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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Una vez terminada la lectura del informe, Stepán Arkádevich se levantó, se estiró y, rindiendo tributo al liberalismo de la época, sacó un cigarrillo mientras aún estaba en la sala y pasó a su despacho. Dos compañeros, el veterano Nikitin y el gentilhombre de cámara Grinévich, le acompañaron.

–Tendremos tiempo de terminar después del almuerzo —dijo Stepán Arkádevich.

–¡Desde luego! —exclamó Nikitin.

–Buen pájaro debe de ser ese Fomín —dijo Grinévich, refiriéndose a una de las personas involucradas en el caso que estaban resolviendo.

Al oír esas palabras, Stepán Arkádevich frunció el ceño, dando a entender la inconveniencia de emitir juicios apresurados, y no le contestó.

–¿Quién era el que entró en la sala? —preguntó al ujier.

–Alguien que se coló sin permiso, excelencia, aprovechándose de que estaba de espaldas. Preguntaba por usted. Le dije que cuando salieran los miembros de la junta...

–¿Y dónde está?

–Creo que salió al vestíbulo. No hacía más que ir de un lado para otro. Ahí viene —dijo el ujier, señalando a un hombre de complexión fuerte, ancho de hombros y barba rizada que, sin quitarse el gorro de piel de cordero, subía con ligereza y soltura los desgastados peldaños de la escalera de piedra. Un funcionario enjuto, que bajaba con una cartera en la mano, se detuvo un momento, contempló con reprobación las piernas de ese hombre presuroso y a continuación se quedó mirando a Oblonski con aire inquisitivo.

Stepán Arkádevich estaba en lo alto de la escalera. Su rostro bondadoso y resplandeciente, realzado por el cuello bordado del uniforme, se iluminó aún más cuando reconoció al hombre que subía a su encuentro.

–¡Pero si eres tú! ¡Levin, por fin! —dijo con una sonrisa amistosa y burlona, examinándole mientras se aproximaba—. ¿Cómo te has dignado venir a buscarme a este antro? —preguntó, y, no contento con estrechar la mano de su amigo, le dio un beso—. ¿Llevas aquí mucho tiempo?

–Acabo de llegar, y tenía muchas ganas de verte —respondió Levin, paseando a su alrededor una mirada cohibida, en la que también se percibía cierta inquietud e irritación.

–Bueno, vamos a mi despacho —dijo Stepán Arkádevich, que conocía el carácter orgulloso, irascible y tímido de su amigo.

Y, cogiéndolo del brazo, lo llevó consigo, como guiándolo a través de una zona de grandes peligros.

Stepán Arkádevich tuteaba a casi todos sus conocidos: a los ancianos de sesenta años, a los muchachos de veinte, a los actores, a los ministros, a los comerciantes, a los ayudantes de campo del emperador; en suma, muchas de las personas a las que tuteaba se encontraban en los dos extremos de la escala social y se habrían sorprendido mucho al enterarse de que, gracias a él, tenían algo en común entre sí. Tuteaba a todos aquellos con quienes bebía champán, es decir, a todo el mundo; por eso, cuando se encontraba en presencia de sus subordinados con algún «tú indecoroso», como llamaba en broma a muchos de sus amigos, sabía, con su tacto natural, mitigar la impresión desagradable que esa escena les causaba. Aunque Levin no era un «tú indecoroso», Oblonski se daba cuenta de que su amigo no se decidiría a tratarlo con familiaridad delante de sus subordinados; por eso se apresuró a llevarlo a su despacho.

Levin y Oblonski tenían casi la misma edad y su tuteo no se debía sólo a que hubieran bebido champán juntos. Eran compañeros y amigos de la primera juventud. A pesar de sus diferencias de carácter y gusto, se profesaban ese cariño sincero que une a los amigos de la primera juventud. No obstante, como suele suceder con personas que han seguido caminos diferentes, cada uno de ellos, aunque apreciaba en principio la actividad del otro, en el fondo de su alma la despreciaba. Ambos consideraban que la vida que llevaban era la verdadera, mientras la del amigo sólo era un espejismo. Siempre que se encontraba con Levin, Oblonski no podía reprimir una sonrisilla irónica. ¡Cuántas veces le había visto llegar del campo, donde se ocupaba de actividades que Stepán Arkádevich nunca pudo entender y que además tampoco le interesaban! Una vez en Moscú, Levin se mostraba siempre agitado, apresurado, un tanto incómodo, al tiempo que irritado por su incomodidad; y la mayoría de las veces venía con una visión completamente nueva e inesperada de las cosas. A Stepán Arkádevich le gustaban y le divertían esas características de su amigo. Por su parte, Levin despreciaba en su fuero interno la vida que Oblonski llevaba en la ciudad, así como sus ocupaciones, que juzgaba intrascendentes y contemplaba con hilaridad. La única diferencia estribaba en que Oblonski hacía lo que hacían los demás y su risa expresaba confianza y benevolencia, mientras en la de Levin se percibía inseguridad y a veces irritación.

–Hace tiempo que te esperábamos —dijo Stepán Arkádevich, entrando en el despacho y liberando el brazo de Levin, como dando a entender que el peligro había pasado—. Me alegro muchísimo de verte —prosiguió—. Bueno, ¿cómo estás? ¿Qué tal va todo? ¿Cuándo has llegado?

Levin guardaba silencio, mientras miraba las caras desconocidas de los dos colegas de su amigo y sobre todo las manos del elegante Grinévich, de dedos blancos y finos, uñas largas y amarillentas con el borde curvado, así como los enormes y brillantes gemelos en los puños de la camisa; por lo visto, esas manos concitaban toda su atención y le impedían pensar. Oblonski se dio cuenta en seguida y sonrió.

–Ah, sí, permitidme que os presente —dijo—. Mis colegas Filipp Ivánovich Nikitin y Mijaíl Stanislávich Grinévich —y, dirigiéndose a Levin, añadió—: un miembro de la asamblea rural, uno de esos hombres nuevos que se ocupan de los asuntos del campo, un atleta capaz de levantar ochenta kilos con una sola mano, ganadero, cazador y amigo mío, Konstantín Dmítrich Levin, hermano de Serguéi Ivánovich Kóznishev.

–Mucho gusto —dijo el vejete.

–Tengo el honor de conocer a su hermano Serguéi Ivánovich —dijo Grinévich, tendiéndole su fina mano de largas uñas.

Levin frunció el ceño, estrechó su mano con frialdad y acto seguido se dirigió a Oblonski. Aunque sentía un gran respeto por su medio hermano escritor, conocido en toda Rusia, no podía soportar que en lugar de llamarlo por su nombre, Konstantín Levin, se refirieran a él como el hermano del célebre Kóznishev.

–No, ya no me ocupo de la asamblea rural. He discutido con todos los miembros y ya no acudo a las sesiones —dijo.

–¡Pues sí que has tardado! —exclamó Stepán Arkádevich con una sonrisa—. Pero ¿cómo ha sido? ¿Qué ha pasado?

–Es una larga historia. Ya te la contaré algún día —respondió Levin, lo que no fue óbice para que al punto iniciara su relato—. Bueno, en pocas palabras, acabé convencido de que esa institución no tiene ningún sentido y nunca podrá tenerlo —prosiguió, con el tono del hombre ofendido—. Por un lado, no es más que un pasatiempo: juegan al parlamento, y yo no soy ni lo bastante joven ni lo bastante viejo para perder el tiempo con esa clase de diversiones; y por otro —en este punto vaciló—, es un medio que emplea la coterie 8del distrito para sacarse unas perras. Antes teníamos las tutorías y los tribunales, ahora la asamblea rural... Ya no se estilan los sobornos, sino que se recibe un salario inmerecido —dijo con tanta vehemencia como si alguno de los presentes hubiera puesto en tela de juicio su opinión.

–¡Vaya! Por lo que veo, has entrado en una nueva fase, te has vuelto conservador —dijo Stepán Arkádevich—. Pero ya hablaremos más tarde de todo eso.

–Sí, más tarde. Pero necesitaba verte —dijo Levin, mirando con odio la mano de Grinévich.

Stepán Arkádevich esbozó una sonrisa apenas perceptible.

–¿Y no eras tú el que decía que no volverías a vestirte a la europea? —dijo, examinando el traje nuevo de su amigo, de indudable corte francés—. ¡Sí, no cabe duda! Has entrado en una nueva fase.

Levin enrojeció de pronto, pero no a la manera de los adultos, apenas un poco y sin darse cuenta, sino como los muchachos, sintiendo que su timidez los vuelve ridículos, lo que los lleva a avergonzarse y ruborizarse aún más, casi hasta las lágrimas. Tanta extrañeza causaba ver esa turbación infantil en ese rostro inteligente y viril que Oblonski apartó la mirada.

–¿Y dónde podemos vernos? Necesito hablar contigo sin falta —dijo Levin.

Oblonski pareció reflexionar unos instantes.

–Escucha: vamos a almorzar a Gurin. Allí hablaremos. Estoy libre hasta las tres.

–No —respondió Levin, después de pensarlo un poco—. Tengo que ir a otro sitio.

–Bueno, en ese caso cenaremos juntos.

–¿Cenar? Pero no se trata de nada especial. Sólo quería decirte un par de cosas, preguntarte algo y después charlar un rato.

–Pues dime ahora ese par de cosas y ya charlaremos después de comer.

–Pues verás... —dijo Levin—. Pero no es nada de particular —su rostro adquirió de pronto una expresión irritada, producto del enorme esfuerzo que tenía que hacer para dominar su timidez—. ¿Qué hacen los Scherbatski? ¿Siguen como antes? —preguntó.

Stepán Arkádevich sabía desde hacía mucho tiempo que Levin estaba enamorado de su cuñada Kitty; por eso esbozó una sonrisa apenas perceptible, y sus ojos chispearon alegres.

–Ya me has dicho el par de palabras, pero ahora no puedo responderte porque... Perdóname un momento...

Entró el secretario con unos documentos en la mano y, con familiaridad respetuosa y la modesta certidumbre, común a todos los secretarios, de que conocía los asuntos mejor que su jefe, se acercó a Oblonski y, valiéndose de una pregunta, se puso a explicarle una dificultad. Sin dejarle terminar, Stepán Arkádevich le puso amistosamente la mano en la manga.

–No, haga lo que le he pedido —dijo, suavizando su observación con una sonrisa, y, después de explicarle en breves palabras cómo entendía él el asunto, apartó los papeles y añadió—: Hágalo así, por favor, Zajar Nikítich.

El secretario se alejó, confuso. Durante la entrevista de su amigo con el secretario, que escuchó con atención irónica, las manos apoyadas en el respaldo de una silla, Levin tuvo tiempo de desembarazarse de su turbación.

–No lo entiendo, no lo entiendo —dijo.

–¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Oblonski, con la misma sonrisa alegre, al tiempo que sacaba un cigarrillo. Esperaba alguna salida extravagante por parte de su amigo.

–No entiendo lo que haces —dijo Levin, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo puedes tomarte esto en serio?

–¿Y por qué no?

–Pues porque aquí no hay nada que hacer.

–Eso es lo que crees tú, pero estamos sobrecargados de trabajo.

–Papeleos. Pero la verdad es que tienes un don especial para estas cosas —añadió Levin.

–¿Me estás diciendo que, en tu opinión, me faltan aptitudes para otras actividades?

–Puede que sea así —respondió Levin—. Pero de todos modos admiro tu prestancia y me siento orgulloso de tener un amigo tan importante. Pero no has contestado a mi pregunta —agregó, haciendo un esfuerzo desesperado para mirar a Oblonski directamente a los ojos.

–Sí, ya entiendo, ya entiendo. Espera un poco y ya verás cómo acabarás tú igual. Aunque tengas tres mil hectáreas en el distrito de Karazin, músculos de hierro y esa lozanía de una niña de doce años, acabarás igual que nosotros. En cuanto a lo que me preguntas, te diré que no se han producido cambios, pero es una lástima que no hayas ido por allí en tanto tiempo.

–¿Por qué? —preguntó Levin asustado.

–Por nada —respondió Oblonski—. Ya hablaremos. Pero ¿por qué has venido en realidad?

–Ah, también de eso hablaremos más tarde —contestó Levin, enrojeciendo de nuevo hasta las orejas.

–Bueno, de acuerdo. Ya entiendo —dijo Stepán Arkádevich—. Mira, te invitaría a mi casa, pero mi mujer no se encuentra del todo bien. Pero, si quieres ver a los Scherbatski, puedes encontrarlos de cuatro a cinco en el Parque Zoológico. Kitty va a patinar. Vete allí, yo te recogeré más tarde e iremos a cenar juntos a alguna parte.

–Estupendo. Entonces, hasta la vista.

–Y no hagas ninguna de las tuyas. Te conozco y sé que eres capaz de olvidarte o de marcharte de pronto al campo —gritó Stepán Arkádevich, echándose a reír.

–No, no te preocupes.

Y sólo cuando estaba ya en el umbral de la puerta, a punto de salir, se dio cuenta de que no se había despedido de los colegas de Oblonski.

–Parece un señor muy enérgico —dijo Grinévich cuando Levin desapareció.

–Sí, amigo mío —respondió Stepán Arkádevich, asintiendo con la cabeza—. ¡Y es un hombre afortunado! ¡Tres mil hectáreas en el distrito de Karazin, toda la vida por delante y esa lozanía! No como nosotros.

–¿Acaso tienes motivo de queja, Stepán Arkádevich?

–Sí, todo va mal, muy mal —dijo Oblonski con un profundo suspiro.

 

VI

Cuando Oblonski preguntó a Levin por el verdadero objeto de su viaje, éste se había ruborizado, reacción que a su vez le causó una profunda irritación, porque no podía contestarle: «He venido para pedir la mano de tu cuñada», aunque lo cierto es que su presencia en Moscú no obedecía a otro motivo.

Las familias Levin y Scherbatski pertenecían a la antigua nobleza moscovita y siempre habían mantenido relaciones estrechas y amistosas, que se habían fortalecido aún más cuando Levin y el joven príncipe Scherbatski, hermano de Dolly y Kitty, prepararon juntos el examen de ingreso en la universidad y más tarde empezaron a frecuentar los cursos. En aquella época Levin visitaba con asiduidad a los Scherbatski, a quienes profesaba un gran cariño. Por extraño que pueda parecer, Konstantín Levin estaba enamorado de la casa y de la familia, sobre todo del elemento femenino. No conservaba ningún recuerdo de su madre, y la única hermana que tenía era mayor que él, así que en casa de los Scherbatski tuvo ocasión de contemplar por primera vez el entorno de una familia educada, honrada y de rancio abolengo, del que se había visto privado por la muerte de su madre y de su padre. Todos los miembros de esa familia, sobre todo las mujeres, se le presentaban aureolados de un halo poético y misterioso, y no sólo no descubría en ellos ningún defecto, sino que bajo ese halo poético que los rodeaba intuía los sentimientos más elevados y las más inefables perfecciones. ¿Por qué esas tres señoritas debían hablar un día en francés y otro en inglés? ¿Por qué a horas determinadas tocaban por turno el piano, cuyo sonido se oía siempre arriba, en la habitación del hermano, donde trabajaban los estudiantes? ¿Por qué acudían esos profesores de literatura francesa, de música, de dibujo y de baile? ¿Por qué a ciertas horas del día las tres muchachas, acompañadas de mademoiselle Linon, se dirigían en coche al bulevar Tverskói, envueltas en sus abrigos de raso —largo el de Dolly, de tres cuartos el de Natalia y tan corto el de Kitty que todo el mundo podía verle las piernas bien torneadas, envueltas en medias de color rojo muy ajustadas? ¿Por qué se paseaban por el bulevar Tverskói, acompañadas de un criado con una escarapela dorada en el sombrero? Todas esas cosas, y muchas otras que sucedían en ese mundo misterioso, le resultaban incomprensibles, pero sabía que todo aquello era maravilloso, y era precisamente de ese aire de misterio de lo que estaba enamorado.

En sus tiempos de estudiante estuvo a punto de enamorarse de Dolly, la hermana mayor, pero ésta no tardó en casarse con Oblonski. Entonces empezó a enamorarse de la segunda. Era como si sintiera necesidad de enamorarse de una de las hermanas, sin saber a ciencia cierta de cuál. Pero también Natalia, en cuanto fue presentada en sociedad, se casó con un diplomático llamado Lvov. Kitty era todavía una niña cuando Levin abandonó la universidad. El joven Scherbatski, que había ingresado en la Marina, se ahogó en el mar Báltico, y los contactos de Levin con la familia se hicieron menos frecuentes, a pesar de su amistad con Oblonski. Pero ese año, a principios del invierno, cuando Levin llegó a Moscú después de haber pasado un año en el campo y vio a los Scherbatski, comprendió de cuál de las tres estaba predestinado a enamorarse.

Podía pensarse que no había nada más sencillo para un hombre como él, de buena familia, treinta y dos años de edad y más rico que pobre, que pedir la mano de la joven princesa Scherbatski; no cabe duda de que lo habrían considerado en seguida un buen partido. Pero Levin estaba enamorado y, en consecuencia, consideraba a Kitty perfecta en todos los sentidos, una criatura superior a todo lo terrenal, mientras él mismo era un ser tan bajo y mundano que no cabía en cabeza humana que ni la muchacha ni los demás lo consideraran digno de ella.

Después de pasar dos meses en Moscú que le parecieron un sueño, encontrándose con Kitty casi a diario en las reuniones de sociedad, a las que empezó a acudir para coincidir con ella, Levin decidió de pronto que aquello no podía ser, y se volvió a sus tierras.

Levin albergaba el convencimiento de que, a ojos de sus parientes, no era un partido digno ni conveniente para la encantadora Kitty, y que la propia interesada no podía quererlo. Ante los padres aparecía como una persona carente de ocupación concreta y definida, y también de prestigio social, aunque ya tenía treinta y dos años. En cambio, entre sus compañeros, coetáneos suyos, uno era ya coronel y ayuda de campo del emperador, otro catedrático, otro director de banco o de ferrocarril, otro director de departamento, como Oblonski. En cuanto a él (sabía muy bien lo que debía parecerle a los demás), era un propietario rural que se dedicaba a criar ganado, a cazar becadas y a la construcción, es decir, un tipo sin ningún talento, que no había hecho nada de valor y que, en opinión de la gente, se ocupaba de las actividades propias de los que no sirven para nada.

La misteriosa y encantadora Kitty no podía enamorarse de un hombre tan feo (eso pensaba Levin de sí mismo), y, sobre todo, tan anodino, sin ningún talento. Además, sus relaciones anteriores con Kitty —las de un adulto con una niña, debidas a la amistad con su hermano– se le antojaban un obstáculo más para ese amor. A un hombre poco atractivo y bondadoso, como se veía a sí mismo, se le podía querer como a un amigo, suponía, pero para hacerse merecedor del amor que él sentía por Kitty había que ser guapo y, sobre todo, fuera de lo común.

Había oído decir que las mujeres suelen enamorarse de hombres feos y mediocres, pero él no lo creía, porque juzgaba a los demás por sí mismo, y él sólo podía enamorarse de mujeres hermosas, misteriosas y excepcionales.

Sin embargo, después de pasar dos meses solo en el campo, se convenció de que aquella pasión no se parecía en nada a esos enamoramientos de la primera juventud; de que ese sentimiento no le daba un instante de paz, de que no podía vivir sin resolver la cuestión de si sería o no su mujer, y de que su desesperación sólo se debía a su imaginación, pues no había ninguna prueba de que ella lo rechazaría. Y ahora había llegado a Moscú con el firme propósito de pedir su mano y casarse con ella, si es que lo aceptaba. En caso contrario... No podía pensar en lo que sería de él si le rechazaba.

 

VII

Después de llegar a Moscú en el tren de la mañana, Levin se dirigió a casa de su medio hermano Kóznishev, se cambió de ropa y entró en su despacho, dispuesto a contarle sin más tardanza a qué obedecía su viaje y solicitar su consejo, pero su hermano no estaba solo. Un conocido catedrático de filosofía había venido desde Jarkov con el único fin de resolver un malentendido que había surgido ente ellos por culpa de una cuestión filosófica muy importante. El catedrático se había embarcado en una agria polémica con los materialistas, que Serguéi Kóznishev seguía con interés. Tras leer el último artículo del catedrático, le había escrito una carta expresándole sus objeciones y reprochándole que se hubiera mostrado demasiado conciliador con sus oponentes. Y el catedrático había decidido ponerse en camino sin pérdida de tiempo para aclarar sus diferencias. Se trataba de una cuestión que estaba muy en boga: ¿existe en la actividad un límite entre los fenómenos psíquicos y los fisiológicos y dónde debe situarse?

Serguéi Ivánovich acogió a su hermano con esa sonrisa entre fría y afectuosa que dedicaba a todo el mundo y, después de presentarle al catedrático, reanudó la conversación.

El filósofo, un hombre de tez amarillenta, con gafas y frente estrecha, se interrumpió un momento para responder al saludo de Levin, y a continuación retomó su discurso, sin volverle a prestar atención. Levin se dispuso a esperar que el catedrático se fuese, pero el asunto que discutían no tardó en interesarle.

Se había tropezado en las revistas con los artículos a los que se referían y los había leído con el interés propio de un estudiante de ciencias naturales por el desarrollo de esos saberes, pero nunca había relacionado las conclusiones científicas sobre el origen animal del hombre, los actos reflejos, la biología y la sociología con las cuestiones del significado de la vida y la muerte, que cada vez le preocupaban más.

Al seguir la conversación de su hermano con el catedrático, se dio cuenta de que establecían un vínculo entre las cuestiones científicas y las espirituales; varias veces estuvieron a punto de abordar ese tema, pero, en cuanto se acercaban al punto que consideraba más importante, retrocedían a toda prisa y volvían a enfrascarse en sutiles distinciones, reservas, citas, alusiones, referencias a opiniones autorizadas, y Levin apenas entendía lo que decían.

–No puedo en modo alguno estar de acuerdo con Keis —decía Serguéi Ivánovich, con su habitual claridad, precisión y elegancia en el hablar—, no puedo respaldar su tesis de que toda mi representación del mundo exterior se deriva de mis impresiones. El concepto fundamental de la existenciano lo he recibido por medio de las sensaciones, pues no existe un órgano especial para la transmisión de ese concepto.

–Sí, pero Wurst, Knaust y Pripásov le responderían que la conciencia que tiene usted de la existencia es el resultado de las sensaciones. Wurst llega incluso a afirmar que, sin sensaciones, no puede haber noción de la existencia.

–Pues yo digo lo contrario... —replicó Serguéi Ivánovich.

En ese momento Levin tuvo de nuevo la impresión de que, después de acercarse al meollo de la cuestión, volvían a apartarse, y decidió plantearle una pregunta al catedrático.

–En ese caso, si se aniquilan mis sentidos, si mi cuerpo muere, ¿no puede haber ninguna clase de existencia?

El catedrático, molesto y como herido por esa interrupción, fijó la mirada en el extraño individuo que le había planteado esa cuestión, más parecido a un sirgador que a un filósofo, y a continuación volvió los ojos hacia Serguéi Ivánovich, como preguntándole qué debía responder. Pero Serguéi Ivánovich, que no hacía gala de tanto apasionamiento e intransigencia como el catedrático, y que tenía la suficiente amplitud de miras para poder discutir con éste y al mismo tiempo entender el punto de vista sencillo y natural con que había sido planteada aquella pregunta, sonrió y dijo: —Todavía no tenemos derecho a resolver esa cuestión... —Carecemos de datos —confirmó el catedrático, y a continuación retomó su argumentación—. No —dijo—, demostraré que, aunque las sensaciones se basen en las percepciones, como sostiene Pripásov con toda claridad, debemos distinguir rigurosamente esos dos conceptos. Levin ya no le escuchaba y sólo esperaba que se fuera.

 

VIII

Cuando por fin se marchó, Serguéi Ivánovich se dirigió a su hermano.

–Me alegro de verte. ¿Vas a quedarte mucho tiempo? ¿Qué tal va la hacienda?

Levin sabía que a su hermano mayor le interesaban muy poco los asuntos del campo y que sólo le preguntaba por cortesía. Por eso se limitó a hablarle de la venta del trigo y de los ingresos.

Había acudido a su casa con la firme intención de contarle su decisión de casarse y recabar su opinión, pero, después de escuchar la conversación con el catedrático y advertir el tono involuntariamente paternalista con que se había interesado por sus asuntos (la heredad de su madre no se había dividido, y Levin administraba las dos partes), se dio cuenta de que, por alguna razón, le faltaban fuerzas para abordar con su hermano esa cuestión. Barruntaba que éste no vería las cosas como él quería.

–Bueno, ¿y qué me cuentas de la asamblea rural? —preguntó Serguéi Ivánovich, a quien le interesaba mucho ese tema, pues le atribuía una gran importancia.

–Pues la verdad es que no tengo mucho que decir...

–¿Y cómo es eso? ¿No eras miembro del consejo?

–No, ya no. He presentado la dimisión. Y ya no asisto a las sesiones —respondió Konstantín Levin.

–¡Pues es una pena! —exclamó Serguéi Ivánovich, frunciendo el ceño.

A modo de justificación, Levin se puso a contarle lo que sucedía en las reuniones de su distrito.

–¡Siempre pasa lo mismo! —le interrumpió Serguéi Ivánovich—. Los rusos siempre acabamos igual. Puede que esa capacidad para ver nuestros propios defectos sea un rasgo positivo de nuestra naturaleza, pero exageramos y nos consolamos con la ironía, que tan pronto acude a nuestros labios. Sólo te digo que, si se concedieran los derechos de que gozan nuestras instituciones locales a cualquier otro pueblo de Europa, por ejemplo a los alemanes o a los ingleses, encontraría el modo de alcanzar la libertad; en cambio, nosotros no hacemos más que tomárnoslos a broma.

–¿Y qué se puede hacer? —dijo Levin con aire culpable—. Ha sido mi último intento y he puesto en él todo mi empeño. Pero no puedo. No soy capaz.

–Nada de eso —dijo Serguéi Ivánovich—, pero no enfocas el asunto como deberías.

–Es posible —respondió Levin con pesar.

–Por cierto, ¿sabes que nuestro hermano Nikolái está de nuevo por aquí?

Nikolái Levin, hermano mayor de Konstantín Levin y medio hermano de Serguéi Ivánovich, era un hombre descarriado. Había derrochado la mayor parte de su fortuna y discutido con sus hermanos, y frecuentaba las compañías más extrañas y de peor reputación.

–¿Qué dices? —exclamó Levin con horror—. ¿Cómo lo sabes?

–Prokofi lo ha visto en la calle.

–¿Aquí en Moscú? ¿Sabes dónde se aloja? —Levin se levantó de la silla como si se dispusiera a partir.

–Lamento habértelo dicho —prosiguió Serguéi Ivánich, sacudiendo la cabeza al ver la agitación de su hermano—. Me he enterado de dónde vive y le he enviado la letra de cambio a nombre de Trubin, después de pagarla. Mira lo que me ha contestado.

Y Serguéi Ivánovich le tendió a su hermano una nota que había debajo del pisapapeles.

Levin se puso a leerla, reconociendo al punto esa caligrafía singular y familiar: «Os ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que pido a mis queridos hermanos. Nikolái Levin».

Después de leerla, Levin se quedó delante de su hermano, sin levantar la cabeza, con la nota en la mano.

Al deseo de olvidarse de su desdichado hermano se oponía la conciencia de que eso no estaba bien.

–Por lo visto, quiere ofenderme —continuó Serguéi Ivánovich—, pero no lo conseguirá. Deseo ayudarle de todo corazón, pero es imposible.

–Sí, sí —replicó Levin—. Lo entiendo y valoro tu proceder. Pero creo que iré a verle.

–Haz lo que quieras, pero no te lo aconsejo —dijo Serguéi Ivánovich—. No porque tema que te indisponga contra mí, sino porque creo que no te conviene. No se le puede ayudar. En cualquier caso, haz lo que quieras.

–Quizá sea imposible ayudarlo, pero siento que no puedo quedarme de brazos cruzados, sobre todo en este momento, aunque eso es otra historia.

–La verdad es que no lo entiendo —replicó Serguéi Ivánovich—. Sólo me doy cuenta de una cosa —agregó—: se trata de una lección de humildad. Desde que nuestro hermano Nikolái se ha convertido en lo que es, juzgo de otra manera, con mayor indulgencia, eso que se conoce con el nombre de vileza... Ya sabes lo que ha hecho...

–¡Ah, es horrible, horrible! —exclamó Levin.

Una vez enterado por boca de un criado de Serguéi Ivánovich de las señas de su hermano, Levin se dispuso a visitarlo sin perder un instante, pero después lo pensó mejor y decidió dejarlo para la tarde. Antes que nada, para recobrar la tranquilidad de espíritu, tenía que resolver el asunto que le había llevado a Moscú. De casa de su hermano se había dirigido a la oficina de Oblonski para recabar información de los Scherbatski, y a continuación se había encaminado al lugar donde su amigo le había dicho que podía encontrar a Kitty.

 

IX

A las cuatro, con el corazón palpitante, Levin se apeó de un coche de punto en la puerta del Parque Zoológico y siguió el camino que llevaba a las colinas y a la pista de patinaje. Estaba seguro de que la encontraría allí, porque había visto el carruaje de los Scherbatski en la entrada.

Era un día despejado y frío. Enfrente de la puerta se alineaban coches y trineos; alrededor se movían postillones y guardias. Un público selecto, con sombreros resplandecientes bajo la brillante luz del sol, bullía en la entrada y las limpias avenidas, entre las casitas de estilo ruso con adornos tallados. Los viejos y frondosos abedules del parque, con las ramas cubiertas de nieve, parecían revestidos de casullas nuevas y solemnes.

Mientras avanzaba por el sendero que conducía a la pista de patinaje, Levin se decía: «Cálmate, no tienes que ponerte nervioso. ¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa? Tranquilízate, tonto», añadía, dirigiéndose a su propio corazón. Y, cuanto más se esforzaba por calmarse, más trabajo le costaba respirar. Un conocido le saludó al pasar, pero él ni siquiera lo reconoció. Llegó al pie de las colinas, por las que se deslizaban con estrépito los trineos, en medio del chirrido de las cadenas que los remolcaban y un griterío de voces alegres. Dio unos pocos pasos y se encontró delante de la pista. Apenas necesitó unos segundos para distinguirla en medio de esa muchedumbre de patinadores.

La alegría y el terror que embargaron su corazón le revelaron su presencia. Estaba en el otro extremo de la pista, hablando con una señora. A primera vista no había nada especial en su atavío ni en su postura, pero a Levin le habría sido tan fácil reconocerla en medio de una multitud como una rosa entre matas de ortiga. Lo llenaba todo de luz, era la sonrisa que iluminaba cuanto le rodeaba. «¿Seré capaz de atravesar la pista y acercarme a ella?», pensaba. El lugar en que se encontraba le parecía un santuario inaccesible, y hubo un momento en que estuvo a punto de marcharse, tanto miedo tenía. Haciendo un esfuerzo, acabó convenciéndose de que Kitty estaba rodeada de gente de todo tipo y de que también él podía acercarse patinando. Bajó a la pista, evitando mirarla durante un buen rato, como si se tratara del sol; pero, aunque no la miraba, la veía, como sucede con el sol.


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