de orden intelectual para ahogar las ideas que le asaltaban en presencia de su mujer y de Vronski, cuyo nombre oía cada dos por tres. Y, de la misma manera que un niño encuentra natural ponerse a dar saltos, él se perdía en discursos sensatos y elocuentes.

–El peligro es un ingrediente imprescindible en las carreras en las que toman parte oficiales. Si Inglaterra puede enorgullecerse de las más brillantes gestas de la caballería, se debe exclusivamente a que a lo largo de la historia ha desarrollado esa fuerza, tanto en sus hombres como en sus caballos. En mi opinión, el deporte encierra un sentido profundo. Lo que pasa es que, normalmente, sólo vemos sus aspectos más superficiales —decía Alekséi Aleksándrovich.

–No tan superficiales —intervino la princesa Tverskaia—. Dicen que un oficial se ha roto dos costillas.

Alekséi Aleksándrovich esbozó una de esas sonrisas tan suyas, que dejaba al descubierto los dientes, pero no expresaba nada más.

–Supongamos, princesa, que ese dato no sea superficial, sino que tenga un significado profundo. Pero no se trata de eso. —Y de nuevo se dirigió al general, con quien hablaba en serio—. No olvide que quienes participan en las carreras son militares, que ellos mismos se han decantado por esa actividad. Convendrá conmigo en que cualquier vocación tiene su correspondiente reverso de la medalla. Lo mismo sucede con los deberes de un militar. Los deportes brutales, como el boxeo o las corridas de toros españolas, son una señal de barbarie. Pero los deportes que requieren una especialización son un signo de progreso.

–Creo que es la última vez que vengo a las carreras. Impresionan demasiado, ¿no es verdad, Anna? —preguntó la princesa Betsy.

–Impresionan, pero atraen —dijo otra señora—. Si yo hubiera vivido en la antigua Roma, no me habría perdido ni un espectáculo del circo.

Anna, sin pronunciar palabra, miraba con los gemelos siempre hacia el mismo sitio.

En ese momento un general muy alto cruzó la tribuna. Alekséi Aleksándrovich interrumpió su discurso, se levantó con premura, no sin cierta dignidad, y le hizo una profunda reverencia.

–¿No participa usted en las carreras? —bromeó el general.

–Mi carrera es más difícil —respondió Alekséi Aleksándrovich en tono respetuoso.

Aunque era una respuesta bastante anodina, el general hizo como si acabara de escuchar un comentario profundo en boca de un hombre inteligente, como si hubiera captado plenamente la pointe de la sauce. 32

–En este caso hay dos aspectos —prosiguió Alekséi Aleksándrovich, después de sentarse—, el de los participantes y el de los espectadores. La afición a esta clase de espectáculos es un indicio indiscutible del bajo nivel de los espectadores, lo reconozco, pero...

–¡Princesa, apostemos! —gritó desde abajo Stepán Arkádevich, dirigiéndose a Betsy—. ¿Por quién se decanta usted?

–Anna y yo apostamos por el príncipe Kúzovlev —respondió Betsy.

–Y yo por Vronski. Un par de guantes.

–De acuerdo.

–Qué espectáculo tan bonito, ¿verdad?

Alekséi Aleksándrovich, que había guardado silencio mientras hablaban a su alrededor, reanudó su discurso.

–Lo reconozco, pero los juegos viriles...

En ese momento se procedió a la salida y todas las conversaciones se interrumpieron. También Alekséi Aleksándrovich dejó su comentario a medias. Todo el mundo se levantó de sus asientos y se volvió hacia el arroyo. A Alekséi Aleksándrovich no le interesaban las carreras; por eso, en lugar de seguir las evoluciones de los jinetes, paseó una mirada distraída por los espectadores. Sus ojos cansados se detuvieron en su mujer.

Su rostro había palidecido y tenía una expresión grave. Era evidente que en esos instantes sólo una cosa existía para ella. Apretaba el abanico con mano convulsa. Apenas respiraba. Después de mirarla, Alekséi Aleksándrovich se volvió para examinar otros semblantes.

«También esa señora parece muy agitada. Y lo mismo esas otras de más allá. Es de lo más natural», se dijo.

Hacía esfuerzos por no mirarla, pero sus ojos se clavaban en ella en contra de su voluntad. Volvió a estudiar el rostro de su mujer, tratando de no leer en sus rasgos lo que estaba escrito con tanta claridad. Pero, por más que intentaba engañarse, descubría con horror lo que habría preferido ignorar.

La primera caída, la de Kúzovlev en el arroyo, conmovió a todo el mundo, pero Alekséi Aleksándrovich vio claramente en el rostro pálido y triunfante de Anna que aquel a quien miraba no se había caído. Cuando Majotin y Vronski superaron la barrera grande y el oficial que los seguía cayó de cabeza y se hirió de muerte, un murmullo de espanto recorrió las tribunas. Karenin notó que Anna ni siquiera se había dado cuenta y que a duras penas entendía de qué hablaban las personas que la rodeaban. No obstante, como cada vez la miraba más a menudo y con mayor insistencia, Anna, a pesar de que estaba absorta en la carrera de Vronski, acabó percibiendo los ojos fríos de su marido clavados en ella.

Se volvió por un momento, le dirigió una mirada inquisitiva y, frunciendo ligeramente el ceño, se sumergió de nuevo en la contemplación de la prueba.

«Ah, me da igual», pareció decirle, y se desentendió por completo de él.

La carrera fue muy accidentada. De los diecisiete participantes más de la mitad se cayeron y resultaron heridos. Al final todos estaban consternados, y ese sentimiento no hizo más que aumentar cuando se supo que el soberano había mostrado su descontento.

 

XXIX

Todo el mundo expresaba en voz alta su desacuerdo, todo el mundo repetía la frase que había dicho alguien: «Ya sólo nos falta el circo con los leones». El sentimiento de horror se había impuesto de tal modo que el grito que se le escapó a Anna cuando cayó Vronski pasó desapercibido. Pero el cambio que a continuación se operó en su rostro resultaba francamente indecoroso. Había perdido por completo el control de sí misma. Se agitaba como un pájaro en la trampa; tan pronto quería levantarse para ir no se sabe adonde como se dirigía a Betsy.

–Vámonos, vámonos —decía.

Pero Betsy no la escuchaba. Inclinada hacia delante, estaba hablando con un general que se había acercado.

Alekséi Aleksándrovich se acercó a Anna y le ofreció cortésmente el brazo.

–Vámonos, si quiere —le dijo en francés.

Pero Anna estaba escuchando las palabras del general y no prestó atención a su marido.

–También dicen que se ha roto la pierna —afirmaba el general—. En mi vida he visto nada igual.

Anna, sin responder a su marido, levantó los gemelos y se quedó mirando el lugar donde había caído Vronski; pero estaba tan lejos y se había reunido tanta gente que no había manera de ver nada. Bajó los gemelos y se dispuso a marcharse, pero en ese momento llegó al galope un oficial para informar al emperador. Anna alargó el cuello y prestó oídos.

–¡Stiva! ¡Stiva! —gritó.

Pero su hermano no la oyó. De nuevo hizo intención de salir.

–Le ofrezco el brazo por segunda vez, en caso de que quiera marcharse —dijo Alekséi Aleksándrovich, rozándole la mano.

Anna se apartó con repugnancia y, sin mirarle, le respondió:

–No, no, déjeme. Me quedo.

Acababa de darse cuenta de que un oficial se acercaba corriendo a la tribuna desde el lugar en el que había caído Vronski. Betsy le hizo señas con el pañuelo.

El oficial traía la noticia de que el jinete había salido ileso y de que el caballo se había roto el espinazo.

Al oír esas palabras, Anna se desplomó en su asiento y ocultó el rostro detrás del abanico. Alekséi Aleksándrovich vio que estaba llorando, incapaz de contener las lágrimas y los sollozos que agitaban su pecho. Se puso delante, tapándola con su cuerpo, y le dio tiempo para que se calmara.

–Le ofrezco mi brazo por tercera vez —dijo al cabo de un rato, dirigiéndose a su mujer.

Anna lo miraba sin saber qué decir. La princesa Betsy acudió en su ayuda.

–No, Alekséi Aleksándrovich. Anna ha venido conmigo y he prometido llevarla a su casa.

–Perdóneme, princesa —repuso Karenin, con una sonrisa cortés, pero mirándola con dureza a los ojos—. He notado que Anna no se encuentra del todo bien y quiero que vuelva conmigo.

Anna le miró asustada, se levantó sumisa y puso la mano en el brazo de su marido.

–Enviaré a alguien para enterarme de cómo está y te lo haré saber —murmuró Betsy.

Al salir de la tribuna, Alekséi Aleksándrovich, como de costumbre, intercambió algún comentario con las personas con las que se encontraba; también Anna debía hablar y responder a las preguntas que le hacían, pero apenas se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor y avanzaba del brazo de su marido como en sueños.

«¿Se habrá herido? ¿Estará bien? ¿Será verdad lo que he oído? ¿Lo veré esta tarde?», pensaba.

Se sentó en silencio en el coche de su marido, y no tardaron en alejarse de esa multitud de carruajes. Ni uno ni otro se decidía a hablar. A pesar de todo lo que había visto, Alekséi Aleksándrovich no se atrevía a pensar en la verdadera situación de su mujer. Únicamente veía las señales externas. Consideraba que Anna se había comportado de forma inconveniente y juzgaba que era su deber decírselo. Pero no sabía cómo hacer para ceñirse sólo a la cuestión y no ir más allá. Abrió la boca para decirle que su conducta había sido indecorosa, pero dijo algo completamente distinto de lo que tenía en la cabeza.

–Cuánta afición tenemos todos a estos espectáculos crueles. He advertido...

–¿Qué? No le entiendo —replicó Anna con desprecio.

Ofendido por la respuesta, Alekséi Aleksándrovich empezó a hablar de lo que de verdad le importaba.

–Debo decirle —empezó.

«Ha llegado el momento de la explicación», pensó Anna, no sin horror.

–Debo decirle que hoy se ha comportado usted de manera indecorosa —prosiguió en francés.

–¿Y por qué? —preguntó Anna en voz alta, volviendo bruscamente la cabeza y mirándole a los ojos, pero ya no con la alegría fingida de antes, sino con una determinación bajo la que ocultaba con esfuerzo el miedo que la embargaba.

–Cuidado —dijo Alekséi Aleksándrovich, señalando la ventanilla abierta enfrente del cochero.

Karenin se incorporó para cerrarla.

–¿Qué es lo que le ha parecido indecoroso? —prosiguió ella.

–La desesperación que no ha sido capaz de ocultar cuando ha caído uno de los jinetes.

Karenin esperaba una objeción por parte de su esposa, pero Anna callaba, la mirada fija en un punto.

–Ya le he rogado antes que se comporte en sociedad de tal modo que las malas lenguas no puedan entregarse a la maledicencia. En una ocasión le hablé de los sentimientos íntimos; no es eso lo que tengo ahora en la cabeza. Ahora sólo me refiero a las relaciones externas. Se ha comportado usted de manera inconveniente y me gustaría que eso no volviera a repetirse.

Anna no escuchaba la mitad de sus palabras. Su marido la asustaba y sólo pensaba en lo que habría sido de Vronski. Decían que había salido ileso y que su caballo se había roto el espinazo. Cuando Alekséi Aleksándrovich dejó de hablar, se limitó a sonreír con fingida ironía, pero no le respondió, porque no había oído lo que había dicho. Karenin había iniciado su discurso con autoridad, pero, cuando se dio cuenta del verdadero alcance de sus palabras, el miedo que sentía Anna se le comunicó también a él. Y, cuando vio la sonrisa de su mujer, se sintió dominado por una extraña confusión.

«Se ríe de mis sospechas. Sí, ahora me dirá lo que ya me dijo la otra vez: que mis sospechas carecen de fundamento, que todo esto es ridículo.»

Ahora que estaba a punto de revelarse todo, nada deseaba tanto como que ella le afirmara con ironía, como había hecho hasta entonces, que sus sospechas eran ridículas y carecían de fundamento. Tan terrible era lo que ya sabía que estaba dispuesto a creer cualquier cosa. Pero la expresión del rostro de Anna, asustado y sombrío, no le prometía ni siquiera el engaño.

–Tal vez me equivoque —dijo—. En ese caso, le pido que me perdone.

–No, no se equivoca usted —dijo ella con voz lenta, mirando con desesperación el semblante glacial de su marido—. No se equivoca. Estaba desesperada y sigo estándolo. Le escucho a usted, pero es en él en quien pienso. Lo amo y soy su amante. A usted no puedo soportarlo, le tengo miedo, le odio... Haga conmigo lo que mejor le parezca.

Y, retirándose a un rincón del coche, se cubrió el rostro con las manos y estalló en sollozos. Alekséi Aleksándrovich no se movió, ni siquiera cambió la dirección de la mirada. Pero su rostro adquirió de pronto una rigidez cadavérica y solemne que no se alteró a lo largo de todo el trayecto. Cuando llegaron a la casa, se volvió hacia ella con la misma expresión.

–Bien —dijo con voz trémula—, pero te exijo que guardes las apariencias hasta que tome las medidas necesarias para salvaguardar mi honor. Ya te las comunicaré en su momento.

Se apeó primero y la ayudó a bajar. Le apretó en silencio la mano en presencia de los criados, volvió a subirse al coche y partió para San Petersburgo.

Poco después de su marcha, llegó un lacayo de la princesa Betsy con un billete para Anna: «Envié a preguntar por la salud de Alekséi. Me ha escrito que está sano y salvo, pero desesperado».

«Entonces vendrá —pensó Anna—. Qué bien he hecho confesándoselo todo.»

Miró el reloj: aún quedaban tres horas. Se acordó de algunos detalles de su último encuentro y sintió que se le inflamaba la sangre en las venas.

«¡Dios mío! ¡Qué claridad hay todavía! Es terrible, pero me gusta ver su rostro y me gusta esta luz fantástica... ¡Mi marido! ¡Ah, sí!... Bueno, gracias a Dios, todo ha terminado entre nosotros.»

 

XXX

Como en todos los lugares en que se reúne gente, en el pequeño balneario alemán al que se habían dirigido los Scherbatski se había producido esa habitual cristalización social que asigna a cada miembro un lugar definido e inmutable. Igual que una partícula de agua adquiere con el frío la forma definida e inmutable de un cristal de nieve, cada persona nueva que llegaba al balneario ocupaba en seguida el lugar que le correspondía. Gracias a su nombre, a las habitaciones que les asignaron y las amistades que encontraron, Früst Scherbatski, sammt Gemahlin und Tochter 33cristalizaron inmediatamente en el lugar definido que les correspondía.

Ese año la cristalización de la sociedad se había llevado a cabo de una forma más enérgica, pues una auténtica Fürstin 34alemana honraba el balneario con su presencia. La princesa Scherbátskaia se creyó obligada a presentarle a su hija a aquella Fürstin, y al día siguiente de su llegada cumplió con ese ritual. Kitty, con un vestido de verano muy sencillo, es decir, muy elegante, encargado en París, se inclinó con mucha gracia y le hizo una profunda reverencia. La princesa alemana le dijo: «Espero que las rosas vuelvan muy pronto a ese hermoso rostro». Y al punto se delinearon firmemente para los Scherbatski unas pautas de vida de las que no podían desviarse. Los Scherbatski conocieron también a la familia de una lady inglesa, a una condesa alemana y a su hijo, herido en la última guerra, a un sabio sueco, al señor Canut y a una hermana suya. No obstante, el círculo principal de los Scherbatski estaba compuesto por una dama moscovita, Maria Yevguénevna Ritscheva; su hija, que a Kitty le caía antipática, porque había enfermado de amor, como ella; y un coronel de Moscú, viejo conocido de la familia, a quien Kitty había visto siempre con uniforme y charreteras y que aquí resultaba indeciblemente ridículo, con sus ojillos, su cuello descubierto y sus corbatas coloreadas, y además fastidioso, pues no había manera de librarse de él. Una vez establecida esa férrea rutina, Kitty empezó a aburrirse, sobre todo cuando el príncipe se marchó a Carlsbad y se quedó sola con su madre. No le interesaban las personas que conocía, pues se daba cuenta de que no podía esperar nada nuevo de ellas. Su principal ocupación en el balneario consistía en observar a los desconocidos y perderse en conjeturas sobre ellos. Su naturaleza la llevaba a representarse bajo la luz más favorable a todas las personas, especialmente a las que no conocía. Y ahora, cuando trataba de dilucidar cómo eran y qué clase de relaciones les unían, les atribuía los caracteres más nobles y maravillosos, y solía encontrar confirmación de esas sospechas.

Nadie le interesaba más que una muchacha rusa que había ido a tomar las aguas con una señora enferma, rusa también, a quien todos llamaban madame Stahl. Pertenecía a la alta sociedad, pero estaba tan enferma que no podía andar, y sólo en los raros días de buen tiempo se la veía en su cochecito. Madame Stahl rehuía la compañía de sus compatriotas, no tanto por su enfermedad como por su orgullo, según afirmaba la princesa Scherbátskaia. La muchacha cuidaba a madame Stahl y, además, según había observado Kitty, había trabado amistad con todos los enfermos graves, muy numerosos en el balneario, de los que se ocupaba con la mayor naturalidad. Según las observaciones de la joven, esa muchacha rusa no era parienta de madame Stahl ni tampoco una enfermera retribuida. Madame Stahl la llamaba Várenka, y los demás mademoiselle Várenka. No era sólo que Kitty estuviera interesada en las relaciones de esa muchacha con madame Stahl y otros desconocidos, sino que, como sucede a menudo, experimentaba una simpatía inexplicable por esa mademoiselle Várenka, y barruntaba, por las miradas que a veces intercambiaban, que ella también le gustaba.

Esa mademoiselle Várenka no es que hubiera dejado atrás su primera juventud, sino que más bien parecía una criatura sin juventud: lo mismo se le podían echar diecinueve años que treinta. Cuando se examinaban sus rasgos, se llegaba a la conclusión de que era más bien guapa que fea, a pesar del color enfermizo de su tez. Habría gozado de una hermosa figura de no haber sido por su extremada delgadez y por el tamaño de su cabeza, demasiado grande para su cuerpo menudo; pero no debía de resultar atractiva para los hombres. Recordaba a una flor hermosa que aún conserva todos sus pétalos, pero ya ajada y sin perfume. Además, no podía atraer a los hombres porque carecía de lo que le sobraba a Kitty: esa ansia contenida de vida y la conciencia de su encanto.

Siempre parecía ocupada en alguna actividad que no admitía demora y que le impedía prestar atención a cualquier otra cosa. Era precisamente ese contraste con su propia existencia lo que atraía a Kitty. Era como si hubiera encontrado en ella, en su forma de vida, el modelo que había estado buscando con tanto ahínco: intereses en la vida, cierta dignidad, una forma de escapar de esas relaciones mundanas abominables que, tal como lo veía ahora, obligaban a una muchacha a exhibirse ante los hombres de una manera vergonzosa, en espera de un comprador. Cuanto más observaba a su amiga desconocida, más se convencía de que era esa criatura perfecta que se imaginaba, y mayores eran sus deseos de trabar conocimiento con ella.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю