355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Anna Karénina » Текст книги (страница 35)
Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 35 (всего у книги 68 страниц)

–¡Ah, qué absurdo! —prosiguió Anna, sin reparar en la presencia de su marido—. ¡Traedme a la niña! ¡Traédmela! Mi marido todavía no ha llegado. Dicen que no me perdonará, pero ustedes no lo conocen. Nadie lo conoce. Sólo yo, y trabajo me ha costado. Hay que conocer sus ojos. Seriozha los tiene iguales. Por eso no puedo verlos. ¿Le han dado de comer a Seriozha? Seguro que nadie le presta atención. Él no se habría olvidado. Hay que trasladar a Seriozha a la habitación de la esquina y pedirle a Mariette que duerma con él.

De pronto se encogió, se calló y, con una expresión de espanto, como si esperara un golpe y quisiera defenderse, se llevó las manos a la cara: había visto a su marido.

–No, no —dijo—, no es a él a quien temo, sino a la muerte. Acércate, Alekséi. Me doy prisa porque tengo poco tiempo, me queda poco de vida. En unos instantes me subirá la fiebre y ya no seré capaz de entender nada. Pero ahora lo entiendo todo y lo veo todo.

El rostro arrugado de Alekséi Aleksándrovich se contrajo en una expresión de dolor. Le cogió la mano y quiso decir algo, pero no fue capaz de pronunciar palabra. Le temblaba el labio inferior; su emoción era tan grande que casi no podía controlarse y apenas se atrevía a mirarla. Cada vez que lo hacía, veía en sus ojos, fijos en él, una ternura arrebatada y una delicadeza desconocidas.

–Espera, no sabes... Espera, espera... —se interrumpió, como si estuviera ordenando sus ideas—. Sí —continuó—. Sí, sí, sí. Esto es lo que quería decirte. No te sorprendas de verme así. Sigo siendo la misma... Pero dentro de mí hay otra mujer, de la que tengo miedo. Es ella quien se ha enamorado de ese hombre. He intentado odiarte, pero no he podido olvidarme de la que era antes. Esa otra mujer no soy yo. Ahora soy la verdadera, de los pies a la cabeza. Me estoy muriendo; sé que me estoy muriendo. Pregúntaselo a él. Siento un peso terrible en los brazos, en las piernas, en los dedos. ¡Mira qué dedos tan enormes! Pero todo esto terminará pronto... Sólo quiero una cosa: que me perdones, que me perdones de verdad. Soy una pecadora, pero recuerdo que mi niñera me hablaba de una santa mártir... ¿Cómo se llamaba?... Era todavía peor que yo. Iré a Roma. Allí hay un desierto. Entonces no molestaré a nadie. Únicamente me llevaré a Seriozha y a la niña... ¡No, no puedes perdonarme! ¡Sé que es imposible perdonar una cosa así! ¡No, no, vete, eres demasiado bueno! —Con una de sus manos ardientes Anna sujetaba la de su marido y con la otra lo rechazaba.

El desconcierto de Alekséi Aleksándrovich, que no había dejado de aumentar, alcanzó tales cotas que dejó de luchar con él. De pronto se dio cuenta de que lo que había tomado por mera turbación era en realidad un estado de ánimo beatífico que le permitía gozar de una felicidad nueva, desconocida hasta entonces. No se le había ocurrido que la doctrina cristiana, que siempre había procurado seguir, le conminaba a perdonar y a amar a sus enemigos, pero de pronto la alegría del amor y del perdón embargó su alma. Hincado de hinojos, con la cabeza apoyada en el brazo doblado de Anna, que le quemaba como fuego a través de la manga, sollozaba como un niño. Anna abrazó su cabeza calva, se acercó a él y alzó los ojos con desafiante orgullo.

–¡Así es él! ¡Ya lo sabía yo! ¡Ahora adiós a todos! ¡Adiós!... Ya vienen otra vez. ¿Por qué no se van?... Pero ¡quitadme de encima estos abrigos de piel!

El médico le separó las manos, le puso con cuidado la cabeza en la almohada y le cubrió los hombros. Anna se recostó sin rechistar, mirando al frente con ojos brillantes.

–Recuerda que sólo necesitaba tu perdón, no pido nada más, nada... ¿Por qué no viene él? —prosiguió, volviéndose hacia la puerta, donde estaba Vronski—. ¡Acércate! ¡Acércate! Dale la mano.

Vronski se acercó al pie de la cama y, al verla, volvió a cubrirse el rostro con las manos.

–Quítate las manos de la cara y mírale. Es un santo —dijo Anna—. ¡Quítate las manos de la cara de una vez! —exclamó con enfado—. ¡Alekséi Aleksándrovich, hazlo tú! ¡Quiero verle el rostro!

Karenin separó las manos de Vronski y descubrió su rostro, en el que se reflejaba una expresión terrible de sufrimiento y vergüenza.

–Dale la mano. Perdónale.

Alekséi Aleksándrovich le dio la mano, sin contener las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.

–Gracias a Dios, gracias a Dios —exclamó Anna—. Ya está todo arreglado. Sólo quiero estirar un poco las piernas. Así, muy bien. Qué mal hechas están esas flores. No se parecen nada a las violetas —añadió, señalando el papel pintado—. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cuándo terminará esto? Deme morfina. ¡Doctor, deme morfina! ¡Dios mío, Dios mío!

Y Anna se agitó en la cama.

El médico y sus colegas habían dictaminado que se trataba de una fiebre puerperal, mortal en el noventa y nueve por ciento de los casos. Anna pasó todo el día con fiebre, sumida en el delirio y la inconsciencia. A medianoche perdió el sentido y se quedó casi sin pulso.

Se esperaba el desenlace de un momento a otro.

Vronski se marchó a su casa, pero volvió por la mañana para ver cómo seguía la enferma. Alekséi Aleksándrovich lo recibió en el vestíbulo y le dijo:

–Quédese. Tal vez pregunte por usted. —Y lo condujo él mismo al despacho de su mujer.

Por la mañana empezó de nuevo la excitación, la vivacidad, la rapidez de pensamiento y de palabra, y al final de nuevo la inconsciencia. Al tercer día sucedió lo mismo, y el médico dijo que había alguna esperanza. Ese día Alekséi Aleksándrovich entró en el despacho en el que se encontraba Vronski, cerró la puerta y se sentó frente a él.

–Alekséi Aleksándrovich —dijo Vronski, sintiendo que se acercaba el momento de la explicación—, no puedo hablar. No entiendo nada. ¡Tenga piedad de mí! Por dolorosa que sea esta situación para usted, créame cuando le digo que es aún más terrible para mí.

Hizo intención de levantarse, pero Alekséi Aleksándrovich lo cogió por el brazo.

–Le ruego que me escuche. Es necesario. Tengo que aclararle los sentimientos que me han guiado y que me guiarán, para que no se lleve usted a engaños con respeto a mí. Como sabe, había decidido solicitar el divorcio e incluso había iniciado los trámites. Le confieso que al principio no estaba seguro, me atormentaba. Reconozco que me guiaba el deseo d< vengarme de usted y de ella. Al recibir el telegrama, vine aquí con e mismo sentimiento. Y le diré más: deseaba la muerte de Anna... Pero —hizo un pausa, como sopesando si descubrirle sus sentimientos o no—, pero la vi y la perdoné. Y la felicidad del perdón me ha revelado mi deber. Se lo he perdonado todo. Quiero ofrecer la otra mejilla, quiero darle mi camisa a quien me arrebata el abrigo. Y lo único que le pido a Dios es que no me quite la alegría del perdón. —Los ojos se le llenaron de lágrimas. Su mirada clara y serena sorprendió a Vronski—. Ésa es mi situación. Puede usted arrastrarme por el barro, convertirme en el hazmerreír del mundo entero, pero nunca abandonaré a mi esposa ni le dirigiré a usted una palabra de reproche —prosiguió—. He comprendido con toda claridad cuál es mi deber: estar a su lado, y eso es lo que voy a hacer. Si ella desea verle, le avisaré a usted, pero por el momento creo que es mejor que se vaya.

Karenin se levantó. Los sollozos habían interrumpido su discurso Vronski se puso en pie y, encorvado todavía, sin enderezarse del todo, lo miró de reojo. Estaba abatido. No comprendía los sentimientos de Alekséi Aleksándrovich, pero barruntaba que no sólo eran muy elevados, sino inaccesibles para un hombre con una concepción del mundo como la suya.

 

XVIII

Después de la conversación con Alekséi Aleksándrovich, Vronski salió de la casa y se detuvo, preguntándose dónde estaba y adonde tenía que dirigirse. Se sentía avergonzado, vejado, culpable, privado de cualquier posibilidad de lavar su humillación. Tenía la impresión de haberse salido de ese camino que con tanta facilidad y orgullo había seguido hasta entonces. Todos sus hábitos y reglas de vida, que tan sólidos le habían parecido, de pronto resultaban falsos e inaplicables. El marido burlado, que hasta ese momento se le había antojado una figura lastimosa, un obstáculo casual y algo ridículo en la busca de la felicidad, de pronto se había elevado, gracias a ella, a una altura asombrosa, y una vez allí, lejos de parecer malvado, falso o irrisorio, había dado muestras de bondad, sencillez y generosidad. Vronski no podía dejar de reconocerlo. Sus papeles respectivos de pronto habían cambiado. Vronski era consciente de la elevación de Karenin y de su caída, comprendía que su oponente tenía razón y que él estaba equivocado. Se daba cuenta de que el marido había sido magnánimo, incluso en su dolor; mientras él había sido mezquino y miserable en su mentira. Pero la conciencia de su inferioridad ante ese hombre, al que había despreciado de manera injusta, constituía sólo una pequeña parte de su desdicha. Se sentía infinitamente desdichado porque su pasión por Anna, que en los últimos tiempos se había enfriado, se había vuelto más fuerte que nunca, al saber que la iba a perder para siempre. La había visto tal como era a lo largo de toda su enfermedad, había llegado a conocer su alma, y tenía la impresión de que hasta entonces no la había amado. Y ahora que la conocía y la amaba como debía, había sido humillado delante de ella, la había perdido para siempre, dejando un recuerdo oprobioso de sí mismo. Pero lo más terrible de todo había sido su posición ridícula y humillante cuando Alekséi Aleksándrovich le retiró las manos de su cara avergonzada. Seguía de pie en la entrada de la casa, como perdido, y no sabía qué hacer.

–¿Quiere que llame a un coche? —preguntó el portero.

–Sí.

Al regresar a su casa después de tres noches sin dormir, Vronski, sin desvestirse, se tumbó boca abajo en el sofá, apoyando la cabeza en los brazos cruzados. Sentía una especie de opresión en la cabeza. Imágenes, recuerdos y pensamientos de lo más extraño se sucedían con extraordinaria rapidez y claridad. Tan pronto le daba una medicina a la enferma, llenando demasiado la cuchara, como veía los brazos blancos de la comadrona o la extraña postura de Alekséi Aleksándrovich, arrodillado delante de la cama.

«¡Duerme y olvida!», se decía, con esa serena certidumbre de las personas sanas, convencidas de que, si están cansadas y desean dormir, lo conseguirán en el acto. En efecto, en ese mismo instante todo se confundió en su cabeza y empezó a hundirse en el abismo del olvido. Las olas del mar de la inconsciencia empezaban a asaltar ya su cabeza cuando de pronto se estremeció con todo el cuerpo, como sacudido por una violenta sacudida eléctrica, dio un salto sobre los muelles del sofá y, apoyándose en las manos, se puso de rodillas, lleno de espanto. Tenía los ojos como platos, como si no hubiese dormido nunca. La opresión de la cabeza y la lasitud de los miembros que había sentido unos minutos antes de pronto desaparecieron.

«Puede usted arrastrarme por el barro», oyó las palabras de Alekséi Aleksándrovich y lo vio delante de él; también vio el rostro ardiente de Anna, con sus ojos brillantes, que miraban con ternura y amor a Karenin, no a él; y vio su propia figura, estúpida y ridícula, según le parecía, cuando Alekséi Aleksándrovich le había apartado las manos de la cara. De nuevo estiró las piernas, se desplomó sobre el sofá, adoptó la misma postura de antes y cerró los ojos.

«¡Dormir! ¡Dormir!», repetía. Pero con los ojos cerrados se representaba con mayor nitidez aún el rostro de Anna, tal como lo había visto la memorable tarde de las carreras.

–Ya es agua pasada, jamás volverá, y ella desea borrarlo de su recuerdo. Pero yo no puedo vivir sin eso. ¿Cómo podríamos reconciliarnos? ¿Cómo? —dijo en voz alta, y empezó a repetir inconscientemente esas palabras. Por unos instantes la repetición impidió que se abrieran paso las nuevas imágenes y recuerdos que se agolpaban ya en su cabeza. Pero la estratagema no duró mucho. De nuevo empezaron a sucederse uno tras otro, a una sorprendente velocidad, los mejores momentos, junto con esa reciente humillación. «Quítate las manos», decía la voz de Anna. Él las apartaba y se daba cuenta de que su aspecto era estúpido y vergonzoso.

Seguía tumbado, tratando de dormirse, aunque era consciente de que no había la menor esperanza, y no hacía más que repetirse en un susurro palabras sueltas que le sugería algún recuerdo, con el propósito de impedir la aparición de nuevas imágenes. Aguzó el oído y oyó un susurro extraño y demencial: «No has sabido apreciarlo. No has sabido disfrutar. No has sabido apreciarlo. No has sabido disfrutar».

«¿Qué es esto? ¿No me estaré volviendo loco? —se dijo—. Tal vez. ¿Por qué la gente pierde la razón? ¿Por qué se descerraja un tiro?», se preguntó y, abriendo los ojos, vio con asombro, a un lado de su cabeza, la almohada bordada por Varia, la mujer de su hermano. Palpó la borla e intentó acordarse de Varia, de la última vez que la había visto. Pero le resultaba penoso concentrarse en algo que no estuviera relacionado con lo que le obsesionaba. «¡No, tengo que dormirme!» Acercó la almohada y apoyó la cabeza, pero tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir los ojos. De pronto se incorporó de un salto. «Todo ha terminado para mí —se dijo—. Es preciso que piense en lo que debo hacer. ¿Qué me queda?» En una especie de fogonazo se imaginó la vida que le esperaba privado del amor de Anna.

«¿La ambición? ¿Serpujovski? ¿La sociedad? ¿La corte?» Ninguna de esas cosas consiguió atraer su atención. Antes todo eso tenía significado, pero ahora había perdido su importancia. Se levantó del sofá, se quitó la levita, se aflojó el cinturón y, tras descubrir el velludo pecho, para respirar más libremente, empezó a pasearse por la habitación. «Así es como la gente pierde la razón —repitió—. Así es como se descerraja un tiro... para no avergonzarse», añadió lentamente.

Se acercó a la puerta y la cerró. Luego, con la mirada fija y los dientes muy apretados, se dirigió a la mesa, cogió la pistola, la examinó, dio vueltas al cilindro hasta encontrar una bala en la recámara y se quedó pensativo. Pasó un par de minutos inmóvil, la pistola en la mano, la cabeza agachada, la expresión reconcentrada. «Desde luego», se dijo, como si el curso lógico, prolongado y preciso de sus pensamientos le hubiese llevado a una conclusión inevitable. En realidad, ese «desde luego» que sonaba tan convincente no era más que una consecuencia de la repetición de recuerdos e ideas a la que se había entregado decenas de veces en el curso de una hora. Eran los mismos recuerdos de esos tiempos felices perdidos para siempre, las mismas consideraciones sobre la falta de sentido de su vida futura, la misma conciencia de su humillación. La misma sucesión de imágenes y sentimientos.

«Desde luego», repitió, cuando ese círculo mágico de memoria y pensamiento empezó a girar por tercera vez en su cabeza. Apoyó entonces el revólver en la parte izquierda del pecho y, apretando con fuerza la mano, como si quisiera encerrarlo en el puño, oprimió el gatillo. No oyó el ruido del disparo, pero un golpe violento en el pecho le hizo tambalearse. Quiso agarrarse al borde de la mesa, soltó el arma, vaciló y se sentó en el suelo, mirando desconcertado a su alrededor. No reconocía su habitación, pues lo veía todo desde abajo: las patas curvas de la mesa, la papelera y la piel de tigre. Los rápidos y rechinantes pasos del criado, que atravesaba el salón, le obligaron a dominarse. Haciendo un esfuerzo, acabó por comprender que estaba en el suelo, y, al ver la sangre en su mano y en la piel de tigre, se dio cuenta de que se había disparado.

–¡Qué estupidez! He fallado —murmuró, tanteando con la mano en busca de la pistola. El arma estaba a su lado, pero él la buscaba más lejos. Llevado de su afán por encontrarla, se estiró hacia el otro lado, pero, incapaz de guardar el equilibrio, se desplomó, bañado en sangre.

Al ver a su amo tendido en el suelo, el criado, hombre elegante y de vistosas patillas, que solía quejarse a sus conocidos de la debilidad de sus nervios, se asustó tanto que, en lugar de cortarle la hemorragia, salió corriendo en busca de ayuda. Al cabo de una hora llegó Varia, la mujer de su hermano, y, con la ayuda de tres médicos que había mandado buscar por todas partes y que llegaron al mismo tiempo, llevó al herido a la cama y se quedó en su casa para cuidarlo.

 

XIX

Cuando se disponía a ir a ver a su mujer, Alekséi Aleksándrovich no había contado con la posibilidad de que su arrepentimiento fuera sincero, de que acabara perdonándola de verdad y de que ella se restableciera. Dos meses después de regresar de Moscú comprendió la magnitud del error que había cometido. No sólo es que no hubiera contado con esa posibilidad, sino que hasta el día en que la vio moribunda no había conocido los sentimientos de su corazón. A la cabecera de su mujer enferma, se entregó por primera vez en su vida a esa tierna compasión que despertaban en él los sufrimientos ajenos, de la que antes tanto se había avergonzado, como si fuese una debilidad peligrosa. La compasión por Anna, el arrepentimiento por haber deseado su muerte y, sobre todo, la misma alegría del perdón, no sólo habían aliviado sus sufrimientos, sino que le habían comunicado una paz interior desconocida hasta entonces. De pronto comprendió que lo mismo que había sido fuente de padecimientos se había convertido en fuente de alegrías espirituales, y lo que le había parecido insoluble cuando condenaba, reprochaba y odiaba, se había vuelto claro y sencillo ahora que amaba y perdonaba.

Había perdonado a su mujer y se compadecía de ella por sus sufrimientos y su arrepentimiento. Había perdonado a Vronski y lo compadecía, sobre todo después de los rumores que le habían llegado de su acto de desesperación. También se compadecía de su hijo más que antes, y se reprochaba haberse ocupado tan poco de él. En cuanto a la recién nacida, no sólo sentía piedad, sino incluso ternura. En un principio se había ocupado de esa débil criatura movido exclusivamente por la compasión. Desatendida por todos durante la enfermedad de la madre, puede que hubiera muerto de no haber sido por sus cuidados. Sin apenas darse cuenta, se había encariñado de ella. Iba a su habitación varias veces al día y se quedaba allí largo rato. Al principio la niñera y la nodriza se sentían intimidadas por su presencia, pero después se acostumbraron. A veces se pasaba media hora en silencio, contemplando la carita arrugada de la niña dormida, de un rojo azafranado y cubierta de una especie de pelusa, observando los movimientos de la frente fruncida y las manos gordezuelas, de dedos engarabitados, con las que se frotaba los ojos y la nariz. En tales momentos Alekséi Aleksándrovich gozaba de una serenidad completa, se sentía en paz consigo mismo y no veía nada extraordinario en su situación, nada que fuera necesario cambiar.

Pero, a medida que pasaba el tiempo, era cada vez más consciente de que, por muy natural que le pareciera esa situación, no podría prolongarse mucho. Notaba que, además de la sublime fuerza espiritual que guiaba su alma, había otra más vulgar, igual de poderosa, si no más, que guiaba su vida, y que esa fuerza no le concedería la discreta paz que anhelaba. Advertía que todos le miraban con estupor y sorpresa, que no le comprendían y esperaban que diera algún paso. Y sobre todo notaba lo inestables y poco naturales que eran las relaciones con su mujer.

Cuando desapareció el enternecimiento causado por la proximidad de la muerte, Alekséi Aleksándrovich observó que Anna le temía, se sentía incómoda en su presencia y no se atrevía a mirarle directamente a los ojos. Era como si quisiera algo, pero no se decidiera a decírselo, y también como si presintiera que sus relaciones no podían continuar así y esperase alguna decisión por parte de su marido.

A finales de febrero la recién nacida, a la que también dieron el nombre de Anna, enfermó. Alekséi Aleksándrovich pasó a verla por la mañana y, después de dar órdenes de que fueran a buscar al médico, se marchó a su oficina. Regresó a casa pasadas ya las tres, una vez despachados los asuntos pendientes. Al entrar en el vestíbulo, se encontró con un apuesto criado, que vestía una levita con galones y una pelerina de piel de oso y llevaba en las manos una capa blanca de perro americano.

–¿Quién ha venido? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.

–La princesa Yelizaveta Fiódorovna Tverskaia —respondió el criado con una sonrisa, según le pareció a Karenin.

A lo largo de esos tiempos tan penosos Alekséi Aleksándrovich había reparado en que sus conocidos de la alta sociedad, sobre todo las mujeres, mostraban un interés especial por Anna y por él. Notó que todos esos conocidos apenas podían ocultar su alegría, esa misma alegría que había visto en los ojos del abogado y ahora en los del criado. Todos parecían estar entusiasmados, como si se dispusieran a participar en una boda. Cuando se encontraban con Karenin, le preguntaban por la salud de su mujer sin apenas disimular su satisfacción.

La presencia de la princesa Tverskaia le desagradaba, no sólo por los penosos recuerdos asociados a ella, sino también porque nunca le había caído bien. Se dirigió directamente a las habitaciones de los niños. En la primera, Seriozha, con el pecho apoyado en la mesa y los pies sobre una silla, dibujaba algo, charlando alegremente. La institutriz inglesa que había sustituido a la francesa durante la enfermedad de Anna, sentada al lado del niño con su labor en encaje, se levantó al momento, le hizo una reverencia y tiró a Seriozha de la manga.

Alekséi Aleksándrovich acarició los cabellos de su hijo, respondió a la pregunta de la institutriz acerca la salud de su esposa y le preguntó qué había dicho el médico del baby.

–Ha dicho que no es nada grave, señor, y le ha prescrito unos baños.

–Pero sigue teniendo dolores —repuso Alekséi Aleksándrovich, prestando oídos a los gritos de la niña en la habitación contigua.

–Creo que la nodriza no sirve, señor —dijo la inglesa con resolución.

–¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Karenin, deteniéndose.

–Lo mismo pasó en casa de la condesa Paul, señor. También le administraron medicinas a la criatura, pero resultó que sólo tenía hambre. La nodriza no tenía leche, señor.

Alekséi Aleksándrovich se quedó pensativo unos segundos y a continuación entró en la habitación contigua. Con la cabeza echada hacia atrás, la niña se retorcía en los brazos de la nodriza, rechazaba el opulento pecho que se le ofrecía y no paraba de gritar, a pesar de que tanto la nodriza como la niñera, inclinadas sobre ella, le chistaban.

–Entonces, ¿no se encuentra mejor? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.

–Está muy inquieta —respondió la niñera en un susurro.

–Miss Edwards cree que tal vez la nodriza no tenga leche —dijo Karenin.

–Lo mismo pienso yo, Alekséi Aleksándrovich.

–¿Y por qué no lo ha dicho antes?

–¿Y a quién iba a decírselo? Anna Arkádevna sigue enferma —replicó la niñera de mala gana.

La niñera llevaba mucho tiempo en la casa. En esas sencillas palabras a Karenin le pareció entender una alusión a su situación.

La niña gritaba cada vez más, se ahogaba y enronquecía. La niñera hizo un gesto con la mano, se acercó a ella, la tomó de brazos de la nodriza y se puso a mecerla, al tiempo que paseaba por la habitación.

–Hay que pedirle al médico que reconozca a la nodriza —dijo Alekséi Aleksándrovich.

Temiendo perder su puesto, la nodriza, una mujer de aspecto saludable, vestida con elegancia, farfulló algo entre dientes, ocultó su generoso pecho y sonrió con desprecio, al ver que dudaban de que tuviera suficiente leche. También en esa sonrisa Alekséi Aleksándrovich creyó ver una alusión a su situación.

–¡Pobre niña! —exclamó la niñera, chistando a la pequeña, sin dejar de andar.

Alekséi Aleksándrovich se sentó en una silla y, con una expresión de amargura y sufrimiento, siguió las idas y venidas de la niñera.

Una vez que ésta, después de calmar por fin a la niña, la metió en su honda cuna, le arregló la almohada y se alejó, Alekséi Aleksándrovich se levantó y, andando de puntillas con cierta torpeza, se acercó a la pequeña. Guardó silencio por espacio de un minuto, mientras la contemplaba con cara triste. Pero de pronto esbozó una sonrisa, que le movió los cabellos y le frunció la piel de la frente, y salió sin hacer ruido de la habitación.

Una vez en el comedor, llamó al criado y le ordenó que volvieran a avisar al médico. Se sentía enojado con su mujer porque no se ocupaba de esa encantadora niña, y en semejante estado de irritación no le apetecía entrar a verla, ni tampoco saludar a la princesa. Pero a Anna podía sorprenderle que no fuese a su habitación, como tenía por costumbre. Por eso, haciendo un esfuerzo, se dirigió al dormitorio. Gracias a la mullida alfombra, que amortiguaba el rumor de sus pasos, mientras se acercaba a la puerta escuchó sin querer la siguiente conversación:

–Si él no se marchara, entendería la negativa de usted y la de su marido. Pero Alekséi Aleksándrovich debe estar por encima de estas cosas —decía Betsy.

–No es por mi marido por lo que no quiero verle, sino por mí misma. ¡No me hable de ese tema! —respondió Anna con voz agitada.

–Pero es imposible que no desee usted despedirse del hombre que se ha pegado un tiro por usted...

–Por eso es por lo que no quiero.

Alekséi Aleksándrovich se detuvo con expresión temerosa y culpable y quiso volver sobre sus pasos antes de que repararan en su presencia. Pero, juzgando que semejante actitud no sería digna, decidió seguir adelante y, carraspeando, entró en el dormitorio. En cuanto lo vieron, las dos mujeres dejaron de hablar.

Anna estaba sentada en una otomana, envuelta en una bata gris, la redonda cabeza coronada por una espesa mata de cabellos negros, cortados a cepillo. Como siempre que veía a su marido, la animación de su rostro desapareció en el acto. Bajó la vista y miró con inquietud a Betsy, vestida a la última moda, con un sombrero que se erguía sobre su cabeza como una pantalla sobre una lámpara, y un traje gris azulado de rayas diagonales, de un lado en el corpiño y del otro en la falda. Sentada cerca de Anna, irguió la figura alta y sin curvas, inclinó la cabeza y acogió a Alekséi Aleksándrovich con una sonrisa irónica.

–¡Ah! —exclamó, como sorprendida—. Me alegro mucho de que esté usted en casa. Como no va usted a ninguna parte, no lo veo desde que enfermó Anna. Estoy enterada de los muchos cuidados que le ha prodigado. ¡Sí, es usted un marido admirable! —añadió con una mirada acariciadora y llena de significado, como si le estuviera imponiendo una medalla por la magnanimidad de que había hecho gala con su esposa.

Alekséi Aleksándrovich la saludó con frialdad y, después de besar la mano de su mujer, le preguntó por su salud.

–Me parece que estoy mejor —respondió Anna, evitando su mirada.

–Pues por el color de tu cara se diría que tienes fiebres —repuso Karenin, enfatizando esa última palabra.

–Hemos hablado demasiado —intervino Betsy—. Comprendo que ha sido una actitud egoísta por mi parte, pero ya me voy.

Se levantó, pero Anna, de repente, se puso colorada y le cogió la mano con un gesto brusco.

–No, quédate, por favor. Tengo que decirle... No, a usted —añadió, dirigiéndose a Alekséi Aleksándrovich, y su frente y su cuello se cubrieron de rubor—. Ni quiero ni puedo tener ningún secreto con usted. —Alekséi Aleksándrovich bajó la cabeza y crujió los nudillos—. Betsy me ha dicho que el conde Vronski desea venir a despedirse antes de partir para Tashkent. —No miraba a su marido y, por lo visto, se daba prisa en contárselo todo, por muy penoso que le resultase—. Le he dicho que no puedo recibirlo.

–Lo que ha dicho usted, querida mía, es que todo dependía de Alekséi Aleksándrovich —la corrigió Betsy.

–No, no puedo recibirlo, y no hay razón para... —De pronto se interrumpió y miró con aire interrogativo a su marido, que no la estaba mirando—. En resumidas cuentas, no quiero...

Alekséi Aleksándrovich se acercó e hizo intención de cogerle la mano.

La primera reacción de Anna fue apartarla de la de su marido, húmeda, con grandes venas hinchadas; pero al final, haciendo un esfuerzo evidente, se la apretó.

–Le agradezco mucho su confianza, pero... —dijo Karenin, con irritación y despecho, dándose cuenta de que no era capaz de exponer ante la princesa Tverskaia algo que habría podido resolver a solas con la mayor facilidad. Aquella mujer encarnaba esa fuerza bruta que dirigía su vida a los ojos del mundo y le impedía entregarse a sus sentimientos de amor y perdón. Se interrumpió y se la quedó mirando.

–Bueno, adiós, querida —dijo Betsy, levantándose.

Besó a Anna y salió. Karenin la acompañó.

–¡Alekséi Aleksándrovich! Sé que es usted un hombre verdaderamente magnánimo —dijo Betsy, deteniéndose en la salita y apretándole la mano una vez más con especial firmeza—. No es un asunto de mi incumbencia, pero le tengo tanto cariño a Anna y le respeto tanto a usted que voy a permitirme darle un consejo. Recíbalo. Alekséi Vronski es la personificación del honor y se marcha a Tashkent.

–Le agradezco su interés y sus consejos, princesa. Pero es mi mujer quien debe resolver la cuestión de si debe o no debe recibir a alguien.

Pronunció esas palabras arqueando las cejas en un gesto lleno de dignidad, como tenía por costumbre, pero en seguida se dio cuenta de que, cualesquiera que fueran sus palabras, su situación no podía ser digna en ningún caso. Y así lo comprobó al contemplar la sonrisa contenida, irónica y malévola que Betsy le dirigió cuando acabó su frase.

 

XX

Después de despedir a Betsy en la sala, Alekséi Aleksándrovich volvió a la habitación de su mujer. Anna estaba tumbada, pero, al oír los pasos de su marido, se apresuró a adoptar la misma postura de antes y lo miró asustada. Karenin se dio cuenta de que había estado llorando.

–Te agradezco mucho tu confianza en mí —dijo con voz sumisa, repitiendo en ruso el mismo comentario que había hecho en francés a Betsy, y a continuación se sentó a su lado. Cuando se dirigía a ella en ruso y la tuteaba, Anna sentía una irritación irreprimible—. Y te agradezco mucho la decisión que has tomado. También yo considero que, ya que se marcha, no hay ninguna razón para que el conde Vronski venga por aquí. En cualquier caso...


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю