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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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Se apeó del vagón en cuanto el tren se detuvo y el primer rostro que le llamó la atención fue el de su marido. «¡Ah, Dios mío! ¿Por qué tendrá esas orejas?», se dijo al ver su figura imponente y fría y, sobre todo, los salientes cartílagos de las orejas, en los que se apoyaba el ala del sombrero redondo. Al verla, Alekséi Aleksándrovich se dirigió a su encuentro con esa sonrisa irónica que le era tan peculiar y la miró de hito en hito con sus grandes ojos cansados. Bajo esa mirada tenaz y fatigada, un sentimiento desagradable oprimió el corazón de Anna. ¿Acaso esperaba que hubiese cambiado? Lo que más le sorprendió fue la sensación de descontento consigo misma que le inspiró tenerlo frente a frente. Era una sensación conocida, familiar, semejante a la hipocresía que envolvía las relaciones con su marido. Era como si esa impresión le hubiera pasado desapercibida hasta entonces y sólo ahora, por primera vez, se le hubiera revelado de un modo indiscutible y doloroso.

–Como ves, tu marido, tan cariñoso como en el primer año de matrimonio, ardía en deseos de verte —dijo con su voz lenta y aguda y ese tono de burla que solía emplear con ella, como si se estuviera mofando de su propio modo de hablar.

–¿Cómo está Seriozha? —preguntó Anna.

–¿Y ésa es la recompensa que recibo por mi fogosidad? —respondió él—. Está bien, está bien...

 

XXXI

Vronski ni siquiera había intentado dormir. Pasó toda la noche sentado, con la mirada dirigida al frente u observando a los que entraban y salían. Si ya antes su serenidad imperturbable había sorprendido e impresionado a los desconocidos, ahora parecía aún más orgulloso y arrogante. Miraba a los hombres como si fueran objetos. Esa actitud le valió la inquina del nervioso joven que estaba sentado frente a él, empleado en un tribunal provincial. Le había pedido fuego, tratando de entablar conversación, y hasta llegó a empujarle para demostrarle que no era un objeto, sino una persona, pero Vronski siguió mirándole como si tuviera delante un farol. Desesperado ante la indiferencia de ese hombre, que parecía negarle su naturaleza humana, estuvo a punto de perder los estribos y fue incapaz de pegar ojo.

Vronski no reparaba en nada ni en nadie. Ese aire de imperial altivez no se debía a que creyera haber impresionado a Anna —aún no lo creía—, sino a que la impresión que ella le había causado le había llenado de orgullo y felicidad.

¿Cómo iba a acabar todo eso? Ni lo sabía ni quería pensar en ello. Se daba cuenta de que sus fuerzas, dispersas y malgastadas hasta entonces, de pronto se habían unido y se dirigían con una terrible determinación hacia un objetivo único y maravilloso. Y se sentía feliz. Su única certeza es que le había dicho la verdad: iba donde estuviera ella, y la vida no tenía para él otro sentido, ni su felicidad otra razón, que verla y oírla. Cuando se apeó del tren en Bologovo, para beber agua de seltz, y vio a Anna, le había dicho casi sin querer lo que pensaba. Y ahora se alegraba de haberlo hecho, de que ella lo supiera y meditara en su comentado. No pegó ojo en toda la noche. Al volver al vagón, se puso a pasar revista a todas las actitudes en que la había visto, a todas sus palabras, y su corazón desfallecía a medida que en su imaginación iban surgiendo cuadros de un futuro posible.

Cuando se apeó del tren en San Petersburgo, se sentía fresco y animado, como después de un baño frío, a pesar de que había pasado la noche en blanco. Se detuvo al pie del vagón, esperando a que ella saliera. «La veré otra vez —pensó para sus adentros, sonriendo involuntariamente—, veré sus andares, su cara. Puede que diga algo, que vuelva la cabeza, que me mire, que sonría.» Pero lo primero que le saltó a la vista fue el marido, al que acompañaba respetuosamente, entre la multitud, el jefe de estación. «¡Ah, sí, el marido!» Y por primera vez Vronski fue claramente consciente del estrecho vínculo que existía entre Anna y su marido. Sabía que estaba casada, pero no había creído en la existencia de ese hombre; sólo se convenció de su realidad cuando vio su cabeza, sus hombros y sus piernas, embutidas en unos pantalones negros, y sobre todo cuando contempló cómo la cogía tranquilamente del brazo, como si fuera de su propiedad.

Al ver a Alekséi Aleksándrovich, con su rostro lozano de petersburgués, su aire severo y seguro de sí mismo, su sombrero redondo y su espalda ligeramente encorvada, tuvo que admitir su existencia, y no pudo evitar que se apoderara de él una sensación desagradable, semejante a la de una persona muerta de sed que llega a un manantial y se encuentra con que un perro, una oveja o un cerdo acaba de beber y ha enturbiado las aguas. Lo que más le irritó fueron los andares de Alekséi Aleksándrovich, que balanceaba el cuerpo sobre sus caderas y sus torpes piernas. No reconocía a ninguna otra persona el indiscutible derecho a amar a Anna. No obstante, ella seguía siendo la misma, y su presencia le reanimó, le llenó de entusiasmo y de felicidad. Ordenó a su criado alemán, que había viajado en un vagón de segunda y ahora venía a su encuentro corriendo, que recogiera el equipaje y se fuera a casa, y a continuación se acercó a ella. Había presenciado el reencuentro del matrimonio y, con esa perspicacia de los enamorados, se había dado cuenta de que Anna se mostraba algo cohibida al hablar con su marido. «No, ni lo ama ni puede amarlo», se dijo.

Aunque Anna Arkádevna le daba la espalda, advirtió con alegría que había adivinado su presencia. Se dio la vuelta y, al reconocerlo, se dirigió de nuevo a su marido.

–¿Cómo ha pasado usted la noche? —preguntó Vronski, saludándolos a los dos a la vez, dándole así la oportunidad a Alekséi Aleksándrovich de que lo reconociera, si lo estimaba oportuno.

–Muy bien, gracias —respondió Anna.

Su rostro parecía cansado y no se apreciaba esa animación que tan pronto se manifestaba en sus labios como en sus ojos; no obstante, al mirar a Vronski, sus ojos se iluminaron por un instante, y, aunque ese luego se extinguió casi de inmediato, él se sintió feliz. Anna miró a su marido para ver si reconocía a Vronski. Alekséi Aleksándrovich lo contemplaba con desagrado, recordando vagamente quién era. En ese momento la serenidad y la suficiencia de Vronski chocaron, como una hoz con una piedra, con la fría altivez de Alekséi Aleksándrovich.

–El conde Vronski —dijo Anna.

–¡Ah! Me parece que nos conocemos —dijo con indiferencia Alekséi Aleksándrovich, al tiempo que le estrechaba la mano—. A la ida has viajado con la madre y a la vuelta con el hijo —añadió, recalcando cada palabra, como si les concediera un gran valor—. ¿Ha estado usted de permiso? —preguntó y, sin esperar la respuesta, se dirigió a su mujer con ese tono de burla tan suyo—: ¿Y qué? ¿Llorasteis mucho en Moscú en el momento de la despedida?

Sacando a colación esa cuestión, estaba dando a entender a Vronski que deseaba quedarse solo con su mujer; a continuación, volviéndose hacia él, se llevó la mano al sombrero. Pero Vronski se dirigió de nuevo a Anna Arkádevna:

–Espero tener el honor de hacerles una visita —dijo.

Alekséi Aleksándrovich miró a Vronski con sus ojos cansados.

–Con mucho gusto. Recibimos los lunes —replicó con frialdad. Luego, desentendiéndose por completo de Vronski, le dijo a su mujer, con la misma ironía de antes—: Qué suerte que haya podido disponer de media hora libre para venir a buscarte y demostrarte de ese modo mi afecto.

–No haces más que poner de relieve tu cariño, como si quisieras que lo apreciara más —contestó ella en el mismo tono burlón, escuchando involuntariamente los pasos de Vronski, que iba detrás de ellos. «¿Y a mí qué más me da?», pensó, y a continuación preguntó a su marido cómo lo había pasado Seriozha en su ausencia.

–¡Ah, de maravilla! Mariette asegura que ha sido muy bueno y... lamento decírtelo... pero no te ha echado tanto de menos como tu marido. Vuelvo a darte las gracias, cariño, por haberme regalado un día. Nuestro querido samovar se pondrá contentísima. —Llamaba «samovar» a la célebre condesa Lidia Ivánovna porque siempre se la veía acalorada y agitada—. Ha preguntado por ti. Si me permites que te dé un consejo, tendrías que visitarla hoy mismo. Ya sabes que se lo toma todo muy a pecho. Ahora, además de todas sus demás preocupaciones, está muy interesada en la reconciliación de los Oblonski.

–Ya le he escrito.

–Pero ella quiere conocer todos los detalles. Si no estás cansada, ve a verla, cariño. Bueno, Kondrati te llevará en el coche. Yo tengo que volver al Comité. Ya no tendré que comer solo —prosiguió Alekséi Aleksándrovich, esta vez en serio—. No puedes imaginarte lo acostumbrado que estoy...

Y, después de apretarle un buen rato la mano, la ayudó a subir al coche con la mejor de sus sonrisas.

 

XXXII

La primera persona que salió a recibirla cuando llegó a casa fue su hijo. Sin hacer caso de los gritos de la institutriz, bajó corriendo la escalera, chillando loco de alegría: —¡Mamá, mamá! Y se colgó de su cuello.

–¡Ya le había dicho que era mamá! —le gritó a la institutriz—. ¡Lo sabía! Pero, igual que antes con el padre, Anna sintió cierta decepción al ver a su hijo. Se lo había imaginado mejor de lo que era, y ahora tenía que volver a la realidad para poder disfrutar de su presencia. Y la verdad es que era un muchacho encantador, con sus rizos rubios, sus ojos azules, sus piernas gruesas y robustas, embutidas en unas medias muy tirantes. Anna experimentó un placer casi físico al tenerlo cerca y recibir sus caricias, y la embargó una especie de serenidad interior cuando se encontró con su mirada inocente, confiada y cariñosa y cuando escuchó sus preguntas ingenuas. Sacó los regalos que le enviaban los hijos de Dolly y le contó que en Moscú vivía una niña llamada Tania, que ya sabía leer y enseñaba a los demás niños.

–Entonces, ¿yo soy peor que ella? —preguntó Seriozha.

–Para mí no hay nadie mejor que tú.

–Ya lo sé —dijo Seriozha, sonriendo.

No había tenido tiempo Anna de tomarse su café cuando anunciaron a la condesa Lidia Ivánovna. Era una mujer alta y gruesa, de tez amarillenta y enfermiza y hermosos y soñadores ojos negros. Anna le tenía cariño, pero ese día pareció reparar por primera vez en todos sus defectos.

–Y bien, amiga mía, ¿ha llevado la ramita de olivo? —preguntó la condesa en cuanto entró en la habitación.

–Sí, todo se ha arreglado. Por lo demás, la situación no era tan grave como pensábamos —respondió Anna—. En general, mi belle soeures demasiado impulsiva.

Pero la condesa Lidia Ivánovna, que se interesaba en lo que no le concernía y tenía la costumbre de no escuchar lo que le importaba, interrumpió a Anna:

–Sí, cuántas desgracias e injusticias hay en este mundo. Hoy estoy extenuada.

–¿Por qué? —preguntó Anna, tratando de disimular una sonrisa.

–Empiezo a cansarme de romper lanzas por la verdad en vano y a veces me siento completamente desanimada. La obra de las hermanitas —era ésta una institución filantrópica, religiosa y patriótica– podría haber salido bien, pero con esos señores es imposible hacer nada —añadió con irónica resignación, como sometiéndose al destino—. Se apropian de la idea, la distorsionan y luego la juzgan de una manera ruin y miserable. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, entienden el significado de esa labor; los demás no hacen más que desacreditarla. Ayer me escribió Pravdin...

Pravdin era un célebre paneslavista que vivía en el extranjero. La condesa pasó a relatar el contenido de la carta. Luego se refirió a las dificultades y obstáculos que amenazaban el proyecto de unión de las iglesias y se marchó a toda prisa, porque ese día tenía que asistir a la reunión de una sociedad y a una sesión del Comité Eslavo.

«Todo esto no es ninguna novedad —se dijo Anna—. Pero ¿por qué no me he dado cuenta antes? ¿O es que hoy estaba más irritada que de costumbre? La verdad es que resulta ridículo: se dice cristiana y afirma que su único objetivo es la virtud, pero no hace más que enfadarse y buscarse enemigos, que combaten sus ideas también en nombre del cristianismo y la virtud.»

Después de la condesa Lidia Ivánovna llegó una amiga de Anna, esposa de un alto funcionario, que la puso al corriente de todas las novedades de la ciudad. Se marchó a las tres y prometió volver para la cena. Alekséi Aleksándrovich estaba en el Ministerio. Una vez sola, lo primero que hizo Anna fue asistir a la comida de su hijo (comía aparte), luego puso en orden sus cosas y por último leyó y contestó las esquelas y las cartas acumuladas en su escritorio.

La agitación y la vergüenza infundada que la habían embargado durante el viaje desaparecieron por entero. Una vez retomada su existencia rutinaria, se sentía de nuevo segura, inmune a cualquier reproche.

Recordó sorprendida su estado de ánimo de la víspera. «¿Qué había sucedido? Nada. Vronski dijo una tontería, a la que era fácil poner fin, y yo le contesté como correspondía. No me parece necesario ni apropiado contárselo a Alekséi Aleksándrovich. Sería como conceder importancia a algo que no la tiene.» Se acordó de que una vez un subordinado de su marido estuvo a punto de hacerle una declaración y, cuando se lo contó, Alekséi Aleksándrovich le respondió que cualquier mujer que frecuentara la sociedad estaba expuesta a esas cosas, pero que él tenía plena confianza en su tacto y nunca se permitiría atentar a su dignidad ni a la de ella sucumbiendo a los celos.

«Por tanto, mejor no decirle nada. Sí, gracias a Dios, no hay nada que contar», concluyó.

 

XXXIII

Alekséi Aleksándrovich regresó del Ministerio a las cuatro, pero, como de costumbre, no tuvo tiempo de pasar a ver a Anna. Se dirigió a su despacho para recibir a unos solicitantes y firmar unos documentos que le había traído el secretario. A la hora de la comida (siempre había tres o cuatro invitados a la mesa) se presentaron una vieja prima de Alekséi Aleksándrovich, el director del departamento con su mujer y un joven al que le habían recomendado para un puesto. Anna bajó al salón para recibirlos. A las cinco en punto —el reloj de bronce de tiempos de Pedro el Grande aún no había dado la quinta campanada– entró Alekséi Aleksándrovich, de corbata blanca y con dos estrellas en el frac, pues tenía que marcharse inmediatamente después de comer. Cada minuto de su vida estaba medido y ocupado. Para poder atender a todas las tareas del día, debía observar una puntualidad rigurosísima. «Sin prisas, pero sin pausas» era su lema. Entró en el salón frotándose la frente, saludó a todo el mundo y en seguida tomó asiento, sonriendo a su mujer.

–Sí, mi soledad ha terminado. No puedes imaginarte lo fastidioso (enfatizó la palabra fastidioso) que es comer solo.

Durante la comida habló con su mujer de los asuntos de Moscú y preguntó con una sonrisa irónica por Stepán Arkádevich; pero la conversación fue más o menos general y giró principalmente en torno a cuestiones de índole social y administrativa. Después de comer, Alekséi Aleksándrovich pasó media hora con los invitados y, después de estrechar una vez más la mano de su mujer y esbozar una nueva sonrisa, se retiró para acudir a una sesión del Consejo. Anna no fue a visitar a la princesa Betsy Tverskaia, quien, enterada de su llegada, la había invitado a pasar la velada en su casa, ni tampoco acudió al teatro, donde ese día tenía reservado un palco. Si se quedó en casa fue principalmente porque el vestido que pensaba ponerse no estaba terminado. Una vez que se marcharon los invitados, Anna pasó a ocuparse de esa cuestión y se irritó mucho. Antes de partir para Moscú, había dado tres vestidos a su modista para que los transformara. En general, se daba buena maña para vestir bien gastando poco dinero. Era preciso arreglarlos de tal modo que no fuese posible reconocerlos, y hacía ya tres días que debían estar terminados. Pero dos de ellos no estaban listos y el tercero no se había modificado siguiendo sus indicaciones. Acudió la modista y trató de explicarle que el vestido quedaba mucho mejor así, y Anna se enfureció tanto que, más tarde, al recordar la escena, se sintió avergonzada. Para calmarse, se dirigió a la habitación de su hijo y pasó allí toda la tarde, lo acostó, hizo sobre él la señal de la cruz y lo arropó con cuidado. Se alegraba de no haber salido y de haber pasado la tarde de un modo tan agradable. Se sentía tranquila y aliviada, y se daba perfecta cuenta de que todo lo que le había parecido tan importante a lo largo del viaje no era más que un episodio insignificante e intrascendente de la vida mundana y que no tenía de qué avergonzarse, ni ante sí misma ni ante nadie. Se instaló al pie de la chimenea con su novela inglesa y se puso a esperar a su marido. A las nueve y media en punto se oyó la campanilla y acto seguido Alekséi Aleksándrovich entró en la habitación.

–¡Por fin! —dijo Anna, tendiéndole la mano.

Él se la besó y se sentó a su lado.

–Entonces, puede decirse que tu viaje ha sido un éxito —le dijo.

–Sí, un éxito —contestó Anna y empezó a contárselo todo desde el principio: el viaje en compañía de la condesa Vrónskaia, su llegada, el accidente de la estación. Luego le habló de la compasión que había sentido primero por su hermano y luego por Dolly.

–Aunque sea tu hermano, no creo que se le pueda disculpar —dijo Alekséi Aleksándrovich con severidad. Anna sonrió. Se daba cuenta de que sólo lo decía para demostrarle que las relaciones de parentesco no influían de modo alguno en la sinceridad de sus juicios. Conocía y apreciaba ese rasgo de su marido—. Me alegro de que todo haya tenido un final feliz y de que hayas vuelto a casa —añadió—. ¿Y qué se dice por allí del nuevo proyecto de ley que he presentado en el Consejo?

Anna no había oído ni una palabra de tal cuestión, y se avergonzó de haber olvidado de ese modo algo tan importante para su marido.

–Aquí, por el contrario, está haciendo mucho ruido —dijo Alekséi Aleksándrovich con una sonrisa de satisfacción.

Anna advirtió que su marido quería comunicarle algunos detalles halagadores para su amor propio, y fue haciéndole preguntas hasta que se lo contó todo. Sin abandonar esa sonrisa de satisfacción, Alekséi Aleksándrovich le describió la ovación que había recibido cuando se aprobó su proyecto.

–La verdad es que estoy contentísimo, pues es una demostración de que, por fin, en nuestro país empieza a formarse una opinión clara y razonable de esta cuestión.

Después de tomar una segunda taza de té con nata, acompañada de pan, Alekséi Aleksándrovich se puso en pie para irse a su despacho.

–¿No has ido a ninguna parte? —preguntó—. Seguro que te has aburrido.

–¡Nada de eso! —contestó Anna, levantándose a su vez y atravesando con él la sala—. ¿Qué estás leyendo? —añadió.

–La Poésie des enfers, del duque de Lille —respondió él—. Un libro muy notable.

Anna sonrió como se sonríe ante las debilidades de los seres queridos, y, pasando el brazo por debajo del de su marido, lo acompañó hasta la puerta del despacho. Sabía que la costumbre de leer antes de acostarse se había convertido en una necesidad para él y que, a pesar de que las obligaciones de su cargo le robaban casi todo el tiempo, consideraba un deber estar al corriente de todas las novedades interesantes en el ámbito de la cultura. También sabía que los libros que realmente le interesaban eran los de religión, política y filosofía, que el arte era completamente ajeno a su naturaleza, pero que, pese a ello, o mejor, como consecuencia de ello, no dejaba pasar nada que hubiera llamado la atención en ese campo, y se creía obligado a leerlo todo. Sabía que en política, filosofía y religión albergaba dudas y buscaba respuestas; pero en cuestión de arte y poesía, y sobre todo de música, de la que no entendía absolutamente nada, profesaba opiniones firmes e inapelables. Le gustaba hablar de Shakespeare, Rafael o Beethoven, de la importancia de las nuevas escuelas de poesía y de música, que había clasificado siguiendo un orden muy preciso.

–Bueno, queda con Dios —dijo Anna al llegar a la puerta del despacho, donde ya estaban preparadas, al lado del sillón de su marido, una garrafita de agua y una bujía con pantalla—. Me voy a escribir a Moscú.

Alekséi Aleksándrovich le apretó la mano y volvió a besársela.

«En cualquier caso, es un buen hombre, recto, amable y eminente en su campo —se decía Anna, mientras volvía a su habitación, como si lo defendiese de alguien que lo acusara y dijera que era imposible amarlo—.

Pero ¿por qué destacan de esa manera sus orejas? ¿Será que se ha cortado el pelo?»

A las doce en punto, mientras, sentada ante su escritorio, estaba terminando una carta para Dolly, se oyeron unos pasos mesurados, y acto seguido Alekséi Aleksándrovich, lavado y peinado, en zapatillas, se acercó a ella con un libro debajo del brazo.

–Ya es hora de irse a la cama —dijo, con una sonrisa particular, y entró en el dormitorio.

«¿Y qué derecho tenía a mirarlo así?», pensó Anna, recordando el modo en que Vronski lo había mirado.

Después de desvestirse, fue con su marido, pero su rostro ya no irradiaba esa animación de Moscú. La llama que centelleaba entonces en sus ojos y en su sonrisa parecía haberse extinguido o haberse ocultado en alguna parte.

 

XXXIV

Al abandonar San Petersburgo, Vronski había cedido su espacioso piso de la avenida Morskaia a su buen amigo y compañero Petritski, un joven teniente, de origen más bien modesto, que no sólo no tenía dinero, sino que estaba cargado de deudas. Se emborrachaba todas las tardes y a menudo lo arrestaban por sus aventuras divertidas y escandalosas. No obstante, gozaba de la estima tanto de sus compañeros como de sus superiores. Al llegar a su casa pasadas ya las once, procedente de la estación, Vronski vio a la puerta un coche que le resultaba conocido. Cuando llamó a la puerta, oyó risas de hombre, una voz de mujer que hablaba en francés y los gritos de Petritski: «¡Si es uno de esos canallas, no le dejes pasar!». Vronski entró sin hacer ruido en la primera habitación, sin hacerse anunciar. La baronesa Shilton, amiga de Petritski, resplandeciente con su vestido de raso de color lila, su carita sonrosada y sus cabellos rubios, llenaba toda la habitación, como un canario, con su cháchara parisina. Estaba sentada a la mesa redonda y preparaba café. Petritski, con su abrigo, y el capitán de caballería Kamerovski, de uniforme (probablemente había estado de servicio), se hallaban a su lado.

–¡Si es Vronski! ¡Bravo! —gritó Petritski, saltando ruidosamente de su silla—. ¡El dueño de la casa en persona! Baronesa, sírvale café de la cafetera nueva. ¡No te esperábamos! Confío en que te guste la nueva decoración de tu despacho —añadió, señalando a la baronesa—. ¿Os conocéis?

–¡Pues claro! —respondió Vronski con una alegre sonrisa, al tiempo que estrechaba la mano menuda de la baronesa—. ¡Cómo no! ¡Somos viejos amigos!

–Acaba de llegar usted después de un viaje, así que será mejor que me vaya —dijo la baronesa—. Si molesto, me marcho ahora mismo.

–Baronesa, usted está siempre en su casa —replicó Vronski—. Hola, Kamerovski —añadió, estrechando con poco entusiasmo la mano del capitán.

–Usted nunca me dedica tales cumplidos —dijo la baronesa, dirigiéndose a Petritski.

–¿Cómo que no? Ya verá las cosas que voy a decirle después de la cena.

–¡Después de la cena no tiene ningún mérito! Bueno, voy a prepararle un café mientras usted se lava y se afeita —dijo la baronesa, sentándose de nuevo y girando con mucha precaución el tornillo de la nueva cafetera—. Pierre, pásame el café —añadió, dirigiéndose a Petritski, a quien había dado ese nombre a partir de su apellido, sin disimular sus relaciones—. Voy a añadir un poco más.

–¡Lo va a estropear!

–Nada de eso. Bueno, ¿y cómo está su mujer? —preguntó de pronto la baronesa, interrumpiendo la conversación de Vronski con su compañero—. Le hemos casado durante su ausencia. ¿No ha traído a su mujer?

–No, baronesa. He nacido gitano y moriré como un gitano.

–Mucho mejor, mucho mejor. Deme la mano.

Y la baronesa, sin dejarle salir, se puso a contarle, intercalando alguna broma, sus últimos planes de vida y a continuación le pidió consejo.

–¡Sigue negándose a concederme el divorcio! —se refería a su marido—. ¿Qué puedo hacer? Quiero iniciar los trámites legales. ¿Qué me aconseja usted? Kamerovski, ocúpese del café, que se está saliendo. Como ve, tengo un montón de asuntos en la cabeza. Me he decidido a iniciar un proceso porque necesito mis bienes. Fíjese en qué cosa más absurda —agregó con desprecio—. Con el pretexto de que le soy infiel, quiere seguir disfrutando de mi fortuna.

Vronski escuchaba con gusto el alegre discurso de esa mujer hermosa, asentía a sus palabras, le daba consejos medio en broma y, en general, adoptaba el tono que solía emplear con esa clase de mujeres. Su mundo petersburgués se dividía en dos grupos completamente irreconciliables: el primero, inferior, banal, estúpido y, sobre todo, ridículo, estaba formado por personas convencidas de que el marido debe ser fiel a su legítima esposa; las muchachas, inocentes; las mujeres, pudorosas; los hombres, viriles, firmes y moderados, por no hablar de la necesidad de educar a los hijos, ganarse el pan, pagar las deudas, y otras sandeces por el estilo. En fin, gente grotesca y chapada a la antigua. La segunda, a la que pertenecían todos ellos, estaba formada por gente de verdad, que situaba por encima de todo la elegancia, la belleza, la magnanimidad, la alegría y el valor, capaz de entregarse sin ningún rubor a cualquier pasión, riéndose de todo lo demás.

Vronski aún se hallaba bajo la influencia de la sociedad moscovita, muy diferente, por eso en un primer momento se sintió un tanto desconcertado; pero no tardó en congraciarse con su género de vida habitual, alegre y agradable, y reanudó sus antiguas costumbres como quien mete los pies en unas zapatillas viejas.

El café no terminó de hacerse: se salió de los bordes, salpicó a todo el mundo, estropeó la valiosa alfombra y manchó el vestido de la baronesa, pero cumplió su objetivo: armar alboroto y suscitar risas.

–Bueno, ahora será mejor que me vaya. De otro modo, no acabará usted de lavarse, y caerá sobre mi conciencia el peor crimen que puede cometer un caballero: la falta de aseo. Entonces, ¿me aconseja usted que le ponga un cuchillo en la garganta?

–Sin ninguna duda, pero de tal manera que su mano quede cerca de sus labios. Él se la besará y todo acabará de la mejor manera —respondió Vronski.

–¡Nos vemos luego en el Teatro Francés!

Y desapareció con un rumor de faldas.

Kamerovski también se levantó, y Vronski, sin esperar su marcha, le tendió la mano y se dirigió al cuarto de baño. Mientras se lavaba, Petritski le contó en pocas palabras los cambios que se habían operado en su vida después de su partida. No tenía ni un céntimo. Su padre le había dicho que no le daría nada y que no pagaría sus deudas. Un sastre quería meterlo en la cárcel y otro amenazaba con lo mismo. El comandante del regimiento le había anunciado que, si no ponía fin a esos escándalos, tendría que expulsarlo. Estaba harto de la baronesa, sobre todo por sus constantes ofrecimientos de dinero; pero había otra mujer —ya se la enseñaría a Vronski—, un encanto, una maravilla, de tipo puramente oriental, «algo así como la esclava Rebeca, ya me entiendes». También había reñido la víspera con Berkóshev, que tenía intención de enviarle sus padrinos, pero el asunto no tendría mayores consecuencias, seguro. En general, lo había pasado de maravilla y se había divertido muchísimo. En ese momento, sin dar tiempo a que su amigo entrara a analizar en detalle su situación, Petritski se puso a contarle todas las novedades interesantes. Al escuchar esos relatos a los que estaba tan acostumbrado, en el marco no menos familiar de su propio piso, en el que llevaba viviendo tres años, Vronski experimentó la agradable sensación de haber vuelto a la habitual y despreocupada vida petersburguesa.

–¡No puede ser! —gritó, soltando el pedal del lavabo, bajo cuyo chorro humedecía su cuello fuerte y rojizo—. ¡No puede ser! —repitió, al enterarse de que Laura había abandonado a Fertinhoff para irse con Miléiev—. ¿Y él sigue tan satisfecho de sí mismo, el muy tonto? Bueno, ¿qué me cuentas de Buzulúkov?

–¿Buzulúkov? ¡Menuda historia le ha sucedido! —exclamó Petritski—. Ya conoces su pasión por los bailes. Asiste a todos los de la corte. Bueno, pues acudió a un baile de gala con un casco nuevo. ¿Has visto los cascos nuevos? Son muy bonitos, más ligeros. Así que estaba allí... Pero escúchame.

–Te estoy escuchando —replicó Vronski, secándose con una toalla de felpa.

–Aparece la gran duquesa, del brazo de un embajador, y, para su desgracia, se ponen a hablar de los cascos nuevos. La gran duquesa quiere enseñarle uno a su acompañante... En ese momento repara en nuestro querido amigo —en ese punto Petritski imitó la postura de Buzulúkov—. La gran duquesa le pide que le entregue el casco, pero él se niega. ¿Qué sucede? Le hacen señas, muecas, guiños. ¡Déjaselo! Pero él sigue en sus trece, rígido como un cadáver. ¡Imagínate! Entonces ése... he olvidado su nombre... intenta quitárselo... pero el otro se resiste... Al final consigue arrebatárselo y se lo entrega a la gran duquesa. «Aquí tiene el casco nuevo», dice la gran duquesa. En ese momento le da la vuelta y, ¡figúrate!, caen al suelo, ¡paf!, una pera y varios bombones. ¡Dos libras de bombones!... ¡Había cogido unas provisiones, el angelito!

Vronski se desternillaba de risa. Mucho tiempo después, hablando ya de otras cosas, cuando le venía a la memoria ese incidente, estallaba en una risa franca, enseñando sus dientes fuertes y regulares.

Una vez enterado de todas las novedades, Vronski se puso el uniforme con ayuda de su lacayo y fue a presentarse. Después de cumplir con esa formalidad, tenía intención de ir a ver a su hermano y a Betsy, y a continuación iniciar una serie de visitas por esos ambientes sociales en los que podía coincidir con la señora Karénina. Como es costumbre en San Petersburgo, salió de su casa con intención de no regresar hasta bien entrada la noche.

 

SEGUNDA PARTE

 

I

A finales del invierno en casa de los Scherbatski se celebró una consulta médica para determinar el estado de salud de Kitty y lo que debía hacerse para que recuperara las menguadas fuerzas. La joven había estado enferma, y con la llegada de la primavera había empeorado. El médico de cabecera le había recetado aceite de hígado de bacalao, luego hierro y por último nitrato de plata, pero, como ninguno de esos remedios había surtido efecto, aconsejó que al llegar la primavera la enferma viajara al extranjero. Fue entonces cuando la familia recurrió a un médico famoso, hombre aún joven y bastante apuesto, que solicitó reconocer a la paciente. Insistía, al parecer con cierta complacencia, en que el pudor de las muchachas no era más que un vestigio de barbarie y que era perfectamente natural que un hombre aún joven auscultara a una muchacha desnuda. Lo encontraba natural porque lo hacía todos los días, sin que le asaltara, según creía él, ningún sentimiento o pensamiento inconveniente. En consecuencia, el pudor de las muchachas no sólo era un vestigio de barbarie, sino también una ofensa personal.


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