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Anna Karénina
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Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Pero tú también contratas jornaleros.

–Sí, pero nosotros somos campesinos. Nos ocupamos de todo en persona. Si un jornalero no cumple, lo despachamos, y nos apañamos con gente de casa.

–Padrecito, Finoguén pide que le llevemos alquitrán —dijo una mujer con chanclos, entrando en la habitación.

–¡Así es, señor! —concluyó el viejo. A continuación se levantó, se santiguó varias veces, le dio las gracias a Levin y salió.

Cuando Levin entró en la cocina para llamar a su cochero, encontró a todos los hombres de la familia sentados a la mesa. Las mujeres les servían. Un hijo del viejo, un joven robusto, con la boca llena de gachas, contaba algo divertido, y todos se reían a carcajadas, sobre todo la muchacha de los chanclos, que en ese momento llenaba de sopa de col una escudilla.

Puede que el agraciado rostro de la muchacha de los chanclos contribuyera en gran medida a la impresión de bienestar que produjo en Levin esa casa campesina, pero lo cierto era que esa impresión había sido tan fuerte que no lograba quitársela de la cabeza. A lo largo del camino que le quedaba para llegar a casa de su amigo, no fue capaz de pensar en otra cosa, como si en la escena que había contemplado hubiera algo que mereciera una atención especial.

 

XXVI

Sviazhski era el mariscal de la nobleza de su distrito. Tenía cinco años más que Levin y llevaba mucho tiempo casado. En la casa vivía su joven cuñada, una muchacha que le caía muy bien a Levin. Éste no ignoraba que Sviazhski y su mujer deseaban casarlo con ella. Lo sabía a ciencia cierta, como saben esas cosas los jóvenes a los que se llama pretendientes, aunque nadie se había atrevido a decirle una palabra. También sabía que, a pesar de sus deseos de casarse y de que, según todas las apariencias, esa muchacha tan atractiva sería una excelente esposa, tenía tan pocas posibilidades de casarse con ella, aunque no estuviera enamorado de Kitty Scherbatski, como de echarse a volar. Esa certidumbre le amargaba el placer que esperaba encontrar en aquella casa.

Al recibir la carta de su amigo en la que le invitaba a cazar, Levin pensó en seguida en ese inconveniente, pero llegó a la conclusión de que las intenciones que atribuía a su amigo no eran más que suposiciones infundadas, de modo que resolvió partir. Además, en el fondo de su alma quería ponerse a prueba, analizar de nuevo los sentimientos que albergaba por esa muchacha. La vida en casa de Sviazhski era muy agradable; en cuanto a su amigo, el mejor activista del zemstvoque Levin había conocido, siempre había despertado su interés.

Sviazhski era una de esas personas, bastante incomprensibles para Levin, cuyos juicios, harto fundados, aunque poco independientes, siguen un camino, mientras su vida, perfectamente definida y con una orientación firme, sigue otro que no sólo no guarda relación alguna con sus opiniones, sino que casi siempre está en flagrante contradicción. Sviazhski era un hombre extremadamente liberal. Despreciaba a los nobles y pensaba que la mayoría de ellos eran partidarios de la servidumbre, aunque no se atreviese a confesarlo. Consideraba que Rusia era un país de tercera categoría, algo así como Turquía, con un gobierno tan incapaz que ni siquiera perdía el tiempo en criticarlo. Pero al mismo tiempo era funcionario, así como un mariscal de la nobleza ejemplar, y nunca se ponía en camino sin la gorra con la escarapela y el galón rojo. Afirmaba que sólo se podía llevar una vida decente en el extranjero, adonde se iba en cuanto tenía ocasión, pero al mismo tiempo dirigía en Rusia una hacienda muy compleja, en la que había introducido muchas mejoras, y seguía con enorme interés todo lo que sucedía en el país, de cuyas últimas novedades estaba al tanto. Consideraba que el campesino ruso, por su grado de desarrollo, ocupaba un escalón intermedio entre el hombre y el mono, pero en época de elecciones estrechaba de buena gana las manos de los campesinos y escuchaba sus opiniones. No creía en Dios ni en el diablo, pero se preocupaba mucho de mejorar las condiciones del clero y de reducir el número de parroquias, aunque hacía todo lo posible por conservar la iglesia de su aldea.

En lo que respecta a la cuestión femenina, figuraba entre los más radicales defensores de la libertad total de la mujer, sobre todo de su derecho al trabajo, pero, a pesar de llevarse bien con su esposa (todo el mundo admiraba la armonía de esa vida familiar sin hijos), había organizado su vida de tal manera que ésta no hacía ni podía hacer nada, y su única preocupación, compartida por su marido, era pasar el tiempo de la mejor manera posible.

Si Levin no hubiera tenido esa tendencia a ver el lado más favorable de las personas, el carácter de Sviazhski no le habría planteado problemas o interrogantes. Simplemente se habría dicho: «Es un estúpido o un canalla», y todo habría quedado resuelto. Pero no se le podía llamar estúpido, porque, como Levin sabía perfectamente, Sviazhski no sólo era muy inteligente, sino también muy culto, aunque no alardeara de su erudición. No había materia sobre la que no supiera algo, pero sólo mostraba sus conocimientos cuando no le quedaba más remedio. Y menos aún se le podía tildar de canalla, porque era un hombre honrado a carta cabal, bondadoso e inteligente, que se ocupaba con empeño, tesón y buen ánimo de una actividad que todo el mundo tenía en alta estima y que seguramente nunca había hecho daño a nadie de manera consciente.

Levin trataba de comprenderlo, pero no lo conseguía. Tanto su persona como su vida constituían un enigma para él.

Como eran amigos, Levin se permitía sondear a Sviazhski, procurando llegar al fondo mismo de su concepción de la vida; pero siempre sin resultado. Cada vez que Levin había intentado ir más allá de las habitaciones de recepción de la mente de Sviazhski, abiertas para cualquiera, había notado que éste se turbaba un poco. En sus ojos se advertía un recelo casi imperceptible, como si temiera que Levin llegara a comprenderlo, y le oponía resistencia con algún comentario jovial y bienintencionado.

Después de su desengaño con las labores de la hacienda, Levin encontraba un placer especial en visitar a Sviazhski. No era sólo que esa feliz pareja de tórtolos, satisfechos consigo mismos y con todo el mundo, y ese nido tan confortable ejercieran sobre él un efecto beneficioso, sino que, ahora que se sentía tan descontento de su propia vida, quería arrancar a su amigo ese secreto que comunicaba a su existencia tanta serenidad, alegría y certidumbre. Además, sabía que en casa de Sviazhski tendría ocasión de ver a varios propietarios de los alrededores, y en esos momentos estaba especialmente interesado en hablar con ellos de cuestiones de economía rural, como la cosecha, el jornal de los braceros y otros temas no menos intrascendentes a juicio de muchos, pero que a él, a la sazón, se le antojaban fundamentales. «Puede que no tuviera importancia en los tiempos de la servidumbre y que siga sin tenerla en Inglaterra. En ambos casos las condiciones están definidas. Pero en nuestro país, en las circunstancias actuales, cuando reina todavía un completo desorden y sólo ahora las cosas empiezan a tomar forma, el análisis de esas cuestiones es la única tarea importante», pensaba Levin.

La partida de caza no dio los resultados que Levin había esperado. El pantano estaba seco y no había becadas. Después de recorrer los campos el día entero, sólo se cobró tres piezas, pero llegó a casa con un apetito voraz, como siempre que iba de caza, en un estado de ánimo inmejorable y con esa excitación intelectual que le causaba siempre el ejercicio físico. Durante la caza, en esos momentos en que se diría que no pensaba en nada, se acordaba de vez en cuando del viejo y de su familia. Era como si esa imagen no sólo reclamara su atención, sino la solución de alguna cuestión relacionada con ella.

Por la tarde, mientras tomaban el té en compañía de dos propietarios, que habían ido a ver a Sviazhski para hablar de una tutela, se entabló la interesante conversación que Levin tanto había esperado.

Sentado al lado de la dueña de la casa y enfrente de su hermana, Levin tuvo que hablar con ellas. La dueña de la casa era una mujer de cara redonda, rubia y no muy alta, con una sonrisa resplandeciente y hoyuelos en las mejillas. Levin trató de descifrar, por mediación de la mujer, el importante enigma que su marido representaba para él, pero no podía reflexionar con completa libertad, porque se sentía muy incómodo: enfrente de él estaba la cuñada de Sviazhski, con un vestido especial que parecía haberse puesto para él, con un escote en forma de trapecio sobre el blanco pecho. Ese escote cuadrangular, a pesar de la blancura del pecho, o precisamente por ello, privaba a Levin de la libertad de pensamiento. Se imaginaba, probablemente sin fundamento, que habían confeccionado ese escote en su honor, pero no se consideraba con derecho a mirarlo y procuraba no hacerlo. En cualquier caso, se sentía culpable de que hubieran cortado un escote así. Tenía la impresión de que estaba engañando a alguien, de que tendría que explicar algo que no había manera de explicar, y por ese motivo se ruborizaba una y otra vez, se mostraba inquieto e incómodo. Esa incomodidad se comunicó a la hermosa cuñada. Pero la dueña de la casa parecía no darse cuenta y hacía cuanto podía para que su hermana participara en la conversación.

–Afirma usted —apuntó, prosiguiendo con la conversación que habían iniciado– que a mi marido no le interesa nada que sea ruso. Es cierto que en el extranjero está de buen humor, pero no tanto como en casa. Aquí se encuentra en su ambiente. Se ocupa de un montón de asuntos y tiene el don de interesarse por todo. ¿No ha visitado usted nuestra escuela?

–La he visto... Es esa casita cubierta de hiedra, ¿verdad?

–Sí, es obra de Nastia —dijo la anfitriona, señalando a su hermana.

–¿Enseña usted misma? —preguntó Levin, tratando de no mirar el escote, aunque sabía que, si dirigía la vista hacia ese lado, sería incapaz de ver otra cosa.

–Sí, he enseñado allí y sigo enseñando, pero tenemos una maestra magnífica. Hemos introducido clases de gimnasia.

–No, se lo agradezco, pero no quiero más té —dijo Levin, y, consciente de que estaba cometiendo una descortesía, pero incapaz de continuar con esa conversación, se puso de pie, todo colorado—. Oigo allí una conversación que me interesa mucho —añadió, dirigiéndose al otro extremo de la mesa, donde estaba sentado el dueño de la casa con los dos propietarios. Sviazhski, sentado de lado y acodado en la mesa, sostenía la taza con una mano, mientras con la otra se cogía la barba, se la acercaba a la nariz, como si quisiera olería, y a continuación la soltaba. Con sus brillantes ojos negros contemplaba a un propietario de bigote gris, muy excitado, cuyas opiniones juzgaba divertidas. El propietario se quejaba de los campesinos. Levin se dio cuenta de que Sviazhski podía reducir a polvo, con unas pocas palabras, los argumentos de su interlocutor, pero que su posición no le permitía pronunciarlas, de modo que se limitaba a escuchar, no sin placer, sus cómicos argumentos.

Según todos los indicios, el propietario del bigote gris era un hombre que jamás había puesto un pie fuera de la aldea, partidario acérrimo del régimen de servidumbre y apasionado de las labores agrícolas. Levin podía verlo en su ropa, una levita raída y pasada de moda, a la que daba muestras de no estar acostumbrado, en sus ojos inteligentes y entornados, en su habla fluida y popular, en el tono perentorio, fruto, sin duda, de una larga experiencia, y en los gestos imperiosos de sus manos grandes, bellas y tostadas por el sol, con una vieja alianza en el dedo anular.

 

XXVII

—Si no me diera pena abandonar lo que ya he empezado... tantos esfuerzos como he hecho... me desprendería de todo, lo vendería y me marcharía como Nikolái Ivánovich... a oír La belle Hélène—decía el viejo propietario, cuyo rostro inteligente iluminaba una agradable sonrisa.

–Si se queda usted —replicó Nikolái Ivánovich Sviazhski– es que le trae cuenta.

–Me trae cuenta porque vivo en mi propia casa, y no tengo que comprar ni alquilar nada. Además, aún conservo la esperanza de que los campesinos acaben entrando en razón. Aunque, a decir verdad, ¡qué borracheras, qué depravación! Lo han repartido todo, no les queda ni una vaca, ni un caballo. Pueden estar muriéndose de hambre, pero, si contrata usted a alguno como jornalero, encontrarán la manera de echarlo todo a perder e incluso de llevarlo ante el juez de paz.

–También usted puede quejarse ante el juez de paz —objetó Sviazhski.

–¿Quejarme yo? ¡Por nada del mundo! ¡Habría que pasar por tantos trámites que me arrepentiría! Ahí tiene usted el asunto de la fábrica: después de cobrar el dinero que se les dio como adelanto, los obreros se marcharon. ¿Y qué hizo el juez de paz? Los dejó libres. Los únicos que hacen las cosas bien son el juzgado comarcal y el stárosta, que les da una paliza a la antigua usanza. De no ser por eso, lo mejor sería dejarlo todo y marcharse al otro extremo del mundo.

Era evidente que el propietario quería sacar de sus casillas a Sviazhski, pero éste, lejos de enfadarse, parecía divertido.

–Y, sin embargo, ni Levin, ni este señor —señaló al otro propietario– ni yo dirigimos nuestras haciendas sin recurrir a tales medidas —dijo, sonriendo.

–Puede ser, pero pregúntele a Mijaíl Petróvich cómo se las ha arreglado para que sus asuntos le vayan tan bien. ¿Llamaría usted a eso una administración racional? —preguntó el propietario, muy satisfecho, por lo visto, de esa última palabra.

–Gracias a Dios, mi hacienda no requiere grandes quebraderos de cabeza —dijo Mijaíl Petróvich—. Lo único que me preocupa es tener dinero en otoño para pagar los impuestos. Los campesinos vienen a verme: «Padrecito, ayúdenos». Y me da pena, claro, porque son vecinos nuestros. Así que les adelanto el primer cuatrimestre, pero les digo: «Acordaos, muchachos, de que yo os he ayudado, y ayudadme vosotros a mí cuando lo necesite, bien para sembrar la avena, para segar el heno o para recoger la cosecha». Y nos ponemos de acuerdo sobre los trabajos que deben hacer por cada tributo que les pago. Es verdad que algunos de ellos son unos sinvergüenzas.

Levin, que sabía muy bien en qué consistían esas medidas patriarcales, cambió una mirada con Sviazhski e, interrumpiendo a Mijaíl Petróvich, se dirigió al propietario del bigote gris.

–Entonces, ¿qué opina usted? —preguntó—. ¿Cómo se debe dirigir una hacienda en los tiempos que corren?

–Pues como hace Mijaíl Petróvich: a medias con los campesinos o arrendándoles la tierra. Todo eso es posible, pero con esas medidas se destruye la riqueza común del país. Una tierra que, en tiempos de la servidumbre, con una administración adecuada, rendía nueve veces lo que se sembraba, ahora, a medias, no rinde más que tres. ¡La emancipación ha arruinado Rusia!

Sviazhski miró a Levin con ojos risueños y hasta hizo un leve gesto de burla, pero Levin no encontraba divertidas las palabras del propietario. Las entendía mejor que Sviazhski. Muchas de las cosas que dijo después el propietario para demostrar por qué la emancipación había arruinado el país le parecieron atinadas e indiscutibles, además de novedosas. Era evidente que ese hombre estaba exponiendo ideas propias, algo muy poco frecuente, y que esas reflexiones no se las había dictado la necesidad de llenar de algún modo sus momentos de ocio, sino las condiciones de su vida en la soledad de la aldea, analizada desde todos los puntos de vista.

–Lo que quiero decir es que no se puede conseguir ningún progreso si no se recurre a la autoridad —apuntó, deseando demostrar que tampoco él carecía de instrucción—. Tomemos, por ejemplo, las reformas de Pedro, de Catalina, de Alejandro. Fíjese en la historia europea. Y esa regla es válida sobre todo para la agricultura. Hasta la patata ha sido introducida por la fuerza. Y no siempre se ha labrado con el arado. Puede que se introdujera en los tiempos del feudalismo, y probablemente también fue necesario recurrir a la fuerza. En nuestra época, durante el régimen de servidumbre, los propietarios introdujimos innovaciones en nuestras haciendas: secadoras, aventadoras, el acarreo del estiércol, aperos de todo tipo. Y todo lo hemos hecho gracias a nuestra autoridad. Los campesinos en un principio se oponían, pero luego acabaron imitándonos. Ahora, una vez abolida la servidumbre, se nos ha arrebatado nuestro poder, y nuestra agricultura, que había alcanzado un alto nivel de desarrollo, volverá a un estado primitivo y salvaje. Ésa es mi opinión.

–Pero ¿por qué? Si sus métodos son racionales, puede ponerlos en práctica con la ayuda de jornaleros —dijo Sviazhski.

–¿Y cómo quiere usted que los aplique cuando ya no tenemos autoridad? ¿A quién voy a recurrir?

«Aquí es donde aparece la mano de obra, el elemento principal de la agricultura», pensó Levin.

–A los jornaleros.

–Los jornaleros no quieren trabajar bien ni emplear buenas máquinas. Lo único que saben hacer es emborracharse como cerdos y romper todo lo que se les confía. Dan demasiada agua a los caballos, destrozan los buenos arneses, cambian las ruedas con llantas de hierro por otras y se gastan en bebida la diferencia, meten un tornillo en la trilladora para estropearla. Les repugna todo lo que no se hace a su manera. Por esa razón ha decaído el nivel de la agricultura. Los propietarios abandonan las tierras, dejan que se cubran de maleza o se las entregan a los campesinos, y lo que antes producía millones de fanegas ahora sólo rinde centenares de miles. La riqueza general ha disminuido. Se podría haber hecho lo mismo, pero con un poco más de sensatez...

Y pasó a desarrollar su propio plan para la liberación de los siervos, con el que se habrían evitado todos esos inconvenientes.

A Levin ese tema no le interesaba; por eso, cuando el propietario terminó su exposición, volvió a su primer argumento y, dirigiéndose a Sviazhski, con el propósito de que expusiera en serio su opinión, dijo:

–Es indudable que el nivel de la agricultura ha decaído y que, dadas nuestras relaciones con los campesinos, no hay manera de explotar la hacienda recurriendo a métodos racionales.

–Yo no lo veo así —replicó ya en serio Sviazhski—. Lo que pasa es que no sabemos administrar nuestras haciendas. En cuanto al nivel de la agricultura en los tiempos de la servidumbre, no creo que fuera alto, sino extremadamente bajo. No tenemos máquinas, ni buenos animales de labor ni una administración digna de tal nombre. Ni siquiera sabemos llevar las cuentas. Pregúntale a cualquier propietario: no sabrá decirle lo que le reporta beneficios ni lo que le ocasiona pérdidas.

–La contabilidad italiana —dijo el propietario con ironía—. Pero, por más cuentas que haga, como se lo estropeen todo, no habrá ninguna ganancia.

–¿Y por qué lo van a estropear? Pueden estropear una trilladora que no vale nada o esa apisonadora rusa que tiene usted, pero en ningún caso mi máquina de vapor. Puede que revienten un caballejo ruso (¿cómo se llama esa raza? ¿Toscana, no?) al que hay que tirar de la cola, pero dele usted un percherón o al menos un bitiug, 60y ya verá cómo no lo echa a perder. Y lo mismo pasa con todo. Tenemos que elevar el nivel de nuestras explotaciones.

–¡Si dispusiéramos de medios, Nikolái Ivánovich! Para usted es muy fácil hablar así, pero yo tengo un hijo en la universidad y otros que van al instituto. ¿De dónde quiere que saque el dinero para comprar percherones?

–Para eso están los bancos.

–¿Para que me vendan en pública subasta lo poco que me queda? ¡No, gracias!

–No estoy de acuerdo en que se pueda y se deba elevar el nivel de nuestra agricultura —intervino Levin—. Yo llevo tiempo intentándolo y, aunque dispongo de medios, no he conseguido nada. Y no sé de qué utilidad pueden ser los bancos. En lo que a mí respecta, por más dinero que he gastado en ganado y maquinaria, no he tenido más que pérdidas.

–Es verdad —confirmó el propietario del bigote gris, que hasta se reía de satisfacción.

–Y no soy el único —prosiguió Levin—. Puedo nombrar a otros propietarios que dirigen sus haciendas de un modo racional. Todos ellos, salvo raras excepciones, tienen pérdidas. ¿Y qué me dice usted de su finca? ¿Le reporta beneficios? —preguntó a Sviazhski, y acto seguido descubrió en su mirada esa momentánea expresión de temor que siempre advertía cuando quería ir más allá de las habitaciones exteriores de su inteligencia.

Además, no era una pregunta muy leal por parte de Levin. Mientras tomaban el té, la dueña de la casa le había confiado que ese verano habían hecho venir de Moscú a un contable alemán que, por quinientos rublos, había revisado las cuentas de la propiedad y había descubierto que las pérdidas ascendían a tres mil rublos y pico. No recordaba la cantidad exacta, pero, por lo visto, el alemán había calculado hasta el último cuarto de kopek.

Al oír esa mención a los beneficios de Sviazhski, el propietario sonrió, pues debía de conocer las ganancias que tenía su vecino, mariscal de la nobleza.

–Puede que no tenga beneficios —respondió Sviazhski—. Pero eso sólo pondría de manifiesto que soy un mal propietario o que invierto mi capital en aumentar la renta.

–¡Ah, la renta! —exclamó Levin horrorizado—. Tal vez exista renta en Europa, donde la tierra ha mejorado a fuerza de trabajarla, pero en Rusia pasa justo lo contrario: la hemos agotado. En consecuencia, no puede hablarse de renta.

–¿Cómo que no? Es una ley.

–Y nosotros estamos fuera de la ley. En nuestro caso la renta no explica nada; al contrario, lo embrolla todo. No, dígame cómo puede la teoría de la renta...

–¿Quieren una cuajada? Masha, tráenos unas cuajadas o unas frambuesas —dijo, dirigiéndose a su mujer—. Es increíble que siga habiendo frambuesas en esta época del año.

Y Sviazhski, en un estado de ánimo inmejorable, se levantó y se alejó. Era evidente que daba por terminada la conversación, cuando Levin consideraba que acababa de empezar.

Al verse privado de su interlocutor, Levin siguió charlando con el propietario, tratando de demostrarle que todas las dificultades se debían a que no se tenían en cuenta las cualidades y costumbres de los trabajadores. Pero el propietario, como todas las personas que alumbran pensamientos originales en sus largos ratos de soledad, era reacio a admitir las opiniones ajenas y se aferraba apasionadamente a las suyas. Insistía en que el campesino ruso era un cerdo, capaz de vivir sólo en medio de la inmundicia, y en que para sacarle de ese estado se necesitaba autoridad, y, a falta de ésta, un buen palo. Pero, como todos se habían vuelto tan liberales, habían sustituido el palo secular por abogados y cárceles, en las que esos campesinos incapaces y malolientes recibían un buen plato de sopa y tantos metros cúbicos de aire.

–¿Y por qué piensa usted —preguntó Levin, tratando de volver a la cuestión que le interesaba– que no pueden establecerse entre los trabajadores y nosotros unas relaciones que den como resultado un trabajo verdaderamente productivo?

–¡Nunca conseguirá meter en vereda al campesino ruso si no es con el palo! No hay autoridad —respondió el propietario.

–¿Acaso pueden encontrarse nuevas condiciones de trabajo? —intervino Sviazhski, que había vuelto a acercarse a sus invitados después de tomarse una cuajada y encender un cigarrillo—. Todas las relaciones posibles con los trabajadores han sido establecidas y estudiadas —dijo—. Ese vestigio de barbarie, la comuna primitiva con caución solidaria, se está desmoronando por sí sola, el régimen de servidumbre ha desaparecido. Sólo queda el trabajo libre, con sus formas definidas y concretas, que debemos aceptar: braceros, jornaleros, peones. Fuera de eso no hay nada.

–Pero Europa no está satisfecha de esas formas.

–No está satisfecha y busca otras nuevas. Probablemente las encontrará.

–A eso es a lo que me refiero yo —respondió Levin—. ¿Por qué no podemos buscarlas nosotros por nuestra cuenta?

–Porque sería como inventar nuevos procedimientos para construir ferrocarriles. Esos procedimientos ya se han inventado y están al alcance de cualquiera.

–Pero ¿y si esos procedimientos no nos convienen, si no son razonables? —preguntó Levin.

Y volvió a sorprender esa expresión de temor en los ojos de Sviazhski.

–Sí, ya podemos lanzar las campanas al vuelo. ¡Hemos encontrado lo que buscaba Europa! Conozco esa vieja canción, pero perdone que le diga una cosa: ¿sabe usted todo lo que se ha hecho en Europa en materia de organización laboral?

–No, apenas un poco.

–Es una cuestión que ocupa en estos momentos a las mejores cabezas del continente. Por un lado está la escuela de Schulze-Delizsch... Por otro, la más liberal de Lasalle, con su vasta literatura sobre la cuestión obrera... En cuanto a la organización de Mulhouse, ya es un hecho, como probablemente sepa usted. 61

–Algo he oído, pero no mucho.

–Lo dice sólo por decir. Seguro que conoce todo eso tan bien como yo. Naturalmente, no soy ningún profesor de sociología, pero me interesa esa cuestión. Si a usted le interesa también, debería estudiarla.

–¿Y a qué conclusión han llegado?

–Perdone...

Los propietarios se levantaron y Sviazhski, parándole los pies a Levin, que una vez más había insistido en su desagradable costumbre de querer traspasar el umbral de su inteligencia, salió a despedir a sus invitados.

 

XXVIII

Levin pasó una velada aburridísima en compañía de las señoras. Le preocupaba más que nunca la idea de que lo insatisfecho que estaba con las labores de la hacienda no era un problema exclusivo suyo, sino general en todo el país; pensaba que la posibilidad de establecer unas relaciones con los obreros que les permitieran trabajar en las mismas condiciones que aquel campesino que había conocido por el camino no era un sueño, sino una cuestión que había que resolver sin falta. Y tenía la impresión de que podía hacerse y que debía intentarse.

Después de despedirse de las señoras, no sin antes prometerles que se quedaría todo el día siguiente, para ir juntos a caballo a ver un interesante corrimiento de tierras que se había producido en un bosque del Estado, Levin, de camino a su habitación, entró en el despacho del dueño de la casa para coger unos libros sobre la cuestión obrera que le había ofrecido. El despacho era una habitación enorme, con estanterías a lo largo de las paredes y dos mesas, una maciza, de escritorio, en el centro de la pieza, y otra redonda, con los últimos números de periódicos y revistas en distintos idiomas, dispuestos en forma de estrella alrededor de la lámpara. Al lado del escritorio había un archivador, en cuyos cajones con rótulos dorados se guardaban toda clase de documentos.

Sviazhski cogió los libros y se sentó en una mecedora.

–¿Qué mira usted? —le preguntó a Levin, que se había detenido al lado de la mesa redonda y hojeaba una revista—. En ese número viene un artículo muy interesante —añadió, refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano—. Por lo visto —prosiguió, con alegre animación– el príncipe culpable de la partición de Polonia no fue Federico. Por lo visto...

Y Sviazhski le refirió en breves palabras, con su peculiar claridad, esas nuevas revelaciones, interesantísimas y de gran importancia. A pesar de que en esos momentos a Levin le preocupaban sobre todo las cuestiones agrícolas, no pudo dejar de preguntarse, mientras le escuchaba: «¿Qué esconderá en su interior? ¿Por qué le interesará la partición de Polonia?». Cuando Sviazhski concluyó su exposición, a Levin se le escapó casi sin darse cuenta:

–Bueno, ¿y qué?

Pero no pudo sacarle nada más. Todo se reducía a ese «por lo visto». Sviazhski no le explicó, entre otras cosas porque no lo juzgó necesario, qué era lo que encontraba tan interesante en ese artículo.

–Pues yo he disfrutado mucho escuchando a ese propietario tan enfadado —dijo Levin, con un suspiro—. Es inteligente y ha dicho muchas cosas que son ciertas.

–¡Ah, por favor! Aunque no lo diga, es un partidario acérrimo del régimen de servidumbre, como todos los demás —exclamó Sviazhski.

–De quienes es usted mariscal...

–Sí, pero trato de llevarlos en sentido contrario —replicó Sviazhski, sonriendo.

–La cuestión que más me preocupa es la siguiente —dijo Levin—. Ese hombre tiene razón cuando afirma que nuestros métodos racionales no funcionan, que sólo prosperan las explotaciones de los usureros, como la de ese tipo tan callado, o las que emplean métodos primitivos. ¿Quién tiene la culpa de eso?

–Nosotros mismos, desde luego. Además, no es cierto que nuestros métodos no funcionen. La finca de Vasílchikov prospera.

–Sí, pero él tiene una fábrica...

–En cualquier caso, no entiendo qué es lo que le sorprende. Dado el grado de desarrollo tan bajo en que se encuentra el pueblo, tanto desde el punto de vista moral como material, es normal que se oponga a cualquier medida nueva. En Europa los métodos racionales funcionan porque el pueblo está educado. Eso es lo que tenemos que hacer nosotros: educar al pueblo.

–¿Y cómo hacerlo?

–Se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.

–Pero usted mismo acaba de referirse a las precarias condiciones materiales del pueblo. ¿Es que las escuelas contribuirían a mejorarlas?

–Sus palabras me recuerdan esa anécdota de un hombre que da consejos a un enfermo: «Tendría usted que tomar un purgante». «Ya lo he probado, y ha sido peor.» «Pruebe con una sanguijuela.» «Ya lo he probado, y ha sido peor.» «Pues no le queda otro remedio que rezar a Dios.» «Ya lo he probado, y ha sido peor.» Lo mismo pasa con nosotros. Yo le menciono la economía política, y usted dice que es peor. Si me refiero al socialismo, me contesta en los mismos términos. Y, si saco a colación la educación, recibo idéntica respuesta.

–¿Y en qué pueden ayudar las escuelas?

–Crearán nuevas necesidades.

–Eso es algo que jamás he podido comprender —objetó Levin, acalorándose—. ¿Cómo van a contribuir las escuelas a que mejoren las condiciones materiales del pueblo? Dice usted que las escuelas y la educación crearán nuevas necesidades. Pues tanto peor, porque los campesinos no encontrarán los medios de satisfacerlas. Aprenderán a sumar, a restar, a recitar el catecismo, pero ¿acaso va a hacer eso que mejore su situación material? La verdad es que no lo entiendo. Anteayer, a la caída de la tarde, me encontré con una mujer que llevaba un niño de pecho en brazos y le pregunté de dónde venía. «Llevé al niño a que lo viera la curandera, porque no paraba de gritar», me respondió. «¿Y qué ha hecho para curarlo?» «Lo ha puesto en la pértiga del gallinero y ha murmurado unas palabras.»


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