Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
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Классическая проза
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Pero después de esa hora transcurrió una segunda, y luego una tercera y una cuarta, hasta llegar finalmente a la quinta que se había fijado como plazo máximo para su paciencia. Y la situación no había variado lo más mínimo. Seguía armándose de paciencia, porque no podía hacer otra cosa, y no dejaba de pensar que había llegado al límite de su aguante y que el corazón iba a estallarle de un momento a otro, incapaz de soportar tantos sufrimientos.
Pero pasaron unos minutos más, y luego horas y horas, y sus padecimientos y su horror iban en aumento, y su tensión era cada vez mayor.
Todas las condiciones de la vida cotidiana, sin las cuales no era posible imaginar nada, habían dejado de existir para Levin. Había perdido la noción del tiempo. Ahora los minutos —esos minutos en que ella lo llamaba a su lado y él le cogía la mano sudada, que tan pronto apretaba la suya con una fuerza extraordinaria como la rechazaba– le parecían horas, y las horas se le antojaban minutos. Se sorprendió cuando Yelizaveta Petrovna le pidió que encendiera una vela detrás del biombo, y entonces se dio cuenta de que ya eran las cinco de la tarde. Su perplejidad no habría sido menor si le hubieran dicho que eran las diez de la mañana. No habría sido capaz de decir dónde había estado todo ese tiempo y qué había sucedido a su alrededor. Veía el rostro inflamado de Kitty, que tan pronto expresaba perplejidad y sufrimiento como sonreía, tratando de clamarlo. También veía a la princesa, colorada, tensa, con los rizos grises despeinados y los ojos llenos de lágrimas, que se esforzaba en contener, mordiéndose los labios; veía a Dolly, al médico, que fumaba gruesos cigarrillos, a Yelizaveta Petrovna, con su rostro firme, resuelto y tranquilizador, y al viejo príncipe, que se paseaba por la sala con el ceño fruncido. Pero no sabía cómo entraban y salían, dónde estaban. La princesa tan pronto estaba con el médico en el dormitorio como en el despacho, donde se había puesto la mesa; a veces era Dolly quien ocupaba su puesto. Levin también recordaba que lo habían enviado a algún lugar. En una ocasión le pidieron que cambiara de sitio una mesa y un sofá. Y Levin puso en ello los cinco sentidos, pensando que era algo que Kitty necesitaba. Sólo más tarde se dio cuenta de que se trataba de su propio lecho. Más tarde lo enviaron al despacho para que le preguntara algo al médico, quien, después de responderle, se puso a hablarle de los desórdenes que se habían producido en la asamblea municipal. También lo mandaron al dormitorio de la princesa en busca de un icono con marco de plata dorada. Con ayuda de la vieja doncella de la princesa, se había encaramado a un aparador para cogerlo y había roto la lamparilla. Después de que la doncella le tranquilizara tanto con respecto a su mujer como a la lamparilla, llevó el icono al dormitorio de Kitty y lo puso a la cabecera, fijándolo con mucho cuidado detrás de las almohadas. Pero no habría sido capaz de decir dónde, cuándo y por qué había sucedido todo eso. Tampoco entendía por qué la princesa le había cogido la mano y, con una mirada compasiva, le pedía que se tranquilizara, por qué Dolly intentaba convencerle de que comiera un poco y lo sacaba de la habitación, ni siquiera por qué el médico lo miraba con aire grave y tanta piedad y le ofrecía unas gotas.
Sólo tenía claro que se encontraba en una situación semejante a la que había afrontado un año antes en aquella posada de provincias, al pie del lecho de muerte de su hermano Nikolái. Con la única diferencia de que aquello era motivo de tristeza y esto de alegría. Pero tanto aquella tristeza como esta alegría estaban fuera de las condiciones de la existencia cotidiana, eran como una especie de grieta que dejaba traslucir una vida superior. Las penas y sufrimientos que entrañaba el acontecimiento presente no eran menores que las de aquel otro, y el alma, al contemplar ese hecho supremo, se elevaba a cimas igual de inaccesibles, con las que antes no había soñado siquiera y adonde la razón no podía seguirla.
«Señor, perdónanos y ayúdanos», seguía repitiendo para sus adentros, feliz de haber recuperado, a pesar de su largo y en apariencia completo alejamiento de la religión, la misma confianza y sencillez con que se dirigía a Dios en su infancia y primera juventud.
Durante todo ese tiempo se debatió entre dos estados de ánimo distintos. Uno, lejos de Kitty, cuando estaba con el médico, que fumaba un grueso cigarrillo tras otro, apagándolos después en el borde del cenicero, lleno ya de colillas, o cuando charlaba con Dolly y con el príncipe, que le hablaban de comida, de política o de la enfermedad de Maria Petrovna. En tales ocasiones parecía olvidarse por un momento de lo que estaba sucediendo y tenía la sensación de haberse despertado de pronto. Otro, en presencia de Kitty, sentado a su cabecera. Entonces su corazón estaba a punto de estallar, henchido de compasión, y no paraba de suplicarle a Dios. Y, cada vez que en uno de esos momentos de olvido, le llegaba un grito desde el dormitorio, volvía a incurrir en el mismo error en que había caído en el primer momento: se levantaba de un salto y corría a justificarse; pero por el camino recordaba que no tenía la culpa. Y entonces sentía deseos de defenderla, de ayudarla. Pero, cuando la veía, se daba cuenta de que no podía ayudarla y, horrorizado, repetía: «Señor, perdónanos y ayúdanos». Cuanto más tiempo pasaba, más se reforzaban esos dos estados de ánimo: cuando no la tenía delante, se sentía cada vez más tranquilo, y hasta llegaba a olvidarla por completo; en cambio, en su presencia, los sufrimientos se volvían cada vez más insoportables, y también su propia sensación de impotencia. Y él se levantaba de un salto, con la intención de huir a alguna parte; pero al poco rato volvía corriendo a su lado.
A veces, cuando Kitty lo llamaba una y otra vez, Levin la abrazaba. Entonces, al ver su expresión sumisa y risueña y escuchar sus palabras: «Te estoy atormentando», se revolvía contra Dios, aunque al momento se acordaba de su plegaria y volvía a implorarle perdón y misericordia.
XV
Levin no sabía si era pronto o tarde. Todas las velas estaban a punto de consumirse. Dolly acababa de estar en el despacho y le había aconsejado al médico que se echara un rato. Levin, sentado, escuchaba lo que contaba el médico sobre un hipnotizador charlatán y contemplaba la ceniza de su cigarrillo. Era uno de esos períodos de calma y despreocupación. Se había olvidado por completo de lo que estaba sucediendo. Escuchaba el relato del médico y entendía lo que le estaba contando. De pronto resonó un grito que apenas parecía humano. Era tan terrible que Levin ni siquiera se sobresaltó, aunque, conteniendo la respiración, miró al médico con expresión asustada e inquisitiva. Éste ladeó la cabeza, aguzó el oído y sonrió en señal de aprobación. Todo era tan extraordinario que nada sorprendía a Levin. «Seguramente debe ser así», se dijo, sin moverse de su sitio. ¿Quién había proferido ese grito? Se levantó apresuradamente, entró de puntillas en el dormitorio, esquivó a Yelizaveta Petrovna y a la princesa y se quedó de pie en su puesto, a la cabecera. El grito había cesado, pero algo había cambiado, aunque no sabía exactamente qué. En realidad, prefería no saberlo. Pero lo advertía en el rostro de Yelizaveta Petrovna, severo, pálido y con la misma expresión de resolución, aunque las mandíbulas le temblaban ligeramente y no apartaba la vista de Kitty, congestionada y extenuada, con un mechón de cabellos pegados a la frente sudorosa, vuelta hacia Levin, cuya mirada buscaba. Levantó los brazos, cogió las frías manos de su marido entre las suyas sudorosas y las apretó contra su rostro.
–¡No te vayas, no te vayas! ¡No tengo miedo, no tengo miedo! —dijo con precipitación—. Mamá, quítame los pendientes. Me molestan. ¿Verdad que tú no tienes miedo? Rápido, rápido, Yelizaveta Petrovna... —Hablaba muy deprisa e intentaba sonreír. Pero de pronto se le desfiguró el rostro y rechazó a su marido—. ¡Ah, esto es horrible! ¡Me voy a morir, me voy a morir! ¡Vete, vete! —gritó, y una vez más volvió a oírse ese grito inhumano.
Levin se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo de la habitación.
–¡No es nada, no es nada! ¡Todo va bien! —le dijo Dolly cuando pasó a su lado.
Pero, por más que le dijeran, Levin sabía que en esos momentos todo estaba perdido. Se quedó en la habitación contigua, con la cabeza apoyada en el marco de la puerta, escuchando esa especie de grito o aullido, que no se parecía a nada de lo que había oído hasta entonces, consciente de que quien gritaba de ese modo era esa criatura desfigurada que antaño había sido Kitty. Hacía ya tiempo que no deseaba tener un hijo. Ahora incluso odiaba a ese niño. Ni siquiera deseaba que Kitty viviera, sólo que acabaran de una vez sus horribles sufrimientos.
–¡Doctor! ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¡Dios mío! —dijo, cogiendo por un brazo al médico, que entraba en esos momentos.
–Ya está terminando todo —replicó el médico. Y, al pronunciar esas palabras, su expresión era tan severa que Levin creyó entender que Kitty se moría.
Fuera de sí, entró corriendo en el dormitorio. Lo primero que distinguió fue el rostro de Yelizaveta Petrovna, aún más ceñudo y grave. A Kitty no la vio. En el lugar en que había estado hasta entonces había una criatura horrible, no sólo por la tensión de sus rasgos, sino también por los alaridos que profería. Levin apretó la cabeza contra el cabecero, sintiendo que el corazón se le rompía en pedazos. El terrible grito, lejos de acallarse, se hacía cada vez más espantoso; pero de pronto cesó, como si hubiera llegado al límite extremo del horror. Levin no daba crédito a sus propios oídos, pero no cabían dudas: el grito se había extinguido, y sólo se oía un murmullo discreto, un crujido de ropas, respiraciones afanosas y, por último, la voz de Kitty, entrecortada, tierna, viva y feliz, que decía apenas en un susurro: «Todo ha terminado».
Levin levantó la cabeza. Con los brazos inertes sobre la colcha, extraordinariamente bella y serena, Kitty lo miraba en silencio, esforzándose infructuosamente por sonreír.
Y de pronto Levin se sintió transportado de ese mundo misterioso, terrible y extraño en el que había pasado las últimas veintidós horas, a su mundo habitual, el de antes, ahora envuelto en la luz de esa nueva felicidad, tan radiante que apenas pudo soportarla. Las cuerdas, demasiado tensas, se quebraron. Sollozos y lágrimas de alegría, tan imparables como imprevistos, sacudieron todo su cuerpo, y durante un buen rato fue incapaz de pronunciar palabra.
Arrodillado delante de la cama, sujetaba la mano de su mujer y la besaba, mientras ella respondía a sus besos con un débil movimiento de los dedos. Entre tanto, a los pies del lecho, en las hábiles manos de Yelizaveta Petrovna, como la llamita de una bujía, se agitaba la vida de un ser humano que antes no existía, que viviría y engendraría a otros como él, haciendo valer sus derechos, tan importantes como los de cualquier otro.
–¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Y además es un niño! ¡No se preocupe! —oyó decir Levin a Yelizaveta Petrovna, mientras golpeaba la espalda de la criatura con mano temblorosa.
–¿Es verdad, mamá? —preguntó Kitty.
Por toda respuesta la princesa emitió un sollozo.
Y en medio del silencio, como una indudable respuesta a la pregunta de la madre, se oyó una voz completamente distinta de todas las que hablaban en susurros en la habitación. Era el grito audaz y temerario, que no atendía a razones y no se sabía de dónde venía, de esa criatura recién nacida.
Si antes le hubiesen dicho a Levin que Kitty había muerto y él también, que sus hijos eran ángeles y que estaban todos delante de Dios, no se habría sorprendido lo más mínimo. Pero ahora, de vuelta en el mundo real, hacía grandes esfuerzos por comprender que Kitty estaba sana y salva y que la criatura que aullaba con tanta desesperación era su hijo. Kitty estaba viva, los sufrimientos habían cesado. Y él era inmensamente dichoso. Era lo único que entendía, y no cabía en sí de felicidad. Pero ¿y el niño? ¿Quién era? ¿De dónde venía y para qué?... No podía entender nada, asumir esa nueva realidad. Le parecía que era una criatura superflua, que estaba de más, y que tardaría mucho tiempo en acostumbrarse a su presencia.
XVI
Pasadas ya las nueve el viejo príncipe, Serguéi Ivánovich y Stepán Arkádevich se reunieron en casa de Levin. Después de hablar de la parturienta, se pusieron a comentar otros asuntos. Levin los escuchaba, pero no podía dejar de pensar en el pasado, en lo que había sido su vida hasta esa mañana; también se acordaba de sí mismo, de cómo había sido hasta la víspera de ese acontecimiento. Y le parecía que habían transcurrido cien años desde entonces. Tenía la impresión de flotar a una altura inalcanzable, desde la que descendía con precaución para no ofender a las personas con las que estaba hablando. Mientras conversaba, no dejaba de pensar en su mujer, en los detalles de su estado actual y en su hijo, tratando de hacerse a la idea de su existencia. El mundo femenino, que desde que se había casado había adquirido un significado nuevo, desconocido hasta entonces, ahora se le antojaba tan elevado que no podía abarcarlo con la imaginación. Escuchaba los comentarios sobre la comida del día anterior en el casino y pensaba: «¿Qué estará haciendo Kitty? ¿Se habrá quedado dormida? ¿Se encontrará bien? ¿Qué estará pensando? ¿Gritará el pequeño Dmitri?». Y en medio de la conversación, en medio de una frase, se levantaba de un salto y salía de la habitación.
–Avísame si puedo pasar a verla —dijo el príncipe.
–Muy bien, ahora mismo —respondió Levin y, sin detenerse, se dirigió al dormitorio de su mujer.
Kitty no dormía, estaba hablando en voz baja con su madre, con quien hacía planes para el bautizo.
Aseada, peinada, con un elegante gorrito adornado de azul, las manos sobre la colcha, yacía de espaldas. Cuando sus ojos se encontraron, lo atrajo con la mirada, ya luminosa de por sí, pero todavía más brillante a medida que Levin se acercaba. En su rostro seguía percibiéndose ese cambio de lo terreno a lo ultraterreno que se advierte en la cara de los muertos; pero en este caso no se trataba de una señal de despedida, sino de bienvenida. De nuevo su corazón fue presa de una agitación semejante a la que había experimentado durante el parto. Kitty le cogió la mano y le preguntó si había dormido. Incapaz de responder, Levin volvió la cabeza, convencido de su debilidad.
–Pues yo he descabezado un sueñecito, Kostia —le dijo—. Y ahora me encuentro muy bien.
Kitty se quedó mirando a su marido, pero de pronto su expresión cambió.
–Démelo —dijo, al oír los gemidos del niño—. Démelo, Yelizaveta Petrovna. Quiero que mi marido lo vea.
–Pues claro, que lo vea su papá —dijo la comadrona, levantando una cosa roja, extraña y temblorosa—. Pero espere un momento a que lo arreglemos. —Y Yelizaveta Petrovna depositó esa cosa roja y temblorosa en la cama, lo desvistió, le echó unos polvos y volvió a vestirlo, levantándolo y dándole la vuelta con un solo dedo.
Al ver esa criatura minúscula y lastimosa, Levin se esforzó en vano por despertar en su alma algún sentimiento paternal. Sólo sentía repugnancia. Pero, cuando lo desnudaron y aparecieron ante su vista esos bracitos menudos y esos piececitos de color azafrán, con el dedo gordo distinto de los demás, y cuando la comadrona dobló esos bracitos, que se agitaban como blandos muelles, para meterlos en la camisita de hilo, sintió tanta compasión por la criatura y tanto temor de que Yelizaveta Petrovna pudiera hacerle daño que le sujetó el brazo.
La comadrona se echó a reír.
–¡No se asuste, no se asuste!
Cuando el niño estuvo arreglado y convertido en un muñeco rígido, Yelizaveta Petrovna lo acunó, como si estuviera orgullosa de su trabajo, y a continuación se echó a un lado, para que el padre pudiera verlo en todo su esplendor.
Kitty seguía con atención todos los movimientos del niño, con el rabillo del ojo.
–¡Démelo, démelo! —repitió, e hizo intención de incorporarse.
–Pero ¿qué hace usted, Katerina Aleksándrovna? ¡No debe moverse así! Ya se lo doy yo. Pero vamos a enseñarle a papá lo guapo que eres.
Y Yelizaveta Petrovna levantó con una sola mano (con los dedos de la otra sólo sostenía la oscilante nuca) a la criatura extraña y rojiza, que se movía y ocultaba el rostro en los pliegues de la mantilla. Levin distinguió la nariz, los ojos bizcos, los labios balbucientes.
–¡Un niño precioso! —exclamó la comadrona.
Levin suspiró con desánimo. Ese niño precioso sólo despertaba en él un sentimiento de repugnancia y lástima, muy diferente de lo que había esperado.
Mientras la comadrona colocaba al niño para que tomara el pecho por primera vez, Levin se volvió, pero una risa le hizo levantar la cabeza. Era Kitty. El niño le había agarrado el pecho.
–¡Bueno, basta, basta! —decía Yelizaveta Petrovna, pero Kitty no soltaba a la criatura, que se había quedado dormida en sus brazos.
–¡Míralo ahora! —exclamó Kitty, girando al niño de tal modo que Levin pudiera verlo. De pronto la carita de viejo se arrugó aún más, y el niño estornudó.
Sonriendo y conteniendo a duras penas las lágrimas de emoción que se agolpaban en sus ojos, Levin besó a su mujer y salió de la habitación en penumbras.
Lo que sentía por esa pequeña criatura era algo completamente distinto de lo que había esperado. No podía hablarse de alegría o satisfacción. Al contrario, lo que le embargaba era un miedo espantoso, desconocido hasta entonces, la conciencia de una nueva región vulnerable. Tan dolorosa era esa conciencia y tan grande su temor de que esa criatura indefensa pudiese sufrir que en un primer momento le pasó desapercibido el extraño sentimiento de alegría inmotivada e incluso de orgullo que le causó el estornudo del niño.
XVII
Los asuntos de Stepán Arkádevich iban de mal en peor.
Había gastado las dos terceras partes del dinero que le había reportado la venta del bosque, y había recibido casi la totalidad del resto, con un descuento del diez por ciento. El comerciante se negaba a entregar más dinero, sobre todo porque ese invierno Daria Aleksándrovna había hecho valer por primera vez sus derechos sobre la hacienda y se había negado a firmar el recibo correspondiente al último tercio del bosque. Los gastos de la casa y el pago de pequeñas deudas inaplazables consumían todo el sueldo de Oblosnki. No les quedaba ni un céntimo.
Era una situación desagradable y molesta, que en opinión de Stepán Arkádevich no podía prolongarse. Estaba convencido de que todo se debía a que su sueldo era demasiado bajo. No cabía duda de que el puesto que ocupaba había sido muy bueno cinco años antes, pero ya no era así. Petrov, como director de banco, recibía doce mil rublos; Sventitski, miembro de una sociedad, diecisiete mil; Mitin, que había fundado un banco, cincuenta mil. «Es evidente que me he dormido y se han olvidado de mí», pensaba Stepán Arkádevich. Así pues, aguzó el oído y abrió bien los ojos, y a finales del invierno encontró un puesto muy lucrativo y se dispuso a pasar al ataque, primero desde Moscú, a través de sus tíos, tías y amigos; más tarde, en primavera, cuando el asunto ya estaba maduro, viajó en persona a San Petersburgo. Era uno de esos empleos lucrativos y venales, más comunes ahora que antes, con sueldos que oscilan entre los mil y los cincuenta mil rublos al año. Se trataba de formar parte de la comisión de la Agencia Conjunta de Crédito Mutuo de los Ferrocarriles del Sur y de las Entidades Bancarias. 181Ese cargo, como todos los de su género, exigía unos conocimientos vastísimos y un grado de energía que difícilmente se dan en una sola persona. Por eso, a falta de un candidato que reuniera todas esas cualidades, los responsables preferían que ocupara el cargo un hombre honrado. Y Stepan Arkádevich lo era no sólo en sentido literal, sino también en el que se le da en Moscú cuando se habla de «un político honrado», «un escritor honrado», «un periódico honrado», «una institución honrada», «una tendencia honrada», y que significa no sólo que la persona y la institución en cuestión son honradas, sino que, llegado el caso, pueden atacar al gobierno. Stepán Arkádevich frecuentaba los círculos de Moscú en los que se había introducido esa palabra, donde lo tenían por un hombre honrado; en consecuencia, tenía más derecho que nadie a ocupar ese puesto.
El cargo reportaba de siete a diez mil rublos al año, y Oblonski podía ocuparlo sin renunciar a su plaza de funcionario. Dependía de dos ministerios, de una Señora y de dos judíos. Aunque esas personas estaban predispuestas en su favor, tenía que visitarlas en San Petersburgo. Además, había prometido a su hermana arrancar a Karenin una respuesta definitiva sobre el divorcio. En definitiva, después de conseguir que Dolly le entregara cincuenta rublos, partió para San Petersburgo.
Sentado en el despacho de Karenin, Stepán Arkádevich escuchaba su informe sobre las causas del mal estado de las finanzas rusas, esperando el momento en que concluyera para hablarle de su asunto y de Anna.
–Sí, tiene usted mucha razón —dijo, cuando Alekséi Aleksándrovich, quitándose el pince-nez, sin el que ya no era capaz de leer, le miró con aire inquisitivo—. Todo eso es cierto en lo que respecta a los detalles, pero no hay que olvidar que el principio de nuestra época es la libertad.
–Sí, pero yo establezco otro principio que incluye el de la libertad —replicó Alekséi Aleksándrovich, haciendo énfasis en la palabra «incluye» y volviéndose a poner el pince-nezpara leer otra vez a su oyente el pasaje al que se refería. Después de hojear el manuscrito, escrito con cuidada letra y márgenes enormes, Alekséi Aleksándrovich leyó de nuevo ese párrafo convincente—. Si me opongo a un sistema proteccionista no es por favorecer a unos particulares, sino en aras del bien general, tanto de las clases altas como de las bajas —dijo, mirando a Oblonski por encima de su pince-nez—. Pero ellosno pueden entenderlo, ellossólo se ocupan de sus intereses personales y de hacer frases bonitas.
Stepán Arkádevich sabía que cuando Karenin se ponía a hablar de lo que hacían y pensaban ellos, los mismos que no querían aceptar sus proyectos y eran la causa de todos los males de Rusia, es que estaba a punto de terminar. Por eso renunció de buena gana al principio de la libertad y se mostró de acuerdo en todo. Alekséi Aleksándrovich se calló y hojeó su manuscrito con aire pensativo.
–¡Ah, por cierto! —exclamó Stepán Arkádevich—. Quería pedirte que cuando veas a Pomorskói, si se presenta la ocasión, le digas que estoy muy interesado en el puesto que ha quedado vacante en la Agencia Conjunta de Crédito Mutuo de los Ferrocarriles del Sur y de las Entidades Bancarias.
Stepán Arkádevich se había aprendido de memoria el nombre del puesto que tanto ansiaba obtener y lo pronunció de un tirón sin equivocarse.
Alekséi Aleksándrovich le preguntó en qué consistía la actividad de esa nueva comisión y se sumió en reflexiones. Trataba de dilucidar si el objetivo de esa comisión no sería contrario a sus proyectos. No obstante, como las actividades de esa comisión eran bastante complejas y sus proyectos abarcaban un campo muy vasto, no fue capaz de llegar a ninguna conclusión y, quitándose el pince-nez, dijo:
–Pues claro que se lo diré. Pero ¿por qué quieres ocupar ese puesto?
–El sueldo es bueno, hasta nueve mil rublos, y mis medios...
–Nueve mil rublos —repitió Alekséi Aleksándrovich y frunció el ceño. Esa cifra tan elevada le recordó que la futura actividad de Stepán Arkádevich chocaba con la idea principal de sus proyectos, que tendían siempre a reducir los gastos.
–Considero, y así lo he escrito en mi informe, que en los tiempos que corren esos sueldos tan enormes son un indicio de la falsa assiette 182económica de nuestra administración.
–¿Y qué es lo que quieres? —preguntó Stepán Arkádevich—. Si el director de un banco recibe diez mil rublos y un ingeniero veinte mil, es que los valen. Puedes decir lo que quieras, pero son cargos de vital importancia.
–En mi opinión, el sueldo es el pago por una mercancía y debe respetar la ley de la oferta y la demanda. Si el sueldo asignado se aparta de esta ley, como sucede, por ejemplo, cuando dos ingenieros recién salidos de la Escuela, con los mismos conocimientos y capacidades, reciben sueldos tan dispares como cuarenta mil y dos mil rublos, o cuando abogados o húsares sin especiales conocimientos profesionales se convierten en directores de entidades bancarias, con sueldos altísimos, cabe deducir que el sueldo no lo fija la ley de la oferta y la demanda, sino la influencia personal. Y eso, además de constituir un abuso, ejerce una influencia desastrosa en el servicio público. En mi opinión...
Stepán Arkádevich se apresuró a interrumpir a su cuñado.
–Sí, pero convendrás conmigo en que se trata de una institución nueva, cuya utilidad no puede ponerse en tela de juicio. Puedes decir lo que quieras, pero es un puesto de vital importancia. Y lo que más valoran los responsables es que las cosas se hagan con honradez —dijo Stepán Arkádevich, haciendo hincapié en esa última palabra.
Pero Alekséi Aleksándrovich no entendía el significado moscovita de la palabra «honradez».
–La honradez no es más que una cualidad negativa —objetó.
–En cualquier caso, te quedaría muy agradecido si le dijeras un par de palabras a Pomorskói —dijo Stepán Arkádevich—. Aunque sea de pasada, en medio de una conversación...
–Me parece que eso depende más bien de Bolgárinov —replicó Alekséi Aleksándrovich.
–Bolgárinov, por su parte, está completamente de acuerdo —dijo Stepán Arkádevich, ruborizándose.
Se ruborizó al mencionar a Bolgárinov porque por la mañana había estado en casa de aquel judío, y la visita le había dejado una impresión desagradable. Stepán Arkádevich estaba plenamente convencido de que el organismo en el que quería prestar sus servicios era nuevo, importante y perseguía fines honrados; pero esa mañana, cuando Bolgárinov, con indudable premeditación, le hizo esperar dos horas en el recibidor con otros solicitantes, se sintió incómodo.
Ya fuese porque él, el príncipe Oblonski, descendiente de Riurik, hubiera tenido que esperar dos horas en el recibidor de un judío, o porque por primera vez en su vida no seguía el ejemplo de sus antepasados, abandonando el servicio del Estado en favor de una actividad nueva, el caso era que se sentía incómodo. Durante esas dos horas de espera, Stepán Arkádevich trató de ocultar de los demás y hasta de sí mismo el sentimiento que experimentaba, mientras se paseaba con desenvoltura por la sala, atusándose las patillas, entablando conversación con otros candidatos e inventando un juego de palabras sobre cómo había esperado en casa de un judío. 183
Pero todo ese tiempo se había sentido incómodo y molesto, aunque ni él mismo habría podido decir por qué. ¿Porque el juego de palabras no acababa de salirle, o bien por alguna otra razón? Cuando, por fin, Bolgárinov le recibió con extremada cortesía, disfrutando sin duda de la humillación a que lo había sometido, y casi negándole su apoyo, Stepán Arkádevich se apresuró a olvidar cuanto antes lo ocurrido. Sólo ahora, al recordarlo, se había puesto colorado.
XVIII
—No me queda más remedio que sacar a colación otro asunto. Ya puedes figurarte cuál. Se trata de Anna —dijo Stepán Arkádevich, al cabo de un momento, cuando consiguió desembarazarse de esa impresión desagradable.
En cuanto Oblonski mencionó el nombre de Anna, el rostro de Alekséi Aleksándrovich cambió por completo. En lugar de la animación de antes, reflejó un cansancio mortal.
–Y en concreto, ¿qué es lo que quieren de mí? —preguntó, volviéndose en el sillón y cerrando su pince-nez.
–Una decisión, la que sea, Alekséi Aleksándrovich. Ahora me dirijo a ti no como a un hombre de Estado —estuvo a punto de decir «a un marido ofendido», pero, por temor a dar al traste con todo el asunto, acabó decantándose por esa otra expresión, que no venía muy a cuento—, sino simplemente como a un hombre bueno y cristiano. Debes compadecerte de ella.
–¿A qué te refieres? —preguntó en voz baja Karenin.
–Sí, debes compadecerte. Si la hubieses visto como yo que he pasado todo el invierno a su lado, te compadecerías. Su situación es horrible, verdaderamente horrible.
–Creía —repuso Alekséi Aleksándrovich con voz más aguda de lo normal, casi chillona– que Anna Arkádevna tenía todo lo que quería.
–¡Ah, Alekséi Aleksándrovich, por el amor de Dios! ¡No empecemos con recriminaciones! Lo pasado, pasado está. Ya sabes que lo que ella espera y desea es el divorcio.
–Pero yo suponía que Anna Arkádevna renunciaría al divorcio en caso de que yo pusiera como condición quedarme con el niño. Así se lo hice saber. Por eso pensaba que el asunto había concluido. En lo que a mí respecta, no hay nada más que hablar —chilló.
–Por el amor de Dios, no te sulfures —dijo Stepán Arkádevich, dando unas palmaditas en la rodilla de su cuñado—. El asunto no ha concluido. Si me permites que recapitule, las cosas son así: cuando os separasteis, hiciste gala de una generosidad inaudita. Se lo diste todo: la libertad y hasta el divorcio. Ella apreció tu actitud, puedes creerme. La apreció en lo que vale. De hecho, en los primeros momentos, sintiéndose culpable ante ti, fue incapaz de reflexionar y no sacó las conclusiones pertinentes. Renunció a todo. Pero la realidad y el tiempo han demostrado que su situación es aterradora e insoportable.
–La vida de Anna Arkádevna no puede interesarme —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich, arqueando las cejas.
–Lo siento, pero no me lo creo —objetó Stepán Arkádevich en tono amable—. Su situación es un tormento y no puede ser beneficiosa para nadie. Dirás que se lo tiene merecido. Anna lo sabe y no te pide nada. Dice abiertamente que no se atreve a pedirte nada. Pero yo, todos sus parientes, los que la queremos bien, te rogamos y te suplicamos. ¿Por qué tiene que sufrir de ese modo? ¿Quién gana con eso?
–Perdona, pero me estáis poniendo en el lugar del acusado —dijo Alekséi Aleksándrovich.