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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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«¡Ah, qué estoy haciendo!», se dijo, sintiendo de pronto un intenso dolor en las sienes. Y en ese momento advirtió que se estaba tirando del pelo con ambas manos. Se levantó de un salto y se puso a dar vueltas por la habitación.

–El café está servido. Mademoiselle y Seriozha la están esperando —dijo Ánnushka, que había entrado de nuevo en la habitación y había encontrado a Anna en la misma postura.

–¿Seriozha? ¿Qué pasa con Seriozha? —preguntó Anna, con repentina animación, acordándose por primera vez en el transcurso de la mañana de la existencia de su hijo.

–Por lo visto, ha hecho alguna travesura —respondió la criada con una sonrisa.

–¿Y qué es lo que ha hecho?

–Había unos melocotones en la habitación de la esquina. Pues parece que se ha comido uno a escondidas.

El recuerdo de su hijo la liberó de pronto del estado de desesperanza en el que se encontraba. Le vino a la memoria el papel de madre devota, en parte sincero, en parte ficticio, que había desempeñado en esos últimos años, y comprendió con alegría que contaba con un punto de apoyo, independiente de su marido y de Vronski: su hijo. Pasara lo que pasara, no abandonaría a su hijo. Su marido podía cubrirla de oprobio y echarla de su casa, Vronski podía dejar de quererla y reanudar su vida de soltero (volvió a pensar en él con amargura y resentimiento), pero siempre le quedaría su hijo. Tenía un objetivo en la vida. Y debía actuar sin pérdida de tiempo, no fuera a ser que lo arrancaran de su lado. Tenía que marcharse con el niño. Era lo único que podía hacer en esos momentos. Necesitaba calmarse, acabar con esa situación que tanto la atormentaba. El proyecto de marcharse con su hijo a cualquier parte, así como la simple consideración de un asunto que le atañía de lleno, le proporcionaron una suerte de alivio.

Se vistió deprisa, bajó las escaleras y entró con paso decidido en el salón, donde, como de costumbre, la esperaban Seriozha y la institutriz para tomar el café. Seriozha, vestido todo de blanco, la espalda y la cabeza inclinadas, estaba al lado de la mesa, debajo del espejo, arreglando unas flores que había cogido, con una atención reconcentrada que Anna conocía bien y que le recordaba a su marido.

La institutriz tenía un aire especialmente severo. Seriozha soltó un grito penetrante, como era su costumbre:

–¡Ah, mamá! —y se detuvo indeciso. Dudaba entre dejar las flores para ir a saludar a su madre o terminar de hacer la corona para entregársela.

Después de saludarla, la institutriz le ofreció un relato prolijo y minucioso de las andanzas de Seriozha, pero Anna no la escuchaba. Pensaba si también tendría que llevársela a ella. «No, no la llevaré —decidió—. Me iré sola con mi hijo.»

–Sí, eso está muy mal —dijo por fin, cogiendo al niño por el hombro y besándolo, después de dirigirle una mirada más bien tímida que severa, lo que turbó y a la vez alegró al muchacho—. Déjelo conmigo —le dijo a la sorprendida institutriz y, sin soltar a su hijo, se sentó a la mesa, donde ya estaba servido el café.

–¡Mamá! Yo... yo... no —dijo el niño, tratando de adivinar, por la expresión de su madre, lo que le esperaba por haber cogido aquel melocotón.

–Seriozha —le dijo Anna en cuanto la institutriz salió de la habitación—. Te has portado mal. Pero no volverás a hacerlo, ¿verdad?... ¿Me quieres?

Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. «¿Cómo no voy a quererlo? —pensó, observando sus ojos asustados y a la vez alegres—, ¿Será posible que acabe poniéndose de parte de su padre para castigarme? ¿No se compadecerá de mí?» Algunas lágrimas rodaron por sus mejillas. Tratando de ocultarlas, se levantó bruscamente y estuvo a punto de salir corriendo a la tenaza.

Las lluvias torrenciales de los últimos días habían dado paso a un tiempo despejado y algo desapacible. Aunque el sol brillaba con fuerza, filtrándose entre las hojas húmedas de los árboles, el aire era fresco.

Anna se estremeció no sólo de frío, sino del horror que se apoderó de ella con renovada fuerza al contacto del aire puro.

–Vete con Mariette —le dijo a Seriozha, que la había seguido. Y se puso a pasear por la estera de paja que cubría la terraza.

«¿Es posible que no me perdonen, que no comprendan que no podía actuar de otra manera?», se dijo.

Se detuvo y contempló las copas de los álamos, mecidas por el viento, con sus hojas mojadas y relucientes, bajo ese sol frío, y comprendió que no la perdonarían, que todo el mundo sería inmisericorde con ella, como ese cielo y ese follaje. Y de nuevo sintió que todo empezaba a desdoblarse en su alma. «Es mejor que no piense, es mejor —se decía—. Debo prepararme para partir. Pero ¿adonde? ¿Y cuándo? ¿A quién voy a llevar conmigo? Sí, iré a Moscú, en el tren de la noche. Me acompañarán Ánnushka y Seriozha, y sólo me llevaré las cosas más indispensables. Pero antes tengo que escribirles a los dos.» Entró apresuradamente en la casa, se dirigió a su despacho, se sentó ante la mesa y le escribió a su marido.

Después de lo que ha sucedido, no puedo seguir viviendo en su casa. Me marcho y me llevo a mi hijo. Como no entiendo de leyes, no sé si debe quedarse con el padre o con la madre. Sea magnánimo y déjemelo.

Hasta ese momento había escrito deprisa, con naturalidad, pero la apelación a la magnanimidad de su marido, cuando ella misma sabía que carecía de tal virtud, y la necesidad de terminar la carta con un comentario conmovedor, la interrumpieron.

No puedo hablar de mi culpa ni de mi arrepentimiento porque...

De nuevo se interrumpió, dándose cuenta de que sus pensamientos carecían de coherencia. «No —se dijo—, no es necesario que me refiera a eso.»

Después de romper la carta, se puso a escribir otra, en la que omitió cualquier referencia a la magnanimidad, y la selló.

Quedaba la carta para Vronski. «Se lo he contado todo a mi marido», escribió. Y pasó un buen rato sentada, incapaz de seguir escribiendo. Era un comienzo tan tosco, tan poco femenino. «¿Y qué más puedo decirle?», pensó. De nuevo el rubor de la vergüenza coloreó su rostro, al recordar la serenidad de Vronski, y un sentimiento de despecho le hizo romper la hoja en mil pedazos. «Más vale que no le escriba», se dijo, cerrando la carpeta, y a continuación subió al piso de arriba, donde anunció a la institutriz y a los criados que ese mismo día partiría para Moscú. Acto seguido se puso a hacer el equipaje.

 

XVI

Los porteros, los jardineros y los criados iban por todas las habitaciones de la casa llevando cosas. Los armarios y las cómodas estaban abiertos de par en par; dos veces había ido un mozo a la tienda a comprar bramante. Por el suelo se veían hojas de periódico. Habían llevado al vestíbulo dos baúles, varios sacos y unas mantas de viaje enrolladas. El carruaje de Anna y dos coches de alquiler esperaban en la entrada. Anna, ocupada con los preparativos, se había olvidado de su preocupación. Estaba delante de la mesa de su despacho, arreglando su bolsa de viaje, cuando Ánnushka le llamó la atención sobre un ruido que llegaba del exterior: por lo visto, se acercaba un carruaje. Anna se asomó a la ventana y vio al pie de la escalinata al ordenanza de Alekséi Aleksándrovich, que llamaba a la campanilla de la puerta principal.

–Vete a ver de qué se trata —dijo, resignada, y, cruzando las manos sobre las rodillas con serenidad, se sentó en el sillón. El lacayo le entregó un sobre bastante grande, escrito de puño y letra de Karenin.

–El ordenanza ha recibido órdenes de llevar una respuesta —dijo.

–Muy bien —repuso Anna y, en cuanto el criado salió, rasgó el sobre con dedos temblorosos. Un fajo de billetes de banco sin doblar, sujetos con una tira de papel, cayó al suelo. Anna sacó la carta y empezó a leerla por el final. «Me ocuparé de dar todas las disposiciones necesarias para su traslado. Le niego entienda que concedo una importancia particular al cumplimiento de mi petición», leyó. Siguió leyéndola en sentido contrario, y luego la leyó de nuevo, esta vez desde el principio. Cuando terminó, sintió frío. Le parecía que le había sobrevenido una desgracia aún más terrible de lo que había esperado.

Esa misma mañana se había arrepentido de las palabras que le había dicho a su marido, había deseado no haberlas pronunciado. Y de pronto esa carta las daba por olvidadas, haciendo su deseo realidad. Pero esa carta le parecía más terrible que cualquier cosa que hubiera podido imaginar.

«¡Tiene razón! ¡Tiene razón! —se dijo—. ¡Naturalmente, siempre tiene razón! ¡Es cristiano, magnánimo! ¡Ah, qué hombre más vil y miserable! Y nadie más que yo lo comprende ni lo comprenderá nunca. No consigo explicármelo. Dicen que es un hombre religioso, intachable, honrado e inteligente. Pero no ven lo que yo he visto. No saben que en estos ocho años me ha aniquilado, ha ahogado todo lo vivo que había en mí. Ni una sola vez se ha parado a pensar que soy una mujer, que necesito amor. No saben que me ofendía a cada paso y se quedaba tan contento. ¿Es que no he intentado con todas mis fuerzas encontrar algo que diera sentido a mi existencia? ¿Es que no he buscado el modo de amarlo, y, una vez que eso ya no me ha sido posible, de amar a mi hijo? Pero en determinado momento me di cuenta de que no podía seguir engañándome, de que estaba viva, de que no tenía la culpa de que Dios me hubiera hecho así, de que necesitaba amar y vivir. ¿Y ahora qué sucederá? Si me hubiera matado, si le hubiera matado a él, lo habría soportado, lo habría perdonado, pero no, él...

«¿Cómo es posible que no haya adivinado lo que iba a hacer? Dado su carácter mezquino, no podía obrar de otra manera. Seguirá teniendo razón, y a mí, que estoy destrozada, me humillará y me aplastará todavía más...»

Recordó una frase de la carta: «Puede imaginarse lo que les espera tanto a usted como a su hijo».

«Me está amenazando con quitarme al niño, y es probable que las estúpidas leyes se lo permitan. ¿Es que se cree que no sé por qué me dice una cosa así? O no cree en mi amor por mi hijo o desprecia ese sentimiento mío (siempre se ha burlado de él). Pero sabe que no abandonaré a mi hijo, que no puedo abandonarlo, que no sería capaz de vivir sin él, ni siquiera al lado del hombre a quien amo; que, si lo abandonara, si huyera de su lado, me estaría comportando como la mujer más despreciable y depravada. Lo sabe de sobra, como también que no tendré fuerzas para actuar de ese modo.»

Recordó otra frase de la carta: «Nuestra vida debe seguir su curso habitual».

«Esta vida ya era antes un tormento y en los últimos tiempos se ha vuelto insoportable. ¿Cómo sería ahora? Y él lo sabe, sabe que no puedo arrepentirme de respirar, de amar; sabe que su plan sólo dará como resultado más falsedad y mentira, pero necesita seguir atormentándome. ¡Lo conozco! Sé que nada y se complace en la mentira, como un pez en el agua. Pero no le proporcionaré ese placer, voy a romper esa red de mentiras en la que quiere envolverme. ¡Que pase lo que tenga que pasar! ¡Cualquier cosa es mejor que la mentira y el engaño!»

«Pero ¿cómo es posible? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Ha habido alguna vez una mujer más desdichada que yo?»

–¡No! ¡Romperé esa red! ¡La romperé! —exclamó, levantándose de un salto y conteniendo las lágrimas.

Se acercó al escritorio para escribirle otra carta. Pero en el fondo de su alma sabía ya que no tendría fuerzas para romper nada, para escapar de esa situación, por falsa y deshonrosa que fuera.

Se sentó a la mesa, y, en lugar de escribir, apoyó los brazos, ocultó la cabeza y se puso a llorar como los niños, con unos sollozos que le estremecían todo el pecho. Lloraba porque su sueño de aclarar las cosas, de definir su situación se había desvanecido para siempre. Sabía de antemano que todo seguiría como antes e incluso mucho peor. Se daba cuenta de que la posición que ocupaba en sociedad, que tan insignificante le parecía por la mañana, era muy importante para ella, que no sería capaz de cambiarla por el oprobioso papel de una mujer que ha abandonado a su marido y a su hijo para unirse a su amante. Por más que se esforzara, no podía ser más fuerte de lo que era. Nunca conocería la libertad del amor, viviría siempre como una mujer culpable, bajo la amenaza constante de que la descubrieran, engañando a su marido con otro. Sí, sólo podía aspirar a una relación adúltera con ese hombre independiente cuya vida jamás podría compartir. Sabía que eso era lo que le esperaba, y le parecía tan terrible que no podía imaginarse siquiera cómo terminaría todo. Y lloraba sin poder contenerse, como lloran los niños cuando se les castiga.

Al oír los pasos del criado procuró dominarse, ocultó el rostro e hizo como que estaba escribiendo.

–El ordenanza espera una respuesta —le anunció el lacayo.

–¿Una respuesta? Sí —repuso Anna—. Dígale que espere. Ya llamaré yo.

«¿Qué puedo escribir? —pensaba—. ¿Qué puedo decidir sola? ¿Qué sé? ¿Qué es lo que quiero? ¿Qué es lo que prefiero?»

Agarrándose al primer pretexto que se le presentó para dejar de pensar en sí misma, pues notaba con espanto que en el fondo de su alma empezaba de nuevo ese desdoblamiento, se dijo: «Tengo que ver a Alekséi —así llamaba a Vronski en su fuero interno—. Es el único que puede decirme lo que debo hacer. Iré a casa de Betsy. Puede que allí tenga ocasión de encontrarme con él».

Ya no se acordaba de que la víspera le había anunciado a Vronski que no iría a ver a la princesa Tverskaia, y que éste le había contestado que, en tal caso, tampoco acudiría él.

Se acercó a la mesa y le escribió a su marido: «He recibido su carta. A.».

A continuación llamó al lacayo y le entregó la nota.

–Ya no me voy —le dijo a Ánnushka, que en esos momentos entraba en la habitación.

–¿Que no nos vamos?

–No. No deshagas el equipaje hasta mañana. Y que espere el coche. Voy a casa de la princesa.

–¿Qué vestido le traigo?

 

XVII

El grupo que se había reunido en casa de la princesa Tverskaia para ese partido de criquet, al que también estaba invitada Anna, se componía de dos damas y sus admiradores. Esas dos damas eran representantes destacadas de un nuevo círculo selecto de San Petersburgo que, a imitación de alguna otra imitación, se hacía llamar Les sept merveilles du monde. 51En efecto, esas damas pertenecían a un círculo elevado, pero profundamente hostil al que frecuentaba Anna. Además, el viejo Strémov, uno de los personajes más influyentes de San Petersburgo y admirador de Liza Merkálova, era enemigo de Alekséi Aleksándrovich en todas sus batallas administrativas. En virtud de todas esas consideraciones, Anna había declinado la invitación, y a eso aludían las indirectas del billete de la princesa Tverskaia. Pero ahora, la esperanza de ver a Vronski, le había hecho cambiar de opinión.

Anna llegó a casa de la princesa Tverskaia antes que los demás invitados.

En el momento en que entraba, llegaba también el lacayo de Vronski, parecido a un gentilhombre de cámara con sus patillas peinadas. Se detuvo delante de la puerta y, quitándose la gorra, le cedió el paso. Anna lo reconoció y sólo entonces se acordó de que Vronski le había dicho la víspera que no iría. Probablemente enviaba una nota para excusar su presencia.

Mientras se quitaba el abrigo en el vestíbulo, oyó que el lacayo decía, pronunciando las erres como un gentilhombre:

–De parte del conde para la princesa.

Y a continuación entregó una nota.

Anna estuvo a punto de preguntarle dónde estaba su señor. Le habría gustado regresar y escribirle una carta para concertar una entrevista, bien en su casa o en la de él. Pero no podía hacer ninguna de esas tres cosas: había sonado la campanilla, anunciando su llegada, y el lacayo de la princesa Tverskaia estaba ya delante de la puerta abierta, esperando a que pasara a las habitaciones interiores.

–La princesa está en el jardín. En seguida la avisarán. A menos que quiera usted salir a verla —le dijo otro criado en la habitación siguiente.

La sensación de indecisión e incertidumbre era la misma que en casa, o incluso peor, porque no había posibilidad de ver a Vronski ni de emprender nada. Tendría que quedarse allí, en compañía de esas personas tan distantes, con las que no tenía nada en común. Pero sabía que llevaba un vestido que le quedaba bien, y no estaba sola. Ese ambiente de ociosidad solemne le resultaba familiar, y se sentía más aliviada que en casa. No tenía necesidad de buscar tareas en las que ocuparse: las distracciones vendrían por sí solas. Al ver a Betsy, que salía a recibirla con un vestido blanco, de una elegancia asombrosa, le sonrió, como siempre. Venía acompañada de Tushkévich y de una jovencita de provincias, parienta suya, que, con gran alegría de sus padres, estaba pasando el verano en casa de la célebre princesa.

Probablemente había algo especial en Anna porque Betsy lo notó en seguida.

–He dormido mal —respondió Anna, siguiendo con la vista al lacayo que venía a buscarla y que, según se figuraba, llevaba la nota de Vronski.

–¡Cuánto me alegro de que haya venido! —exclamó Betsy—. Estoy cansada y quería tomar una taza de té antes de que lleguen los demás invitados. Podía ir usted con Masha a probar el campo de criquet —le dijo a Tushkévich—. Ya sabe, donde han cortado el césped. Y nosotras tendremos tiempo de charlar un rato mientras tomamos el té. We'll have a cosy chat, 52¿verdad? —añadió, dirigiéndose a Anna con una sonrisa y estrechándole la mano con la que sujetaba la sombrilla.

–Mejor así, porque no puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que hacer una visita a la vieja Vrede. Hace un siglo que se lo he prometido —dijo Anna. Aunque la mentira repugnaba a su naturaleza, en sociedad se valía de ella con sencillez y naturalidad, y hasta con cierto placer.

No habría podido explicar por qué había dicho algo en lo que no había pensado ni siquiera un segundo antes. Lo había hecho porque, como Vronski no iba a ir, quería asegurarse un poco de tiempo libre para intentar verlo de alguna manera. Pero ¿por qué había mencionado precisamente a esa vieja dama de honor? Cierto que tenía que visitarla, pero también a muchas otras personas. El caso es que, al pensar en ello más tarde, llegó a la conclusión de que no se le podía haber ocurrido una estratagema mejor para entrevistarse con Vronski.

–No, no la dejaré marchar por nada del mundo —repuso Betsy, mirándola fijamente—. La verdad es que, si no la quisiera tanto, me ofendería. Es como si temiera usted que mi compañía pudiera comprometerla. Haga el favor de servirnos el té en el saloncito —le dijo al lacayo, entornando los ojos como tenía por costumbre cuando se dirigía a los criados. Acto seguido cogió la nota y la leyó—. Alekséi nos ha dado esquinazo —dijo en francés—. Me escribe que no puede venir —añadió con un tono tan sencillo y natural que nadie habría podido suponer que Vronski era para Anna algo más que un simple compañero de criquet.

Anna sabía que Betsy estaba enterada de todo, pero, siempre que la oía hablar de Vronski, le asaltaba la sospecha de si desconocería sus relaciones.

–¡Ah! —exclamó Anna con indiferencia, como si la novedad apenas le interesara, y siguió sonriendo—. ¿Y de qué manera puede comprometer a nadie su compañía? —Esa forma de ocultar un secreto, esos juegos de palabras, tenían un gran atractivo para Anna, como para todas las mujeres. Lo que le fascinaba no era tanto la necesidad y el propósito de ocultar algo, sino el proceso mismo—. No puedo ser más papista que el papa —prosiguió—, Strémov y Liza Merkálova son la flor y nata de la sociedad. Se los recibe en todas partes, y yo —enfatizó de manera especial esa última palabra– nunca he sido severa ni intolerante. Lo único que pasa es que tengo prisa.

–¿Es que no quiere encontrarse con Strémov? Dejemos que Alekséi Aleksándrovich y él rompan lanzas en el Comité. Eso a nosotras no nos incumbe. En sociedad es el hombre más amable que conozco y un apasionado jugador de criquet. Ya lo verá usted. Y, aunque su papel de viejo admirador de Liza resulta un tanto ridículo, sale bastante airoso de tan cómica situación. Es muy simpático. ¿No conoce usted a Safo Stolz? Es un tipo nuevo de mujer, completamente nuevo.

Mientras Betsy le decía todas esas cosas, Anna se daba cuenta, por su mirada alegre e inteligente, de que adivinaba la situación en la que se encontraba y buscaba la manera de ayudarla. Las dos habían entrado ya en el saloncito.

–Voy a responder a Alekséi —dijo. Y, sentándose a la mesa, le escribió unos renglones y guardó la hoja en un sobre—. Le digo que venga a comer. Me falta un caballero para una de las damas. ¿Cree que lograré convencerle con ese argumento? Perdone que la deje sola un momento. Haga el favor de cerrar la carta y despacharla —añadió desde la puerta—. Tengo que ocuparme de los preparativos.

Sin pensárselo dos veces, Anna se sentó a la mesa y, sin leer la carta de Betsy, añadió debajo: «Necesito verle. Vaya al jardín de la señora Vrede. Estaré allí a las seis».

Acto seguido selló la carta. Cuando Betsy regresó, llamó a un criado para que la llevara.

Mientras tomaban el té, que les sirvieron en una mesa-bandeja, en el fresco saloncito, las dos mujeres entablaron esa cosy chatcon que la princesa había prometido entretener a su amiga hasta que llegaran los demás invitados. Se ocupaban de las personas a las que esperaban, en particular de Liza Merkálova.

–Es muy agradable y siempre me ha caído bien —dijo Anna.

–Debe usted quererla. Ella la adora a usted. Ayer se acercó a mí después de las carreras y me dijo que lamentaba mucho que no hubieran coincidido. Dice que es usted toda una heroína de novela y que, si fuese hombre, cometería mil locuras por usted. Y Strémov le contesta que ya las comete, aunque no lo sea.

–Pero haga el favor de explicarme una cosa que no he podido entender nunca —dijo Anna, después de una breve pausa, y el tono de su voz indicaba claramente que no se trataba de una pregunta ociosa, sino de algo a lo que concedía una enorme importancia—. Dígame, por favor, ¿qué relación tiene con el príncipe Kaluzhki, ese al que llaman Mishka? No los he tratado mucho. ¿Qué hay entre ellos?

Betsy sonrió con los ojos y miró atentamente a Anna.

–Es la nueva moda —respondió—. Todos la han adoptado. Esas señoras se han puesto el mundo por montera. Pero hay distintas maneras de hacerlo.

–Sí, pero ¿qué relación tiene con Kaluzhki?

Betsy, de pronto, soltó una carcajada jovial e irreprimible, algo que le sucedía rara vez.

–Está invadiendo usted los dominios de la princesa Miágkaia. Es una pregunta propia de un enfant terrible—dijo Betsy. A pesar de sus esfuerzos evidentes, no pudo contenerse y estalló en una risotada contagiosa, típica de las personas que se ríen poco—. Habrá que preguntárselo a ellos —añadió entre lágrimas.

–Puede tomárselo usted a broma —dijo Anna, que al final había acabado contagiándose, aun sin quererlo, del buen humor de la princesa Tverskaia—, pero no lo he entendido nunca. No entiendo el papel del marido en esta historia.

–¿El marido? El marido de Liza Merkálova le lleva la manta de viaje y siempre está dispuesto a atenderla en todo. Y, en cuanto a lo demás, nadie se da por enterado. Ya sabe usted que en la buena sociedad no se habla ni se piensa en ciertos detalles del arreglo personal. Pues lo mismo pasa con este tema.

–¿Acudirá usted a la fiesta de los Rolandski? —preguntó Anna, para cambiar de conversación.

–Creo que no —respondió Betsy y, sin mirar a su amiga, empezó a llenar cuidadosamente de té aromático las tacitas transparentes. Le alargó una a Anna y acto seguido sacó un cigarrillo, lo metió en una boquilla de plata y lo encendió—. Como ve usted, me encuentro en una situación privilegiada —añadió, ya sin reírse, mientras cogía la taza—. La entiendo a usted y entiendo también a Liza. Liza es una de esas naturalezas ingenuas, infantiles, que no comprenden lo que está bien y lo que está mal. Al menos, no lo comprendía cuando era más joven. Y ahora se da cuenta de que ese desconocimiento la beneficia. Puede que ahora finja no comprender —prosiguió con una sonrisa sutil—. Sea como fuere, la beneficia. ¿Qué quiere usted? Una misma cosa se puede considerar desde un punto de vista trágico, convirtiéndola en un tormento, o aceptarla con sencillez y hasta con alegría. Puede que se deje usted llevar por un dramatismo excesivo a la hora de analizar los acontecimientos.

–¡Cómo me gustaría conocer a los demás como me conozco a mí misma! —dijo Anna con expresión seria y pensativa—. ¿Soy peor o mejor que los demás? Creo que soy peor.

–¡Un enfant terrible, un enfant terrible! —repitió Betsy—. Ya están aquí.

 

XVIII

Se oyeron unos pasos, una voz de hombre, luego otra de mujer y risas. Al cabo de unos instantes entraron los invitados a los que estaban esperando: Safo Stolz y un joven rebosante de salud, que respondía al nombre de Vaska. Por lo visto, la carne poco hecha, las trufas y el vino de Borgoña le sentaban bien. Vaska saludó a las damas y las miró, pero sólo unos instantes. Entró en el salón detrás de Safo y la siguió a poca distancia, como si estuviera atado a ella, sin apartar sus ojos brillantes: daba la impresión de que quería comérsela. Safo Stolz, una rubia de ojos negros, con zapatos de tacón alto, avanzó con pasos menudos y decididos en dirección a las mujeres, a quienes estrechó la mano con fuerza, como los hombres.

Era la primera vez que Anna veía a esa nueva celebridad, que le sorprendió por su belleza, el atrevimiento de su vestido y la audacia de sus modales. Llevaba un peinado tan aparatoso, con cabellos propios y postizos, de un suave matiz dorado, que su cabeza tenía casi la misma altura que su busto generoso y muy escotado. Avanzaba con tanto ímpetu que a cada paso las formas de sus rodillas y de sus muslos se marcaban por debajo del vestido. Uno no podía dejar de preguntarse, al ver aquella montaña ondulante de telas, dónde terminaría realmente por detrás ese cuerpo menudo y esbelto, tan descubierto por arriba como oculto por detrás y por debajo.

Betsy se apresuró a presentársela a Anna.

–Figúrese, hemos estado a punto de atropellar a dos soldados —dijo la recién llegada, entre sonrisas y guiños, mientras se arreglaba la cola del vestido, que se había echado demasiado a un lado—. He venido con Vaska... ¡Ah, me olvidaba de que no lo conoce usted! —y Safo lo nombró por su apellido y se lo presentó, ruborizándose y riéndose a carcajadas de haberlo llamado así delante de una desconocida.

El muchacho volvió a saludar a Anna, pero no le dirigió la palabra. En lugar de eso se volvió hacia Safo:

–Ha perdido usted la apuesta. Hemos llegado antes. Haga el favor de pagarme —dijo, sonriendo.

–Ahora no —replicó ella.

–Lo mismo da. Ya se lo cobraré más tarde.

–Bueno, bueno. ¡Ah, sí! —exclamó de pronto, dirigiéndose a la anfitriona– Pues sí que estoy buena... Se me olvidaba... He traído a un invitado. Aquí está.

El joven e inesperado visitante que había traído y olvidado Safo era un personaje tan importante que, a pesar de su corta edad, ambas señoras se levantaron para saludarlo. 53

Era el nuevo admirador de Safo. Lo mismo que Vaska, seguía todos sus pasos.

Poco después llegaron el príncipe Kaluzhki y Liza Merkálova, acompañados de Strémov. Liza era una morena de rostro oriental y aire indolente, con unos ojos maravillosos y enigmáticos, como decía todo el mundo. El vestido negro que llevaba (en el que Anna se fijó en seguida, dándole su aprobación) le sentaba de maravilla a su tipo de belleza. Era tan delicada y lánguida como Safo brusca e impulsiva.

A Anna le parecía mucho más atractiva. Betsy le había dicho que Liza había adoptado el tono de un niño ingenuo, pero, nada más verla, se dio cuenta de que no era verdad. Por muy mimada que estuviera y mucha inocencia que fingiera, era una mujer dulce y afable. Cierto que su actitud no se diferenciaba mucho de la de Safo. También a ella la seguían a todas partes, comiéndosela con los ojos, dos admiradores, uno viejo y otro joven, pero ella estaba por encima del ambiente: tenía el brillo de un diamante auténtico entre baratijas de vidrio. Ese brillo resplandecía en sus ojos fascinantes, verdaderamente enigmáticos. La mirada cansada y a la vez apasionada de esos ojos, rodeados de un cerco oscuro, sorprendían por su sinceridad incuestionable. Cualquiera que se asomaba a esos ojos se figuraba conocerla por entero, y ya no podía dejar de amarla. Al ver a Anna su rostro se iluminó con una sonrisa de felicidad.

–¡Ah, cuánto me alegro de verla! —exclamó, acercándose—. Ayer, en las carreras, habría querido saludarla, pero se marchó usted. Tenía mucho interés en verla precisamente ayer. ¿Verdad que fue terrible? —preguntó, mirando a Anna con esos ojos que parecían revelar toda su alma.

–Sí, nunca creí que fueran tan emocionantes —respondió Anna, ruborizándose.

En ese momento todos los presentes se levantaron para salir al jardín.

–Yo me quedo aquí —dijo Liza sonriendo y sentándose al lado de Anna—. ¿Usted tampoco va? ¡No sé qué placer encuentran enjugar al criquet!

–A mí me gusta —replicó Anna.

–¿Y qué hace usted para no aburrirse? Basta con mirarla para sentirse alegre. Usted vive; yo, en cambio, me aburro.

–¿Cómo es posible? ¡Si disfruta usted de la compañía más alegre de todo San Petersburgo! —dijo Anna.

–Puede que los que no pertenezcan a nuestro círculo se aburran todavía más. En nuestro caso, al menos en el mío, no sólo no nos divertimos, sino que nos aburrimos mucho, muchísimo.

Safo encendió un cigarrillo y salió al jardín con los dos jóvenes. Betsy y Strémov se quedaron a tomar el té.

–¿Cómo puede decir usted que se aburre? —preguntó Betsy—. Según Safo, se lo pasaron muy bien ayer en su casa.

–¡Ah, no me hable! ¡Fue una pesadez! —replicó Liza Merkálova—. Fuimos todos a mi casa después de las carreras. ¡Y siempre las mismas cosas! ¡Siempre las mismas caras! Nos pasamos toda la tarde apoltronados en los sofás. ¿Qué diversión va a ser ésa? ¿Y qué hace usted para no aburrirse? —prosiguió, dirigiéndose de nuevo a Anna—. Basta con mirarla para darse cuenta de que puede ser usted feliz o desdichada, pero que no se aburre. Dígame, ¿cómo lo hace?

–No hago nada —respondió Anna, ruborizándose ante esas preguntas tan inoportunas.

–Es la mejor solución —intervino Strémov.

Era un hombre pequeño, de unos cincuenta años, con el pelo entrecano, bien conservado, con un rostro inteligente y expresivo que compensaba un tanto su fealdad. Liza Merkálova era sobrina de su mujer, y Strémov pasaba con ella todo su tiempo libre. Como era un hombre listo y muy curtido en sociedad, al encontrarse con Anna Karénina, esposa de su adversario político, extremó sus atenciones con ella.


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