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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Era un asunto enojoso. La segunda circunstancia desagradable era que su nuevo jefe, como suele suceder en tales casos, tenía fama de ser un hombre terrible, que se levantaba a las seis de la mañana, trabajaba como una mula y exigía lo mismo de sus subordinados. Además, corrían rumores de que era muy arisco en su trato con los demás y de que defendía posiciones diametralmente opuestas a las de su anterior jefe, que eran también las de Stepán Arkádevich. La víspera Oblonski se había presentado en el trabajo vestido de uniforme y el nuevo jefe se había mostrado muy amable y había hablado con él como con un conocido. Por eso consideraba su deber hacerle una visita vestido de paisano. Y ésa era la segunda circunstancia desagradable: la posibilidad de que el nuevo jefe pudiera recibirlo con frialdad. Pero Stepán Arkádevich sentía instintivamente que todo se enderezaría. «Son seres humanos igual que nosotros, pecadores. ¿Por qué habríamos de discutir y enfadarnos?, pensó al entrar en el hotel.

–Hola, Vasili —dijo, dirigiéndose a un camarero al que conocía, mientras cruzaba el pasillo con el sombrero ladeado—. ¿Te has dejado crecer las patillas? Levin se aloja en la habitación número siete, ¿no? Acompáñame, por favor. Y ve a ver si el conde Anichkin —así se llamaba el nuevo jefe– puede recibirme.

–A sus órdenes —respondió Vasili, sonriendo—. Hace tiempo que no le veíamos por aquí.

–Estuve ayer, pero entré por una puerta distinta. ¿Es ésta la siete?

Cuando Stepán Arkádevich entró, Levin estaba en medio de la habitación con un mujik de Tver, midiendo una piel de oso.

–¿Qué? ¿Lo has matado tú? —gritó Stepán Arkádevich—. ¡Una pieza magnífica! ¿Era una osa? ¡Hola, Arjip!

Estrechó la mano del mujik y se sentó en una silla, sin quitarse el abrigo ni el sombrero.

–Quítate el abrigo y quédate un rato —dijo Levin, cogiendo su sombrero.

–No, no tengo tiempo. Sólo voy a quedarme un momento —respondió Stepán Arkádevich. En un principio sólo se desabotonó el abrigo, pero al final se lo quitó y pasó una hora entera hablando con Levin de cacerías y de otros temas más íntimos—. Bueno, cuéntame qué has hecho en el extranjero. ¿Dónde has estado? —preguntó cuando salió el mujik.

–Pues en Alemania, en Prusia, en Francia, en Inglaterra. Pero no en las capitales, sino en las ciudades industriales. He visto un montón de cosas nuevas. Me alegro mucho de haber emprendido este viaje.

–Sí, ya conozco tus ideas sobre la organización del trabajo.

–No, no es eso. En Rusia no puede hablarse de cuestión obrera. Lo que debe analizarse en nuestro país es la relación de los trabajadores con la tierra. Este tema también preocupa en Europa, pero allí se trata de enmendar lo que no funciona bien, mientras que aquí...

Stepán Arkádevich escuchaba con atención a su amigo.

–¡Sí, sí! Es muy posible que tengas razón —dijo—. En cualquier caso, me alegro de verte tan animado. Cazas osos, trabajas, te interesas por las cosas. Scherbatski me dijo que se había encontrado contigo y que te había visto muy desanimado, que sólo hablabas de la muerte...

–¿Y qué? No he dejado de pensar en la muerte —dijo Levin—. Lo cierto es que tarde o temprano tenemos que morir. Y que todo es absurdo. A decir verdad, aprecio muchísimo mi idea y mi trabajo, pero en el fondo me doy cuenta de que todo este mundo nuestro no es más que una partícula de moho que ha crecido en un planeta minúsculo. Y todo eso que imaginamos tan grande, nuestras ideas, nuestras obras, no son sino granos de arena.

–Pero ¡eso, amigo mío, es tan viejo como el mundo!

–Desde luego. Pero, cuando acabas dándote cuenta, todo te parece insignificante. Cuando comprendes que hoy o mañana te vas a morir y que todo desaparecerá, ya nada tiene valor. Por muy importante que considere mi idea, en el fondo no deja de ser tan intrascendente, aunque se llevara a cabo, como seguir el rastro de esta osa. Y así pasamos la vida, distrayéndonos con la caza y con el trabajo, para no pensar en la muerte.

Al escuchar a Levin, Stepán Arkádevich esbozó una sonrisa sutil y cariñosa.

–¡Sí, claro! Pero has llegado a la misma conclusión que yo. ¿Te acuerdas de los reproches que me dirigiste por buscar los placeres de la vida? «No seas tan severo, ¡oh moralista!...» 70

–En cualquier caso, lo bueno que tiene la vida... —Levin perdió el hilo de lo que quería decir—. En fin, no sé. Lo único que sé es que moriremos pronto.

–¿Por qué pronto?

–Y, ¿sabes una cosa?, cuando piensa uno en la muerte, la vida pierde gran parte de sus encantos, pero se vuelve más apacible.

–Al contrario. Los últimos días son los más alegres. Pero tengo que irme —dijo Stepán Arkádevich, levantándose por enésima vez.

–¡Quédate un poco más! —dijo Levin, reteniéndolo—. ¿Cuándo volveremos a vernos? Me marcho mañana.

–¡Pues sí que estoy bueno! Precisamente para eso he venido... Ven a comer hoy sin falta a nuestra casa. Estará tu hermano, y también mi cuñado Karenin.

–¿Es que se encuentra en Moscú? —dijo Levin, y quiso preguntar por Kitty. Había oído que había pasado los primeros días del invierno en San Petersburgo, en casa de su hermana, casada con un diplomático, y no sabía si había regresado o no. Pero al final cambió de opinión y no preguntó nada. «Me da lo mismo que esté o que no esté.»

–¿Vendrás?

–Sí, claro.

–Entonces a las cinco, y de levita.

Stepán Arkádevich se levantó y bajó a ver a su nuevo jefe. Su instinto no le había engañado. Aquel personaje tan terrible resultó ser un hombre de lo más amable. Stepán Arkádevich almorzó con él y se demoró allí tanto tiempo que hasta después de las tres no fue a ver a Alekséi Aleksándrovich.

 

VIII

Después de regresar de misa, Alekséi Aleksándrovich pasó toda la mañana en su habitación. Tenía que ocuparse de dos asuntos: en primer lugar, recibir a una delegación de las minorías raciales, que se hallaba en esos momentos en Moscú, camino de San Petersburgo; en segundo, escribir al abogado la carta que le había prometido. La delegación, aunque constituida por iniciativa suya, presentaba muchos inconvenientes y hasta riesgos, y Alekséi Aleksándrovich se alegró mucho de encontrarla todavía en Moscú. Sus miembros no tenían ni la más remota idea de su cometido ni de sus responsabilidades. Creían ingenuamente que su tarea consistía en exponer sus necesidades y la situación real en la que se encontraban, y en solicitar la ayuda del gobierno. Eran incapaces de comprender que algunas de sus declaraciones y exigencias favorecerían a la facción enemiga y, por tanto, podrían dar al traste con todo el asunto. Alekséi Aleksándrovich parlamentó largo rato con ellos, les redactó un programa, del que no debían apartarse y, después de despedirlos, escribió varias cartas a San Petersburgo en las que solicitaba a diversas personas que guiaran los pasos de la delegación. Su principal colaboradora en ese cometido era la condesa Lidia Ivánovna, especialista en materia de delegaciones, pues nadie se daba tanta maña para adiestrarlas y orientarlas en el camino que debían seguir. Una vez concluida esa tarea, Alekséi Aleksándrovich escribió la carta para el abogado. Sin la menor vacilación, le autorizaba para que diera los pasos que considerara oportunos. Adjuntó tres notas de Vronski a Anna que había encontrado en la cartera de su mujer.

Desde el momento en que Alekséi Aleksándrovich salió de su casa con la intención de no volver, desde que visitó al abogado, con lo que al menos una persona estaba ya enterada de su decisión, y, sobre todo, desde que ese asunto privado se convirtió en una cuestión de papeleo, fue aferrándose cada vez más a esa resolución, y ahora veía claramente la posibilidad de ponerla en ejecución.

Estaba sellando la carta para el abogado cuando oyó la voz recia de Stepán Arkádevich, que discutía con su criado e insistía en que le anunciara.

«Da igual —pensó Karenin—. Tanto mejor. Le contaré lo que ha pasado y le explicaré por qué no puedo ir a comer a su casa.»

–¡Que entre! —dijo en voz alta, recogiendo los papeles y metiéndolos en la carpeta.

–¿Ves cómo mentías? ¡Está en su habitación! —exclamó Stepán Arkádevich, dirigiéndose al criado que no le dejaba pasar. Y, al tiempo que se acercaba a su cuñado, empezó a quitarse el abrigo—. ¡Me alegro mucho de encontrarte aquí! Espero que... —empezó a decir alegremente.

–No puedo ir —contestó Alekséi Aleksándrovich con sequedad, sin sentarse y sin invitar a Oblonski a que lo hiciera.

Karenin se creía obligado a adoptar desde el primer momento una actitud fría con el hermano de su mujer, contra la que había iniciado un proceso de divorcio. Pero no había contado con ese mar de bondad que desbordaba las orillas del alma de Stepán Arkádevich.

Oblonski abrió desmesuradamente sus ojos claros y brillantes.

–¿Cómo que no puedes? ¿Qué quieres decir? —preguntó en francés, lleno de perplejidad—. Pero si me lo has prometido. Todos contamos contigo.

–No puedo ir a tu casa porque las relaciones de parentesco que nos unían van a terminar.

–¿Cómo? ¿A qué te refieres? ¿Por qué? —preguntó Stepán Arkádevich con una sonrisa.

–Porque he iniciado los trámites para divorciarme de tu hermana. He tenido que...

Pero no le dio tiempo a concluir su discurso: en contra de lo que había esperado, Stepán Arkádevich lanzó un gemido y se desplomó en un sillón.

–¡No es posible, Alekséi Aleksándrovich! —exclamó, con una expresión de sufrimiento.

–Así es.

–Perdóname, pero no me lo puedo creer...

Alekséi Aleksándrovich se sentó, consciente de que sus palabras no habían producido el efecto deseado y de que tendría que ofrecerle una explicación. Al mismo tiempo se daba cuenta de que esa explicación, fuera del tenor que fuera, no cambiaría en nada las relaciones con su cuñado.

–Pues sí, me he visto en la triste necesidad de pedir el divorcio.

–Sólo quiero decirte una cosa, Alekséi Aleksándrovich. Sé que eres un hombre justo y virtuoso. Por otro lado, también conozco a Anna (perdóname, pero no puedo cambiar mi opinión sobre ella) y la considero una mujer excelente y maravillosa. Por eso no puedo creer lo que acabas de decirme. Debe de tratarse de un malentendido —dijo.

–Si sólo fuese un malentendido...

–Bueno, lo comprendo —le interrumpió Stepán Arkádevich—. Pero permíteme que te diga una cosa: no hay que precipitarse. ¡No hay que precipitarse!

–No me he precipitado —repuso Alekséi Aleksándrovich con frialdad—. Pero en cuestiones de este tipo no se puede pedir consejo a nadie. Mi decisión es irrevocable.

–¡Qué horror! —exclamó Stepán Arkádevich, emitiendo un profundo suspiro—. Pero aún puede hacerse algo, Alekséi Aleksándrovich. Te ruego que me escuches —dijo—. Si no he entendido mal, el proceso aún no está en marcha. Antes de iniciar los trámites, ve a ver a mi mujer y habla con ella. Quiere a Anna como a una hermana, y también te quiere a ti. Además, es una mujer extraordinaria. ¡Por el amor de Dios, habla con ella! Hazme ese favor, te lo ruego.

Alekséi Aleksándrovich se sumió en reflexiones; Stepán Arkádevich lo miraba con compasión, sin romper su silencio.

–¿Irás a verla?

–No lo sé. Por eso no he ido a visitaros. Supongo que nuestras relaciones deben cambiar.

–¿Por qué? Yo no lo veo así. Espero que, dejando a un lado los lazos familiares que nos unen, compartas, al menos en parte, los sentimientos de amistad y el profundo respeto que siempre te he profesado... —dijo Stepán Arkádevich, estrechándole la mano—. Aun en el caso de que tus peores sospechas acaben confirmándose, jamás entraré a juzgar a ninguna de las dos partes, así que no veo la razón por la que nuestras relaciones deban cambiar. Pero ahora haz lo que te pido: ve a ver a mi mujer.

–Vemos este asunto de distinta manera —replicó Alekséi Aleksándrovich con frialdad—. En cualquier caso, es mejor que lo dejemos.

–Pero ¿por qué no quieres venir, aunque sólo sea para comer? Mi mujer te espera. Ven, por favor. Y, sobre todo, habla con ella. Es una mujer extraordinaria. ¡Por el amor de Dios! ¡Te lo pido de rodillas!

–Bueno, si tan importante es para ti, iré —respondió Alekséi Aleksándrovich, suspirando.

Y, deseando cambiar de conversación, le preguntó por algo que les interesaba a ambos: el nuevo jefe de Stepán Arkádevich, un hombre que, aunque no tenía una edad avanzada, había sido nombrado para un cargo tan alto.

A Alekséi Aleksándrovich nunca le había caído bien el conde Anichkin, de cuyas opiniones siempre discrepaba, pero ahora no pudo evitar un sentimiento de envidia, comprensible en un funcionario que ha sufrido una derrota en el desempeño de sus funciones cuando ve que un compañero recibe un ascenso.

–Entonces, ¿lo has visto? —preguntó Alekséi Aleksándrovich con una sonrisa venenosa.

–Pues claro. Ayer se pasó por la oficina. Por lo visto, está al corriente de todo y es muy activo.

–Sí, pero ¿a qué dedicará sus energías? —preguntó Alekséi Aleksándrovich—, ¿A hacer su labor o a modificar lo que han hecho los demás? La mayor desgracia de este país es esa idea de la administración basada en el papeleo, de la que él es un digno representante.

–La verdad es que no creo que se le pueda poner ninguna pega. No sé cuáles serán sus intenciones, pero me ha parecido un muchacho encantador —respondió Stepán Arkádevich—. Acabo de estar con él, y sólo puedo decir que es un muchacho encantador. Hemos almorzado juntos y le he enseñado a preparar esa bebida tan refrescante con vino y naranjas. Figúrate, no la conocía. Le ha gustado mucho. Sí, como te lo digo, un muchacho encantador. —Stepán Arkádevich consultó su reloj—. ¡Ah, Dios mío, si ya son más de las cuatro! ¡Y todavía tengo que pasar por casa de Dolgovushin! No dejes de ir a comer, por favor. No puedes imaginarte el disgusto que le darías a mi mujer.

Alekséi Aleksándrovich despidió a su cuñado de un modo muy distinto a como lo había recibido.

–He prometido que iría e iré —respondió sin mucho entusiasmo.

–Créeme que aprecio ese gesto en lo que vale. No te arrepentirás —dijo Oblonski, sonriendo—. ¡A las cinco, y de levita, por favor! —insistió una vez más, volviéndose desde la puerta.

 

IX

Eran ya más de las cinco, y algunos invitados ya habían llegado cuando hizo su aparición el dueño de la casa. Entró acompañado de Serguéi Ivánovich Kóznishev y de Pestsov, a los que se había encontrado en la puerta. Eran dos representantes destacados de la intelectualidad moscovita, como decía Oblonski. Ambos gozaban del respeto general, tanto por su carácter como por su inteligencia. Se estimaban el uno al otro, aunque profesaban ideas contrarias e irreconciliables sobre casi todo, no porque pertenecieran a corrientes distintas, sino porque eran del mismo partido (sus enemigos no veían diferencias entre ellos), aunque cada uno encarnaba una sensibilidad distinta. Y, como nada se presta más al desacuerdo que profesar opiniones distintas sobre cuestiones abstractas, no sólo no coincidían nunca en sus puntos de vista, sino que estaban acostumbrados desde hacía mucho tiempo a burlarse de los errores incorregibles del otro, aunque nunca llegaban a enfadarse.

Entraban por la puerta, hablando del tiempo, cuando Stepán Arkádevich los alcanzó. En el salón se encontraban ya el príncipe Aleksandr Dmítrevich, suegro de Oblonski, el joven Scherbatski, Turovtsin, Kitty y Karenin.

Stepán Arkádevich se dio cuenta en seguida de que, sin él, la conversación no acababa de arrancar. Daria Aleksándrovna, con su elegante vestido de seda gris, preocupada sin duda por los niños, que tenían que comer solos en su cuarto, y por la ausencia de su marido, no había sabido entretener a los invitados. Estaban todos sentados como hijas de pope de visita (según expresión del viejo príncipe), preguntándose cómo habían acabado allí y buscando alguna palabra con la que romper su silencio. El bondadoso Turovtsin se sentía fuera de su elemento, y la sonrisa de sus gruesos labios, con la que acogió a Stepán Arkádevich, parecía decir: «¡Pues sí, amigo, a buen sitio me has traído!» A decir verdad, preferiría tomarme un trago en el Cháteau des Fleurs». El viejo príncipe guardaba silencio y miraba de reojo con sus ojos brillantes a Karenin; Stepán Arkádevich comprendió que ya se le había ocurrido algún mote para designar a ese hombre de Estado, un elemento tan importante de esa reunión como el esturión en otras. Kitty miraba la puerta y trataba de hacer acopio de todas sus fuerzas para no ruborizarse cuando apareciera Konstantín Levin. El joven Scherbatski, a quien no habían presentado a Karenin, se esforzaba por aparentar que aquello le dejaba indiferente. En cuanto a Karenin, llevaba frac y corbata blanca, como se estilaba en San Petersburgo en las comidas a las que asistían señoras. Por su semblante, Stepán Arkádevich adivinó que sólo había ido para cumplir con su palabra y que consideraba un deber penoso participar en esa reunión. Era el principal responsable de la frialdad que flotaba en el ambiente antes de la llegada de Stepán Arkádevich.

Al entrar en el salón, Oblonski se disculpó por su retraso y explicó que lo había retenido cierto príncipe, del que siempre se servía como chivo expiatorio para justificar sus retrasos y sus ausencias. En un momento presentó a todos los invitados, puso en contacto a Alekséi Aleksándrovich con Serguéi Kóznishev y sacó a colación la cuestión de la rusificación de Polonia, que suscitó en seguida un animado debate entre ambos, en el que también intervino Pestsov. Después de darle unas palmadas a Turovtsin en el hombro, le susurró algo divertido y lo acomodó al lado de su mujer y del príncipe. Luego le dijo a Kitty que estaba muy guapa y presentó a Scherbatski a Karenin. Tanta maña se dio para moldear esa masa social que en un momento el salón se animó y se llenó de voces alegres. Sólo faltaba Konstantín Levin. Pero era mejor así porque, al entrar en el comedor, Stepán Arkádevich descubrió con horror que el vino de oporto y el jerez no lo habían traído de Levé, sino de Deprez. Después de ordenar al cochero que fuera cuanto antes a Levé, se dirigió al salón.

Al salir del comedor, se encontró con Konstantín Levin.

–¿Llego tarde?

–¿No llegas siempre tarde? —respondió Stepán Arkádevich, cogiéndole del brazo.

–¿Tienes muchos invitados? ¿Y quiénes son? —preguntó Levin, ruborizándose involuntariamente, y sacudiendo con un guante la nieve de su gorro.

–Los conoces a todos. También está Kitty. Vamos, te presentaré a Karenin.

A pesar de sus opiniones liberales, Stepán Arkádevich sabía que la mayoría de la gente consideraba halagador conocer a Karenin: por eso había invitado a sus mejores amigos. Pero en esos momentos Konstantín Levin no se hallaba en condiciones de apreciar en su justo valor ese privilegio. No había vuelto a ver a Kitty desde aquella velada fatídica en que había coincidido con Vronski, siempre que no se tuviera en cuenta esa fugaz aparición en el camino real. En el fondo de su alma sabía que esa tarde se encontraría con ella. Pero, tratando de salvaguardar su libertad de pensamiento, había procurado convencerse de que no lo sabía. Y ahora, al oír que estaba allí, sintió de repente tal alegría y a la vez tal temor que se le cortó la respiración y fue incapaz de pronunciar palabra.

«¿Cómo será ahora? ¿Cómo? ¿Será como antes o como la vi en la calesa? ¿Y si fuera verdad lo que me dijo Daria Aleksándrovna? ¿Y por qué iba a ser mentira?», pensaba.

–Ah, haz el favor de presentarme a Karenin —acertó a pronunciar y entró en el salón con una suerte de resolución desesperada. Fue entonces cuando la vio.

No era ni la muchacha de antes ni la jovencita que había vislumbrado en la calesa. Estaba completamente cambiada.

Parecía temerosa, cohibida, avergonzada, y todo ello le comunicaba aún mayor encanto. Lo vio en el instante mismo en que entraba en la habitación. Lo estaba esperando. Se alegró, y acto seguido se sintió tan turbada de su propia alegría que hubo un momento, precisamente cuando Levin se acercó a la dueña de la casa y volvió a mirarla, en que tanto ella como él y la propia Dolly, que se había dado cuenta de todo, pensaron que no podría contenerse y se echaría a llorar. Se puso colorada, palideció, se ruborizó de nuevo y se quedó inmóvil, los labios ligeramente temblorosos, mientras esperaba que Levin se aproximara. Por fin llegó a su lado, se inclinó y le tendió la mano en silencio. De no haber sido por el ligero temblor de sus labios y la humedad que empañaba sus ojos, haciéndolos aún más brillantes, la sonrisa con que lo acogió habría podido parecer serena.

–¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! —dijo, con la misma resolución desesperada con que había entrado él, y le apretó la mano con sus dedos fríos.

–Usted no me ha visto a mí, pero yo a usted sí —dijo Levin, con una radiante sonrisa de felicidad—. La vi cuando se dirigía de la estación a Yergushovo.

–¿Cuándo? —preguntó Kitty con sorpresa.

–Iba usted a Yergushovo —prosiguió Levin, sintiendo que la felicidad que embargaba su alma le ahogaba. «¡Cómo he podido creer que esta delicada criatura pudiera albergar un pensamiento que no fuera inocente! Sí, por lo visto es verdad lo que me dijo Daria Aleksándrovna», se dijo.

Stepán Arkádevich lo cogió del brazo y lo llevó hasta donde estaba Karenin.

–Permítanme que les presente. —Y pronunció sus nombres respectivos.

–Me alegro mucho de volver a verlo —dijo con sequedad Alekséi Aleksándrovich, estrechando la mano de Levin.

–¿Es que se conocen ustedes? —preguntó con asombro Stepán Arkádevich.

–Hemos pasado tres horas juntos en un vagón —respondió Levin, sonriendo—, pero salimos tan intrigados como de un baile de máscaras, al menos yo.

–¡Vaya! Por aquí, hagan el favor —dijo Stepán Arkádevich, señalando el comedor.

Los hombres pasaron al comedor y se acercaron a la mesa con los entremeses, en la que había seis clases de vodka y otras tantas de queso, con cuchillitos de plata o sin ellos, caviar, arenques, conservas de todo tipo y platos con rebanadas de pan francés.

Mientras probaban el vodka aromático y tomaban un bocado, la conversación que habían entablado Serguéi Ivánovich Kóznishev, Karenin y Pestsov sobre la rusificación de Polonia bajó de tono, en espera de la comida.

Serguéi Ivánovich, que no tenía rival a la hora de poner fin a la conversación más abstracta y seria añadiendo de pronto una pulgarada de sal ática, con la que desconcertaba a sus interlocutores, recurrió a dicha estratagema también ahora.

Alekséi Aleksándrovich sostenía que la rusificación de Polonia sólo podía llevarse a cabo en nombre de los más altos principios, que siempre debían guiar los pasos de la administración rusa.

Pestsov insistía en que una nación sólo puede asimilar a otra cuando su población es más numerosa.

Kóznishev admitía una cosa y otra, pero con salvedades. Para acabar de una vez con la conversación, en el momento en que salían del salón dijo sonriendo:

–Por eso el único medio de rusificar a las minorías raciales consiste en tener el mayor número posible de hijos. En ese sentido, mi hermano y yo no tenemos disculpa. En cambio ustedes, señores casados, y sobre todo usted, Stepán Arkádevich, son auténticos patriotas. ¿Cuántos hijos tiene? —añadió, dirigiéndose al dueño de la casa con una afable sonrisa y alargándole una copa diminuta.

Todos se echaron a reír, y las carcajadas de Oblonski sonaron especialmente alegres.

–¡Sí, no hay mejor remedio que ése! —exclamó, masticando un pedazo de queso y escanciando un vodka de una clase especial en la copa que su invitado le presentaba.

La conversación se interrumpió con esa broma.

–Este queso no está mal. ¿Quieren un poco? —preguntó el anfitrión—. ¿Es que has vuelto otra vez a tus ejercicios de gimnasia? —añadió, dirigiéndose a Levin, al tiempo que le palpaba un músculo con la mano izquierda.

Levin sonrió, flexionó el brazo, y bajo los dedos de Stepán Arkádevich y el fino paño de la levita, se dibujó un bulto duro como el acero y redondo como un queso de bola.

–¡Vaya bíceps! ¡Estás hecho un Sansón!

–Supongo que se requerirá una gran fuerza para participar en cacerías de osos —dijo Alekséi Aleksándrovich, que tenía una idea bastante vaga de la caza, mientras untaba queso en una rebanada y desgarraba la miga, fina como una tela de araña.

Levin sonrió.

–Nada de eso. Al contrario. Hasta un niño puede matar un oso —dijo, apartándose y haciendo una ligera reverencia a las señoras, que se acercaban a la mesa de los entremeses con la anfitriona.

–Me han dicho que ha matado usted un oso —dijo Kitty, tratando en vano de pinchar con el tenedor una seta gelatinosa y desobediente, entre un temblor de encajes, bajo los que se transparentaba su brazo blanco—. ¿Es que hay osos en su finca? —añadió, volviendo a medias su adorable cabeza y sonriendo.

En principio, no había nada extraordinario en lo que había dicho, pero para él ¡qué inefable significado, imposible de expresar con palabras, encerraba cada sonido, cada movimiento de sus labios, de sus ojos, de sus manos! Se intuía una súplica de perdón, así como una muestra de confianza, y también una caricia, una caricia tímida y dulce, unida a una esperanza, una promesa y un amor en el que Levin ya no podía dejar de creer y que le embargaba de felicidad.

–No, fuimos a la provincia de Tver. En el viaje de vuelta, coincidí en el vagón con su beau frère 71o, mejor dicho, con el beau frèrede su cuñado —dijo con una sonrisa—. Fue un encuentro muy agradable.

Y contó en un tono alegre y divertido cómo, después de no pegar ojo en toda la noche, irrumpió con una zamarra de piel de cordero en el compartimento de Alekséi Aleksándrovich.

–El revisor, contraviniendo lo que dice el refrán, 72quiso echarme de allí al ver mi atuendo. Pero en ese momento me puse a hablar en un estilo grandilocuente... También usted —añadió, dirigiéndose a Karenin, cuyo nombre había olvidado– se sintió en un principio contrariado, por culpa de mi zamarra, pero luego se puso de mi parte, lo que le agradezco mucho.

–En general, los derechos de los pasajeros a elegir asiento no están bien definidos —dijo Alekséi Aleksándrovich, limpiándose con el pañuelo la punta de los dedos.

–Me di cuenta de que no estaba usted muy convencido con respecto a mí —añadió Levin con una sonrisa bondadosa—, pero me apresuré a iniciar una conversación seria, para disipar la impresión producida por mi zamarra.

Serguéi Ivánovich, mientras charlaba con la dueña de la casa, prestaba oídos a su hermano y le miraba de soslayo: «¿Qué le pasará hoy? ¿A qué vendrán esos aires de triunfador?», pensaba.

No sabía que Levin se sentía como si le hubieran crecido alas. Era consciente de que ella estaba escuchando sus palabras y de que le agradaban. Y era lo único que le importaba. En esos momentos, además de su propia persona, que de pronto había adquirido a sus ojos un significado y una importancia enormes, sólo Kitty existía para él, y no sólo en aquella sala, sino en el mundo entero. Se sentía flotar a tal altura que le daba vueltas la cabeza, y allá abajo, en la lejanía, estaban esos seres amables y encantadores, Karenin, Oblonski y todos los demás.

De manera muy discreta, sin mirarlos siquiera, como si no hubiera otro lugar donde colocarlos, Stepán Arkádevich sentó a Levin al lado de Kitty.

–Bueno, tú puedes sentarte aquí —le dijo.

La comida fue tan excelente como la vajilla, de la que Stepán Arkádevich estaba tan orgulloso. La sopa Marie-Louise resultó exquisita; a las minúsculas empanadillas, que se deshacían en la boca, no se les podía hacer ningún reproche. Dos criados y Matvéi, con corbatas blancas, servían las viandas y los vinos de manera silenciosa, eficiente y casi inadvertida. Desde un punto de vista material, la comida fue un éxito; y no lo fue menos desde un punto de vista espiritual. La conversación, tan pronto general como restringida a unos cuantos comensales, no se interrumpió en ningún momento y al final se volvió tan animada que los hombres se levantaron sin dejar de hablar, y hasta Karenin se mostró menos envarado.

 

X

A Pestsov le gustaba llevar los argumentos hasta sus últimas consecuencias y no se quedó satisfecho con las palabras de Serguéi Ivánovich, tanto más cuanto consideraba errado su punto de vista.

–Al referirme a la densidad de población —prosiguió durante la sopa, dirigiéndose a Alekséi Aleksándrovich—, quería hacer hincapié en que hay que tener en cuenta ciertas ideas fundamentales, no sólo los principios.

–A mí me parece que es lo mismo —repuso Alekséi Aleksándrovich sin apresurarse, casi con indolencia—. En mi opinión, sólo un pueblo que tiene un grado más alto de desarrollo puede influir en otro...

–Esa es la cuestión —resonó la voz de bajo de Pestsov, que siempre tenía prisa por hablar y parecía poner el alma entera en cada comentario—. Pero ¿en qué consiste ese grado más alto de desarrollo? ¿A qué pueblo debemos conceder ese galardón, a los franceses, a los ingleses o a los alemanes? ¿Cuál de ellos va a nacionalizar a los otros? Vemos que las regiones del Rin se han afrancesado, y no es que los alemanes sean inferiores —gritó—. ¡Aquí hay que tener en cuenta otra ley!

–Yo creo que la influencia siempre ha de venir de la verdadera cultura —dijo Alekséi Aleksándrovich, enarcando un tanto las cejas.

–Pero ¿en qué debemos reconocer las señales de la verdadera cultura? —preguntó Pestsov.

–Supongo que esas señales son conocidas —dijo Alekséi Aleksándrovich.

–¿De verdad son conocidas? —intervino Serguéi Ivánovich con una sonrisa sutil—. Hoy día suele admitirse que la verdadera cultura sólo puede ser estrictamente clásica, pero vemos enconadas disputas en uno y otro lado, y no puede negarse que el campo contrario tiene sólidos argumentos en su favor.

–Es usted partidario de los clásicos, Serguéi Ivánovich. ¿Quiere un poco de vino tinto? —preguntó Stepán Arkádevich.

–No estoy expresando mi opinión sobre una u otra cultura —replicó Serguéi Ivánovich con una sonrisa condescendiente, como si estuviera hablando con un niño, al tiempo que le alargaba la copa—. Lo único que digo es que ambas partes disponen de argumentos sólidos —prosiguió, dirigiéndose a Alekséi Aleksándrovich—. He recibido una educación clásica, pero en la cuestión que nos ocupa no sé qué partido tomar. No veo argumentos concluyentes para anteponer los estudios clásicos a los modernos.


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