Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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– N'est ce pas inmoral? 153—fue lo único que acertó a preguntar, después de una pausa.
–¿Por qué? En lo que a mí respecta, sólo tengo dos posibilidades: estar embarazada, es decir, enferma, o ser la amiga y la compañera de mi marido, porque es como si lo fuera —dijo Anna con un tono deliberadamente superficial y frívolo.
–Claro, claro —replicó Daria Aleksándrovna, al oír los mismos argumentos que ella misma había estado sopesando, aunque ahora ya no los encontraba tan convincentes.
–En tu caso y en el de otras mujeres —dijo Anna, como adivinando sus pensamientos– puede haber ciertas dudas, pero para mí... Entiéndelo, yo no soy su esposa. Me querrá mientras esté enamorado de mí. ¿Y cómo puedo conservar su amor? ¿Con esto?
Extendió sus blancos brazos por delante de su vientre.
Los pensamientos y los recuerdos se sucedían con sorprendente rapidez en la cabeza de Daria Aleksándrovna, como suele suceder en los momentos de gran agitación. «Yo no he hecho nada por atraer a Stiva —se decía—. Se ha apartado de mí y ha buscado la compañía de otras. La primera mujer con la que me engañó tampoco consiguió retenerlo, a pesar de su belleza y alegría. La abandonó y se buscó otra. ¿Conseguirá Anna atraer y retener al conde Vronski con los métodos que emplea? Si es eso lo que busca, encontrará vestidos y maneras más alegres y atractivos. Por muy blancos y maravillosos que sean sus brazos desnudos, por muy hermosa que sea su opulenta figura y su rostro rubicundo, encuadrado por esos cabellos morenos, encontrará algo mejor, igual que mi repugnante, lastimoso y estimado marido.»
A modo de respuesta, Dolly suspiró. Consciente de que era un modo de manifestar su disconformidad, Anna siguió exponiendo sus razones. Tenía en reserva varios argumentos igual de sólidos, a los que no había modo de replicar.
–¿Te parece que no está bien? Pero reflexiona un momento —continuó—. Te olvidas de mi situación. ¿Cómo puedo desear tener hijos? Ya no hablo de los sufrimientos, pues eso no me da ningún miedo. Pero ¿te has parado a pensar en lo que sería de mis hijos? Los pobres tendrían que llevar un apellido ajeno. Sólo por el hecho de nacer, estarían obligados a avergonzarse de su madre, de su padre, de su venida al mundo.
–Por eso es necesario que solicites el divorcio.
Pero Anna no la escuchaba. Quería exponer todos los argumentos con los que se había persuadido a sí misma tantas veces.
–¿Para qué se me ha dado la razón si no la empleo para darme cuenta de que es mejor no traer seres desdichados a este mundo? —miró a Dolly, pero, sin esperar su repuesta, prosiguió—: Siempre me sentiría culpable delante de esos infelices —dijo—. Si no existen, al menos no son desdichados; pero, si son desdichados, sólo yo tengo la culpa.
Eran los mismos argumentos que Dolly había estado considerando esa misma mañana; pero, al escucharlos ahora en boca de Anna, no los entendía. «¿Como puede sentirse culpable ante unos seres que no existen?», pensaba. Y de pronto se le ocurrió lo siguiente: ¿habría sido mejor en algún caso que su querido Grisha no hubiera venido al mundo? La pregunta le pareció tan extraña y absurda que tuvo que sacudir la cabeza para liberarse del aluvión de ideas disparatadas que se arremolinaban en su cabeza.
–No sabría decirte por qué, pero me parece que eso no está bien —fue lo único que acertó a decir, con una expresión de repugnancia.
–Sí, pero no te olvides de lo que eres tú y de lo que soy yo... Además —añadió Anna, como si en el fondo reconociera que eso no estaba bien, a pesar de la pobreza de los argumentos de Dolly y de la riqueza de los suyos—, olvidas lo más importante: yo ahora no me encuentro en la misma situación que tú. En tu caso, la cuestión es si deseas o no tener más hijos; en el mío, no deseo tenerlos. Y entre esas dos cosas hay una gran diferencia. Debes entender que, en mi situación, no puedo desearlos.
Daria Aleksándrovna no replicó. De pronto comprendió que estaba muy lejos de Anna, que había cuestiones sobre las cuales jamás se pondrían de acuerdo y sobre las que era mejor no hablar.
XXIV
—Razón de más para que regularices tu situación, si es posible —dijo Dolly.
–Sí, si es posible —replicó Anna con un tono de voz triste y resignada, muy diferente del que había empleado hasta entonces.
–¿Acaso es imposible obtener el divorcio? Me han dicho que tu marido está de acuerdo.
–¡Dolly! No quiero hablar de ese tema.
–Bueno, pues lo dejamos —se apresuró a decir Daria Aleksándrovna, notando la expresión de sufrimiento en el rostro de Anna—. Lo único que te digo es que lo ves todo demasiado negro.
–¿Yo? En absoluto. Estoy muy contenta y satisfecha. Como ves, je fais des passions. 154Veslovski...
–Si te soy sincera, no me gusta nada el tono de Veslovski —objetó Daria Aleksándrovna, deseando cambiar de conversación.
–¡Ah, no tiene la menor importancia! Halaga el amor propio de Alekséi, no hay nada más. No es más que un muchacho y hago con él lo que se me antoja. Para mí, es igual que tu Grisha... ¡Dolly! —exclamó de pronto, volviendo al tema de antes—. Dices que lo veo todo demasiado negro. Pero tú no puedes entenderlo. Mi situación es horrible. La verdad es que procuro no pensar demasiado.
–Pues, en mi opinión, es necesario que lo hagas. Es preciso hacer cuanto sea posible.
–¿Y qué se puede hacer? Nada. Me hablas como si yo no hubiera pensado en casarme con Alekséi. Pero ¡si no pienso en otra cosa! —exclamó, y sus mejillas se cubrieron de arrebol. Se levantó, irguió el pecho, emitió un profundo suspiro y se puso a recorrer la habitación de un extremo al otro con pasos ligeros, deteniéndose de vez en cuando—. ¡Si no pienso en otra cosa! No hay un solo día, una sola hora en que no me asalte ese pensamiento y en que no me cubra de reproches por albergar esas ideas... porque van a acabar volviéndome loca. Volviéndome loca —repitió—. Cuando me pongo a pensar en esa cuestión, soy incapaz de dormir sin morfina. Pero qué más da. Hablemos con calma. Me aconsejan que me divorcie. En primer lugar, élno consentirá. Ahora está bajo la influencia de la condesa Lidia Ivánovna.
Daria Aleksándrovna, después de erguirse en la silla, volvió la cabeza y siguió las idas y venidas de Anna con una expresión en la que se entreveraban el sufrimiento y la compasión.
–Hay que intentarlo —dijo en voz baja.
–Supongamos que lo intento. ¿Qué sucedería? —era evidente que estaba expresando ideas que había sopesado miles de veces y que se había aprendido de memoria—. Pues que tendría que rebajarme a escribir a ese hombre al que odio, a pesar de que lo considero magnánimo y me reconozco culpable ante él... Supongamos que, haciendo un esfuerzo, redacto esa carta. En tal caso recibiría bien su consentimiento, bien una respuesta ofensiva. Imaginémonos por un momento que me da su consentimiento... —En ese momento Anna, que estaba en el otro extremo de la habitación, se detuvo y arregló algo en la cortina de la ventana—. Me da su consentimiento, pero ¿qué pasa con mi... hijo? No me lo darán. Crecerá en casa del hombre al que yo he abandonado y aprenderá a despreciarme. Debes entender que hay dos personas en este mundo a quienes quiero más que a mí misma, Seriozha y Alekséi. La verdad es que no sabría decir a cuál de los dos quiero más. —Llegó al centro del cuarto y se detuvo delante de Dolly, apretándose el pecho con las manos. Envuelta en esa bata blanca, su figura parecía especialmente alta y ancha. Inclinó la cabeza y miró de soslayo, con sus ojos húmedos y brillantes, a Dolly, pequeña, delgada y lastimosa, que temblaba de emoción bajo su blusita zurcida y su gorro de noche—. Sólo quiero a esas dos personas, y una excluye a la otra. No puedo unirlos, y eso es lo único que necesito. Si no puedo conseguirlo, todo lo demás me da igual. Todo, todo. Esa situación acabará de cualquier manera. Por eso no puedo ni quiero hablar de ella. Así que no me hagas reproches ni me juzgues. Eres demasiado pura para comprender lo mucho que sufro. —Se acercó, se sentó al lado de Dolly, la miró a los ojos con expresión culpable y le cogió la mano—. ¿Qué piensas? ¿Qué piensas de mí? No me desprecies. No merezco que me desprecien. Sólo soy desdichada. Sí, no puede haber nadie más desdichado que yo —dijo y, dándose la vuelta, se echó a llorar.
Cuando se quedó sola, Dolly dijo sus oraciones y se fue a la cama. Mientras hablaba con Anna, la compadecía con toda el alma; pero ahora no conseguía pensar en ella. El recuerdo de su casa y de sus hijos, aureolado por una especie de resplandor inusitado, asaltaba su imaginación con un encanto novedoso y especial. Ese mundo suyo se le antojaba ahora tan querido y precioso que por nada del mundo se habría decidido a pasar un solo día más fuera de él. Por esto tomó la decisión de partir sin falta al día siguiente.
En cuanto a Anna, una vez en su gabinete, cogió una copa y vertió varias gotas de un medicamento cuyo componente principal era la morfina. Después de beberlo, pasó un rato sentada sin moverse, tratando de recobrar la compostura. Al pasar al dormitorio se había serenado ya del todo y se sentía de buen humor.
Cuando entró en la habitación, Vronski la miró atentamente. Buscaba indicios de la conversación que debía de haber tenido con Dolly, dado el tiempo que había pasado en su habitación. Pero en su expresión excitada y contenida, que ocultaba algo, no encontró nada más que esa belleza a la que ya estaba acostumbrado, pero que seguía seduciéndole, la conciencia de su hermosura y el deseo de que actuase sobre él. No quiso preguntarle de qué habían estado hablando, pero albergaba la esperanza de que ella misma le contara algo. Pero Anna se limitó a decir:
–Me alegro de que Dolly te haya gustado. Porque te cae bien, ¿verdad?
–Pero si la conozco desde hace mucho tiempo. En mi opinión es una mujer muy bondadosa, pero excesivement terre-à-terre. 155En cualquier caso, me alegro mucho de su visita.
Vronski cogió la mano de Anna y la miró a los ojos con expresión inquisitiva.
Ella, interpretando esa mirada en otro sentido, le sonrió.
A la mañana siguiente Daria Aleksándrovna se dispuso a partir, por más que insistieron los dueños en que se quedara. La calesa de guardabarros parcheados y caballos desparejados, conducidos con aire sombrío y resuelto por el cochero de Levin, que llevaba un caftán ya bastante usado y un gorro parecido al de los postillones, apareció en la entrada cubierta de arena.
Despedirse de la princesa Varvara y de los hombres no resultó nada agradable para ella. Después de pasar un día juntos, tanto Dolly como los dueños de la casa se daban perfecta cuenta de que no congeniaban y de que lo mejor era separarse. Sólo Anna estaba triste. Sabía que, una vez que se fuera, nadie despertaría en su alma los sentimientos que la habían embargado con la visita de su amiga. Le resultaba doloroso remover esos sentimientos, pero era consciente de que constituían lo mejor de sí misma, y que esa parte de su personalidad no tardaría en quedar sepultada por la vida que llevaba.
Una vez en campo abierto, Daria Aleksándrovna experimentó una agradable sensación de alivio. Estaba a punto de preguntarles a sus compañeros de viaje qué impresión les había causado la casa de Vronski, cuando el cochero Filipp dijo de pronto:
–Puede que sean muy ricos, pero sólo nos han dado tres medidas de avena. Los caballos se las zamparon antes de que cantara el gallo. ¿Qué son tres medidas? Poco más que un bocado. En las estaciones de postas venden la avena a cuarenta y cinco kopeks. En nuestra casa, cuando recibimos visita, damos a los caballos toda la avena que quieren.
–Un señor avaro —confirmó el administrador.
–¿Y qué me dices de los caballos? ¿Te han gustado? —preguntó Dolly.
–Los caballos eran excelentes. Y la comida estaba bastante bien. Pero lo he encontrado todo un poco aburrido, Daria Aleksándrovna. No sé lo que pensará usted —dijo, volviendo hacia ella su rostro agraciado y bonachón.
–A mí me ha pasado lo mismo. ¿Y qué? ¿Llegaremos al atardecer?
–Seguro.
Una vez en casa, donde encontró a todos bien de salud y más encantadores que nunca, Daria Aleksándrovna les contó con gran animación su viaje, la cordial acogida que le habían dispensado, el lujo y el buen gusto que reinaba en el lugar, las diversiones con que se entretenían los Vronski, y no permitió que nadie los criticara.
–Hay que conocer a Anna y a Vronski, y yo a él lo conozco mejor ahora, para comprender lo simpáticos y lo conmovedores que son —decía con total sinceridad, olvidándose de su vago sentimiento de insatisfacción e incomodidad cuando estaba allí.
XXV
Vronski y Anna pasaron todo el verano y parte del otoño en la aldea, en las mismas condiciones, sin tomar ninguna medida con respecto al divorcio.
Habían decidido que no irían a ningún sido; pero los dos sabían que, cuanto más tiempo pasaran solos, sobre todo en otoño, sin invitados, menos capaces serían de soportar esa vida, en la que tendrían que introducir algún cambio.
En apariencia, cabría pensar que no podía desearse una vida mejor. No carecían de nada, gozaban de buena salud, tenían una hija y ambos se dedicaban a sus propias ocupaciones. Anna, en ausencia de invitados, seguía prestando mucha atención al cuidado personal y dedicaba mucho tiempo a la lectura, tanto de novelas como de los libros más serios que estaban de moda. Encargaba todos los libros que merecían elogios en los periódicos y revistas que recibía, y los leía con esa concentración que sólo se adquiere en soledad. Además, gracias a los libros y a las revistas especializadas, estudió las materias que interesaban a Vronski, de suerte que a veces éste le hacía preguntas sobre agronomía, arquitectura e incluso sobre la cría de caballos y diversos deportes. Estaba sorprendido de sus conocimientos y de su memoria, aunque en un principio dudaba tanto de unos como de otra y buscaba algún modo de corroborarlos. Y Anna solía encontrar en los libros las respuestas a las cuestiones que le consultaba y se las enseñaba.
El equipamiento del hospital también interesaba a Anna. No sólo ayudaba, sino que ella misma había concebido y organizado muchas cosas. Pero su principal preocupación seguía siendo ella misma: ya que Vronski la amaba, debía intentar resarcirle de todo lo que había perdido por su culpa. Vronski apreciaba ese deseo, que constituía el único objetivo de su vida. Anna no sólo quería gustarle, sino también servirle, pero aun así a él le agobiaban las redes amorosas con que trataba de envolverlo. A medida que pasaba el tiempo, más a menudo se daba cuenta de que estaba envuelto en esas redes y más deseos sentía no tanto de escapar como de comprobar que seguía gozando de plena libertad. De no haber sido por el deseo de ser libre, cada vez más acuciante, de no haber tenido que soportar una escena cada vez que se iba a la ciudad para asistir a las carreras o a una sesión, habría estado plenamente satisfecho de su vida. El papel de terrateniente rico, que en su opinión debía constituir el núcleo de la aristocracia rusa, no sólo era de su gusto, sino que ahora, después de medio año de vida en el campo, le procuraba un placer cada vez mayor. Y sus actividades, que le interesaban y le atraían más y más, iban viento en popa. A pesar de las ingentes sumas de dinero que había gastado en el hospital, en las máquinas, en las vacas que había traído de Suiza y en muchas otras cosas más, estaba seguro de no estar dilapidando su fortuna, sino acrecentándola. Y, cuando se trataba de obtener ingresos, mediante la venta de madera, grano y lana o el arrendamiento de tierras, Vronski no daba su brazo a torcer y jamás abarataba el precio. En cuanto a las operaciones de gran calado, tanto en esa finca como en otras de su propiedad, empleaba los principios más sencillos y carentes de riesgos, y en las cuestiones menudas se mostraba cuidadoso y calculador en grado sumo. A pesar de la astucia y habilidad del alemán, que pretendía incitarle a hacer diversas compras, presentándole primero presupuestos muy elevados y después otros más bajos, que permitirían obtener ingresos inmediatos, Vronski no se sometía a su voluntad. Solía escuchar al administrador, le interrogaba y sólo compartía su opinión cuando lo que se iba a encargar u organizar era indiscutiblemente novedoso o desconocido en Rusia, y por tanto podía suscitar admiración. Además, únicamente se decidía a hacer grandes dispendios cuando disponía de algún dinero sobrante y, antes de tomar una resolución, examinaba todos los detalles e insistía en obtener lo mejor. Estaba claro que con esa manera de llevar los negocios no dilapidaba su fortuna, sino que la acrecentaba.
En el mes de octubre se celebraban las elecciones de la nobleza en la provincia de Kazhin, donde estaban las tierras de Vronski, Sviazhski, Kóznishev y Oblonski y una pequeña parte de las de Levin.
Las elecciones despertaron un gran interés en la sociedad por diversos motivos y por las personas que participaban en ellas. Se hablaba mucho del acontecimiento y de los preparativos. Algunos propietarios, que nunca se habían interesado por las elecciones, se aprestaron a venir de Moscú, de San Petersburgo y hasta del extranjero.
Hacía mucho tiempo que Vronski había prometido a Sviazhski que acudiría.
Antes de las elecciones Sviazhski, asiduo visitante de Vozdvízhenskoie, fue a buscar a Vronski.
La víspera de la partida, Vronski y Anna habían estado a punto de discutir por culpa del proyectado viaje. Era otoño, la época más aburrida y monótona en el campo; por eso Vronski, preparándose para la lucha, anunció a Anna su partida con una frialdad y severidad con las que nunca se había dirigido a ella. Pero, para su sorpresa, Anna acogió la noticia con gran tranquilidad y se limitó a preguntarle cuándo regresaría. Vronski la miró con atención, sin entender que se lo tomara con tanta calma. Al reparar en la mirada, Anna sonrió. Vronski conocía la capacidad para encerrarse en sí misma, como también que eso sucedía cuando había tomado una decisión en su fuero interno y no le comunicaba sus planes. Le dio algo de miedo, pero deseaba tanto evitar una escena que hizo como si creyera —y puede que lo creyera en parte– que se había vuelto más razonable.
–Espero que no te aburras.
–Lo mismo espero yo —replicó Anna—. Ayer mismo recibí una caja de libros de Gautier. No, no me aburriré.
«Si quiere adoptar ese tono, tanto mejor —pensó—. De otro modo, volveremos otra vez a las andadas.»
Y, sin haberla animado a que se explicara con franqueza, se marchó a las elecciones. Era la primera vez, desde el comienzo de su relación, que se separaban sin antes haberlo aclarado todo. Por un lado, la novedad le preocupó; por otro, juzgó que era mejor así. «Al principio, como ahora, la situación será un poco confusa, con ciertas dosis de misterio; pero con el tiempo se acostumbrará. En cualquier caso, estoy dispuesto a sacrificarlo todo por ella, menos mi independencia», pensaba.
XXVI
En septiembre Levin se trasladó a Moscú para que Kitty diera a luz allí. Llevaba ya un mes viviendo en completa ociosidad cuando Serguéi Ivánovich, que tenía una finca en la provincia de Kazhin y mostraba un gran interés en las inminentes elecciones, se dispuso a partir para el campo e invitó a su hermano a que lo acompañara, pues tenía derecho a votar en el distrito de Seléznevsk. Además, tenía que ocuparse allí de unos asuntos de gran importancia para su hermana, que residía en el extranjero, relacionados con una tutoría y el cobro de un dinero por la cesión de unas tierras.
Levin no acababa de decidirse, pero Kitty, viendo que se aburría en Moscú, le aconsejó que se fuera y le encargó a escondidas el uniforme de delegado de la nobleza, que le costó ochenta rublos. Ese dispendio fue la principal razón de que Levin acabara decidiéndose a acompañar a su hermano.
Levin llevaba ya seis días en Kazhin, acudiendo cada día a las sesiones y atendiendo a los asuntos de su hermana, que no acababan de resolverse. Todos los mariscales de la nobleza estaban ocupados con las elecciones y no había manera de arreglar ese asunto tan sencillo, que dependía de una tutela. En la otra cuestión, el cobro del dinero, también se encontró con dificultades. Después de arduas gestiones para superar las trabas que obstaculizaban todo el asunto, el dinero estaba listo para el pago. Pero el notario, un hombre muy servicial, no pudo entregarle el talón, porque se necesitaba la firma del presidente, que se había marchado para participar en las sesiones sin haber delegado en nadie. Todas esas gestiones, esas idas y venidas de un lugar a otro, esas conversaciones con personas muy bondadosas y amables, plenamente conscientes de la enojosa posición del solicitante, pero al mismo tiempo incapaces de ayudarle, toda esa tensión que no conducía a ningún resultado, producían en Levin una penosa impresión, semejante a la irritante impotencia que se experimenta en sueños cuando se quiere hacer uso de la fuerza física. A menudo le asaltaba tal sensación cuando hablaba con su apoderado, que era un pedazo de pan. Daba la impresión de que el hombre hacía cuanto estaba en su mano y se estrujaba el cerebro para sacar a Levin del apuro. «Vaya usted a este sitio o ese otro —le había dicho en más de una ocasión, y trazaba un minucioso plan para salvar ese fatal obstáculo que lo estaba entorpeciendo todo. No obstante, al punto añadía—: Seguirán en sus trece, pero hay que intentarlo.» Levin seguía su consejo e iba a ver a unos y a otros. Todos eran bondadosos y corteses, pero el resultado siempre era el mismo: el obstáculo que se quería evitar acababa apareciendo de nuevo, cerrándole el paso. Lo que más le molestaba era que no entendía contra quién estaba luchando, a quién podía beneficiar que sus asuntos no se resolviesen. Por lo visto, era algo que nadie sabía, ni siquiera el apoderado. Si Levin hubiera podido comprenderlo, como comprendía que para llegar a la ventanilla de la estación había que respetar la cola, la situación no le habría parecido tan ofensiva e irritante. Pero nadie pudo explicarle a qué obedecían los impedimentos con los que se había topado.
Pero Levin había cambiado mucho desde que se había casado. Era paciente y, aunque no entendía semejante estado de cosas, se decía que no podía juzgar sin conocer todos los detalles, que alguna razón debía de haber, y procuraba no soliviantarse.
Ahora, al tomar parte en las elecciones, intentaba también no condenar ni discutir, y hacía cuanto podía por comprender un asunto que personas honradas y dignas, a quienes profesaba un profundo respeto, se tomaban con tanta seriedad y entusiasmo. Desde el día de la boda, había descubierto muchos aspectos de la vida importantes y novedosos, que antes, por culpa de la superficialidad con que los había considerado, se le habían antojado insignificantes. Por eso suponía que también ese asunto de las elecciones revestía una enorme importancia, y trataba de comprenderlo más a fondo.
Serguéi Ivánovich le explicó el sentido y el alcance de esas elecciones, que suponían toda una revolución. Snetkov, el mariscal de la nobleza de la provincia, en cuyas manos la ley había confiado tantos asuntos relevantes de interés general —las tutorías que tantos disgustos estaban costando a Levin, los enormes fondos de la nobleza, los institutos masculinos y femeninos, la escuela militar, la educación pública propuesta por la nueva legislación y, por último, la asamblea rural—, era un aristócrata de viejo cuño, que había derrochado una enorme fortuna, hombre bondadoso y honrado a su manera, pero incapaz de entender las exigencias de los nuevos tiempos. En todo tomaba partido por la nobleza, se oponía frontalmente a la difusión de la instrucción pública y atribuía a la asamblea popular, destinada a desempeñar un papel tan importante, carácter de clase. Había que poner en su lugar a un hombre joven, práctico, completamente nuevo, con mentalidad moderna, capaz de extraer de los derechos otorgados a los nobles, no en su condición de tales, sino como miembros de la asamblea rural, todas las ventajas de autogobierno que fueran posibles. En la rica provincia de Kazhin, que siempre había ido a la cabeza en todo, se habían acumulado tantas fuerzas que, si las cosas se llevaban de la manera debida, podía servir de ejemplo no sólo para otras provincias, sino para el conjunto de Rusia. De ahí la enorme relevancia de todo el proceso. Para reemplazar a Snetkov como mariscal de la nobleza se barajaban los nombres de Sviazhski o, mejor aún, de Nevedovski, antiguo catedrático, hombre de inteligencia notable y gran amigo de Serguéi Ivánovich.
El encargado de inaugurar la asamblea fue el gobernador, que pronunció un discurso dirigido a los nobles en el que les conminaba a elegir a sus representantes no por razones de índole personal, sino teniendo en cuenta los méritos y el bien de la patria y en el que expresaba la esperanza de que la ilustre nobleza de Kazhin cumpliera religiosamente con su deber, como había hecho en elecciones anteriores, justificando de ese modo la confianza que el monarca había depositado en ella.
Una vez concluido su discurso, el gobernador abandonó la sala, entre las ruidosas, animadas y, en algunos casos, hasta entusiastas aclamaciones de los nobles, que lo siguieron y lo rodearon mientras se ponía la pelliza y hablaba amistosamente con el mariscal de la nobleza. Levin, que deseaba enterarse de todo y no quería perderse nada, se unió a la muchedumbre y escuchó las palabras del gobernador: «Haga el favor de trasmitirle a Maria Ivánovna las disculpas de mi mujer. Es que tenía que visitar un orfanato». Y a continuación los nobles se pusieron alegremente las pellizas y se dirigieron a la catedral.
Una vez allí, Levin, levantando el brazo como los demás y repitiendo las palabras del arcipreste, prestó los más terribles juramentos, comprometiéndose a no defraudar las esperanzas del gobernador. Las ceremonias religiosas siempre le habían impresionado; por eso, cuando pronunció las palabras: «Beso la cruz», y contempló la multitud de viejos y jóvenes, que repetían la misma fórmula, se sintió conmovido.
El segundo y el tercer día las sesiones se ocuparon de los fondos de la nobleza y de los institutos femeninos, cuestiones que, como le explicó Serguéi Ivánovich, no revestían ninguna importancia; Levin, ocupado con sus asuntos, no asistió. El cuarto día, en torno a la mesa presidencial, se procedió a revisar las cuentas de la provincia. Y fue entonces cuando se produjo el primer encontronazo entre el partido nuevo y el viejo. La comisión encargada de verificar las sumas informó a los asistentes de que todo estaba en orden. El mariscal de la nobleza se puso en pie, agradeció a los nobles la confianza que le manifestaban y hasta vertió unas lágrimas. Los nobles lo aclamaron a voces y le estrecharon la mano. Pero en ese momento un miembro del partido de Serguéi Ivánovich dijo que, según sus noticias, la comisión no había verificado las cuentas, pues lo había considerado ultrajante para el mariscal de la nobleza. Uno de los miembros de la comisión cometió la imprudencia de confirmar esa sospecha. Entonces un señor de baja estatura, de aspecto muy joven y lengua viperina, dijo que probablemente el mariscal de la nobleza estaba deseoso de ofrecer un informe sobre el estado de las cuentas y que la excesiva delicadeza de los miembros de la comisión le habían privado de esa satisfacción moral. Entonces los miembros de la comisión retiraron su informe, y Serguéi Ivánovich pasó a demostrar, por medio de argumentos lógicos, que no había más que dos opciones: reconocer que se había procedido a la revisión de las cuentas o admitir que no se había efectuado comprobación alguna, y se puso a desarrollar en detalle el dilema. A Serguéi Ivánovich le replicó el portavoz del partido contrario. Luego intervino Sviazhski y a continuación el señor de la lengua viperina.
El debate se prolongó un buen rato y no condujo a ningún resultado. Levin estaba sorprendido de que discutieran tanto sobre ese tema, en especial porque, cuando le preguntó a Serguéi Ivánovich si sospechaba una malversación de fondos, éste le respondió:
–¡Oh, no! Es un hombre honrado. Pero había que acabar de una vez con esa manera anticuada y patriarcal, más propia de una familia, que tiene la nobleza de tratar los asuntos.
Al quinto día se procedió a la elección del mariscal de distrito. Fue una jornada bastante tormentosa en algunas comarcas. En la de Seléznevsk, Sviazhski resultó elegido por unanimidad. Ese mismo día ofreció una comida en su casa.
XXVII
Para el sexto día estaban fijadas las elecciones provinciales. Las salas grandes y pequeñas estaban abarrotadas de nobles con uniformes diferentes. Muchos habían venido sólo para esa jornada. Algunos amigos que hacía mucho que no se veían, pues unos vivían en Crimea, otros en San Petersburgo y otros en el extranjero, se encontraron en la sala. Los debates se celebraban en la mesa presidencial, bajo el retrato del emperador.
Los nobles, tanto en las salas grandes como en las pequeñas, se agrupaban en partidos. A partir de la hostilidad y la desconfianza de las miradas, de los silencios que se producían cuando se acercaba un extraño, de las salidas de algunos a un pasillo lejano para cuchichear, resultaba evidente que cada bando tenía sus secretos. Por su aspecto externo los nobles se dividían claramente en dos grupos: los viejos y los jóvenes. Los primeros, en su mayoría, llevaban el anticuado uniforme de la nobleza, abotonado hasta el cuello, con espada y sombrero, o uniformes de la marina, la caballería o la infantería. El uniforme de los viejos nobles estaba confeccionado a la antigua usanza, con hombros ahuecados. Era evidente que les quedaban pequeños, cortos de cintura y estrechos, como si quienes los llevaban hubieran crecido. Los jóvenes iban con uniformes desabrochados, de talle bajo y hombros anchos, con chaleco blanco, o bien uniformes de cuello negro y laureles labrados, emblema del Ministerio de Justicia. Al partido de los jóvenes pertenecían también algunos nobles con uniforme de la corte, que destacaban aquí y allá entre la multitud.