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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–La única objeción que podría hacerse, si me lo permite... —observó Goleníschev.

–Ah, se lo ruego. Me agradará mucho oírle —replicó Mijáilov, con una sonrisa forzada.

–Ha creado usted un hombre Dios, no un Dios hombre. En cualquier caso, sé que es eso lo que pretendía.

–No puedo pintar a un Cristo que no llevo en mi alma —dijo Mijáilov con aire sombrío.

–Sí, pero en ese caso, si me permite que le exprese mi opinión... Su cuadro es tan bueno que mi observación no puede perjudicarlo; además, se trata sólo de una opinión personal. Con usted es distinto. El motivo mismo es diferente. Pero tomemos por ejemplo a Ivánov. Si lo que se pretendía era reducir a Cristo al nivel de una figura histórica, ¿no habría sido mejor que Ivánov hubiera elegido otro tema histórico, más fresco, no tan manoseado?

–Pero ¿acaso no es éste el tema más grande del que puede ocuparse el arte?

–Si se buscan, se pueden encontrar otros. En cualquier caso, lo que sucede es que el arte no soporta la discusión y el razonamiento. Y ante el cuadro de Ivánov tanto el creyente como el no creyente se ven enfrentados a la misma pregunta: ¿es Dios o no es Dios? De ese modo se destruye la unidad de la impresión.

–¿Por qué? Me parece que en el caso de personas cultas esta cuestión está de más —dijo Mijáilov.

Goleníschev mostró su desacuerdo e, insistiendo en su primera idea sobre la unidad de la impresión, necesaria en el arte, derrotó a Mijáilov.

Éste, a pesar de su excitación, fue incapaz de decir nada en defensa de sus tesis.

 

XII

Anna y Vronski, a quienes molestaba la erudita locuacidad de su amigo, intercambiaban miradas desde hacía ya un buen rato. Finalmente Vronski, sin esperar a que se lo indicara el artista, se acercó a otro cuadro de menor tamaño.

–¡Ah, qué maravilla, qué maravilla! ¡Es un prodigio! ¡Qué maravilla! —exclamaron al unísono Anna y Vronski.

«¿Qué es lo que les habrá gustado tanto?», pensó Mijáilov. Ya se había olvidado de ese cuadro, pintado hacía tres años. Había olvidado todos los sufrimientos y deleites que le había deparado, durante los meses en que lo había absorbido por entero, como olvidaba siempre todas las obras terminadas. Ni siquiera le agradaba contemplar esa tela, que sólo exponía con la esperanza de que algún inglés se decidiera a comprarla.

–No es más que un viejo estudio —dijo.

–¡Qué bonito! —exclamó Goleníschev, que también parecía fascinado por el encanto de ese cuadro.

Dos niños pescaban con caña a la sombra de un sauce. Uno de ellos, el mayor, acababa de echar el anzuelo y con mucho cuidado trataba de soltar el corcho prendido en un arbusto, embebido por entero en su labor. El otro, más pequeño, estaba tumbado en la hierba, las manos apoyadas en la cabeza de cabellos rubios y revueltos, y contemplaba el agua con ojos azules y meditabundos. ¿En qué estaría pensando?

La admiración ante ese cuadro volvió a despertar en Mijáilov la misma emoción de antes, pero temía y evitaba la inútil nostalgia del pasado. Por eso, aunque le alegraban los elogios, procuró dirigir la atención de los visitantes hacia un tercer cuadro.

Pero Vronski le preguntó si estaba en venta. En esos momentos, alterado por aquella visita, a Mijáilov le resultaba muy desagradable hablar de dinero.

–Para eso está expuesto —respondió, frunciendo el ceño con aire sombrío.

Cuando los visitantes se marcharon, Mijáilov se sentó enfrente del cuadro de Cristo y Pilatos, repasó los comentarios que habían hecho y lo que se sobreentendía en sus palabras. Y, cosa extraña, esas observaciones, que le habían parecido de tanto peso cuando estaban presentes y cuando procuró contemplar el cuadro desde su punto de vista, de pronto perdieron todo su significado. Se puso a contemplar la obra con su mirada de artista y llegó a convencerse de su perfección y, en consecuencia, de su importancia, algo necesario para recobrar esa disposición de espíritu, que excluía cualquier otro interés, sin la cual no le era posible trabajar.

En cualquier caso, la pierna de Cristo en escorzo no le había quedado bien. Tomó la paleta y se puso a trabajar. Mientras corregía la pierna, no dejaba de mirar la figura de Juan, en el fondo, en la que los visitantes no habían reparado, pero que él consideraba la cumbre de la perfección. Una vez terminada la pierna, quiso ponerse a trabajar en esa figura, pero se sentía demasiado agitado. Lo mismo que no podía pintar en un estado de apatía, tampoco podía hacerlo cuando estaba demasiado exaltado y veía las cosas demasiado bien. Sólo había un peldaño en ese tránsito de la frialdad a la inspiración en el que era posible trabajar. Y ahora estaba demasiado excitado. Hizo ademán de cubrir el cuadro, pero se detuvo con la sábana en la mano, sonrió con expresión beatífica y se quedó mirando largo rato la figura de Juan. Por último, como si le diera pena apartarse de su obra, dejó caer la sábana y volvió a su casa, cansado, pero feliz.

En el camino de regreso, Vronski, Anna y Goleníschev se mostraron especialmente animados y alegres. Hablaban de Mijáilov y de su cuadro. La palabra «talento», con la que querían dar a entender una cualidad innata, casi física, independiente de la inteligencia y del corazón, que abarcaba todo lo que experimentaba el artista, salía a colación cada dos por tres, pues la necesitaban para referirse a algo de lo que no tenían la menor idea, pero de lo que querían hablar. Dijeron que no podía ponerse en duda su talento, pero que no había podido desarrollarlo por falta de instrucción, defecto común a todos los pintores rusos. Pero el cuadro de los dos niños no se les iba de memoria y a cada momento volvían a mencionarlo.

–¡Qué maravilla! ¡Qué bien le ha quedado! ¡Y qué sencillez! Y no se da cuenta del valor que tiene. No se puede perder la oportunidad. Hay que comprarlo —decía Vronski.

 

XIII

Mijáilov vendió el cuadro a Vronski y aceptó hacerle un retrato a Anna. El día señalado se presentó en la casa y se puso a trabajar.

A partir de la quinta sesión el retrato asombró a todos, en especial a Vronski, no sólo por el parecido, sino por su particular belleza. ¡Qué extraño que Mijáilov hubiera podido captar una belleza tan peculiar! «Hay que conocerla y amarla como yo la amo para descubrir esa expresión dulce y espiritual», pensaba Vronski, aunque no se había percatado de esa expresión dulce y espiritual hasta que contempló el retrato. Pero el artista la había plasmado con tanta veracidad que todos creían haberla visto mucho antes.

–Con todo lo que me he esforzado y no he conseguido nada —decía de su propio retrato—. En cambio, él no ha hecho más que mirarla, y ahí tiene el resultado. A eso es a lo que le llamo yo técnica.

–Ya llegará —le consolaba Goleníschev. En su opinión, Vronski tenía talento y, sobre todo, cultura, y eso le procuraba una visión superior del arte. Por lo demás, ese juicio favorable se apoyaba también en la necesidad de que Vronski se interesara por sus artículos e ideas y los alabara. De algún modo se daba cuenta de que el apoyo y los elogios debían ser mutuos.

Fuera de su estudio, Mijáilov parecía otro hombre. Y ese rasgo se acentuaba de manera especial en el palazzo deVronski, donde hacía gala de una suerte de deferencia hostil, como si temiera trabar amistad con gente a la que no respetaba. Daba a Vronski el tratamiento de su excelencia y, a pesar de las invitaciones de la pareja, no se quedaba nunca a comer y sólo se le veía en las horas de las sesiones. Anna se mostraba más amable con él que con otras personas y le estaba agradecida por el retrato. Vronski le trataba con mucha consideración y se mostraba muy interesado por conocer su opinión sobre el cuadro que había pintado. Goleníschev no perdía ocasión de inculcarle los verdaderos preceptos del arte. Pero Mijáilov se mostraba igualmente frío con todos. Anna se daba cuenta de que le gustaba mirarla, aunque evitaba conversar con ella. Cuando Vronski le hablaba de su pintura, guardaba un terco silencio, y lo mismo hacía cuando le enseñaba su cuadro. En cuanto a los discursos de Goleníschev, era evidente que le aburrían y que no se molestaba en contradecirle.

En general, esa actitud reservada, desagradable y hasta hostil motivó que ninguno de los tres llegara a tener una buena opinión del pintor cuando llegaron a conocerlo mejor. Y se alegraron cuando, una vez acabadas las sesiones, Mijáilov dejó de aparecer por la casa, dejándoles como recuerdo un magnífico retrato.

Goleníschev fue el primero en expresar en voz alta lo que todos pensaban; a saber, que Mijáilov tenía envidia de Vronski.

–Supongamos que no sea envidia lo que siente, porque tiene talento. Pero le molesta que un hombre rico, de buena posición y conde por añadidura (esa gente odia todas esas cosas), consiga, sin grandes esfuerzos, resultados iguales, si no mejores, en una actividad a la que él ha consagrado su vida entera. Pero lo más importante de todo es su falta de cultura.

Vronski defendió a Mijáilov, pero en el fondo de su alma daba la razón a su amigo, porque estaba convencido de que un hombre de posición inferior no podía por menos de tenerle envidia.

Los dos retratos de Anna, pintados ambos del natural, tendrían que haberle aclarado de una vez por todas las diferencias que había entre él y Mijáilov. Pero él no las veía. No obstante, una vez que Mijáilov concluyó su cuadro, Vronski dejó de ocuparse del suyo, pues le parecía superfluo. En cualquier caso, siguió trabajando en aquella tela de tema medieval. Tanto Goleníschev como él, y sobre todo Anna, la juzgaban excelente, porque guardaba una semejanza mucho mayor con cuadros conocidos que el lienzo de Mijáilov.

En cuanto al pintor, a pesar de lo mucho que le fascinaba el retrato de Anna, se alegró aún más que ellos cuando lo terminó, pues ya no tendría que oír las peroratas de Goleníschev sobre arte y podría olvidarse del cuadro de Vronski. Sabía que era imposible prohibirle que se divirtiera con la pintura; que tanto él como los demás diletantes tenían derecho a pintar cuanto quisieran; pero lo cierto era que le molestaba. No se puede impedir que un hombre modele una gran muñeca de cera y la bese. Pero, si el individuo de la muñeca se sentara delante de un enamorado y se pusiera a acariciar a su criatura como el otro acaricia a su amada, el enamorado se sentiría molesto. Un efecto similar producía en Mijáilov la pintura de Vronski. La encontraba ridícula, irritante, ofensiva y patética.

El entusiasmo de Vronski por la pintura y la Edad Media no duró mucho. Tenía tanto gusto para el arte que no fue capaz de concluirlo. Lo dejó sin terminar. Albergaba la vaga sospecha de que sus defectos, poco apreciables en un principio, se harían más llamativos a medida que avanzara. Su caso era idéntico al de Goleníschev: en el fondo sabía que no tenía nada que decir, pero se engañaba pensando que su idea no estaba madura, que tenía que desarrollarla y seguir reuniendo materiales. Pero, mientras a Goleníschev esa constatación le irritaba y le atormentaba, Vronski no podía engañarse y atormentarse, y mucho menos irritarse. Con la resolución que le caracterizaba, sin ofrecer ninguna explicación ni justificarse, dejó de dedicarse a la pintura.

Pero sin esa ocupación la vida en aquella ciudad italiana se le antojó aburridísima, y también a Anna, sorprendida de ese repentino desencanto. De pronto el palacio les pareció viejo y sucio; les desagradaba ver las manchas de las cortinas, las grietas del suelo, las desconchaduras de las cornisas. Se hartaron del asiduo Goleníschev, del profesor de italiano y del viajero alemán, y sintieron la necesidad de cambiar de vida. Decidieron regresar a Rusia y establecerse en el campo. Vronski contaba con dividir las tierras con su hermano cuando llegaran a San Petersburgo, y Anna con ver a su hijo. Planeaban pasar el verano en la gran hacienda familiar de Vronski.

 

XIV

Levin llevaba casado casi tres meses. Era feliz, pero de un modo muy distinto a como había imaginado. A cada paso se desvanecían sus viejos sueños, aunque no tardaba en descubrir nuevos e insospechados encantos. Era feliz, pero, ya en los primeros tiempos de vida conyugal, se dio cuenta de que la convivencia era algo muy distinto de lo que se había figurado. Una y otra vez se sentía como un hombre que, después de admirar la marcha serena y regular de una barca por un lago, quisiera gobernarla. Se daba cuenta de que no bastaba con quedarse sentado, sin balancearse. Había que estar muy atento, no perder la concentración ni un segundo. Era preciso mantener el rumbo, recordar que había agua debajo, remar sin descanso, soportar el dolor en las manos, desacostumbradas a ese trabajo. El papel de espectador era fácil. El de protagonista muy agradable, pero también muy difícil.

En sus tiempos de soltero, cuando observaba la vida conyugal de otras parejas, sus preocupaciones menudas, sus discusiones y sus celos, Levin sonreía desdeñoso para sus adentros. Estaba convencido de que en su futura vida de casado no habría espacio para tales cosas; hasta las formas externas serían completamente distintas. Pero lo cierto era que su vida conyugal, lejos de seguir un esquema distinto, se componía de las mismas naderías insignificantes que tanto había despreciado en el pasado y que ahora, por más que procurara impedirlo, adquirían una importancia extraordinaria e indiscutible. Y llegó a la conclusión de que no era tan fácil arreglar todas esas menudencias como le había parecido antes. A pesar de que se creía en posesión de las más precisas nociones de la vida familiar, se la imaginaba involuntariamente, como todos los hombres, como un goce de amor sin estorbo alguno, del que no podrían distraerlo las preocupaciones mezquinas. Según pensaba, se ocuparía de sus tareas y luego descansaría en la dicha del amor. La mujer debía contentarse con recibir su amor. Pero, como todos los hombres, se había olvidado de que también ella tenía necesidad de trabajar. Y le asombraba que la encantadora y poética Kitty, no ya en las primeras semanas, sino incluso en los primeros días de vida en común, pudiera preocuparse de los manteles, de los muebles, de los colchones para los invitados, de las bandejas, del cocinero, de la comida, etcétera. Antes de la boda, Levin se sorprendió de la determinación con que Kitty se había negado a viajar al extranjero, en favor del traslado a la aldea, como si ya supiera lo que necesitaba y fuera capaz de pensar en otras cosas al margen de su amor. Entonces se había sentido ofendido; también ahora le irritaban algunas veces esas menudencias, esa preocupación por cosas insignificantes. Se daba cuenta de que Kitty necesitaba esa actividad. Y, como la amaba, no podía dejar de admirar esas tareas, aunque no las comprendiera y se burlara de ellas. Le divertía verla colocar los muebles traídos de Moscú, arreglar a su gusto su habitación y la de él, colgar las cortinas, asignar las habitaciones para los futuros invitados y para Dolly, disponer el cuarto de su nueva doncella, encargar la comida al viejo cocinero, discutir con Agafia Mijáilovna y quitarle la llave de la despensa. Se daba cuenta de que el viejo cocinero sonreía y escuchaba admirado las órdenes disparatadas e imposibles de cumplir, y que Agafia Mijáilovna movía la cabeza con aire meditabundo y cariñoso al oír las nuevas disposiciones de la joven señora con respecto a las provisiones. La encontraba encantadora cuando, riendo y llorando, iba en su busca y le decía que la doncella Masha seguía considerándola una señorita y que nadie le hacía caso. Todo eso le agradaba, aunque le parecía extraño, y pensaba que sería mejor prescindir de esas cosas.

No era consciente del cambio que se había operado en la vida de Kitty. Antes, en casa de sus padres, por más que le apeteciera tomar col con kvaso unos bombones, no podía conseguir ni una cosa ni la otra; ahora podía encargar lo que quisiera, comprar montañas de bombones, gastar cuanto dinero se le antojara, pedir que prepararan sus pasteles favoritos.

Esperaba con ilusión la llegada de Dolly y de los niños, sobre todo porque encargaría para ellos los pasteles que más les gustaban y Dolly podría apreciar el nuevo orden de la casa. Ni ella misma sabía la razón, pero el caso es que el cuidado del hogar la atraía de una manera irresistible. Sintiendo instintivamente la proximidad de la primavera y sabiendo que aún vendrían días de mal tiempo, arreglaba su nido lo mejor que podía, al mismo tiempo que se apresuraba a aprender cómo hacerlo.

La preocupación por las menudencias, tan contraria al elevado ideal que Levin se había forjado de la felicidad en los primeros tiempos del matrimonio, constituyó una suerte de desilusión. Pero lo cierto es que esa actividad, cuyo sentido se le escapaba, acabó gustándole y se convirtió en uno de los nuevos encantos de su vida.

Otro motivo de penas y alegrías fueron las disputas. Levin había imaginado que las relaciones con su mujer serían siempre respetuosas, tiernas y afectuosas. Pero ya en los primeros días discutieron, y Kitty le dijo que no la quería, que era un egoísta, se echó a llorar, se retorció las manos.

La primera discusión se produjo después de una visita de Levin a la nueva granja. Había querido tomar un atajo, pero se extravió y llegó media hora tarde. De camino a casa iba pensando en ella, en su amor, en su felicidad, y, cuanto más se acercaba, más se exacerbaba su ternura. Presa de un sentimiento semejante al que le embargaba cuando fue a casa de los Scherbatski a pedir su mano, aunque más intenso, entró en la habitación. Pero Kitty le recibió con una expresión sombría, que nunca había visto antes. Quiso besarla, pero ella lo rechazó.

–¿Qué te pasa?

–Tú te diviertes... —repuso Kitty tratando de conservar un tono sereno e hiriente.

Pero, en cuanto abrió la boca, salieron a relucir los absurdos celos que la habían atormentado a lo largo de esa media hora que había pasado inmóvil al pie de la ventana, y estalló en una retahíla de reproches. Entonces comprendió Levin por primera vez lo que no había comprendido cuando salió con ella de la iglesia después de la boda; a saber, que esa mujer estaba tan cerca de él que ya no sabía dónde acababa ella y dónde empezaba él. Así se lo dio a entender la dolorosa sensación de desdoblamiento que experimentó en esos instantes. Al principio se ofendió, pero al cabo de un momento comprendió que ella ya no podía ofenderle, porque era una parte de su propio ser. Se sentía como un hombre que, después de recibir un golpe por la espalda, se vuelve airado, buscando al agresor para vengarse, y descubre que se ha lastimado él mismo sin querer, que no puede enfadarse con nadie y que no le queda más remedio que soportar en silencio el dolor.

Nunca volvió a sentirlo con tanta fuerza, pero la primera vez tardó mucho tiempo en recobrarse. Un sentimiento natural le impulsaba a justificarse, a demostrarle que estaba equivocada. Pero eso significaría irritarla aún más, agravar las diferencias motivadas por el altercado. Su primera reacción había sido quitarse la culpa y echársela a ella; pero acto seguido un sentimiento más fuerte le impulsó a superar cuanto antes las desavenencias, para que no se agrandara la brecha que había surgido entre ambos. Le resultaba penoso aceptar una acusación tan injusta, pero tratar de justificarse y hacer daño a Kitty era todavía peor. Era como un hombre adormilado acuciado por un dolor, que quiere desembarazarse de la zona dolorida, arrancársela de alguna manera, y cuando despierta se da cuenta de que es su propio cuerpo lo que le duele. Lo único que podía hacer era buscar el modo de que sanase la zona dolorida, y a eso se aplicó.

Se reconciliaron. Sintiéndose culpable, aunque no lo confesara, Kitty se mostró más cariñosa con él, y ambos encontraron en su amor una felicidad nueva y redoblada, lo que no era óbice para que las disputas se repitieran, incluso con bastante frecuencia, por los motivos más nimios e inesperados. Las discusiones solían entablarse porque aún no sabían lo que era importante para el otro y porque en esos primeros tiempos ambos estaban a menudo de mal humor. Cuando sólo uno de ellos estaba irritado, la paz no se alteraba, pero, cuando lo estaban los dos, se producían altercados por motivos tan incomprensibles e insignificantes que más tarde ni siquiera se acordaban de la razón por la que habían discutido. Cierto que cuando ambos estaban de buen humor la alegría de vivir se duplicaba. En cualquier caso, esos primeros tiempos de vida en común fueron penosos para ambos.

A lo largo de los días notaban con especial intensidad la tensión de la cadena que los unía, pues cada uno tiraba de su lado. En general, la luna de miel, es decir, el mes posterior a la boda, del que Levin, prestando oídos a la tradición, tanto había esperado, no sólo no fue un período feliz, sino que quedó grabado en el recuerdo de ambos como la época más penosa y humillante de sus vidas. En lo sucesivo ambos procuraron borrar de su memoria todos los incidentes desagradables y vergonzosos de ese período insano, en que rara vez se hallaban en un estado de ánimo normal, tal como eran en realidad.

Sólo a partir del tercer mes de matrimonio, después de regresar de Moscú, donde habían pasado un mes, la vida siguió un cauce más regular.

 

XV

Acababan de llegar de Moscú y disfrutaban de su soledad. Levin estaba en su despacho, escribiendo. Kitty, con ese vestido lila oscuro que había llevado los primeros días de su matrimonio, y que tan gratos recuerdos le traían a él, hacía una broderie anglaise, 83sentada en el antiguo sofá de cuero que había estado siempre en el despacho del abuelo y del padre de su marido. Mientras pensaba y escribía, Levin sentía con agrado la presencia de su mujer. No había abandonado la administración de la finca ni la redacción de su libro, en el que se proponía sentar las bases de un nuevo tipo de explotación agrícola. Pero, así como antes esas ocupaciones e ideas le parecían mezquinas e insignificantes en comparación con la oscuridad que cubría toda su vida, ahora se le antojaban nimias e intrascendentes cuando las contrastaba con la vida que se abría ante él, inundada de la brillante luz de la felicidad. Seguía ocupándose de sus tareas, pero ahora se daba cuenta de que el centro de gravedad de su atención estaba en otra parte y que, gracias a eso, veía las cosas de otra manera y con mayor claridad. Antes, sus ocupaciones eran una especie de salvación. Sentía que sin ellas la vida sería demasiado sombría. Ahora las consideraba imprescindibles para que la existencia no fuera tan uniformemente brillante. Volvió a retomar sus papeles, releyó lo que había escrito y descubrió con alegría que el tema merecía la pena. Era algo nuevo y útil. Muchas de sus anteriores ideas le parecieron superfluas y exageradas, pero también le quedaron claras muchas lagunas al pasar revista en la memoria a todo el asunto. Estaba escribiendo un capítulo nuevo sobre las causas del lastimoso estado de la agricultura en Rusia. Demostraba que la pobreza del país se debía no sólo a la desigual distribución de las tierras y a una dirección equivocada; en los últimos tiempos también había contribuido a ese estado de cosas una civilización ajena injertada de manera artificial en el país, sobre todo los medios de comunicación y el ferrocarril, que habían favorecido la centralización en las ciudades, el aumento del lujo, y, como consecuencia, el desarrollo de las industrias fabriles, el crédito y su compañera, la bolsa, en detrimento de la agricultura. Creía que, si la riqueza del Estado seguía un desarrollo normal, todos esos fenómenos no debían surgir hasta que se lograran avances significativos en la agricultura, hasta que alcanzara una dirección acertada, o al menos definida. Opinaba que la riqueza de un país debe aumentar de modo uniforme, y de tal manera que otras fuentes de riqueza no sobrepasasen a la agricultura. Consideraba que los medios de comunicación debían estar en consonancia con el grado de desarrollo de la agricultura y que, con el injusto sistema de explotación de las tierras vigente en Rusia, el ferrocarril, que respondía a una necesidad política, no económica, era un fenómeno prematuro, ya que, en lugar de favorecer la agricultura, como se esperaba, había supuesto un freno y un impedimento, fomentando, en cambio, el desarrollo de la industria y del crédito. Así pues, de la misma manera que en un animal el desarrollo exclusivo y prematuro de un órgano perjudicaba su crecimiento general, el crédito, los medios de comunicación, el aumento de las fábricas —acontecimientos necesarios en Europa, pues había llegado su momento—, en Rusia estaban perjudicando el desarrollo general de la riqueza, al eludir la cuestión fundamental y urgente: la organización de la agricultura.

Mientras Levin escribía, Kitty pensaba en la amabilidad poco natural con que su marido había tratado al joven príncipe Charski, que la había estado cortejando con muy poco tacto la víspera de su partida. «Está celoso —pensaba—. ¡Dios mío, qué simpático y qué tonto es! ¡Tiene celos! Si supiera que todos los hombres me importan tanto como Piotr el cocinero! —pensaba, mirando con un extraño sentimiento de propiedad la nuca y el cuello rojo de su marido—. Aunque me da pena distraerlo de su trabajo (en cualquier caso, ya recuperará el tiempo perdido), tengo que verle la cara. ¿Se habrá dado cuenta de que lo estoy mirando? Quiero que se vuelva... ¡Eso es lo que quiero!», y abrió aún más los ojos, para reforzar el efecto de su mirada.

–Sí, se quedan todo el jugo y despiden un brillo falso —murmuró Levin, dejando de escribir y, dándose cuenta de que su mujer lo estaba mirando con una sonrisa en los labios, se volvió—. ¿Qué pasa? —preguntó, sonriendo, y acto seguido se puso en pie.

«Se ha vuelto», pensó ella.

–Nada, sólo quería que te volvieras —respondió Kitty, tratando de adivinar si le había molestado la interrupción.

–¡Qué bien estamos los dos solos! Al menos yo —dijo, acercándose a Kitty, radiante de felicidad.

–¡Me encuentro tan a gusto! No quiero ir a ningún sitio, y mucho menos a Moscú.

–¿En qué estabas pensando?

–¿Yo? Pues... Pero no, no. Sigue escribiendo, no te distraigas —replicó Kitty, frunciendo los labios—. Tengo que cortar todos esos agujeritos, ¿ves?

Cogió las tijeras y se puso manos a la obra.

–No, dime lo que estabas pensando —insistió Levin, sentándose a su lado y siguiendo el movimiento circular de las tijeritas.

–¿De verdad quieres saberlo? Pues estaba pensando en Moscú y en tu nuca.

–¿Qué habré hecho para merecer esta felicidad? No es natural. Es demasiado bueno para ser cierto —dijo, besándole la mano.

–En mi opinión es al revés: cuanto más bueno, más natural.

–Se te ha soltado un rizo —dijo Levin, volviéndole con cuidado la cabeza—. ¿Lo ves? Ahí está. Bueno, vamos a seguir trabajando.

Pero no lo hicieron. Cuando Kuzmá entró para anunciarles que el té estaba servido, se separaron bruscamente con aire culpable.

–¿Han venido de la ciudad? —preguntó Levin a Kuzmá.

–Acaban de llegar. Están sacando el equipaje.

–No tardes —le dijo Kitty, saliendo del despacho—, o leeré sola la correspondencia. Luego tocaremos a cuatro manos.

Una vez solo, después de guardar los cuadernos en una cartera nueva que le había comprado Kitty, fue a lavarse las manos a un lavabo nuevo, con elegantes accesorios que también habían aparecido con ella. Levin movía la cabeza con aire de reproche, divertido de sus propios pensamientos. No obstante, le atormentaba una sensación semejante a los remordimientos. Su vida actual le daba algo de vergüenza: se había vuelto demasiado muelle, demasiado «capuana», 84como decía él. «No está bien vivir así —pensaba—. Llevo ya casi tres meses sin hacer nada. Hoy ha sido la primera vez que me he puesto a trabajar en serio, ¿y qué ha pasado? Nada más empezar, he tenido que dejarlo. Hasta he abandonado mis ocupaciones habituales. Ya no recorro la finca, ni a pie ni a caballo. Unas veces me da pena dejarla sola, otras me doy cuenta de que se aburre. Y yo que pensaba que sólo después del matrimonio empezaba la vida de verdad. Pronto hará tres meses que nos casamos, y nunca he pasado el tiempo de manera tan ociosa e inútil. No, esto no puede seguir así, tengo que ponerme a trabajar. Claro que ella no tiene la culpa. No se le puede hacer ningún reproche. Yo tendría que haberme mostrado más firme, defender mi independencia de hombre. Si sigo así, acabaré por acostumbrarme y ella también... Claro que ella no tiene la culpa», se decía.

Pero es difícil que un hombre descontento consigo mismo no culpe a otra persona, sobre todo a la que tiene más cerca, de su situación. Y Levin se puso a pensar de un modo vago que no era Kitty quien tenía la culpa (no se la podía culpar de nada), sino su educación demasiado frívola y superficial («sé que quería pararle los pies a ese estúpido de Charski, pero no sabía cómo hacerlo»). «Sí, además de su interés por las tareas de la casa (no cabe duda de que lo tiene), por los vestidos y por la broderie anglaise, no tiene ocupaciones serias. No le interesa mi trabajo, ni las labores de la hacienda, ni los campesinos, ni la música, para la que tiene bastantes aptitudes, ni la lectura. No hace nada y está completamente satisfecha.» Levin condenaba esa actitud en el fondo de su alma, sin comprender que Kitty se estaba preparando para el período de actividad que se avecinaba, en el que tendría que desempeñar a la vez el papel de esposa de su marido y señora de la casa, y además dar a luz, criar y educar a sus hijos. No entendía que ella sabía todas esas cosas por instinto y que se estaba preparando para un trabajo agotador; por eso no se reprochaba los momentos de despreocupación, felicidad y amor que estaba disfrutando ahora, mientras se ocupaba alegremente de poner en orden su futuro nido.

 

XVI

Cuando Levin subió a la planta de arriba, su mujer estaba sentada al lado del nuevo samovar de plata y un servicio de té también nuevo. Después de acomodar a la anciana Agafia Mijáilovna delante de una mesita y de llenarle una taza de té, se había puesto a leer una carta de Dolly, con quien mantenía una correspondencia copiosa y continua.


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