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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Las ciencias naturales tienen no menos importancia pedagógica y formativa —apuntó Pestsov—. Ahí tiene usted la astronomía, la botánica o la zoología, con sus sistemas de leyes generales.

–No estoy de acuerdo —replicó Alekséi Aleksándrovich—. Me parece justo reconocer que el mismo proceso de estudiar las formas de las lenguas contribuye en gran medida al desarrollo espiritual. Además, no puede negarse que la influencia de los escritores clásicos es ante todo moral, mientras que, por desgracia, el estudio de las ciencias naturales va unido a unas doctrinas nocivas y falsas que constituyen la plaga de nuestra época.

Serguéi Ivánovich se disponía a intervenir, pero Pestsov le interrumpió. Con su voz de bajo profundo y una notable vehemencia se puso a explicar por qué tal apreciación le parecía equivocada. Serguéi Ivánovich esperó pacientemente su turno, convencido de que había encontrado un argumento irrebatible.

–Pero —dijo con una sonrisa sutil, dirigiéndose a Karenin– convendrá usted conmigo en que resulta difícil apreciar en su justa medida las virtudes y los inconvenientes de ambas ramas del saber y que la cuestión de cuál es preferible no se habría resuelto de modo tan rápido y definitivo si la educación clásica no hubiera contado con la ventaja a la que usted acaba de referirse: su influencia moral, disons le mot, 73o antinihilista.

–No cabe duda.

–De no haber sido porque la enseñanza clásica cuenta con la ventaja de la influencia antinihilista, nos lo habríamos pensado un poco más, habríamos sopesado los argumentos de ambas partes —prosiguió Serguéi Ivánovich con una delicada sonrisa—, habríamos dado libre curso a una y otra tendencia. Pero ahora sabemos que esas píldoras de educación clásica constituyen un antídoto contra el nihilismo y se las recetamos sin vacilar a nuestros enfermos... ¿Qué pasaría si no tuvieran esa propiedad curativa? —concluyó, con otra pizca de sal ática.

Todos se rieron de las píldoras de Serguéi Ivánovich, pero a quien mis gracia le hizo el comentario fue a Turovtsin, que estalló en carcajadas alegres y ruidosas, muy satisfecho de ese nuevo giro de la conversación, que llevaba esperando desde el principio.

Stepán Arkádevich no se había equivocado al invitar a Pestsov. En su presencia una conversación seria no decaía en ningún momento. En cuanto Serguéi Ivánovich dio por finalizada su intervención con esa broma, Pestsov sacó a colación un tema nuevo.

–Ni siquiera podemos suponer que el gobierno persiga ese objetivo —dijo—. Como es natural, al gobierno sólo le guían consideraciones de orden general y no se preocupa de la influencia que puedan tener las medidas adoptadas. Por ejemplo, la cuestión de la educación femenina debería considerarse perniciosa, pero el gobierno abre escuelas y universidades para mujeres.

Y al punto la conversación pasó a ocuparse del tema de la educación femenina.

Alekséi Aleksándrovich expresó el parecer de que la educación femenina solía confundirse con la cuestión de la libertad de la mujer, y que sólo por eso podía considerarse perjudicial.

–Pues yo soy de la opinión de que esos dos problemas están íntimamente unidos —objetó Pestsov—. Es un círculo vicioso. La mujer está privada de derechos porque carece de educación, y su falta de educación proviene de que está privada de derechos. No debemos olvidar que el sometimiento de la mujer es tan abrumador como antiguo. Pof eso, a menudo perdemos de vista el abismo que nos separa de ellas.

–Ha hablado usted de derechos —dijo Serguéi Ivánovich, que había estado esperando a que Pestsov se callara—. Derecho a desempeñar las funciones de jurado, de vocal, de presidente de tribunal, de funcionario, de parlamentario...

–Desde luego.

–Pero, en caso de que las mujeres pudieran ocupar excepcionalmente esos cargos, creo que sería más correcto hablar de deberes, no de derechos. Cualquiera convendrá conmigo en que, al desempeñar las funciones de jurado, vocal o telegrafista, sentimos que estamos cumpliendo con una obligación. Por eso sería más justo decir que las mujeres están buscando deberes, algo que me parece completamente legítimo. Es imposible no simpatizar con esa aspiración suya de participar en las tareas comunes de los hombres.

–Tiene usted toda la razón —afirmó Alekséi Aleksándrovich—. La cuestión, supongo, consiste en determinar hasta qué punto están capacitadas para cumplir con esas obligaciones.

–Seguramente serán muy capaces —intervino Stepán Arkádevich– cuando la instrucción sea más generalizada. Como vemos...

–¿Y el proverbio? —preguntó el príncipe, que llevaba ya un buen rato escuchando la conversación, con sus ojillos brillantes y burlones—. Puedo decirlo delante de mis hijas: «Cabellos largos y...».

–¡Lo mismo se pensaba de los negros antes de la emancipación! —replicó con enfado Pestsov.

–Lo único que me parece raro es que las mujeres busquen nuevas obligaciones —dijo Serguéi Ivánovich– cuando vemos que los hombres, por desgracia, procuran eludirlas.

–Las obligaciones llevan aparejadas derechos. Poder, dinero y honores: eso es lo que buscan las mujeres —dijo Pestsov.

–Sería como si yo reclamara el derecho a ser nodriza y me ofendiera porque me lo negaran, mientras a las mujeres les pagan por ello —dijo el viejo príncipe.

Turovtsin estalló en una estruendosa carcajada, y Serguéi Ivánovich lamentó no haber hecho él ese comentario. Hasta Alekséi Aleksándrovich sonrió.

–Sí, pero un hombre no puede amamantar —dijo Pestsov—, mientras que una mujer...

–Pues un inglés amamantó a su hijo a bordo de un barco —replicó el viejo príncipe, permitiéndose ese tono desenfadado delante de sus hijas.

–Habrá tantas mujeres funcionarias como ingleses de ese tipo —dijo esta vez Serguéi Ivánovich.

–Sí, pero ¿qué puede hacer una muchacha que no tiene familia? —intervino Stepán Arkádevich, acordándose de Chíbisova, a la que tenía siempre presente, simpatizando con Pestsov y respaldando su opinión.

–Si analizara a fondo la historia de esas muchachas, descubriría que son ellas quienes abandonan su propio hogar o el de su hermana, donde podrían haberse ocupado de alguna actividad propia de su sexo —dijo inopinadamente y con aire irritado Daria Aleksándrovna, adivinando, sin duda, en qué clase de muchachas estaba pensando su marido.

–Pero ¡nosotros defendemos un principio, un ideal! —exclamó Pestsov con su sonora voz de bajo—. Las mujeres aspiran a la educación, quieren tener derecho a ser independientes. Les oprime y les agobia la conciencia de que es imposible conseguirlo.

–Y a mí me oprime y me agobia que no me contraten como nodriza en un hospicio —insistió el viejo príncipe, para gran regocijo de Turovtsin, a quien se le cayó la gruesa punta de un espárrago en la salsa, presa de un ataque de risa.

 

XI

Todos tomaron parte en la conversación general, excepto Kitty y Levin. Al principio, cuando se habló de la influencia que un pueblo puede ejercer en otro, Levin repasó involuntariamente las ideas que tenía al respecto; pero estas consideraciones, que antes le parecían tan importantes, pasaban ahora por su cabeza como en sueños, sin despertar en él el menor interés. Hasta le parecía extraño que los demás se empeñaran en hablar de una cuestión tan irrelevante. En cuanto a Kitty, habría podido pensarse que le interesaba lo que se estaba diciendo sobre los derechos y los deberes de las mujeres. ¡Cuántas veces había pensado en ese tema, al acordarse de Várenka, su amiga del extranjero, y en su penosa falta de independencia! ¡Cuántas veces había pesando en sí misma, en lo que sería de ella si no se casaba! ¡Cuántas veces había discutido con su hermana! Pero ahora esa cuestión no le interesaba lo más mínimo. Levin y ella habían entablado su propia conversación, o, mejor dicho, una suerte de comunicación misteriosa que cada minuto que pasaba los unía más, despertando en ambos un sentimiento de alegre temor ante el territorio desconocido en el que se estaban internando.

Cuando Kitty le preguntó cómo había podido verla el año anterior, Levin le contó que estaba regresando por el camino real, después de la siega, cuando se cruzó con la calesa.

–Fue a primera hora de la mañana. Probablemente, acababa usted de despertarse. Su mamandormía en un rincón. Era una mañana maravillosa. Me pregunté quién iría en ese carruaje. Pasaron cuatro caballos magníficos, con un tintineo de cascabeles, y de pronto la vi a usted por la ventanilla: estaba sentada así, sujetándose con ambas manos las cintas de la cofia, y parecía sumida en profunda meditación —dijo Levin, sonriendo—. ¡Cuánto me gustaría saber en qué estaba pensando usted en esos momentos! ¿Era algo importante?

«¿No iría despeinada?», pensó Kitty. Pero, al ver la sonrisa entusiasta que el recuerdo de esos detalles despertaba en la memoria de Levin, comprendió que le había causado una impresión inmejorable. Se ruborizó y se rio alegremente.

–La verdad es que no me acuerdo.

–¡Con qué ganas se ríe Turovtsin! —exclamó Levin, contemplando sus ojos húmedos y su cuerpo tembloroso.

–¿Hace mucho que lo conoce? —preguntó Kitty.

–¿Y quién no lo conoce?

–Por lo visto, no tiene usted muy buena opinión de él.

–No es eso, pero me parece un tipo insignificante.

–¡Nada de eso! ¡No piense usted así! —exclamó Kitty—. Yo tampoco lo tenía en alta estima, pero puedo asegurarle que es un hombre encantador y extraordinariamente bondadoso. Tiene un corazón de oro.

–¿Y cómo lo sabe usted?

–Porque somos muy buenos amigos. Lo conozco a fondo. El invierno pasado, poco después de que... nos visitara usted —dijo con una sonrisa culpable y al mismo tiempo confiada—, todos los hijos de Dolly cogieron la escarlatina, y Turovtsin vino un día de visita. Pues figúrese usted —añadió en un susurro—, le dio tanta pena que se quedó y la ayudó a cuidar de los pequeños. Sí, pasó tres semanas en su casa, cuidando de ellos como una enfermera. Le estoy contado a Konstantín Dmítrich cómo se portó Turovtsin cuando tuviste a los niños con escarlatina —añadió, inclinándose hacia su hermana.

–¡Sí, fue admirable! ¡Es un hombre encantador! —dijo Dolly, mirando a Turovtsin, que se dio cuenta de que estaban hablando de él, y sonriéndole con dulzura. Levin volvió a mirarlo y se sorprendió de no haberlo apreciado en su justo valor.

–¡Lo siento, lo siento! ¡Jamás volveré a pensar mal de nadie! —exclamó Levin con alegría, expresando con sinceridad lo que sentía en esos momentos.

 

XII

En la discusión que habían entablado sobre los derechos de la mujer había cuestiones relacionadas con la desigualdad de derechos en el matrimonio que resultaba delicado tratar en presencia de señoras. Durante la comida Pestsov había aludido en varias ocasiones a esos aspectos, pero Serguéi Ivánovich y Stepán Arkádevich habían desviado con tacto la conversación.

Cuando se levantaron de la mesa y las señoras salieron, Pestsov, en lugar de seguirlas, se volvió a Alekséi Aleksándrovich y empezó a exponerle la causa principal de esa desigualdad entre los cónyuges, debida, en su opinión, a que las infidelidades de la mujer y del marido se castigaban de manera distinta, tanto por la ley como por la opinión pública.

Stepán Arkádevich se acercó apresuradamente a Alekséi Aleksándrovich y le ofreció un cigarro.

–No, no fumo —respondió éste con tranquilidad, y, como si quisiese demostrar que no le asustaba la conversación, se dirigió a Pestsov con una fría sonrisa—. Supongo que el fundamento de semejante opinión descansa en la naturaleza misma de las cosas. —Y se dispuso a pasar al salón, pero en ese momento Turovtsin se mezcló de manera inopinada en la conversación.

–¿Le han contado a usted lo que le ha sucedido a Priáchnikov? —preguntó, animado por el champán que había bebido y deseoso de romper el silencio que le oprimía desde hacía un buen rato—. Hoy mismo me he enterado de que Vasia Priáchnikov —añadió, esbozando una bondadosa sonrisa con sus labios húmedos y rojos, dirigiéndose principalmente a Alekséi Aleksándrovich, el invitado más importante– se ha batido en duelo en Tver con Kvitski y lo ha matado.

De la misma manera que todos los golpes parecen ir a parar al sitio lastimado, Stepán Arkádevich se daba cuenta de que, por desgracia, la conversación de ese día no dejaba de castigar el punto que más le dolía a Alekséi Aleksándrovich. De nuevo intentó llevarse a su cuñado, pero el propio Karenin preguntó con curiosidad:

–¿Por qué se ha batido Priáchnikov?

–Por su mujer. ¡Se ha portado como un valiente! ¡Lo desafió y lo mató!

–¡Ah! —exclamó con indiferencia Alekséi Aleksándrovich, enarcando las cejas, y pasó al salón.

–¡Cuánto me alegro de que haya venido usted! —le dijo Dolly con una sonrisa temerosa, al encontrarse con él en la habitación contigua—. Necesito hablarle. Sentémonos aquí.

Alekséi Aleksándrovich, con esa expresión de indiferencia que le daban sus cejas enarcadas, se sentó al lado de Daria Aleksándrovna y sonrió con escasa naturalidad.

–Con mucho gusto —dijo—, porque quería presentarle mis excusas y despedirme de usted. Me marcho mañana.

Plenamente convencida de la inocencia de Anna, Daria Aleksándrovna hervía de indignación contra ese hombre frío e insensible que con tanta tranquilidad se aprestaba a labrar la ruina de su pobre amiga. Tan grande era su rabia que sus labios temblaban y se le mudaba el color de la cara.

–Alekséi Aleksándrovich —dijo mirándole a los ojos, después de hacer acopio de todas sus fuerzas—. Le he preguntado por Anna y usted no me ha respondido. ¿Cómo está?

–Creo que está bien, Daria Aleksándrovna —respondió Alekséi Aleksándrovich, sin mirarla.

–Perdóneme, Alekséi Aleksándrovich, no tengo derecho... pero quiero y respeto a Anna como a una hermana. Le ruego, le suplico que me diga lo que ha pasado entre ustedes. ¿De qué la acusa?

Alekséi Aleksándrovich frunció el ceño y, cerrando casi los ojos, inclinó la cabeza.

–Supongo que su marido le habrá comunicado las razones por las que considero necesario cambiar mis anteriores relaciones con Anna Arkádevna —dijo, evitando mirarla, y contempló con enfado a Scherbatski, que en esos momentos atravesaba el salón.

–¡No lo creo! ¡No lo creo! ¡No puedo creerlo! —exclamó Dolly con gesto enérgico, retorciéndose las huesudas manos. Se levantó bruscamente y puso su mano en la manga de Alekséi Aleksándrovich—. Aquí no podemos hablar sin que nos molesten. Venga, por favor.

La agitación de Daria Aleksándrovna se traspasó a Alekséi Aleksándrovich. Se levantó y la siguió sin rechistar al cuarto de estudio de los niños. Se sentaron ante una mesa cubierta con un hule rasgado por los cortaplumas.

–¡No lo creo, no lo creo! —repitió Dolly, tratando de captar la mirada de Karenin, que evitaba la suya.

–Es imposible negar los hechos, Daria Aleksándrovna —dijo, acentuando la última palabra.

–Pero ¿qué es lo que ha hecho? ¿Qué? ¿Qué? —preguntó Daria Aleksándrovna—. Dígame qué es lo que ha hecho.

–Ha olvidado sus deberes y ha traicionado a su marido. Eso es lo que ha hecho.

–¡No, no! ¡No puede ser! ¡No, por el amor de Dios, se equivoca usted! —dijo Dolly, llevándose las manos a las sienes y cerrando los ojos.

Alekséi Aleksándrovich sonrió fríamente sólo con los labios, deseando demostrarle a Dolly, y también a sí mismo, la firmeza de su convicción. Pero esa encendida defensa, aunque no le había hecho vacilar, hurgó de nuevo en su herida. Se puso a hablar muy alterado.

–No cabe equivocación cuando la propia mujer le anuncia al marido que ocho años de matrimonio y un hijo no han sido más que un error y que quiere empezar una nueva vida —dijo con irritación, resoplando.

–Anna y el vicio juntos. No puedo creerlo.

–¡Daria Aleksándrovna! —exclamó Karenin, clavando la mirada, ahora sí, en el bondadoso y agitado rostro de Dolly y sintiendo que se le soltaba la lengua—. No sabe usted lo que daría por poder seguir albergando dudas. Cuando dudaba, mi situación era penosa, pero no tanto como ahora. Cuando dudaba, aún me quedaba alguna esperanza; ahora ya no me queda ninguna, y, sin embargo, sigo dudando de todo. Sí, de todo. Odio a mi hijo y a veces no puedo creer que sea mío. Soy muy desgraciado.

Ese último comentario sobraba. Nada más verlo, Daria Aleksándrovna lo leyó en su cara. Sintió pena de él, y la fe que tenía en la inocencia de su amiga empezó a tambalearse.

–¡Ah! ¡Es horrible, horrible! Pero ¿es posible que se haya decidido usted a solicitar el divorcio?

–Sí, ya sé que es una medida extrema, pero no puedo hacer otra cosa.

–Otra cosa, otra cosa... —murmuraba Dolly con lágrimas en los ojos—. ¡No! ¡Alguna otra solución habrá!

–Lo más terrible en esta clase de desdichas es que no se puede llevar la cruz como en cualquier otro infortunio, una pérdida, una muerte —dijo Karenin, como si hubiera adivinado el pensamiento de Dolly—. Hay que acabar con esa situación humillante en la que le han puesto a uno. Tres personas no pueden vivir juntas.

–Lo entiendo, lo entiendo —dijo Dolly, agachando la cabeza. Guardó silencio y se puso a pensar en su situación, en su propio drama familiar. De pronto levantó la cabeza enérgicamente y unió las manos en gesto de súplica—. ¡Espere un momento! Usted es cristiano. ¡Piense en ella! ¿Qué es lo que la espera si la abandona usted?

–He pensado mucho, Daria Aleksándrovna —dijo Alekséi Aleksándrovich. Su rostro se cubrió de manchas rojas y sus turbios ojos se clavaron en ella. Ahora Daria Aleksándrovna se compadecía de él con toda su alma—. Fue lo que hice cuando ella misma me comunicó mi deshonra. Dejé las cosas como estaban. Le ofrecí la posibilidad de corregirse, intenté salvarla. ¿Y qué sucedió? Pues que ni siquiera respetó una pequeña exigencia: guardar las apariencias —añadió, acalorándose—. Se puede salvar a alguien que no quiere perderse. Pero, cuando la naturaleza está tan corrompida y pervertida que busca la salvación en su misma perdición, ¿qué puede hacerse?

–¡Todo menos el divorcio! —respondió Daria Aleksándrovna.

–¿A qué se refiere con ese todo?

–¡Ah, es horrible! ¡No será la mujer de nadie! ¡Estará perdida!

–¿Y qué puedo hacer yo? —replicó Alekséi Aleksándrovich, encogiéndose de hombros y arqueando las cejas. El recuerdo de la última falta de su mujer, que tanto le vejaba, le hizo recobrar la frialdad de que había hecho gala al inicio de la conversación—. Le agradezco mucho su interés, pero ahora tengo que irme —dijo, poniéndose en pie.

–¡No, espere! No debe usted arruinar la vida de su mujer. Espere, quiero contarle algo que me concierne. También a mí me ha engañado mi marido. Llena de ira y de celos, quise abandonarlo todo, hasta estuve a punto de... Pero al final recobré la cordura. ¿Y sabe usted quién me salvó? Pues Anna. Como ve, sigo viviendo. Mis hijos crecen, mi marido ha regresado al seno del hogar, ha reconocido su falta, se ha vuelto más noble y considerado. Y yo sigo viviendo... ¡He perdonado y también usted debe perdonar!

Alekséi Aleksándrovich la escuchó, pero sus palabras no le causaron el menor efecto. En su alma volvió a agitarse la ira que había sentido el día en que decidió solicitar el divorcio. Se estremeció y dijo en voz alta y chillona:

–Ni puedo ni quiero perdonar. Lo considero injusto. He hecho cuanto he podido por esa mujer y ella lo ha arrastrado todo por el fango, en el que parece encontrarse tan a gusto. No soy un hombre malo, nunca he odiado a nadie, pero a ella la odio con toda mi alma y no puedo perdonarla: ¡la odio demasiado por todo el daño que me ha hecho! —concluyó, ahogado por lágrimas de rabia.

–Amad a los que os odian... —murmuró Daria Aleksándrovna avergonzada.

Alekséi Aleksándrovich sonrió con desprecio. Conocía muy bien esas palabras, pero no podían aplicarse a su caso.

–Se puede amar a los que nos odian, pero no a quienes odiamos. Perdone que la haya molestado. ¡Cada cual tiene suficiente con su pena! —Y, habiendo recobrado el control de sí mismo, se despidió con la mayor tranquilidad y se fue.

 

XIII

Cuando se levantaron de la mesa, Levin quiso seguir a Kitty al salón, pero temía que un cortejo tan evidente la disgustara. Por tanto, se quedó con los hombres y tomó parte en la conversación general. Aunque no miraba a Kitty, sentía sus movimientos y sus miradas, y sabía en qué lugar del salón se encontraba.

Sin el menor esfuerzo empezó a cumplir la promesa que le había hecho de pensar siempre bien del prójimo y amar a todo el mundo. La conversación pasó a ocuparse de las comunas rurales, en las que Pestsov veía algo así como un principio especial al que daba el nombre de «principio coral». Levin no estaba de acuerdo ni con Pestsov ni con su hermano que, con esa manera tan suya de razonar, tan pronto reconocía como rechazaba el significado de esa institución rusa. Pero, cuando les dirigía la palabra, sólo trataba de reconciliarlos y limar sus diferencias. No le interesaba lo más mínimo lo que les decía y mucho menos lo que decían ellos; lo único que deseaba era que todos estuvieran alegres y contentos. Ahora sabía que sólo había una persona en el mundo que le importara. Y esa persona, que al principio estaba en el salón, se había acercado y se había detenido en el umbral. Sintió que le sonreía y que le miraba fijamente, y no pudo por menor de volverse. Estaba delante de la puerta, en compañía de Scherbatski, y no aparataba los ojos de él.

–Pensaba que se iba a sentar usted al piano —dijo, acercándose a ella—. Eso es lo que me falta en el campo: música.

–No, sólo veníamos a buscarle a usted —repuso Kitty, recompensándolo con una sonrisa—, y a darle las gracias por haber venido. ¿Qué ganan con discutir tanto? Si no van a convencerse nunca.

–Sí, es verdad —dijo Levin—. La mayoría de las veces discute uno con tanto apasionamiento porque no consigue entender qué pretende demostrar el oponente.

Levin había reparado en más de una ocasión en que, cuando dos personas inteligentes discuten, después de grandes esfuerzos y de una cantidad ingente de sutilezas lógicas y de palabras, acaban dándose cuenta de que todos esos prolijos argumentos sólo han servido para demostrar algo que sabían desde el principio. En el fondo, todo se reducía a una cuestión de preferencias, que no querían revelar para que el contrario no las pusiera en tela de juicio. No era infrecuente que en el transcurso de una discusión uno se diera cuenta de las preferencias del adversario y las aceptara; entonces, todos los razonamientos se volvían innecesarios. A veces sucedía lo contrario: uno desvelaba por fin esa preferencia que le había obligado a urdir tantas reflexiones, la exponía de forma precisa y sincera, y entonces el adversario se mostraba repentinamente de acuerdo y dejaba de discutir. Eso es lo que había querido decir Levin.

Kitty arrugó la frente, tratando de comprender. Pero, en cuanto él empezó a explicárselo, el sentido de sus palabras le quedó claro.

–Ya veo: hay que saber por qué discute el adversario y lo que le gusta; entonces puede uno...

Había adivinado todo y ahora estaba exponiendo lo que él le había referido con tanta torpeza. Levin esbozó una alegre sonrisa: tan perplejo le había dejado el contraste entre los argumentos enrevesados y grandilocuentes de Pestsov y su hermano y esa manera lacónica y clara de expresar, casi sin palabras, los pensamientos más complejos.

Scherbatski se apartó de ellos; Kitty, entonces, se acercó a la mesa de juego, se sentó, cogió una tiza y se puso a trazar círculos divergentes en el tapete verde sin estrenar.

Reanudaron la conversación de la comida sobre la libertad y las ocupaciones de las mujeres. Levin compartía la opinión de Daria Aleksándrovna de que una muchacha que no se casara podía encontrar en el seno de la familia una tarea propia de su sexo. Y aseguró, en apoyo de su tesis, que ninguna familia podía pasarse sin alguna muchacha que ayudara en las labores del hogar. En cualquier familia, tanto pobre como rica, se necesitaba siempre una niñera, ya fuera una parienta o una mujer contratada.

–No —dijo Kitty, ruborizándose, pero mirándole aún más atrevidamente con sus ojos sinceros—. Hay casos en los que una muchacha no puede entrar en una familia sin exponerse a alguna humillación, mientras ella misma...

Levin entendió a lo que se refería.

–¡Ah, sí! —exclamó—. ¡Sí, sí, sí! ¡Tiene usted razón!

Y entonces comprendió todo lo que Pestsov había expuesto sobre la libertad de la mujer durante la comida: le había bastado ver en el corazón de Kitty el temor y la humillación de quedarse soltera. Su amor por ella le permitió sentir ese temor y esa humillación, y al punto renunció a sus argumentos.

Se produjo un silencio. Kitty seguía dibujando con la tiza en el tapete. Sus ojos resplandecían con un brillo sereno. Cediendo al estado de ánimo de la joven, Levin sentía en todo su ser la creciente tensión de la felicidad.

–¡Ah! ¡He pintarrajeado toda la mesa! —dijo Kitty y, dejando la tiza, hizo un movimiento como si se dispusiera a levantarse.

«¿Es que voy a quedarme solo... sin ella?», se dijo Levin horrorizado y cogió la tiza.

–Espere —dijo, sentándose a la mesa—. Hace tiempo que quería preguntarle algo.

Clavó la mirada en sus ojos acariciadores y asustados.

–Adelante.

–Mire —dijo Levin, y escribió las siguientes iniciales: «c, m, r: e, i, q, d, n, o, s, e», que significaban: «Cuando me respondió: es imposible, ¿quería decir nunca o sólo entonces?».

No había la menor posibilidad de que Kitty pudiera comprender esa frase tan complicada; pero Levin la miró como si su vida dependiera de que ella entendiera esas palabras.

Kitty le miró con aire serio, luego apoyó la arrugada frente en la mano y se puso a leer. De vez en cuando levantaba la vista hasta él y le preguntaba con la mirada: «¿Es lo que me figuro?».

–Lo he comprendido —dijo, ruborizándose.

–¿Qué palabra es ésa? —preguntó Levin, señalando la letra «n», que quería decir «nunca».

–Nunca —repuso ella—. Pero no es verdad.

Levin se apresuró a borrar lo escrito, le entregó la tiza y se levantó.

Kitty escribió: «e, n, p, r, d, o, m».

Cuando vio a Kitty con la tiza en la mano, mirando a Levin con una sonrisa tímida y feliz, y a éste, con su apuesta figura, inclinado sobre la mesa, la mirada ardiente clavada tan pronto en la joven como en el tapete, Dolly se sintió reconfortada de la pena que le había causado su conversación con Alekséi Aleksándrovich. De pronto el rostro de Levin resplandeció: había comprendido. Esto era lo que querían decir las iniciales: «Entonces no podía responder de otra manera».

La miró con expresión inquisitiva y tímida.

–¿Sólo entonces?

–Sí —respondió Kitty, con una sonrisa.

–¿Ya...? ¿Y ahora? —preguntó Levin.

–Bueno, haga el favor de leer. Voy a decirle lo que desearía. ¡Lo que desearía con toda mi alma!

Y trazó estas iniciales: «o, p, u, o, y, p, 1, s». Esas letras significaban: «Ojalá pudiera usted olvidar y perdonar lo sucedido».

Levin cogió la tiza con dedos rígidos y temblorosos y, después de romperla, escribió las iniciales de la siguiente frase: «No tengo nada que olvidar ni perdonar, y no he dejado de amarla».

Kitty le miró, sin dejar de sonreír.

–He comprendido —murmuró.

Levin se sentó y escribió una larga frase. Kitty la comprendió toda y, sin preguntarle si la había interpretado bien, cogió la tiza y se apresuró a responder.

Durante un buen rato Levin no fue capaz de entender lo que Kitty había escrito, y la miró varias veces a los ojos. La felicidad había embotado sus facultades. No podía adivinar las palabras en las que estaba pensando Kitty. No obstante, sus encantadores ojos, radiantes de felicidad, le comunicaron todo lo que necesitaba saber. Entonces escribió tres letras, pero antes de que tuviera tiempo de acabar —a Kitty le bastaba el movimiento de su mano para comprenderle—, la joven había terminado ya la frase y escrito la respuesta: «Sí».

–¿Estáis jugando al secrétaire? —preguntó el príncipe, acercándose—. Bueno, si no quieres llegar tarde al teatro, tenemos que irnos.

Levin se levantó y acompañó a Kitty hasta la puerta.

Se habían dicho ya todo lo que tenían que decirse: que ella le amaba, que así se lo haría saber a sus padres, y que Levin iría a verlos a la mañana siguiente.

 

XIV

Cuando Kitty se marchó y Levin se quedó solo, sintió tal inquietud y un deseo tan ardiente de que llegara cuanto antes la mañana del día siguiente, para volver a verla y unir para siempre su destino al suyo, que se asustó como de la muerte de esas catorce horas que habría de pasar sin ella. Para engañar al tiempo, necesitaba estar con alguien, hablar con alguien, no quedarse solo. Stepán Arkádevich habría sido la compañía más agradable en esos momentos, pero, según dijo, tenía que asistir a una velada, aunque en realidad iba al ballet. Levin sólo tuvo tiempo de decirle que era feliz, que le tenía mucho cariño y que nunca olvidaría lo que había hecho por él. La mirada y la sonrisa de Stepán Arkádevich le demostraron que comprendía la razón de tales sentimientos.

–¿No decías que había llegado el momento de morir? —preguntó Stepán Arkádevich, estrechando conmovido la mano de Levin.

–¡Nooooo! —respondió Levin.

Al despedirse de él, Daria Aleksándrovna le dijo también, como felicitándole:

–¡Cuánto me alegro de que haya vuelto a encontrarse con Kitty! ¡No hay que descuidar las antiguas amistades!

Pero a Levin le desagradaron esas palabras. Daria Aleksándrovna no podía entender lo sublime y elevado que era ese sentimiento, y por tanto no debería siquiera mencionarlo.

Levin se despidió de ellos, pero, para no quedarse solo, se pegó a su hermano.

–¿Adonde vas?

–A una reunión.

–¿Puedo acompañarte?

–¿Y por qué no? Vamos —dijo Serguéi Ivánovich con una sonrisa—. ¿Qué es lo que te pasa hoy?

–¿Que qué me pasa? ¡Soy tan feliz! —respondió Levin, bajando la ventanilla del coche al que habían subido—. ¿No te importa? Me ahogo. ¡Soy tan feliz! ¿Por qué no te has casado?

Serguéi Ivánovich sonrió.

–Me alegro mucho. Parece una muchacha encanta... —quiso decir.

–¡No hables! ¡No hables! ¡No hables! —gritó Levin, cogiéndole con ambas manos el cuello de la pelliza y tapándole la boca. «Es una muchacha encantadora» era una frase vulgar y corriente, que no se correspondía con su sentimiento.

Serguéi Ivánovich estalló en carcajadas, algo poco habitual en él.

–Bueno, al menos déjame decirte que me alegro mucho.


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