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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Solían coincidir varias veces al día, y en cada encuentro los ojos de Kitty decían: «¿Quién es usted? ¿Qué hace? ¿De verdad es un ser tan encantador como me figuro? Pero, por el amor de Dios —añadían sus ojos—, no vaya a pensar que pretendo obligarla a que se haga amiga mía. Me basta con admirarla y quererla». «También yo la quiero, me cae usted muy bien. Y la querría más aún si tuviera tiempo», respondía la mirada de la desconocida. En efecto, Kitty la veía siempre ocupada: o llevaba de vuelta a los niños de una familia rusa, después de tomar las aguas, o le acercaba una manta a una enferma y la envolvía, o trataba de distraer a un paciente irritado, o escogía y compraba pastas para el café de alguien.

Poco después de la llegada de los Scherbatski, dos caras nuevas fueron a tomar las aguas por la mañana, concitando la atención general y despertando un sentimiento de hostilidad. Eran un hombre alto y algo encorvado, con unas manos enormes y unos ojos negros, ingenuos y a la vez terribles, arrebujado en un abrigo viejo, demasiado corto para su estatura, y una mujer picada de viruelas pero de aspecto agradable, que vestía muy mal, sin gusto alguno. Adivinando que eran rusos, Kitty ya había empezado a forjarse en su imaginación una hermosa y conmovedora novela, pero la princesa se había enterado, consultando la Kurliste, 35de que se trataba de Nikolái Levin y de Maria Nikoláievna, y le contó a su hija lo malo que era ese hombre, de manera que todos los sueños de la joven se desvanecieron. De pronto aquella pareja se le antojó de lo más antipática, no tanto por lo que la madre le había dicho como por el hecho de ser ese hombre el hermano de Konstantín. Además Nikolái Levin, con esa manía de sacudir a uno y otro lado la cabeza, despertaba en ella una sensación irreprimible de repugnancia.

Le parecía que esos ojos grandes y terribles, que la seguían con obstinación, expresaban algo así como odio e ironía, de manera que evitaba encontrarse con él.

 

XXXI

Era un día deslucido, llovía desde por la mañana y los enfermos, provistos de paraguas, se agolpaban en la galería.

Kitty estaba paseando con su madre y el coronel moscovita, muy ufano con su levita de corte europeo, recién comprada en Frankfurt. Iban por un lado de la galería, procurando evitar a Levin, que avanzaba por el otro. Várenka, con su habitual vestido oscuro y un sombrero negro de ala caída, recorría la galería de un extremo a otro en compañía de una francesa ciega, y, cada vez que se cruzaba con Kitty, intercambiaban una sonrisa amistosa.

–Mamá, ¿puedo hablar con ella? —preguntó Kitty, que seguía con la vista a la desconocida y veía que se acercaba al manantial, donde volverían a coincidir.

–Sí, si tanto lo deseas. Pero deja que me informe antes y que me presente yo primero —respondió la madre—. ¿Qué es lo que encuentras tan especial? Debe de ser una dama de compañía. Si quieres, puedo trabar conocimiento con madame Stahl. Conocía a su belle soeur 36—añadió la princesa, levantando la cabeza con orgullo.

Kitty sabía que su madre estaba indignada con la actitud de madame Stahl, que parecía rehuir su trato. Por eso no insistió.

–¡Es maravillosa! ¡Un encanto! —exclamó, mirando a Várenka, que en ese momento le tendía a la francesa un vaso de agua—. Mira qué amable es y con qué sencillez lo hace todo.

–Me hacen gracias tus engouements 37—dijo la princesa—. No, es mejor que nos demos la vuelta —añadió, viendo acercarse a Levin, en compañía de aquella señora y de un médico alemán, a quien decía algo en voz alta y tono poco ceremonioso.

Ya se volvían para irse cuando de pronto oyeron no ya un comentario destemplado, sino un grito. Levin, que se había detenido, vociferaba; el médico también se había acalorado. Pronto les rodeó una multitud. La princesa y Kitty se alejaron a toda prisa; en cuanto al coronel, se unió a los espectadores para enterarse de lo que había ocurrido.

Al cabo de unos minutos las alcanzó.

–¿Qué ha pasado? —preguntó la princesa.

–¡Es una vergüenza! ¡Qué desfachatez! —respondió el coronel—. Nada me da más miedo que encontrarme con rusos en el extranjero. Ese señor alto ha reñido con el médico, le ha dicho cosas impertinentes, le ha acusado de que no lo curaba como es debido y hasta lo ha amenazado con el bastón. ¡Una vergüenza, ya se lo he dicho!

–¡Ah, qué desagradable! —exclamó la princesa—. Bueno, ¿y cómo ha acabado todo?

–Gracias a Dios intervino esa señorita... la del sombrero hongo. Creo que es rusa —dijo el coronel.

–¿Mademoiselle Várenka? —preguntó Kitty con alegría.

–Sí, sí. Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar, cogió a ese señor del brazo y se lo llevó.

–Ya ve, mamá —le dijo Kitty a su madre– ¡Y se asombra usted de mi entusiasmo!

Al día siguiente Kitty advirtió que su mademoiselle Várenka había incluido a Levin y a la mujer que le acompañaba en el número de sus protégés. Se acercaba a ellos, les hablaba y actuaba de intérprete de la mujer, que no hablaba ninguna lengua extranjera.

Kitty empezó a suplicar a su madre con mayor insistencia aún que le permitiera trabar conocimiento con Várenka. En suma, por más desagradable que fuera para la princesa dar el primer paso para entrar en relación con madame Stahl, que se daría no pocos aires, hizo algunas indagaciones sobre Várenka, y, una vez convencida de que no había nada malo, aunque tampoco nada bueno, en el hecho de que su hija intimara con esa muchacha, se acercó personalmente a ella y se presentó.

Eligió para abordarla un momento en que Kitty había ido al manantial y Várenka se había detenido delante de la panadería.

–Permítame que me presente —dijo con su digna sonrisa—. Mi hija se ha prendado de usted. Puede que no me conozca. Soy...

–El sentimiento es más que recíproco, princesa —se apresuró a responder Várenka.

–¡Qué bien se portó usted ayer con nuestro pobre compatriota! —dijo la princesa.

Várenka se ruborizó.

–No me acuerdo. Creo que no hice nada —replicó.

–¡Cómo que no! Salvó a ese Levin de una situación desagradable.

–Sí, sa compagne 38me llamó y yo procuré calmarle. Está muy enfermo, y se había irritado con el médico. Yo estoy acostumbrada a tratar a esa clase de enfermos.

–Sí, he oído que vive usted en Menton con madame Stahl. Según tengo entendido, es tía suya. Yo conocía a su belle soeur.

–No, no es mi tía. La llamo maman, pero no tenemos lazos de parentesco. En cualquier caso, me ha criado ella —respondió, ruborizándose de nuevo.

Dijo todo eso con tanta sencillez y una expresión tan dulce, sincera y franca que la princesa comprendió por qué su hija se había encaprichado de ella.

–En fin, ¿y qué pasa con ese Levin? —preguntó la princesa.

–Se marcha —respondió Várenka.

En ese momento llegó Kitty del manantial, resplandeciente de satisfacción al advertir que su madre había entablado conversación con su amiga desconocida.

–Bueno, Kitty, ya ves que tu ardiente deseo de conocer a mademoiselle...

–Várenka —apuntó ésta, sonriendo—. Así me llama todo el mundo.

Kitty enrojeció de alegría y pasó un buen rato apretando en silencio la mano de su nueva amiga, que se limitó a tenderle la suya, sin responder a esa presión. En cambio, su rostro se iluminó con una sonrisa serena y alegre, aunque un tanto melancólica, dejando al descubierto unos dientes grandes, pero magníficos.

–Hace tiempo que yo también deseaba conocerla.

–Pero está usted tan ocupada...

–Ah, al contrario, no tengo nada que hacer —respondió Várenka.

Pero en ese mismo instante tuvo que dejar a sus nuevas conocidas, porque dos niñas rusas, hijas de un enfermo, se acercaban corriendo.

–¡Várenka, la llama mamá! —gritaron.

Y Várenka las siguió.

 

XXXII

A continuación paso a referir las informaciones de las que entró en conocimiento la princesa, no sólo relativas al pasado de Várenka y su relación con madame Stahl, sino también sobre esta última.

Madame Stahl, de quien unos decían que había amargado la vida de su marido, mientras otros aseguraban que había sido él quien envenenó la suya con su comportamiento inmoral, había sido siempre una mujer enfermiza y arrebatada. Se había divorciado ya de su marido, cuando dio a luz a su primer hijo, que murió poco después del parto. Los familiares de madame Stahl, que conocían su sensibilidad y temían que esa noticia acabara con su vida, sustituyeron al niño muerto por la hija de un cocinero de la corte, que había nacido esa misma noche, en la misma casa de San Petersburgo. Esa niña era Várenka. Madame Stahl se enteró más tarde de que la pequeña no era hija suya, pero siguió criándola, tanto más cuanto que poco tiempo después Várenka se quedó huérfana.

Madame Stahl llevaba ya más de diez años viviendo en el extranjero, en el sur, sin levantarse de la cama. Unos decían que se había labrado su posición social haciéndose pasar por una mujer virtuosa y de altos principios religiosos, mientras otros aseguraban que esos sentimientos eran sinceros, que sólo pensaba en el bien ajeno. Nadie sabía si era católica, protestante u ortodoxa, pero había algo de lo que no cabía duda: tenía relaciones de amistad con los más encumbrados personajes de todas las iglesias y credos.

Mademoiselle Várenka no se había separado nunca de ella en todos esos años de vida en el extranjero, y cuantos conocían a madame Stahl la trataban y la querían.

Una vez enterada de todos esos detalles, la princesa no encontró ningún inconveniente en que su hija se hiciera amiga de Várenka, tanto más cuanto que sus modales y su educación eran impecables: hablaba de maravilla el francés y el inglés. Y, lo más importante, le transmitió el pesar de madame Stahl, a quien su enfermedad, decía, la privaba del placer de conocerla.

Kitty estaba cada vez más encantada con su amiga, en quien descubría a diario nuevos motivos de admiración.

Cuando se enteró de que Várenka cantaba muy bien, la princesa la invitó a que fuera a su casa una tarde.

–Kitty toca el piano y, aunque el que tenemos aquí no es gran cosa, la verdad, será para nosotras un inmenso placer oírla cantar —dijo la princesa con esa sonrisa fingida tan suya, que en ese momento desagradó muchísimo a Kitty, pues se había dado cuenta de que a Várenka no le apetecía cantar. No obstante, la muchacha se presentó por la tarde, trayendo consigo sus partituras. La princesa había invitado a Maria Yevguénevna, a su hija y al coronel.

A Várenka parecía no importarle lo más mínimo que hubiese desconocidos, y, sin perder un instante, se acercó al piano. No sabía acompañarse, pero leía música sin la menor dificultad. Kitty, que tocaba bien, la acompañó.

–Tiene usted un talento extraordinario —dijo la princesa, después de que Várenka interpretase de manera admirable la primera canción.

Maria Yevguénevna y su hijo le dieron las gracias y también la alabaron.

–Mire cuánta gente se ha reunido a escucharla —dijo el coronel, mirando por la ventana.

En efecto, al pie de la ventana se había congregado un número considerable de personas.

–Me alegro mucho de que les haya gustado —respondió Várenka con sencillez.

Kitty miraba a su amiga con orgullo. Admiraba no sólo su arte y su voz, sino también su rostro y, sobre todo, su comportamiento: era evidente que no pensaba en su interpretación, ni concedía la menor importancia a los elogios. Simplemente parecía preguntarse: «¿Tengo que seguir cantando o ya es suficiente?».

«Si hubiera sido yo —se dijo Kitty para sus adentros—, ¡qué orgullosa me habría sentido! ¡Cómo me habría alegrado viendo esa muchedumbre bajo la ventana! Y a ella le da completamente igual. Sólo le preocupa no mostrarse descortés y complacer a mamá. ¿Qué hay en ella? ¿De dónde saca las fuerzas para desentenderse de todo y no perder la serenidad? ¡Cómo me gustaría saberlo y poderlo aprender!», pensaba Kitty, contemplando ese rostro impasible.

La princesa pidió a Várenka que cantara otra pieza, y ésta, de pie al lado del piano, volvió a cantar con la misma precisión, soltura y maestría, marcando el compás con su mano menuda y atezada.

La siguiente composición del cuaderno de música era una canción italiana. Kitty tocó el preludio, que le gustó mucho, y se volvió hacia Várenka.

–Saltémonosla —dijo Várenka, ruborizándose.

Kitty examinó el rostro de su amiga con una mirada asustada e inquisitiva.

–Bueno, tocaré otra —se apresuró a decir, pasando las hojas. Había comprendido que esa pieza estaba unida a algún recuerdo.

–No —replicó Várenka, poniendo la mano en la partitura y sonriendo—. No, cantemos ésa.

Y la interpretó con la misma serenidad, frialdad y perfección que las anteriores.

Cuando terminó, todos volvieron a darle las gracias. A continuación sirvieron el té. Kitty y Várenka salieron al jardincillo contiguo a la casa.

–Esa canción le recuerda algo, ¿verdad? —preguntó Kitty—. No es necesario que me cuente nada —se apresuró a añadir—, sólo que me diga si no estoy equivocada.

–¿Y por qué no se lo iba a contar? —dijo Várenka con gran naturalidad y, sin esperar respuesta, prosiguió—: Sí, me trae recuerdos, recuerdos penosos. Hace algún tiempo estuve enamorada de un hombre y solía cantarle esa pieza.

Kitty la miraba en silencio, enternecida, con los ojos muy abiertos.

–Le quería y él me quería a mí. Pero su madre se opuso a nuestro matrimonio y él se casó con otra. Ahora vive cerca de nosotros, y a veces lo veo. ¿Es que no se le ha ocurrido que yo podía tener también una historia de amor? —dijo, y en su hermoso rostro resplandeció por un instante una chispa de ese fuego que, según barruntaba Kitty, en otro tiempo debía iluminarlo por completo.

–Pues claro que sí. Si yo fuera hombre, después de conocerla a usted, no podría enamorarme de ninguna otra. Lo que no entiendo es que, por no contrariar a su madre, pudiera olvidarla y hacerla desgraciada. No tenía corazón.

–Nada de eso. Es un hombre muy bueno y yo no me siento desdichada; al contrario, soy muy feliz. Entonces, ¿no vamos a cantar más hoy? —añadió, dirigiéndose a la casa.

–¡Qué buena es usted! ¡Qué buena! —exclamó Kitty y, deteniéndola, la besó—. ¡Ojalá pudiera parecerme un poco a usted, aunque sólo fuera un poco!

–¿Y qué necesidad tiene de parecerse a nadie? Es usted encantadora tal como es —dijo Várenka, con esa sonrisa suya tan peculiar, que expresaba a un tiempo ternura y cansancio.

–No, yo no valgo nada. Pero dígame... Espere, sentémonos un poco —prosiguió Kitty, animándola a que se sentara de nuevo en el banco, a su lado—. Dígame, ¿es que no le parece humillante que un hombre desprecie su amor, que lo rechace...?

–Pero si no lo despreció. Estoy segura de que me quería, pero era un hijo obediente...

–¿Y si hubiese actuado de ese modo no a instancias de su madre, sino siguiendo su propia voluntad? —preguntó Kitty, dándose cuenta de que acababa de revelar su secreto y de que su rostro, ardiente con el rubor de la vergüenza, la había traicionado.

–En ese caso se habría portado mal y yo no me preocuparía de él —respondió Várenka, dándose perfecta cuenta de que ya no estaban hablando de ella, sino de Kitty.

–Pero ¿y la ofensa? —preguntó Kitty—. Es imposible olvidar la ofensa. Imposible —añadió, recordando cómo había mirado a Vronski en el último baile, cuando cesó la música.

–Pero ¿a qué ofensa se refiere? ¿Acaso se comportó usted mal?

–Peor aún: actué de modo vergonzoso.

Várenka movió la cabeza y puso su mano en la de Kitty.

–¿Por qué vergonzoso? —preguntó—. Estoy segura de que no le confesó usted su amor a un hombre que la trataba con indiferencia.

–Pues claro que no. Nunca le dije ni una palabra, pero él lo sabía. No, no, hay miradas, hay gestos... Aunque viva cien años, jamás olvidaré esa afrenta.

–¿Por qué? No lo entiendo. La cuestión es si sigue usted enamorada de él o no —dijo Várenka, yendo al meollo del asunto.

–Le odio. Y no puedo perdonarme.

–¿Qué es lo que no puede perdonarse?

–La vergüenza, la ofensa.

–¡Ah, si todo el mundo fuera tan sensible como usted! —replicó Várenka—. No hay muchacha que no haya pasado por algo parecido. No tiene tanta importancia.

–¿Y entonces qué la tiene? —preguntó Kitty, mirándola a la cara con sorpresa y curiosidad.

–Ah, muchas cosas —respondió Várenka, sonriendo.

–¿Qué, por ejemplo?

–Hay cosas mucho más importantes —respondió Várenka, sin saber qué decir.

En ese momento la princesa gritó desde la ventana:

–¡Kitty, hace fresco! ¡Ven a ponerte un chal o entra en casa!

–¡Ya es hora de que me vaya! —dijo Várenka, levantándose—. Aún tengo que ir a ver a madame Berthe. Me lo ha pedido.

Kitty la sujetaba por la mano y le preguntaba con una mirada llena de súplica y apasionada curiosidad: «¿Cuáles son esas cosas importantes que proporcionan tanta serenidad? Usted lo sabe. ¡Dígamelo!». Pero Várenka no entendió el sentido de esa mirada. Sólo pensaba en que tenía que visitar a madame Berthe antes de volver a casa de maman, para tomar el té a las doce. Entró en el salón, cogió las partituras, se despidió de todos y se dispuso a marcharse.

–Permítame que la acompañe —dijo el coronel.

–Claro —dijo la princesa—. ¿Cómo va a ir sola de noche? Permita al menos que la acompañe Parasha.

Kitty se dio cuenta de que Várenka apenas pudo contener una sonrisa cuando le sugirieron la necesidad de que alguien la acompañara.

–No se preocupen. Voy sola a todas partes y nunca me ha pasado nada —replicó, cogiendo el sombrero.

Y, después de besar una vez más a Kitty, a quien no había revelado lo que de verdad era importante, se internó en la semipenumbra de la noche estival y se alejó con paso decidido, las partituras bajo el brazo, llevándose el secreto de esa calma y esa dignidad tan envidiables.

 

XXXIII

Kitty conoció también a madame Stahl, y esa relación, así como la amistad con Várenka, no sólo ejerció una gran influencia sobre ella, sino que la ayudó a aliviar su dolor. Gracias a esas dos personas se le abrió un mundo completamente nuevo, que no tenía nada en común con su pasado; un mundo elevado, hermoso, desde cuya cima podía contemplar su vida anterior con tranquilidad. Había descubierto que, además de esa vida instintiva que había llevado hasta entonces, existía otra espiritual, revelada por la religión, pero una religión muy diferente de la que Kitty conocía desde niña, que consistía en asistir a los oficios y vísperas del Asilo de Viudas, 39donde podía encontrarse con conocidos suyos, y en aprenderse de memoria textos en eslavo eclesiástico 40con ayuda de un sacerdote. La de ahora era una religión elevada, misteriosa, ligada a toda clase de ideas y sentimientos hermosos, en la que se podía creer no sólo por deber, sino también por amor.

Kitty no se enteró de todo eso porque alguien se lo dijera. Madame Stahl la trataba como si fuera una niña encantadora, a quien uno contempla con agrado, como se contemplan los recuerdos de la propia juventud. Sólo en una ocasión mencionó que todos los pesares humanos hallan consuelo en el amor y en la fe, y que para la infinita misericordia de Cristo no existen dolores insignificantes, pero en seguida cambió de conversación. No obstante, en cada gesto suyo, en cada palabra, en cada una de sus miradas «celestiales», como las denominaba Kitty, y, sobre todo, en la historia de su vida, que había conocido por boca de Várenka, se daba cuenta de «lo que era importante» y de lo que había ignorado hasta entonces.

Pero, por muy noble que fuera el carácter de madame Stahl, por muy conmovedora que fuera la historia de su vida, por muy elevada y edificante que fuera su conversación, Kitty no podía dejar de advertir algunos rasgos que la desconcertaban. Un día, por ejemplo, al preguntarle por su familia, se dio cuenta de que sonreía con desprecio, algo contrario a lo que predicaba la caridad cristiana. En otra ocasión en que la visitó un sacerdote católico, se las ingenió para que su rostro quedara en la sombra de la pantalla de la lámpara, y aprovechó la circunstancia para sonreír de un modo particular. Aunque eran dos detalles bastante nimios, la confundieron y le hicieron dudar de madame Stahl. En cambio, Várenka, sola en el mundo, sin familia, sin amigos, con ese triste desengaño, que no deseaba nada ni se lamentaba de nada, era el modelo de perfección con el que Kitty apenas se permitía soñar. Su ejemplo le demostró que para ser feliz, gozar de tranquilidad y sentirse a gusto había que olvidarse de uno mismo y amar al prójimo. Y a eso aspiraba Kitty. Ahora que comprendía con claridad qué era lo más importante, ya no se contentaba con admirarlo, sino que se entregó en cuerpo y alma a ese nuevo género de vida que se le había revelado. A partir de los relatos de Várenka sobre las actividades de madame Stahl y de otras personas a las que mencionaba, Kitty había trazado un plan de su vida futura. Como Aline, la sobrina de madame Stahl, de la que tanto le había hablado Várenka, pensaba buscar a los desgraciados, dondequiera que estuviese, ayudarlos en lo que pudiera, repartirles Evangelios, leerles los textos sagrados a los enfermos, a los moribundos, a los criminales. La idea de leerles los Evangelios a los criminales, como hacía Aline, atraía especialmente a Kitty. Pero esos planes no eran más que sueños secretos, que Kitty no confesaba ni a su madre ni a Várenka.

Por otro lado, mientras llegaba el momento de realizar esos proyectos a gran escala, encontraba bastantes ocasiones de poner en práctica, a imitación de Várenka, esas nuevas reglas en el balneario, donde no faltaban los enfermos y los desdichados.

Al principio la princesa sólo reparó en que Kitty se hallaba bajo la profunda influencia de su engouement, como decía ella, por madame Stahl y sobre todo por Várenka. Se daba cuenta de que no sólo imitaba a Várenka en sus actividades, sino que involuntariamente había hecho suya su manera de andar, de expresarse, de guiñar los ojos. Y no tardó en adivinar que, más allá de su fascinación por esa muchacha, su hija estaba sufriendo una grave crisis interior.

La princesa observó que leía por las noches un Evangelio francés que madame Stahl le había regalado, algo que nunca había hecho antes; que evitaba a sus conocidos de la alta sociedad y, en cambio, se interesaba por los enfermos que se hallaban bajo la protección de Várenka, sobre todo por la familia de un pintor pobre y enfermo llamado Petrov. Por lo visto, Kitty se enorgullecía de desempeñar el papel de enfermera de esas personas. Todo eso estaba muy bien, y la princesa no tenía nada que objetar, tanto más cuanto que la mujer de Petrov era una mujer intachable y que la Fürstin, habiendo reparado en la actividad de Kitty, la había alabado, llamándola «ángel consolador». En fin, una situación ideal, de no haber mediado cierta exageración. Al darse cuenta de que su hija se excedía en su celo, la princesa se vio en la obligación de prevenirla:

Il ne faut jamais rien outrer 41—le había dicho.

Kitty no le respondía, pero pensaba para sus adentros que no cabe hablar de excesos cuando se trata de obras cristianas. ¿Qué exageración puede haber en seguir unos preceptos que enseñan a ofrecer la otra mejilla y a entregar la camisa cuando le quitan a uno el abrigo? Pero a la princesa no le gustaban esos extremos, y aún menos la sospecha de que Kitty no quería abrirle su alma por entero. En efecto, la joven ocultaba a su madre sus nuevas ideas y sentimientos. Antes se los habría revelado a cualquier otra persona.

–Hace tiempo que Anna Pávlovna no nos visita —le dijo un día la princesa, refiriéndose a la mujer de Petrov—. La he invitado, pero me ha dado la impresión de que estaba molesta.

–Pues yo no he notado nada, maman—repuso Kitty, ruborizándose.

–¿Has pasado por su casa estos días?

–Mañana vamos a ir de excursión a las montañas —respondió Kitty.

–Me parece muy bien —dijo la princesa, reparando en la expresión turbada de su hija y tratando de adivinar la causa.

Ese mismo día Várenka fue a comer con ellas y les anunció que Anna Pávlovna había cambiado de opinión y no participaría en la excursión. La princesa observó que Kitty volvía a ruborizarse.

–Kitty, ¿no habrás tenido algún incidente desagradable con los Petrov? —le preguntó la princesa, cuando se quedaron solas—. ¿Por qué ha dejado de venir por aquí y de mandar a sus hijos?

Kitty contestó que no había sucedido nada y que no tenía la menor idea de por qué Anna Pávlovna podía estar disgustada. Y decía la verdad. Desconocía la razón que había motivado el cambio de actitud de Anna Pávlovna, aunque se lo imaginaba. Pero esas sospechas no podía comunicárselas a su madre, ni siquiera se atrevía a confesárselas a sí misma. Tan terrible y vergonzoso sería equivocarse.

Una y otra vez repasaba en la memoria sus encuentros con esa familia. Recordaba la alegría infantil que expresaba el rostro redondeado y bondadoso de Anna Pávlovna en sus primeras visitas, sus conciliábulos secretos sobre el enfermo, sus conspiraciones para apartarlo del trabajo, que tenía prohibido, y sacarlo de paseo; el encariñamiento del hijo menor, que la llamaba «mi Kitty» y se negaba a irse a la cama si ella no lo acompañaba. ¡Qué agradable era todo! Evocó luego la figura delgadísima de Petrov, su cuello largo, su levita de color marrón, sus ralos cabellos revueltos, sus inquisitivos ojos azules, que tan terribles le parecían al principio, y sus desesperados esfuerzos por parecer animado y alegre en su presencia. Qué difícil le había resultado en un principio vencer la repugnancia que le inspiraba ese hombre, como todos los tuberculosos, y cuánto le había costado encontrar temas de conversación. Recordó aquella mirada tímida y conmovida que le dirigía, su extraño sentimiento de compasión y torpeza, y también la conciencia de su propia virtud. ¡Qué maravilloso parecía todo entonces! Pero esa situación duró poco. Desde hacía algunos días se había producido un brusco cambio. Anna Pávlovna recibía a Kitty con una amabilidad fingida y no dejaba de observarla cuando estaba con su marido.

¿Podía deberse la frialdad de Anna Pávlovna a la conmovedora alegría que se apoderaba del enfermo cuando Kitty se aproximaba?

«Sí —se decía—. Parecía otra persona, muy distinta de la bondadosa Anna Pávlovna a la que estaba acostumbrada, cuando anteayer me dijo con despecho: "Pues sí, la ha estado esperando. No ha querido tomar el café sin usted, a pesar de lo débil que se sentía".

»Sí, puede que también le molestara que le acercara una manta. Lo hice con sencillez, pero él la cogió con tanta torpeza y me lo agradeció tanto que me sentí incómoda. Y luego está ese retrato mío que tan bien le ha quedado. Pero lo principal es esa mirada confusa y tierna. ¡Sí, sí, es por eso! —se repetía Kitty horrorizada—. ¡No! ¡No puede ser! ¡No debe ser! ¡Es tan digno de lástima!», se dijo a continuación.

Esas dudas envenenaban el encanto de su nueva vida.

 

XXXIV

Poco antes de que Kitty terminara su cura de aguas, el príncipe Scherbatski, que después de su estancia en Carlsbad se había trasladado a Baden y Kissingen para visitar a algunos compatriotas y respirar un poco de aire ruso, como decía él, se reunió con su familia.

Marido y mujer tenían puntos de vista completamente opuestos sobre la vida en el extranjero. A la princesa le parecía todo maravilloso y, a pesar de su sólida posición en la sociedad rusa, en el extranjero procuraba parecerse a una dama europea. Pero, como era una señora rusa de los pies a la cabeza, tenía que fingir, algo que le resultaba bastante molesto. El príncipe, por el contrario, lo encontraba todo detestable. Le desagradaba la vida europea, no renunciaba a ninguna de sus costumbres rusas y se esforzaba por parecer menos europeo de lo que era en realidad.

El príncipe había vuelto más delgado, con bolsas debajo de los ojos, pero en la más alegre disposición de ánimo, que no hizo más que reforzarse cuando vio a Kitty completamente restablecida. La noticia de que su hija había trabado amistad con madame Stahl y con Várenka y las observaciones de la princesa sobre el cambio que se había operado en ella le preocuparon. No sólo se exacerbaron esos celos que sentía cuando su hija se interesaba por algo, sino también el temor de que pudiera sustraerse a su influencia, internándose en unas regiones que a él le estaban vedadas. Pero las noticias desagradables se sumergieron en el mar de bondad y alegría que lo embargaba siempre y que había aumentado desde que había tomado las aguas en Carlsbad.

Al día siguiente de su llegada, el príncipe, con su abrigo largo, esas arrugas tan rusas y sus mejillas fofas, sostenidas por el cuello almidonado, se dirigió al balneario con su hija. Seguía de un humor excelente.

La mañana era espléndida. Las limpias y encantadoras casitas con sus jardincillos, las alegres y hacendosas criadas alemanas, de manos rojas y rostros rubicundos por la cerveza, y el sol ardiente llenaban de regocijo el corazón. Pero, cuanto más se acercaban al manantial, más frecuentes eran los encuentros con los enfermos, cuyo aspecto lastimoso destacaba aún más en ese ambiente tan bien organizado. A Kitty ya no le afectaba ese contraste. El sol brillante, el jovial destello de las frondas y los sones musicales constituían el cuadro natural de esos rostros conocidos, con sus cambios a mejor o a peor que tanto le interesaban. Pero para el príncipe, la luz y el resplandor de esa mañana de junio, los acordes de la orquesta, que tocaba un alegre vals de moda, y, sobre todo, la presencia de esas criadas rozagantes le parecían indecentes y monstruosos al lado de esos moribundos de movimientos torpes, venidos de todos los rincones de Europa.

A pesar de que se sentía orgulloso y como rejuvenecido llevando a su hija del brazo, su paso firme y sus miembros vigorosos, cubiertos de grasa, le llenaban de vergüenza y confusión. Era como encontrarse vestido de calle en una reunión de etiqueta.

–Preséntame a tus nuevos amigos —le dijo a su hija, apretándole el brazo con el codo—. Hasta está empezando a gustarme este odioso Soden, por haberte hecho tanto bien. Pero ¡qué tristeza se respira aquí! ¿Quién es ése?

Kitty le iba nombrando tanto a los conocidos como a los desconocidos con los que se encontraban. A la entrada misma del parque se toparon con madame Berthe y su acompañante, y el príncipe se alegró al contemplar la expresión enternecida de la vieja ciega cuando escuchó la voz de Kitty. Haciendo gala de esa exagerada amabilidad tan típica de los franceses, la dama se apresuró a felicitar al príncipe por tener una hija tan encantadora, la puso por las nubes, afirmó que era un tesoro, una perla, un ángel consolador.


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