Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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–En cualquier caso, parece que llevan mucho tiempo preparándose.
–Pero esta vez nos hemos decidido —dijo Anna, sin apartar los ojos de Vronski, como dándole a entender que no había ninguna posibilidad de reconciliación—. ¿Es que no le da pena de ese desdichado de Pestsov? —preguntó, continuando la conversación que había entablado con Yashvín.
–Pues la verdad es que no me lo he preguntado, Anna Arkádevna. Tampoco en la guerra te preguntas si te da pena o no. Toda mi fortuna está aquí —dijo, señalando un bolsillo lateral—, y ahora soy un hombre rico. Hoy mismo iré al casino y puede que salga de allí como un mendigo. Pues el que se siente a jugar conmigo también querrá dejarme sin camisa, como yo a él. Será como un combate y ahí está la gracia.
–Y si estuviera usted casado, ¿cómo se lo tomaría su mujer? —preguntó Anna.
Yashvín se echó a reír.
–Precisamente por eso no me he casado nunca ni tengo intención de hacerlo.
–¿Y Helsingfors? —preguntó Vronski, interviniendo en la conversación, y echó un vistazo al rostro risueño de Anna.
Al percibir su mirada, Anna adoptó de pronto una expresión fría y severa, con la que pretendía decirle: «No me he olvidado. Todo sigue igual».
–¿Es que no ha estado enamorado? —le preguntó a Yashvín.
–¡Ah, Señor! ¡Muchas veces! Pero vea usted: hay quien puede sentarse a echar una partida y levantarse de la mesa cuando llega la hora del rendez-vous. Yo, en cambio, puedo ocuparme de asuntos del corazón, pero a condición de que no me impidan llegar a tiempo a la mesa de juego cada tarde. Así he organizado mi vida.
–No, no le pregunto por eso, le hablo del presente —Anna se refería a Helsingfors, pero no quería pronunciar una palabra que había dicho Vronski.
Llegó Vóitov para comprarle un potro a Vronski. Anna aprovechó la circunstancia para levantarse y salir de la habitación.
Antes de marcharse, Vronski pasó a verla. Ella hizo como si estuviera buscando algo en la mesa, pero, avergonzada de fingir, le miró directamente a la cara con frialdad.
–¿Qué quieres? —le preguntó en francés.
–Vengo a coger el certificado de Gambetta. Lo he vendido —respondió Vronski en un tono de voz que decía con mayor claridad que cualquier palabra: «No tengo tiempo para explicaciones; además, no conducirían a nada».
«No tengo la culpa de nada —pensó—. Si quiere mortificarse, tant pis pour elle.» 197
Pero, en el momento de salir, le pareció que le había dirigido la palabra, y su corazón se estremeció de compasión.
–¿Qué dices, Anna? —preguntó.
–Nada —respondió ella con la misma frialdad y serenidad.
«Pues si no es nada, tant pis», pensó Vronski, recobrando ese aire displicente, y se volvió para salir. Ya en el umbral, vio el rostro de Anna en el espejo, pálido y con los labios temblorosos. Estuvo a punto de detenerse para decirle una palabra amable, pero sus piernas le llevaron fuera de la habitación antes de que se le ocurriera algún comentario. Pasó todo el día fuera de casa y cuando regresó, a última hora de la tarde, la doncella le dijo que a Anna Arkádevna le dolía la cabeza y que le había rogado que no entrara a verla.
XXVI
Nunca había durado una disputa un día entero. Era la primera vez. Y no se trataba de una mera discusión. Era una muestra evidente de un alejamiento definitivo. ¿Cómo era posible que pudiera mirarla como lo había hecho cuando entró en la habitación a coger el certificado? Había visto que estaba desesperada, con el corazón hecho trizas y, sin embargo, había salido en silencio, con esa expresión de indiferencia e impasibilidad. No es que se hubiera vuelto frío con ella, es que la odiaba porque amaba a otra mujer. No cabía la menor duda.
Y, al recordar todas las crueldades que Vronski le había dicho, se imaginaba las que probablemente habría querido y podido decirle, y se irritaba cada vez más.
«No la retengo —podría haberle dicho—. Puede marcharse a donde le plazca. No ha querido divorciarse de su marido seguramente porque quiere volver con él. Pues adelante. Si necesita usted dinero, no tiene más que pedírmelo. ¿Cuántos rublos le hacen falta?»
Las mayores crueldades que podría haberle dicho un hombre grosero se las dijo Vronski en su imaginación, y Anna no podía perdonárselo, como si las hubiera escuchado de sus propios labios.
«Y ayer mismo me hacía promesas de amor, como si fuera un hombre sincero y honrado. ¡Me he desesperado ya tantas veces sin razón alguna!», se decía a continuación.
Excepto las dos horas que le llevó la visita a la señora Wilson, pasó todo el día preguntándose si todo había terminado o había todavía una esperanza de reconciliación, si debía marcharse ese mismo día o convenía verlo una vez más. Lo estuvo esperando todo el día, y, por la noche, al retirarse a su habitación, al ordenar que le dijeran que le dolía la cabeza, había pensado: «Si entra a verme, a pesar de las palabras de la doncella, significará que aún me ama. Si no viene, quedará claro que todo ha terminado. Entonces, ya veré lo que debo hacer...».
Por la noche oyó el rumor del coche, la llamada de Vronski, sus pasos y su conversación con la doncella: se había creído lo que le habían dicho y se había retirado a su habitación sin requerir más detalles. Por tanto, todo había terminado.
Y la muerte se le apareció con toda viveza y claridad como el único medio de restaurar el amor en el corazón de Vronski, de castigarlo y salir victoriosa de la batalla que ese espíritu maligno alojado en su corazón libraba con él.
Ahora le daba todo lo mismo: marcharse a Vozdvízhenskoie o quedarse, que su marido le concediera o le negara el divorcio. Todo eso era ya intrascendente. Sólo una cosa le importaba: castigarlo.
Cuando vertió en un vaso la dosis habitual de opio pensó que bastaría con tomarse todo el frasquito para morir, y la solución le pareció tan sencilla y fácil que se puso a pensar de nuevo con placer en cómo Vronski se atormentaría, se arrepentiría y veneraría su memoria cuando ya fuera demasiado tarde. Yacía en la cama con los ojos abiertos, mirando a la luz de una vela que acababa de consumirse las molduras del techo y la sombra que proyectaba un biombo, y se imaginaba con viveza lo que sentiría Vronski cuando ella hubiera dejado de existir y no fuese más que un recuerdo. «¿Cómo pude decirle esas palabras tan crueles? —se preguntaría—. ¿Cómo pude salir de la habitación sin decirle nada? Pero ahora ya no está. Se ha marchado para siempre de nuestro lado. Está allí...» De pronto la sombra del biombo osciló, se extendió por las molduras y por el techo; otras sombras salieron a su encuentro desde el lado opuesto. Por un instante retrocedieron, pero luego, al poco rato, volvieron a desplazarse con renovada rapidez, vacilaron un poco, se fundieron y todo quedó en penumbras. «¡La muerte!», pensó Anna. Y se apoderó de ella tal horror que durante un buen rato fue incapaz de comprender dónde estaba y de coger con sus manos trémulas una cerilla para encender otra vela en lugar de la que se había consumido y apagado. «¡No, cualquier cosa es mejor con tal de vivir! Yo le quiero y él me quiere. Todo esto pasará», se decía, sintiendo que lágrimas de alegría, motivadas por ese regreso a la vida, rodaban por sus mejillas. Y, para liberarse de la sensación de terror, se dirigió a toda prisa al despacho de Vronski.
Éste se había quedado profundamente dormido. Anna se acercó y, alumbrando su rostro desde arriba, se quedó mirándolo largo rato. Ahora, viéndolo dormido, le embargó un amor tan grande que no pudo contener las lágrimas de ternura; pero sabía que si se despertaba la contemplaría con esa mirada fría, convencido de tener razón, y que ella, antes de hablarle de su amor, tendría que demostrarle que había sido injusto con ella. Sin despertarlo, volvió a su habitación, y, después de tomar una segunda dosis de opio, se durmió poco antes del amanecer con un sueño pesado y a la vez poco profundo, pues en ningún momento la abandonó la conciencia de sí misma.
Por la mañana la despertó una terrible pesadilla que ya había tenido varias veces antes incluso de conocer a Vronski. Un viejecito de barba enmarañada estaba haciendo algo, inclinado sobre unos hierros, al tiempo que pronunciaba en francés unas palabras sin sentido. Como siempre que la asaltaba esa pesadilla (y eso era precisamente lo que la volvía tan horrible), Anna se daba cuenta de que ese hombrecillo no le prestaba atención y seguía ocupándose de esos hierros, sin duda haciendo algo horrible. Se despertó cubierta de un sudor frío.
Cuando se levantó, recordó como en una especie de bruma el día anterior.
«Hemos discutido, algo que ya ha sucedido varias veces. Le dije que me dolía la cabeza y él no pasó a verme. Mañana nos marchamos. Tengo que verlo y ocuparme de los preparativos del viaje», se dijo. Sabiendo que estaba en el despacho, se dirigió allí. Al pasar por el salón, oyó que en la entrada se había detenido un carruaje, echó un vistazo por la ventana y vio un coche. Apoyada en la portezuela, una muchacha de sombrero lila le decía algo al criado que estaba llamando a la puerta. Después de intercambiar unas palabras en la entrada, alguien subió al piso de arriba, y al poco rato se oyeron los pasos de Vronski, que bajaba rápidamente las escaleras. Anna volvió a acercarse a la ventana. Vronski había salido a la escalinata con la cabeza descubierta y se había acercado al carruaje. La muchacha del sombrero lila le entregó un paquete. Vronski, sonriendo, le dijo algo. El coche partió, y Vronski subió corriendo la escalera.
La niebla que envolvía el alma de Anna se desvaneció de pronto. Los sentimientos de la víspera atenazaron con nuevo dolor su corazón enfermo. Ya no podía entender cómo había podido humillarse hasta el punto de haber pasado un día entero con él en su casa. Entró en el despacho de Vronski para anunciarle su decisión.
–La princesa Sorókina ha pasado con su hija para traerme el dinero y los documentos de maman. No pudieron entregármelos ayer. ¿Se te ha pasado ya el dolor de cabeza? —preguntó con serenidad, haciendo caso omiso de la expresión sombría y solemne de Anna.
De pie en medio de la habitación, lo miraba fijamente en silencio. Vronski también la miró, frunció el ceño por un instante y siguió leyendo una carta. Anna se volvió y salió lentamente de la habitación. Vronski aún podía haberla detenido, pero la dejó llegar hasta la puerta sin decir palabra. Sólo se oía el rumor de las hojas al volverlas.
–A propósito —dijo, cuando Anna ya se encontraba en el umbral—, nos vamos mañana definitivamente, ¿verdad?
–Usted sí, yo no —respondió Anna, volviéndose hacia él.
–Anna, así no se puede vivir...
–Usted sí, yo no —repitió ella.
–¡Esto se está volviendo insoportable!
–Se... se arrepentirá usted —añadió Anna y salió.
Asustado por la expresión desesperada con que Anna había pronunciado esas palabras, Vronski se levantó de un salto e hizo ademán de correr tras ella, pero, después de pensárselo dos veces, volvió a sentarse, apretó con fuerza los dientes y frunció el ceño. Esa amenaza, que juzgaba inconveniente, le irritó. «Lo he intentado todo —se dijo—. Lo único que me queda es no hacerle caso», y empezó a prepararse para ir a la ciudad y luego a casa de su madre, cuya firma necesitaba para los poderes.
Anna oyó el ruido de sus pasos en el despacho y en el comedor. Él se detuvo en el salón, pero, en lugar de pasar a verla, dio órdenes de que entregasen el potro a Vóitov en su ausencia. Luego Anna oyó cómo traían el coche, cómo se abría la puerta y él salía. De pronto volvió a entrar en el vestíbulo y alguien subió corriendo las escaleras: a Vronski se le habían olvidado los guantes y el ayuda de cámara venía a buscarlos. Anna se acercó a la ventana y vio cómo cogía los guantes sin mirar al criado, tocaba con la mano la espalda del cochero y le decía algo. Luego, sin levantar los ojos a las ventanas, adoptó su postura habitual cuando viajaba en coche, con las piernas cruzadas, y empezó a ponerse los guantes. Entonces el coche desapareció tras la esquina.
XXVII
«¡Se ha marchado! ¡Todo ha terminado!», se dijo Anna, de pie al lado de la ventana. Y en respuesta a ese pensamiento, las dos impresiones de la víspera —la penumbra que se instauró en la habitación cuando se apagó la vela y la horrible pesadilla– se fundieron en una sola, llenando su corazón de espanto.
–¡No, esto no puede ser! —gritó y, cruzando la habitación, llamó con insistencia. Ahora le daba tanto miedo quedarse sola que, sin esperar a que llegara el criado, salió en su busca.
–Entérese de adonde ha ido el conde —dijo.
El criado le contestó que había ido a las cuadras.
–Me ordenó decirle que el coche volverá en seguida, por si quiere usted salir.
–Muy bien. Espere. Voy escribir una nota. Dígale a Mijáila que la lleve a las cuadras. Rápido.
Anna se sentó y escribió lo siguiente: «Toda la culpa es mía. Vuelve a casa, tenemos que aclarar las cosas. Por el amor de Dios, ven. Tengo miedo».
Selló la carta y se la entregó al criado.
Como temía quedarse sola, en cuanto el criado salió, se dirigió a la habitación de la niña.
«¡Ah, no es él, no es él! ¿Dónde están sus ojos azules, su sonrisa delicada y tímida?», fue lo primero que se le pasó por la cabeza cuando vio a su hija regordeta y rubicunda, con sus negros cabellos rizados, en lugar de a Seriozha, a quien, en su confusión, había esperado encontrar allí. La niña, sentada a la mesa, daba fuertes y repetidos golpes con un tapón y miraba inexpresiva a su madre con sus ojos negros como el azabache. Después de decir, en respuesta a una pregunta de la inglesa, que ya se encontraba bien y que al día siguiente se marcharían al campo, Anna se sentó al lado de la niña y se puso a dar vueltas al tapón de la garrafa. Pero la risa fuerte y sonora de la niña y los movimientos que hacía con las cejas le recordaron tanto a Vronski que se levantó a toda prisa y salió, conteniendo los sollozos. «¿Es posible que haya terminado todo? No, no puede ser —pensó—. Volverá. Pero ¿cómo podrá explicarme esa sonrisa y esa animación después de haber hablado con ella? Aunque no me dé ninguna explicación, le creeré de todos modos. Si no le creo, no me queda más que una salida. Y no quiero llegar a tal extremo.»
Consultó el reloj. Habían pasado doce minutos. «Ahora ya habrá recibido mi nota y estará de camino. No tendré que esperar mucho, unos diez minutos más... Pero ¿qué sucederá si no viene? No, eso no puede ser. No puede verme con los ojos enrojecidos por el llanto. Voy a lavarme. Sí, sí, ¿me he peinado o no? —se preguntó. Pero no fue capaz de recordarlo. Se palpó la cabeza con la mano—. Sí, me he peinado, aunque no sabría decir cuándo.» Como no acababa de convencerse, se acercó a un espejo para cerciorarse. Sí, se había peinado, aunque se había olvidado por completo. «¿Quién es ésa? —se dijo, contemplando en el espejo su rostro hinchado y el fulgor extraño de los ojos, que la miraban con pavor—. Pero si soy yo», comprendió de pronto y, mientras examinaba toda su figura, creyó sentir en su piel los besos de Vronski. Se estremeció y sacudió los hombros. Luego se llevó una mano a los labios y se la besó.
«Pero ¿qué es esto? Me estoy volviendo loca», se dijo, mientras se dirigía al dormitorio, que Annushka estaba arreglando.
–Ánnushka —exclamó, deteniéndose delante de ella y mirándola, sin saber qué decirle.
–¿No quería ir usted a casa de Daria Aleksándrovna? —le preguntó la doncella, como si hubiera adivinado lo que le pasaba a su señora.
–¿A casa de Daria Aleksándrovna? Sí, ¿por qué no?
«Tardaré quince minutos en ir y otros tantos en volver. Él ya está de camino. No tardará en llegar —se dijo, sacando el reloj y consultando la hora—. Pero ¿cómo ha podido marcharse, dejándome en este estado? ¿Cómo puede seguir haciendo su vida cuando no se ha reconciliado conmigo?» Se acercó a la ventana y se quedó mirando la calle. Por el tiempo que había transcurrido, la verdad es que ya podía haber regresado. Pero tal vez se hubiera equivocado en el cálculo. De nuevo trató de recordar cuándo se había marchado y se puso a contar los minutos.
En el momento en que se disponía a consultar el reloj del salón para comprobar si el suyo estaba en hora, un carruaje se detuvo en la entrada. Miró por la ventana y vio el coche de Vronski. Pero nadie subía por la escalera y abajo se oían voces. Era Mijáila, que había vuelto en el coche. Anna bajó a hablar con él.
–No he encontrado al conde. Ya se había marchado para la estación de Nizhni Nóvgorod.
–¿Qué pasa? ¿Qué quieres? —le dijo Anna al alegre y rubicundo Mijáila cuando éste le devolvió la nota. «Ah, claro, no la ha recibido», recapacitó—. Lleva esta misma nota a la casa de campo de la condesa Vrónskaia. ¿Sabes dónde está? Y tráeme en seguida la contestación —añadió.
«¿Y qué voy a hacer ahora? —pensó—. Sí, iré a casa de Dolly. De otro modo, acabaré volviéndome loca. También puedo ponerle un telegrama.» Y escribió el siguiente telegrama:
«Necesito hablarte. Ven en seguida».
Después de entregárselo al criado, fue a vestirse. Una vez vestida, con el sombrero puesto, miró a los ojos a la tranquila Annushka, que en los últimos tiempos había engordado. En sus bondadosos ojillos grises se adivinaba una compasión sincera.
–Annushka, querida, ¿qué voy a hacer? —exclamó Anna, entre sollozos, desplomándose sin fuerzas en un sillón.
–¡No debe usted inquietarse tanto, Anna Arkádevna! Son cosas que pasan. Salga usted un poco, distráigase —le aconsejó la doncella.
–Sí, creo que voy a salir —dijo Anna, recobrándose y poniéndose en pie—. Si llegara un telegrama en mi ausencia, envíelo a casa de Daria Aleksándrovna... O mejor no, volveré en seguida.
«Sí, es mejor no pensar, hacer algo, ir a alguna parte. Lo más importante es salir de esta casa», se dijo, escuchando con horror los terribles latidos de su corazón. Salió apresuradamente y se acomodó en el coche.
–¿Adonde quiere ir la señora? —preguntó Piotr, antes de sentarse en el pescante.
–A la calle Známenka, a casa de los Oblonski.
XXVIII
El cielo estaba despejado. Durante toda la mañana había estado cayendo una llovizna menuda, pero desde hacía un rato había aclarado. Los tejados de hierro, las losas de las aceras, los adoquines de las calzadas, las ruedas, los correajes, los adornos de cobre y de latón de los carruajes: todo brillaba con fuerza bajo el sol de mayo. Eran las tres, la hora de mayor animación en las calles.
Sentada en un rincón del cómodo vehículo, que apenas oscilaba sobre las elásticas ballestas a la rápida marcha de los caballos grises, Anna, en medio del estrépito incesante de las ruedas y de las impresiones que tan rápidamente se sucedían al aire libre, repasó de nuevo los acontecimientos de esos últimos días, y su situación se le antojó muy distinta a como se la había imaginado en casa. Ni siquiera la idea de la muerte le parecía tan terrible y clara, y ya no la consideraba inevitable. Ahora se reprochaba haber aceptado esa humillación. «Le suplico que me perdone. Me he sometido. Me he reconocido culpable. ¿Por qué? ¿Acaso no puedo vivir sin él?» Y, sin responder a la pregunta, se puso a leer los letreros de los establecimientos. «Oficina y almacén. Dentista. Sí, se lo contaré todo a Dolly. Vrosnki no le gusta. Me dará vergüenza y sufriré, pero se lo contaré todo. Dolly me quiere, así que seguiré su consejo. No voy a someterme, no le permitiré que me dé lecciones. Filíppov, pastelero. Según dicen, lleva también la masa a San Petersburgo. Y es que el agua de Moscú es tan buena. Y los pozos y las tortas de Mitischi.» Y se acordó de un día muy lejano, cuando, con sólo diecisiete años, fue con su tía al monasterio de la Trinidad. «Todavía en coche de caballos. ¿De verdad era yo esa niña de manos rojas? Cuántas cosas que antes me parecían maravillosas e inaccesibles se han vuelto insignificantes, y, en cambio, lo que antes estaba al alcance de la mano se ha vuelto inalcanzable para siempre. ¿Habría creído entonces que llegaría a semejante grado de humillación? ¡Qué orgulloso y satisfecho se sentirá al recibir mi nota! Pero yo le demostraré... Qué mal huele esta pintura. ¿Por qué estarán siempre pintando y edificando? Modas y confecciones», leyó. Un hombre la saludó. Era el marido de Ánnushka. «Nuestros parásitos —recordó el dicho de Vronski—. ¿Nuestros? ¿Por qué nuestros? Qué terrible que no podamos arrancar el pasado de raíz. No se puede arrancar, pero sí borrar su recuerdo. Y yo lo haré.» Entonces evocó su vida con Alekséi Aleksándrovich y se sorprendió de la facilidad con que lo había borrado de la memoria. «Dolly pensará que abandono a mi segundo marido y que, por tanto, probablemente me equivoco. Pero ¿acaso pretendo tener razón? ¡No puede ser!», se dijo y sintió deseos de echarse a llorar. Pero al momento se preguntó por qué sonreirían así dos muchachas con las que se cruzó. «¿No será por algún asunto amoroso? No saben lo triste y lo denigrante que es el amor... El bulevar, los niños. Tres niños corren y juegan a los caballos. ¡Seriozha! Lo perderé todo y no lo recuperaré nunca. Sí, todo está perdido si él no regresa. ¿Y si hubiera perdido el tren y hubiera regresado ya a casa? ¡Otra vez quieres humillarte! —se dijo—.
No, iré a ver a Dolly y se lo diré todo: soy desdichada, me lo merezco, yo misma tengo la culpa; pero de todos modos soy desdichada. Ayúdame. Estos caballos, este coche... Cuánto me repugna verme en este coche. Todo es suyo. Pero no volveré a ver estas cosas.»
Mientras pensaba cómo expondría a Dolly su situación y se laceraba deliberadamente el corazón, subió la escalera.
–¿Hay alguien en casa? —preguntó en el recibidor.
–Katerina Aleksándrovna Lévina —respondió el criado.
«¡Kitty! La misma Kitty de la que se enamoró Vronski —pensó Anna—. La misma a la que recuerda con cariño y con quien lamenta no haberse casado. A mí, en cambio, me recuerda con odio y lamenta haberme conocido.»
En el momento en que llegó Anna, las dos hermanas hablaban de la alimentación del niño. Sólo Dolly salió a recibir a la invitada, que había interrumpido la conversación.
–¿Todavía no te has ido? Yo misma tenía pensado ir a verte —dijo—. Hoy mismo me ha llegado una carta de Stiva.
–También nosotros hemos recibido un telegrama —replicó Anna, volviéndose para ver a Kitty.
–Dice que no acaba de comprender lo que quiere Alekséi Aleksándrovich, pero que no se marchará sin haber obtenido una respuesta.
–Creía que tenías visitas. ¿Puedo leer la carta?
–Sí, ha venido Kitty —dijo Dolly, turbándose—. Se ha quedado en la habitación de los niños. Ha estado muy enferma.
–Algo he oído. ¿Puedo leer la carta?
–Ahora mismo te la traigo. Pero no se ha negado; al contrario, Stiva alberga esperanzas —dijo Dolly, deteniéndose en la puerta.
–Yo no tengo ninguna esperanza, ni siquiera ningún deseo de conseguirlo —replicó Anna.
«¿Qué es lo que pasa? ¿Kitty considera humillante encontrarse conmigo? —pensó Anna cuando se quedó sola—. Tal vez tenga razón. Pero, aunque así sea, no tiene derecho a portarse así. A fin de cuentas, también ella ha estado enamorada de Vronski. Ya sé que, dada mi situación, ninguna mujer respetable puede recibirme. ¡Ya sé que desde el primer momento se lo he sacrificado todo! ¡Y éste es el pago que recibo! ¡Ah, cuánto le odio! ¿Y por qué he venido aquí? Me encuentro todavía peor, más angustiada. —Oyó las voces de las dos hermanas en la habitación contigua—. ¿Y qué voy a decirle ahora a Dolly? ¿Debo consolar a Kitty con mi desdicha, someterme a su protección? No, ni siquiera Dolly entenderá nada. Es inútil que le hable. Pero sería interesante ver a Kitty, manifestarle el desprecio que siento por todo y por todos, lo poco que me importa lo que me suceda.»
Dolly volvió con la carta. Anna la leyó y se la devolvió en silencio.
–Ya lo sabía —dijo—. Y no me interesa lo más mínimo.
–Pero ¿por qué? Pues yo, en cambio, albergo esperanzas —replicó Dolly, mirando con curiosidad a Anna. Nunca la había visto tan irritada y de un humor tan extraño—. ¿Cuándo te marchas? —preguntó.
Anna miró al frente, con los ojos entornados, y no le respondió.
–¿Por qué Kitty se esconde de mí? —preguntó, volviéndose hacia la puerta y ruborizándose.
–¡Ah, qué tonterías dices! Está amamantando al niño y no le va bien. Le estaba dando algunos consejos... Se alegrará mucho de verte. Vendrá en seguida —contestó Dolly, algo turbada porque no sabía mentir—. Ahí está.
Cuando Kitty se enteró de que había llegado Anna, no quiso salir. Pero Dolly la convenció. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Kitty entró en la habitación y, ruborizándose, se acercó a ella y le tendió la mano.
–Me alegro mucho —dijo con voz temblorosa.
Kitty estaba desconcertada por la lucha que se libraba en su interior entre la hostilidad que le inspiraba esa mala mujer y el deseo de mostrarse condescendiente. Pero en cuanto vio el rostro hermoso y atractivo de Anna, su animosidad desapareció.
–No me habría sorprendido que no hubiera querido verme. Estoy acostumbrada a todo. ¿Ha estado usted enferma? Sí, la noto muy cambiada —dijo Anna.
Kitty se dio cuenta de que la miraba con antipatía, pero no por eso dejó de compadecerse de esa mujer que tanto la había protegido en el pasado, pues atribuía su actitud a la delicada situación en la que se encontraba ante ella.
Hablaron de la enfermedad, del niño y de Stiva, pero era evidente que ninguna de esas cuestiones interesaba a Anna.
–He venido a despedirme de ti —dijo, poniéndose en pie.
–¿Cuándo os vais?
Pero Anna no le respondió y se volvió hacia Kitty.
–Me alegro mucho de haberla visto —dijo con una sonrisa—. He oído hablar de usted a todo el mundo, hasta a su marido. Estuvo en mi casa y me cayó muy bien —añadió, sin duda con mala intención—. ¿Dónde está?
–Se ha marchado al campo —respondió Kitty, ruborizándose.
–Salúdele de mi parte sin falta.
–¡Sin falta! —exclamó Kitty con ingenuidad, mirándola a los ojos con compasión.
–Bueno, adiós, Dolly.
Y, después de besar a Dolly y estrechar la mano de Kitty, Anna salió precipitadamente.
–Sigue como siempre e igual de atractiva. ¡Qué mujer tan hermosa! —dijo Kitty, cuando se quedó sola con su hermana—. Pero, no sé por qué, da lástima. Da muchísima lástima.
–La verdad es que hoy parecía otra —replicó Dolly—. Cuando la acompañé al recibidor, tuve la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.
XXIX
Anna subió al coche en un estado de ánimo aún peor que cuando salió de casa. A sus tormentos anteriores venía a sumarse ahora ese sentimiento de rechazo y repudio que había percibido con toda claridad durante su encuentro con Kitty.
–¿A donde quiere ir la señora? ¿A casa? —preguntó Piotr.
–Sí, a casa —respondió Anna, sin pensar en lo que decía.
«¡Me miraban como si fuese una criatura terrible, incomprensible y extraña! ¿Qué le estará contando con tanta pasión? —se preguntó, mirando a dos transeúntes—. ¿Acaso pueden comunicarse los propios sentimientos a otra persona? Yo quería contarle a Dolly lo que me pasa, pero me alegro de no haberlo hecho. ¡Cuánto se habría alegrado de mi desgracia! Lo habría disimulado, pero el sentimiento principal habría sido la alegría al ver que recibía mi castigo por esos placeres que tanto me envidia. Y Kitty se habría alegrado todavía más. ¡Es como si pudiera leer sus pensamientos! Sabe que he sido más amable de lo debido con su marido. Está celosa, me odia. Y además me desprecia. A sus ojos no soy más que una mujer inmoral. Pero, si lo fuera, habría hecho que su marido se enamorara de mí... si hubiera querido. Y lo cierto es que me habría gustado. Qué pagado de sí mismo parece ese hombre —pensó al ver a un individuo gordo y rubicundo, que venía de frente en un coche. La había tomado por una conocida y había levantado su brillante sombrero por encima de la reluciente calva; pero luego se dio cuenta de que se había equivocado—. Creía que me conocía. Y me conoce tan poco como todos los demás. Ni yo misma me conozco. Conozco mis apetitos, como dicen los franceses. Estos dos quieren ese sucio helado. Lo saben con toda seguridad —se dijo, contemplando a dos muchachos que se habían detenido delante de un vendedor, que se quitaba de la cabeza la caja de los helados y se enjugaba el rostro sudoroso con la punta de una toalla—. A todos nos gustan las cosas dulces y apetitosas. Y, si no hay bombones, nos contentamos con un helado sucio. Ése es el caso de Kitty: no ha podido tener a Vronski y se conforma con Levin. Y me odia. Todo el mundo odia a todo el mundo. Yo a Kitty, Kitty a mí. Así es. Tiutkin, coiffeur... Je me fais coiffeur par Tiutkin... 198Se lo diré cuando vuelva —se dijo y sonrió. Pero entonces se acordó de que no tenía a nadie a quien hacerle un comentario divertido—. Además, nada es divertido ni alegre. Todo es repugnante. Llaman a vísperas, y ese comerciante se santigua con tanto cuidado como si temiera que se le cayera algo. ¿Qué sentido tienen esas iglesias, esas campanas y esas mentiras? Sólo sirven para ocultar que todo el mundo odia a todo el mundo, como esos cocheros que se insultan con tanta saña. Yashvín dice: "Él quiere dejarme sin camisa y yo a él". ¡Qué gran verdad!»
Sumida en esas reflexiones, que la absorbieron hasta el punto de olvidar su propia situación, llegó a la entrada de su casa. Sólo cuando vio al portero, que salía a recibirla, se acordó de que había enviado una nota y un telegrama.
–¿Ha llegado alguna respuesta? —preguntó.
–Voy a mirar —respondió el portero y, después de rebuscar en el banco, le tendió el fino sobre cuadrado de un telegrama.
«No puedo llegar antes de las diez. Vronski», leyó Anna.
–¿Y el mensajero no ha regresado?
–No —respondió el portero.
«Pues si es así, ya sé lo que tengo que hacer —se dijo y, sintiendo que su alma se llenaba de una ira indefinida y de un deseo de venganza, subió corriendo las escaleras—. Yo misma iré a verle. Antes de marcharme para siempre, se lo diré todo. ¡Nunca he odiado tanto a nadie como a este hombre!» Al ver el sombrero de Vronski en la percha, se estremeció de repugnancia. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que aquel telegrama era la respuesta al suyo, que Vronski aún no había recibido su nota. Se lo imaginaba charlando tranquilamente con su madre y con la princesa Sorókina, alegrándose de sus sufrimientos. «Sí, tengo que ir cuanto antes», se dijo, sin saber exactamente adonde. Quería librarse cuanto antes de las sensaciones que le producía esa odiosa casa. Los criados, las paredes, los distintos adornos: todo suscitaba en ella repugnancia e ira, y la aplastaban bajo su peso.