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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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En semejantes reflexiones ocupó el tiempo. Cuando llegó el profesor, no había preparado la lección sobre los complementos adverbiales de tiempo, lugar y modo, de suerte que éste se mostró descontento y disgustado. Su desazón conmovió a Seriozha. Se sentía culpable de no haberse aprendido la lección. Pero, por más que lo había intentado, no había podido hacerlo. Cuando el profesor le explicaba algo, creía comprenderlo, pero, en cuanto se quedaba solo, no se acordaba de nada y le resultaba totalmente incomprensible que unas expresiones tan breves y claras como «de repente» fueran complementos adverbiales de modo. En cualquier caso, lamentaba haber disgustado al profesor y quería congraciarse con él.

Eligió para ello un momento en que el profesor estaba mirando un libro en silencio.

–Mijaíl Ivánich, ¿cuándo es su santo? —preguntó de pronto.

–Más valdría que pensara usted en sus tareas. ¿Qué importancia puede tener el santo para una persona inteligente? Es un día como cualquier otro, en el que es necesario trabajar.

Seriozha miró atentamente a Mijaíl Ivánich, examinó su barbita rala, sus gafas, que habían caído por debajo de la marca roja de la nariz, y se sumió en sus propios pensamientos, de suerte que no escuchó nada de lo que le estaba explicando el profesor. Se daba cuenta de que éste no pensaba en lo que decía, lo advertía en el tono de su voz. «¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo para decirme de la misma forma las cosas más aburridas e innecesarias? ¿Por qué me rechaza? ¿Por qué no me quiere?», se preguntaba con tristeza y no encontraba ninguna respuesta.

 

XXVII

Después de la lección del profesor, llegó el turno de la del padre. Mientras le esperaba, Seriozha, sentado a la mesa, jugaba con un cortaplumas y seguía el curso de sus ideas. Una de sus ocupaciones favoritas era buscar a su madre durante sus paseos. No creía en la muerte en general, y aún menos en la de su madre, a pesar de las afirmaciones de la condesa Lidia Ivánovna y de su padre. Por eso, desde que le dijeron que había muerto, la buscaba cuando salía a pasear. Cualquier mujer de formas llenas, agraciada y de cabellos oscuros le parecía su madre. Cuando veía a una mujer de esas características, un sentimiento de ternura embargaba su alma, se sofocaba y los ojos se le llenaban de lágrimas. Esperaba que se le acercara en cualquier momento y se levantara el velo. Entonces vería su cara, ella le sonreiría, le abrazaría, y él reconocería su perfume, percibiría la suavidad de su mano y se echaría a llorar de felicidad, como una noche en que rodó a sus pies, porque ella le hacía cosquillas, mientras él se reía como loco y le mordía los blancos dedos cargados de sortijas. Más tarde se enteró casualmente, por medio de la niñera, de que su madre no había muerto, de que su padre y Lidia Ivánovna se habían inventado esa historia para tapar sus faltas (en las que Seriozha no podía creer, tan grande era el cariño que le profesaba), y siguió buscándola y esperándola como antes. Ese día, en el Jardín de Verano, había una señora con un velo de color lila, a la que había mirado con el corazón encogido, mientras se acercaba a él por el camino, esperando que fuera ella. Pero, antes de llegar a su altura, la mujer había desaparecido en alguna parte. Ese día Seriozha sentía que su cariño por su madre era más intenso que nunca. Mientras esperaba a su padre, los ojos brillantes, la mirada al frente, olvidado de sí mismo, rayó el borde de la mesa con el cortaplumas.

–¡Ahí viene su papá! —le dijo Vasili Lukich, sacándole de su ensimismamiento.

Seriozha se puso en pie de un salto, se acercó a su padre, le besó la mano y lo miró atentamente, intentando descubrir algún indicio de alegría por haber recibido la orden de Alexander Nevski.

–¿Ha ido bien el paseo? —preguntó Alekséi Aleksándrovich, sentándose en su sillón y acercando el ejemplar del Antiguo Testamento, que abrió por una página concreta. A pesar de que más de una vez le había dicho a su hijo que todo cristiano debe conocer a fondo la historia sagrada, él mismo consultaba a menudo el Antiguo Testamento, como Seriozha había advertido.

–Sí, me he divertido mucho, papá —respondió el niño, sentándose de lado en la silla y balanceándose, algo que estaba prohibido—. He visto a Nádenka —una sobrina de Lidia Ivánovna a la que ésta educaba– y me ha dicho que le han concedido a usted una nueva condecoración. ¿Está contento, papá?

–En primer lugar haz el favor de no balancearte —dijo Alekséi Aleksándrovich—. En segundo, lo que debe uno apreciar es el trabajo, no la recompensa. Me gustaría que comprendieras eso. Si trabajas y estudias con el único objetivo de recibir una recompensa, el esfuerzo te resultará penoso. Pero, si te mueve el amor al trabajo, encontrarás en él tu recompensa. —Mientras Alekséi Aleksándrovich pronunciaba esas palabras, se acordó de que por la mañana, mientras firmaba ciento dieciocho documentos, el sentido del deber había sido su único apoyo a la hora de cumplir con su ingrata tarea.

Ante la mirada de su padre, Seriozha bajó la vista, y sus ojos perdieron ese brillo que les comunicaba la ternura y la alegría. Conocía bien el tono que empleaba su padre cuando le dirigía la palabra y había aprendido ya a adaptarse. Su padre siempre le hablaba —o al menos tal era la impresión de Seriozha– como si se estuviera dirigiendo a un niño imaginario, uno de esos que aparecen en los libros, a los que él no se parecía en nada. Y delante de su padre siempre trataba de fingir que era uno de esos niños de los libros.

–Espero que lo entiendas —prosiguió el padre.

–Sí, papá —replicó Seriozha, desempeñando el papel de ese niño imaginario.

La lección consistía en aprenderse de memoria algunos versículos del Evangelio y en repasar los primeros capítulos del Antiguo Testamento. Seriozha se sabía bastante bien los versículos, pero, mientras los recitaba, se quedó contemplando el hueso frontal de su padre, que se curvaba abruptamente a la altura de las sienes, perdió el hilo y, confundido por la repetición de una misma palabra, pasó el final de un versículo al comienzo de otro. A Alekséi Aleksándrovich le pareció evidente que no entendía lo que estaba diciendo y se enfadó.

Frunció el ceño y empezó a explicarle algo que había repetido cientos de veces, pero que Seriozha jamás conseguía recordar, a pesar de que le parecía muy claro. Era lo mismo que le pasaba cuando le decían que «de repente» era un complemento adverbial de modo. Seriozha miraba a su padre con ojos asustados y sólo pensaba en una cosa: ¿le haría repetir su padre, como sucedía a menudo, lo que acababa de decir? Esta idea le daba tanto miedo que no conseguía entender nada. Pero su padre no le obligó a repetir sus palabras y pasó a la lección del Antiguo Testamento. Seriozha relató bastante bien los hechos, pero cuando tuvo que indicar lo que prefiguraban esos acontecimientos, no supo qué decir, a pesar de que ya le habían castigado por no aprenderse esa lección. Cuando llegó a los patriarcas antediluvianos fue incapaz de decir nada, se quedó en blanco, y se puso a rayar la mesa con el cortaplumas y a balancearse en la silla. No se acordaba de ninguno, sólo de Enoc, que había ascendido vivo al cielo. Antes se sabía los nombres, pero ahora los había olvidado por completo. El caso de Enoc era distinto, porque era su personaje favorito del Antiguo Testamento. Su subida al cielo se relacionaba en su cabeza con una serie de ideas a las que se entregaba en ese momento, mientras miraba fijamente la cadena del reloj de su padre y un botón medio desabrochado de su chaleco.

Seriozha no creía para nada en la muerte, de la que le hablaban tan a menudo. No creía que las personas a quienes quería pudiesen morir, y mucho menos que pudiera morir él mismo. Le parecía algo de todo punto imposible e incomprensible. Sin embargo, no paraban de decirle que todo el mundo tenía que morir. Se lo había preguntado a personas que le inspiraban confianza, y también ellas se lo habían confirmado. Hasta la niñera se lo había dicho, aunque de mala gana. Pero Enoc no había muerto, lo que significaba que no todos morían. «¿Es que no puede cualquiera alcanzar los mismos méritos ante Dios y ser llevado vivo al cielo?», pensaba Seriozha. Los malos, es decir, aquellos a quienes Seriozha no quería, podían morirse, pero los buenos debían ser todos como Enoc.

–Bueno, ¿quienes son los patriarcas?

–Enoc, Enos.

–Ya los has nombrado antes. Mal, Seriozha, muy mal. Si no eres capaz de aprender las cosas más importantes para un cristiano —dijo su padre, levantándose—, ¿qué es lo que va a interesarte? Estoy muy descontento de ti, y también lo está Piotr Ignátevich. —Así se llamaba el preceptor principal—. Tengo que castigarte.

La verdad es que tanto su padre como el preceptor tenían motivos para estar descontentos, porque Seriozha estudiaba muy mal. En cualquier caso, no podía decirse que careciera de aptitudes. Al contrario, era mucho más capaz que los niños que su preceptor le ponía de ejemplo. En opinión del padre, Seriozha no quería aprenderse lo que le enseñaban. Lo cierto es que tal incapacidad se debía a que su alma tenía exigencias no sólo más apremiantes que las que le imponían su padre y el preceptor, sino que además entraban en conflicto con ellas. Por eso luchaba abiertamente con sus educadores.

Tenía nueve años, era todavía un niño, pero conocía su alma, la apreciaba y la protegía, como el párpado el ojo, y no permitía que nadie penetrara en ella sin la llave del afecto. Sus educadores se quejaban de que no quería aprender, pero lo cierto es que su alma estaba sedienta de conocimientos. Aprendía con Kapitónich, con la niñera, con Nádenka, con Vasili Lukich, pero no con sus maestros. El agua con que contaban su padre y el preceptor para mover la rueda se había filtrado hacía mucho tiempo, pero seguía cumpliendo su labor en otro lugar.

Como castigo su padre le impuso la prohibición de ir a casa de Nádenka, la sobrina de Lidia Ivánovna. Pero el castigo acabó volviéndose en su favor. Vasili Lukich estaba de buen humor y le enseñó a hacer molinos de viento. Pasó toda la tarde trabajando y pensando en el modo de construir un molino en el que pudiera girar: se agarraría a las aspas o se ataría a ellas, y daría vueltas. No pensó en su madre en toda la velada, pero, al irse a la cama, su imagen le vino de pronto a la cabeza, y rezó a su manera para que dejara de ocultarse y le hiciera una visita al día siguiente, que era su cumpleaños.

–Vasili Lukich, ¿sabe lo que he pedido esta noche en mis oraciones, además de lo de siempre?

–¿Aprender mejor las lecciones?

–No.

–¿Más juguetes?

–No. No lo adivinará. Es una cosa maravillosa. Pero se trata de un secreto. Si se cumple, se lo diré. ¿No lo adivina?

–No, no lo adivino. Dígamelo —replicó Vasli Lukich con una sonrisa, algo que no sucedía a menudo—. Bueno, métase en la cama. Voy a apagar la vela.

–A oscuras veré mejor lo que he pedido en mis oraciones. ¡Vaya, he estado a punto de descubrirle mi secreto! —dijo Seriozha, riendo alegremente.

Cuando se llevaron la vela, Seriozha oyó a su madre y sintió su presencia. Estaba delante de él y le acariciaba con su afectuosa mirada. De pronto aparecieron los molinos y el cortaplumas, luego todo se confundió en su cabeza y Seriozha se quedó dormido.

 

XXVIII

Al llegar a San Petersburgo, Vronski y Anna se alojaron en uno de los mejores hoteles. Vronski se instaló aparte, en el piso bajo, y Anna, con la niña, la nodriza y la doncella, en el piso de arriba, en un gran departamento de cuatro habitaciones.

El mismo día de su llegada Vronski fue a ver a su hermano. También se encontró con su madre, que había venido de Moscú para ocuparse de sus asuntos. Su madre y su cuñada lo recibieron como de costumbre. Le preguntaron por su viaje al extranjero, hablaron de amigos comunes, pero no mencionaron su relación con Anna. Su hermano, al devolverle la visita al día siguiente, fue el primero en referirse a ella. Vronski le dijo sin tapujos que consideraba su relación con Anna como si de un matrimonio se tratara; que esperaba arreglar el divorcio para regularizar su situación. Hasta que llegara ese momento consideraba a Anna su legítima esposa, y le pidió que se lo transmitiera así a su madre y a Varia.

–Me da igual que la sociedad no tolere mi proceder —dijo Vronski—, pero, si mi familia quiere seguir considerándome uno de los suyos, debe aceptar a mi mujer.

El hermano de Vronski, que siempre había respetado las ideas de Alekséi, prefirió que fuera la sociedad la que decidiera si tenía razón o estaba equivocado. En cuanto a él, no tenía nada en contra, así que fue a ver a Anna en compañía de su hermano.

Como hacía cuando había extraños delante, Vronski habló a Anna de usted y la trató como si fuera una amiga íntima. No obstante, se daba por sentado que el hermano estaba al tanto de su relación, así que pudieron comentar abiertamente que Anna iba a acompañarlo a la hacienda de los Vronski.

A pesar de su conocimiento de la sociedad, Vronski había incurrido en un extraño error, a raíz de la nueva posición en la que se encontraba. Tendría que haber comprendido que el gran mundo estaba cerrado para Anna y para él. Pero, después de una serie de vagas reflexiones, había llegado a la conclusión de que tal actitud era una cosa del pasado; en los tiempos presentes, gracias al fulgurante avance del progreso (sin darse cuenta se había vuelto partidario de cualquier clase de progreso), el punto de vista de la sociedad había cambiado. En suma, aún no estaba claro qué acogida les dispensaría la sociedad. «Naturalmente —se decía– los círculos de la corte no la recibirán, pero los allegados pueden y deben hacerse cargo de la situación.»

Puede uno pasar horas enteras sentado en la misma postura, con las piernas cruzadas, cuando sabe que goza de libertad de movimiento; en caso contrario, tendrá calambres y temblores en las piernas, y buscará la manera de estirarlas hacia algún sitio. Lo mismo sentía Vronski con respecto a la sociedad. Aunque en lo más profundo de su alma sabía que el gran mundo estaba cerrado para ellos, albergaba la esperanza de que hubiera cambiado y los aceptara. No obstante, no tardó en descubrir la verdad: esas puertas podrían abrirse para él, pero nunca para Anna. Como en el juego del gato y el ratón, los brazos que se alzaban cuando pasaba él, se bajaban cuando se acercaba Anna.

Una de las primeras señoras de la sociedad pertersburguesa con quien se encontró Vronski fue su prima Betsy.

–¡Por fin! —exclamó con alegría—, ¿Y Anna? ¡Cuánto me alegro! ¿Dónde os alojáis? Me figuro que, después de ese viaje maravilloso, San Petersburgo os debe de parecer horrible. Puedo imaginarme vuestra luna de miel en Roma. ¿Cómo va el asunto del divorcio? ¿Ya está todo arreglado?

Vronski se dio cuenta de que el entusiasmo de Betsy disminuía al enterarse de que aún no habían obtenido el divorcio.

–Sé que me arrojarán piedras —dijo—, pero iré a ver a Anna. Sí, iré sin falta. ¿Vais a quedaros aquí mucho tiempo?

En efecto, ese mismo día visitó a Anna. Pero su tono era completamente distinto del de antes. No cabía duda de que se enorgullecía de su atrevimiento y deseaba que Anna apreciara esa prueba de amistad. Después de pasar unos diez minutos comentando los últimos chismorreos de la alta sociedad, se levantó para marcharse:

–Todavía no me ha dicho cuándo obtendrá el divorcio. Yo puedo ponerme el mundo por montera, pero mis encopetados amigos le harán el vacío mientras no se case. Ahora eso es muy sencillo. Ça se fait. 94Entonces ¿os vais el viernes? Es una pena que no nos veamos más.

Por el tono de Betsy, Vronski podría haber comprendido la acogida que le esperaba en sociedad. Pero hizo un intento más con su familia. No se hacía muchas ilusiones con su madre. Sabía que se había quedado prendada de Anna cuando la conoció, pero que ahora se mostraba implacable con ella porque había arruinado la carrera de su hijo. Pero en el caso de Varia, la mujer de su hermano, albergaba algunas esperanzas. Creía que no arrojaría la primera piedra, que iría a verla con toda naturalidad, sin la menor vacilación, y que asimismo la recibiría en su casa.

Al día siguiente de su llegada, Vronski la visitó y, al encontrarla sola, le expuso sin ambages su deseo.

–Como bien sabes, Alekséi —dijo Varia, después de escucharle—, te tengo mucho cariño y estoy dispuesta a hacer cuanto esté en mi mano. Si he guardado silencio hasta ahora es porque sabía que no podía serte de ninguna utilidad, como tampoco a Anna Arkádevna —pronunció el nombre con especial cuidado—. Por favor, no vayas a pensar que la censuro. En absoluto. Puede que yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. No puedo ni quiero entrar en detalles —prosiguió, mirando con timidez el rostro sombrío de su cuñado—. Pero hay que llamar a las cosas por su nombre. Quieres que vaya a verla y que la reciba, para rehabilitarla a ojos de la sociedad. Pero debes entender que no puedohacerlo. Mis hijas se están haciendo mayores y la posición de mi marido me obliga a frecuentar la sociedad. Si fuera a ver a Anna Arkádevna, ella entendería que no puedo invitarla a mi casa, al menos que lo dispusiera todo de manera que no se encontrara con personas que tuvieran otra opinión, y eso la ofendería. No puedo levantarla...

–¡No creo que haya caído más bajo que centenares de mujeres a las que recibes! —le interrumpió Vronski, más sombrío aún, y se levantó en silencio, pues había comprendido que la decisión de su cuñada era inquebrantable.

–¡Alekséi! No te enfades conmigo. Haz el favor de comprender que yo no tengo la culpa —dijo Varia, mirándole con una tímida sonrisa.

–No estoy enfadado contigo —replicó Vronski, con la misma expresión de contrariedad—, pero esto me resulta doblemente doloroso. Lamento que nuestra amistad se rompa. O, al menos, si no se rompe, que se debilite. Como comprenderás, no me queda otra salida.

Tras pronunciar estas palabras, Vronski se marchó. Había comprendido que era inútil hacer más pruebas y que debían pasar esos días en San Petersburgo como si estuvieran en una ciudad extraña, evitando cualquier contacto con su antiguo círculo de amistades para no exponerse a escenas desagradables y ofensivas que tan dolorosas le resultaban. Una de las cosas que más le disgustaban era ver a Alekséi Aleksándrovich a cada paso, oír su nombre en todas partes. Era imposible iniciar una conversación sin que acabara girando en torno a este hombre. No había manera de ir a ningún sitio sin encontrárselo. Al menos así se lo parecía a Vronski, de la misma manera que quien tiene un dedo dolorido se figura que recibe en él todos los golpes, como a propósito.

La estancia en San Petersburgo se le hizo aún más penosa porque observaba en Anna un estado de ánimo nuevo e incomprensible para él. Tan pronto parecía enamorada como se mostraba fría, irritada e impenetrable. Algo la atormentaba, pero no se lo confesaba, y daba la impresión de que no reparaba en las ofensas que envenenaban la vida de Vronski, que deberían haber sido aún más dolorosas para ella, dada su aguda sensibilidad.

 

XXIX

Para Anna, uno de los objetivos del viaje a Rusia era ver a su hijo. Desde el día en que partió de Italia, la idea no había dejado de agitarla. Y, cuanto más se acercaba a San Petersburgo, mayor era su alegría y mayor importancia concedía a la entrevista. No se había preguntado cómo lo organizaría todo. Le parecía natural y sencillo ver a su hijo cuando estaba en la misma ciudad que él. Pero, una vez en San Petersburgo, cobró conciencia de cuál era su situación en la sociedad y comprendió que no iba a ser tan fácil arreglar las cosas.

Llevaba ya dos días en la ciudad. El recuerdo de su hijo no le abandonaba ni un instante. Le parecía que no tenía derecho a presentarse sin más en la casa, donde podía encontrarse con Alekséi Aleksándrovich. Cabía la posibilidad de que no la dejaran entrar y la ofendieran. Y la simple idea de escribir y ponerse en contacto con su marido se le antojaba insoportable: sólo podía conservar la tranquilidad mientras no pensara en él. Averiguar dónde iba su hijo de paseo y a qué horas y arreglárselas para contemplarlo de lejos no le bastaba. ¡Se había preparado tanto para ese encuentro, tenía tantas cosas que decirle! ¡Y cuánto deseaba besarlo y abrazarlo! La vieja niñera de Seriozha podía ayudarla, indicarle los pasos a seguir. Pero ya no vivía en la casa. Así pasó dos días, sumida en esas dudas, haciendo averiguaciones para encontrar a la niñera.

Al tercer día, cuando se enteró de la estrecha relación de Alekséi Aleksándrovich con la condesa Lidia Ivánovna, decidió escribirle una carta, a costa de grandes esfuerzos, en la que le decía deliberadamente que la decisión de permitirle ver a su hijo dependía de la generosidad de su marido. Sabía que, si la carta llegaba a su marido, lograría su objetivo: una vez adoptado el papel de hombre magnánimo, no lo abandonaría.

El mozo que llevó la carta le trajo la respuesta más cruel e inesperada: no había contestación. Nunca se había sentido más humillada que cuando, después de llamar al mozo, escuchó un relato detallado de cómo le habían hecho esperar y luego le habían dicho que no había respuesta. Anna se sintió humillada y ofendida, pero reconoció que, desde su punto de vista, la condesa Lidia Ivánovna tenía razón. Su pena era aún más grande porque debía soportarla sola. No podía ni quería compartirla con Vronski. Sabía que para él, a pesar de que era la principal causa de su desgracia, la entrevista con su hijo carecía de la menor importancia. Sabía que jamás sería capaz de comprender la hondura de su sufrimiento y que lo aborrecería por el tono frío que emplearía al hablar de la cuestión. Y eso era lo que más temía en el mundo. Por ello le ocultaba todo lo que tenía que ver con su hijo.

Pasó todo el día en su habitación, meditando en el modo de arreglar una entrevista con su hijo, y al final acabó decantándose por escribir a su marido. Ya estaba redactando la carta cuando le trajeron la respuesta de Lidia Ivánovna. Había aceptado resignada el silencio de la condesa, pero esa nota, con todo lo que se sobrentendía entre líneas, la sublevó muchísimo. Tan cruel le pareció la malevolencia de la condesa, en comparación con su apasionado y legítimo amor de madre, que se indignó con los demás y dejó de acusarse a sí misma.

«¡Qué frialdad! ¡Qué hipocresía! —se decía—. ¡Sólo quieren ofenderme y atormentar al niño! Pero ¡no lo voy a permitir! ¡Qué se han creído! Ella es peor que yo. Al menos yo no finjo.» Y decidió que al día siguiente, el cumpleaños de Seriozha, iría sin avisar a casa de su marido, sobornaría o engañaría a los criados, vería a su hijo costara lo que costase y acabaría de una vez con las horribles mentiras que le habían contado.

Fue a una tienda de juguetes, compró un montón de regalos y trazó un plan de acción. Iría por la mañana temprano, a las ocho, pues a esa hora Alekséi Aleksándrovich seguramente no se habría levantado. Llevaría dinero en la mano para el portero y el criado, para que la dejaran pasar; sin levantarse el velo les diría que iba de parte del padrino de Seriozha para felicitarle por su cumpleaños y que le habían encargado que pusiese los juguetes al lado de la cama del niño. No había preparado las palabras que le dirigiría a su hijo. Por más que lo pensaba, no se le ocurría nada.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, se apeó de un coche de alquiler, se acercó a la enorme entrada de su antigua casa y llamó al timbre.

–Vete a ver qué quiere. Es una señora —dijo Kapitónich, aún sin vestir, con los chanclos y el abrigo, asomándose a la ventana y distinguiendo al lado de la puerta la figura de una mujer, cubierta con un velo.

En cuanto el ayudante del portero, un muchacho desconocido para Anna, abrió la puerta, ésta se coló dentro, sacó del manguito un billete de tres rublos y se lo puso apresuradamente en la mano.

–Seriozha... Serguéi Alekséievich —dijo, y siguió adelante.

Después de echar un vistazo al billete, el ayudante la detuvo en el umbral de la puerta acristalada.

–¿A quién quiere ver? —preguntó.

Anna no escuchó sus palabras y no le respondió.

Al notar la turbación de la desconocida, Kapitónich en persona salió a su encuentro, la dejó pasar y le preguntó qué deseaba.

–Vengo a ver a Serguéi Alekséievich de parte del príncipe Skorodúmov —dijo.

–Todavía no se ha levantado —repuso el portero, mirándola con atención.

Anna no había esperado que el vestíbulo de la casa en la que había vivido nueve años, cuyo aspecto no había cambiado lo más mínimo, pudiera causarle una impresión tan fuerte. Los recuerdos, unos alegres, otros tristes, se sucedían en cascada, y por un instante se olvidó de la razón por la que se encontraba allí.

–¿Quiere esperar? —le preguntó Kapitónich, ayudándola a quitarse el abrigo de piel.

A continuación la miró a la cara, la reconoció y, sin decir palabra, le hizo una profunda reverencia.

–Haga el favor de pasar, excelencia —añadió.

Anna intentó decir algo, pero le falló la voz. Después de dirigir al anciano una mirada culpable y suplicante, subió las escaleras con pasos rápidos y ligeros. Kapitónich, doblado en dos y tropezando con sus chanclos a cada paso, corrió tras ella, tratando de alcanzarla.

–Puede que el preceptor no esté vestido. Iré a avisarle.

Anna seguía subiendo por esa escalera tan conocida, sin entender lo que le decía el anciano.

–Por ahí, a la izquierda, haga el favor. Perdone este desorden. Ahora tiene su habitación en el antiguo saloncito —decía el portero, sin aliento—. Espere un momento, excelencia, se lo ruego —añadió, al tiempo que entreabría una puerta alta y desaparecía al otro lado. Anna se detuvo y se quedó esperando—. Acaba de despertarse —dijo el portero, saliendo.

En el momento en que el portero pronunciaba esas palabras, Anna oyó un bostezo, y ese sonido le bastó para reconocerlo y para representárselo como si lo tuviese allí delante.

–¡Déjeme, déjeme! ¡Váyase! —exclamó, precipitándose en la habitación.

A la derecha de la puerta, sentado en la cama, un niño, vestido sólo con una camisa desabrochada, el cuerpo inclinado hacia delante, se estiraba y bostezaba.

–¡Seriozha! —susurró Anna, acercándose sin hacer ruido.

Durante la separación, en esos arrebatos de amor maternal de los últimos tiempos, se lo había imaginado como un niño de cuatro años, pues nunca su cariño había sido tan intenso como cuando tenía esa edad. Ahora no se parecía siquiera al niño que había dejado. Guardaba menos semejanzas aún con un niño de cuatro años, había crecido y adelgazado. ¿Qué le había pasado? ¡Qué chupada tenía la cara! ¡Qué cortos los cabellos! ¡Qué largas las manos! ¡Cómo había cambiado desde la última vez que lo vio! Pero era él, la forma de la cabeza era la misma, y también los labios, el delicado cuello, los anchos hombros.

–¡Seriozha! —le dijo Anna, al oído.

El niño, con el cabello enmarañado, volvió a incorporarse, apoyándose en los codos, movió la cabeza a uno y otro lado, como buscando algo, y abrió los ojos. Durante unos segundos miró en silencio, con aire inquisitivo, a su madre, que estaba inmóvil delante de él. Luego sonrió beatíficamente, cerró de nuevo los ojos adormilados y se inclinó, pero no hacia atrás, sino hacia los brazos de ella.

–¡Seriozha! ¡Mi niño querido! —exclamó Anna, casi sin aliento, rodeando con sus brazos ese cuerpo gordezuelo.

–¡Mamá! —dijo el niño, moviéndose entre las manos de su madre, para que le tocara por todas las partes del cuerpo.

Sonriendo medio dormido, los ojos siempre cerrados, apoyó sus rollizas manitas en la cabecera de la cama, luego apretó la espalda de su madre, envolviéndola en ese agradable olor y esa tibieza que sólo tienen los niños dormidos, y empezó a frotarse la cara contra el cuello y los hombros de ésta.

–Lo sabía —dijo, abriendo los ojos—. Hoy es mi cumpleaños. Sabía que vendrías. Voy a levantarme ahora mismo.

Y, mientras pronunciaba esas palabras, volvió a quedarse adormilado.

Anna lo contemplaba con avidez. Veía cuánto había crecido y cambiado en su ausencia. Reconocía sólo a medias sus piernas desnudas, tan largas ahora, que asomaban por debajo de la manta; reconocía sus mejillas enflaquecidas, los ricitos sobre la nuca, que tan a menudo solía besar. Y lo acariciaba sin poder pronunciar palabra, ahogada por los sollozos.

–¿Por qué lloras, mamá? —preguntó Seriozha, despierto ya del todo—. Mamá, ¿por qué lloras? —gritó con voz quejumbrosa.

–Ya no voy a llorar más... Lloro de alegría. Hacía mucho que no te veía. No voy a llorar más, no voy a llorar más —dijo, tragándose las lágrimas y dándose la vuelta—. Bueno, ahora vístete —añadió, recobrando la serenidad, tras una breve pausa, y, sin soltarle las manos, se sentó al lado de la cama, en una silla en la que el niño tenía preparada ya la ropa—, ¿Cómo te las has arreglado para vestirte cuando no estaba yo? ¿Cómo...? —Intentó hablar con sencillez y alegría, pero no fue capaz y de nuevo se dio la vuelta.

–No me lavo con agua fría. Papá me ha dicho que no lo haga. ¿No has visto a Vasili Lukich? Vendrá en seguida. ¡Te has sentado en mi traje!

Y Seriozha se rio a carcajadas.

Anna lo miró y sonrió.

–¡Mamá! ¡Mamaíta querida! —gritó, abalanzándose otra vez sobre ella y abrazándola. Era como si sólo al verla sonreír hubiera comprendido plenamente lo que estaba pasando—. ¿Para qué llevas esto? —preguntó, quitándole el sombrero. Y, al verla con la cabeza descubierta, se arrojó otra vez en sus brazos para besarla.

–¿Qué te creías? ¿Que había muerto?

–Nunca lo he creído.

–¿No lo has creído, cariño?

–¡Sabía que no era verdad! ¡Lo sabía! —exclamó el niño, repitiendo su frase favorita, y, cogiendo la mano que acariciaba sus cabellos, apretó la palma contra su boca y la cubrió de besos.

 

XXX

Entre tanto, Vasili Lukich, que en un principio no había entendido quién era esa señora, acabó cayendo en la cuenta, gracias a la conversación, de que se trataba de la madre de Seriozha, esa mujer que había abandonado a su marido y a la que no conocía, pues, cuando él empezó a trabajar en la casa, ella ya se había marchado. No sabía si entrar o ir a avisar a Alekséi Aleksándrovich. Considerando, por último, que su obligación era despertar a Seriozha a una hora determinada, independientemente de que en la habitación se encontrara su madre o cualquier otra persona, pues el deber estaba por encima de esas cosas, se vistió, se acercó a la puerta y la abrió.


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