Текст книги "Anna Karénina"
Автор книги: Leon Tolstoi
Жанр:
Классическая проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 29 (всего у книги 68 страниц)
–¡Usted mismo lo dice! Para que no lleven a los niños a que los vean las curanderas se necesita... —dijo Sviazhski con una alegre sonrisa.
–¡Ah, no! —le interrumpió Levin con enfado—. En mi opinión, no hay la menor diferencia entre esos tratamientos y el remedio de las escuelas. La pobreza e incultura del pueblo es un dato tan evidente para nosotros como la enfermedad del niño para la campesina. Pero pretender acabar con esos males, la pobreza y la incultura, por medio de las escuelas me parece tan absurdo como los remedios de la curandera para sanar a ese niño. Lo que hay que hacer es acabar con las causas de esa pobreza.
–En ese particular, al menos, coincide usted con Spencer, por quien tanta antipatía siente. También él sostiene que la educación debe ser el resultado de una mejora en las condiciones de vida y los niveles de bienestar, de una mayor higiene, como dice él, y que poco importa que los campesinos sepan leer y contar...
–Pues me alegra mucho coincidir con Spencer; o, mejor dicho, lo lamento. Pero hay una cosa de la que estoy convencido desde hace tiempo: las escuelas no servirán de ninguna ayuda. Sólo podrán ser útiles cuando se alcance un grado de desarrollo económico que permita al pueblo ser más rico y tener más tiempo libre. Entonces podremos empezar a pensar en las escuelas.
–Sin embargo, la enseñanza se ha vuelto obligatoria en toda Europa.
–Entonces, ¿está usted de acuerdo con Spencer en ese punto? —preguntó Levin, advirtiendo de nuevo esa expresión de temor en los ojos de Sviazhski, que esbozó una sonrisa y dijo:
–¡Me ha gustado mucho esa historia de la campesina! ¿Y lo oyó usted con sus propios oídos?
Levin se dio cuenta de que jamás encontraría un vínculo entre los pensamientos de ese hombre y su forma de vida. Era evidente que no le importaban las conclusiones a que pudieran llevarle sus razonamientos: lo único que le importaba era el proceso mismo de pensar. Y, como no le gustaba que sus reflexiones pudieran conducirle a un callejón sin salida, procuraba cambiar de conversación, buscando temas más alegres y agradables.
Todas las impresiones de ese día causaron en Levin una profunda agitación: el campesino viejo, que parecía la causa principal de todas sus reflexiones e ideas; el bueno de Sviazhski, con sus pensamientos para exponer en público y sus convicciones secretas, una de esas personas, cuyo número es legión, que guían la opinión pública por medio de razonamientos ajenos; el propietario enfadado, tan acertado en sus juicios, fruto de la experiencia, como errado en ese desprecio de una clase entera, la mejor de Rusia; el regusto amargo que le dejaban sus propias actividades y la vaga esperanza de encontrar un remedio: todo eso se fundía en un sentimiento de inquietud interior, en un anhelo de solución inminente.
Levin se retiró a la habitación que le habían destinado y pasó mucho tiempo despierto, tendido sobre el colchón de muelles, que se estremecía cada vez que movía un brazo o una pierna. Ninguna de las palabras de Sviazhski, a pesar de que había dicho muchas cosas inteligentes, le había interesado. Pero los argumentos del propietario merecían unos instantes de reflexión. Sin apenas darse cuenta, Levin fue repasando cada una de las intervenciones de ese hombre, y corrigiendo mentalmente las respuestas que le había dado.
«Sí, esto es lo que tendría que haberle dicho: afirma usted que la agricultura no funciona porque el campesino detesta las innovaciones y que hay que imponerlas a la fuerza. Tendría usted razón si la agricultura no funcionara sin esas innovaciones, pero el caso es que prospera cuando el campesino se atiene a sus costumbres, como el viejo al que conocí por el camino. El fracaso de su finca y de la mía demuestra que los culpables somos nosotros, no los trabajadores. Hace tiempo que hacemos las cosas a nuestra manera, a la manera europea, sin preocuparnos por las cualidades de la mano de obra. Tratemos de ver en la mano de obra no una fuerzateórica, sino al campesino rusocon sus instintos, y organicemos nuestras haciendas con arreglo a ello. Imagínese, tendría que haberle dicho, que dirige usted su hacienda como ese viejo, que hubiera encontrado el modo de interesar a los trabajadores en el éxito de la empresa y de introducir las innovaciones que están dispuestos a aceptar; en ese caso, sin necesidad de agotar la tierra, obtendría dos o tres veces más que antes. Divídalo en dos y entregue la mitad a los trabajadores. De ese modo, su beneficio será mayor y también el de ellos. Pero, para conseguirlo, hay que bajar el nivel de la agricultura e interesar a los trabajadores en el éxito de los cultivos. ¿Cómo se puede conseguir eso? Es una cuestión de detalles, pero no cabe duda de que es posible.»
Esa idea causó en Levin una enorme agitación. Pasó la mitad de la noche analizando los detalles que permitirían la puesta en práctica de ese proyecto. Aunque en un principio no tenía intención de marcharse al día siguiente, ahora decidió que partiría por la mañana temprano. Además, la cuñada de Sviazhski, con su vestido escotado, le había hecho sentirse avergonzado y arrepentido, como si hubiera cometido una mala acción. Y, sobre todo, tenía que llegar cuanto antes a su finca para proponerles a los campesinos su nuevo proyecto, pues quería ponerlo en práctica cuando llegara el momento de sembrar el trigo de invierno. Había decidido cambiar por completo su manera de explotar la finca.
XXIX
La ejecución de ese plan presentaba muchas dificultades, pero Levin puso todo su empeño. No logró todo lo que se proponía, pero al menos pudo decirse, sin engañarse a sí mismo, que el esfuerzo había merecido la pena. Uno de los principales obstáculos consistía en que las labores estaban en pleno apogeo; en suma, no podía pararlo todo y empezar desde el principio: tenía que cambiar las cosas sobre la marcha.
La misma tarde en que regresó a su casa, comunicó sus planes al administrador, que aprobó con satisfacción evidente la parte de su discurso que demostraba que todo lo que se había hecho hasta entonces era absurdo y desventajoso. El administrador replicó que se lo llevaba diciendo mucho tiempo y que no había querido escucharle. En cuanto a la propuesta de Levin, que le ofrecía participar como socio, junto con los trabajadores, en la explotación de la finca, el administrador se limitó a responder con aire abatido, sin expresar ninguna opinión definida. Acto seguido se puso a hablar de que era necesario transportar al día siguiente los últimos haces de centeno y proceder a arar la tierra por segunda vez. Levin entendió la indirecta: no era el momento oportuno para hablar de la cuestión.
Al hablar con los campesinos de la misma cuestión y ofrecerles el arriendo de la tierra bajo condiciones nuevas, Levin se topó de nuevo con la misma dificultad: estaban tan ocupados con las labores del día que no tenían tiempo para pensar en las ventajas y los inconvenientes de la pro posición.
Un mujik ingenuo, Iván el vaquero, pareció entender plenamente la propuesta de Levin —participar con su familia en los beneficios de la vaquería– y acogerla de buen grado. Pero, cuando Levin pasó a exponerle las ventajas de que gozaría en el futuro, el rostro de Iván expresó inquietud, y a continuación lamentó no poder escucharle hasta el final, pues tenía que ocuparse de alguna tarea que no admitía demoras: echar heno a las vacas, sacar agua o barrer el estiércol.
Otro de los obstáculos con los que chocaba era la desconfianza inveterada de los campesinos, en cuya cabeza no podía entrar que el amo tuviera más objetivos que sacarles lo más posible. Estaban firmemente convencidos de que, por más que les dijera, jamás les revelaría su auténtico propósito. Y ellos mismos, al exponer sus argumentos, decían muchas cosas, pero nunca lo que pensaban de verdad. Además (Levin se daba cuenta de que el propietario bilioso tenía razón), había una condición previa e indispensable para llegar a algún tipo de acuerdo: que no se les obligara a aceptar nuevos métodos agrícolas ni a emplear herramientas nuevas. Reconocían que el arado moderno tenía sus ventajas, que el escarificador daba buenos resultados, pero ponían mil excusas para no utilizarlos. Levin estaba persuadido de que había que rebajar el nivel de la agricultura, pero le daba pena renunciar a algunas innovaciones cuyos beneficios eran tan evidentes. No obstante, a pesar de todas esas dificultades, se salió con la suya, y a partir del otoño el nuevo plan empezó a funcionar, o al menos tal era su impresión.
En un principio Levin pensó en arrendar toda la finca, tal como estaba, a los campesinos, a los jornaleros y al administrador en las nuevas condiciones de compañerismo, pero pronto se convenció de que no era posible y decidió dividirla. Las cuadras, el jardín, la huerta, los prados y los campos, fraccionados en varias parcelas, debían constituir lotes separados. Iván el vaquero, aquel mujik ingenuo, que en opinión de Levin era quien mejor entendía el asunto, eligió asociarse principalmente con miembros de su propia familia y se ocupó de las cuadras. Seis familias de campesinos, unidos en cooperativa, y un inteligente carpintero, Fiódor Rezunov, se hicieron cargo de unas tierras lejanas, abandonadas desde hacía ocho años e invadidas por las malas hierbas. Por su parte, el campesino Shuráiev arrendó las huertas en las mismas condiciones. Lo demás quedó como antes, pero esos tres lotes fueron el comienzo del nuevo sistema de explotación y reclamaron toda la atención de Levin.
Cierto que en las cuadras las cosas no iban mejor que antes, y que Iván se oponía con todas sus fuerzas a caldear los establos y a elaborar mantequilla con nata fresca, pues era de la opinión de que las vacas, con el frío, requerían menos pienso y que la mantequilla de crema agria era más fácil de hacer. Además, exigía el mismo salario de antes, y parecía no darse cuenta de que el dinero que recibía no era un sueldo, sino un adelanto sobre su parte de los beneficios.
Cierto que el grupo de Fiódor Rezunov no aró el campo dos veces antes de sembrar, como habían convenido, alegando que disponían de poco tiempo. Cierto que los mujiks de ese grupo, aunque habían aceptado trabajar la tierra con las nuevas condiciones, no la consideraban común, sino arrendada a medias, y varios de ellos, entre ellos el propio Rezunov, le habían dicho a Levin en más de una ocasión: «Si quisiera usted cobrar una cantidad por la tierra, estaría más tranquilo y nosotros nos sentiríamos más libres». Además, esos mujiks, sirviéndose de diversos pretextos, seguían posponiendo la construcción del establo y el cobertizo que habían prometido levantar antes del invierno.
Cierto que Shuráiev pretendía dividir en parcelas las huertas que le había arrendado y subarrendárselas a los campesinos. Por lo visto no había comprendido en absoluto las condiciones del trato, aunque cabía la sospecha de que ese malentendido fuera intencionado.
Cierto que, cuando hablaba con los campesinos para explicarles las ventajas de la empresa, Levin solía reparar en que le escuchaban sin apenas prestarle atención, firmemente convencidos de que, dijera lo que dijera, no se dejarían engatusar. Esa percepción se hacía particularmente intensa cuando hablaba con el campesino más inteligente, Rezunov, y descubría en sus ojos ese destello que le revelaba con toda claridad que se estaba burlando de él y que albergaba el firme convencimiento de que, si alguien resultaba engañado, no sería él.
No obstante, a pesar de todo eso, Levin creía que su nuevo plan funcionaba y que, con perseverancia y una contabilidad estricta, les demostraría las ventajas de su sistema, y entonces las cosas marcharían por sí solas.
Estos asuntos, así como la administración de la parte de la hacienda que había quedado en sus manos y la composición de su libro, lo tuvieron tan ocupado a lo largo de todo ese verano que apenas tuvo tiempo para ir de caza. A finales de agosto se enteró, por medio de un criado que había ido a devolverle la silla, que los Oblonski habían regresado a Moscú. Comprendió que, al no responder a la carta de Daria Aleksándrovna —grosería que no podía recordar sin enrojecer de vergüenza– había quemado sus naves, que nunca podría volver a visitarlos. Había actuado de la misma manera con Sviazhski, pues se había marchado sin despedirse. Tampoco volvería a poner el pie en su casa. Ahora todo eso le traía sin cuidado. Jamás en su vida una actividad le había obsesionado tanto como las tareas relacionadas con la nueva organización de su hacienda. Leyó los libros que le había prestado Sviazhski, encargó otros que no tenía, y emprendió el estudio de obras de economía política y socialistas, pero, como suponía, no encontró nada relacionado con la tarea que había emprendido. En los libros de economía política, por ejemplo, los de Mill, que Levin había leído en un principio con apasionamiento, esperando hallar a cada momento la solución a las cuestiones que le preocupaban, sólo encontró leyes deducidas de la situación de la agricultura en Europa; pero no entendía por qué esas leyes, inaplicables en Rusia, deberían tener un carácter universal. Tampoco acababa de entender los libros socialistas. O bien eran hermosas fantasías irrealizables, como las que tanto le habían entusiasmado en sus tiempos de estudiante, o correcciones y enmiendas a la situación económica de Europa, con la que el sistema agrícola ruso no tenía nada que ver. La economía política afirmaba que las leyes que habían propiciado y seguían propiciando la riqueza de Europa eran generales e irrefutables. Las teorías socialistas consideraban que la aplicación de esas leyes llevaría a la ruina. Ni unos ni otros ofrecían, no ya una respuesta, sino la menor alusión de lo que Levin, los campesinos rusos y los propietarios debían hacer para que sus millones de brazos y de hectáreas contribuyeran al bienestar común.
Una vez metido en faena, Levin leyó concienzudamente todo lo relacionado con el objeto de su obra y planeó viajar al extranjero en otoño para estudiar el asunto sobre el terreno y evitar que le sucediese con esa cuestión lo que tantas veces le había ocurrido con otras. En cuanto empezaba a comprender el pensamiento de su interlocutor y a exponer el suyo, solían decirle: «¿Y Kaufmann y Jones, y Dubois y Miccelli? 62No los ha leído usted. Léalos. Se han ocupado a fondo de esta cuestión».
Ahora veía con claridad que Kaufmann y Miccelli no tenían nada que decirle. Sabía lo que quería. Veía que Rusia disponía de unas tierras excelentes y de unos trabajadores magníficos, y que en algunos casos, como sucedía con aquel viejo campesino al que había conocido por el camino, tanto la tierra como los trabajadores rendían mucho, pero la mayoría de las veces, cuando se empleaba el capital a la manera europea, los resultados eran pobres, porque los braceros querían trabajar y sólo trabajaban bien a su manera. Esa resistencia no era un fenómeno casual, sino constante, que hundía sus raíces en el espíritu mismo del pueblo. Pensaba que el pueblo ruso, llamado a poblar y cultivar inmensos espacios deshabitados, se había atenido conscientemente a los procedimientos que necesitaba para colonizar toda la tierra, y que esos procedimientos no eran tan malos como solía creerse. Y eso era lo que pretendía demostrar, de una manera teórica en su libro y de una manera práctica en su hacienda.
XXX
A finales de septiembre llevaron la madera para construir la cuadra en las tierras cedidas a la cooperativa de Rezunov, se vendió la mantequilla de leche de vaca y se repartieron los beneficios. El aspecto práctico de la empresa iba a pedir de boca, o al menos eso pensaba Levin. Y para exponer la cuestión teóricamente y acabar de escribir su obra, que creía destinada no sólo a producir una revolución en el campo de la economía política, sino a destruir por completo esa ciencia y propiciar el nacimiento de otra nueva, basada en las relaciones de los campesinos con la tierra, únicamente necesitaba viajar al extranjero, estudiar sobre el terreno cuanto se había hecho en esa dirección y encontrar pruebas fehacientes de la inutilidad de todo lo realizado. Sólo esperaba que se vendiera el trigo para cobrar el dinero y marcharse. Pero empezaron las lluvias, que impidieron que se recogieran el grano y las patatas que aún quedaban en los campos, interrumpieron todos los trabajos y aplazaron incluso la venta del trigo. Los caminos se volvieron impracticables; dos molinos fueron arrastrados por las aguas, y el tiempo no hacía más que empeorar.
El 30 de septiembre amaneció despejado. Confiando en que el tiempo mejorara, Levin inició los preparativos para la marcha. Ordenó que pesaran el trigo, mandó al administrador a casa del comprador para que le entregara el dinero y salió a recorrer la finca para dar las últimas disposiciones antes de su partida.
Una vez cumplidos todos sus cometidos, calado hasta los huesos, pues el agua caía a chorros sobre su zamarra de cuero y se filtraba por el cuello y las aberturas de las botas, pero muy animado y de un humor excelente, regresó a casa, ya a la caída de la tarde. El tiempo empeoró aún más por la noche. El granizo impactaba con tanta fuerza en el caballo empapado que éste avanzaba de lado, sacudiendo las orejas y la cabeza, pero Levin iba bien bajo su capucha y contemplaba con alegría tan pronto los turbios arroyos que corrían por las rodadas como las gotas que colgaban de cada rama despojada, las manchas blancas del granizo sin derretir en las tablas del puente o las hojas de los olmos, aún frescas y jugosas, que formaban una espesa capa al pie de un tronco desnudo. A pesar de ese panorama tan sombrío, se sentía especialmente animado. Las conversaciones que había tenido con los campesinos de una aldea lejana le habían demostrado que empezaban a acostumbrarse al nuevo orden de cosas. Además, el viejo guarda en cuya casa había entrado para secarse, parecía aprobar su plan, pues le había propuesto que le aceptara como socio para la compra de animales de labor.
«Si sigo perseverando, al final alcanzaré mi objetivo —pensaba Levin—. Merece la pena trabajar y esforzarse. No es el interés personal lo que me mueve, sino el bien común. La agricultura en su conjunto y, sobre todo, la situación del pueblo deben cambiar por completo. En lugar de pobreza, habrá bienestar y prosperidad generalizados. En lugar de hostilidad, concordia y comunidad de intereses. En resumidas cuentas, será una revolución, una revolución incruenta, pero de enorme calado, que afectará primero al reducido círculo de nuestro distrito, luego a la provincia, más tarde a Rusia y por último al mundo entero. Porque una idea justa no puede dejar de ser fructífera. Sí, por un objetivo como ése merece la pena trabajar. Y poco importa que el artífice sea yo, Kostia Levin, el mismo que acudió al baile con una corbata negra, el mismo que fue rechazado por la princesa Scherbátskaia, ese individuo que se siente tan insignificante y digno de lástima. Estoy convencido de que Franklin, 63cuando repasaba su vida, se sentía tan insignificante e inseguro como yo. Eso no significa nada. Es probable que también él tuviera su propia Agafia Mijáilovna, a la que confiaba sus proyectos.»
Sumido en tales reflexiones, Levin llegó a la casa cuando ya había anochecido.
El administrador había ido a ver al comprador del trigo y había regresado con parte del dinero. Además de cerrar un trato con el guarda, se había enterado por el camino de que el trigo seguía sin recoger en todas partes, de manera que los ciento sesenta almiares de Levin que aún quedaban en el campo no eran nada en comparación con lo que habían perdido los demás.
Después de cenar, se sentó en su butaca con un libro en la mano, como tenía por costumbre, y, mientras leía, siguió pensando en el inminente viaje y en su relación con el libro. Ese día veía con especial claridad la importancia de lo que estaba haciendo, e iba hilvanando en su cabeza párrafos enteros en los que exponía la esencia de su pensamiento: «Tengo que anotarlo —se dijo—. Me valdrá para esa breve introducción que antes consideraba innecesaria.» En el momento en que se levantaba para dirigirse al escritorio, Laska, que estaba tendida a sus pies, se incorporó también, y, después de estirarse, le miró, como preguntándole adonde tenía que ir. Pero no tuvo tiempo de ponerse a escribir porque en ese momento se presentaron en el vestíbulo los capataces, y Levin tuvo que salir a su encuentro para dar las disposiciones oportunas.
Después de exponer a los capataces el plan para el día siguiente y de recibir a los campesinos que tenían que tratar algún asunto con él, pasó a su despacho y se puso a trabajar. Laska se tumbó debajo de la mesa. Agafia Mijáilovna se sentó en su lugar de siempre a hacer calceta.
Tras pasar un rato escribiendo, Levin se acordó de pronto de Kitty con extraordinaria viveza, de su rechazo y de su último encuentro. Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación.
–No hay razón para que se aburra usted —le dijo Agafia Mijáilovna—. A ver, ¿por qué pasa tanto tiempo en casa? Ya está todo preparado, así que ¿por qué no se va a tomar las aguas?
–Me iré pasado mañana, Agafia Mijáilovna. Pero antes tengo que ocuparme de unos asuntos.
–¡Ah! ¿Qué asuntos? ¡Como si no hubiera hecho ya suficiente por los campesinos! No en vano dicen: «A nuestro amo lo va a recompensar el zar». Lo que no entiendo es por qué se preocupa tanto por ellos.
–No me preocupo por ellos. Lo hago por mí.
Agafia Mijáilovna conocía al detalle todos los planes de Levin para la explotación de la hacienda. Levin solía hablarle con pelos y señales de sus proyectos y a menudo discutía con ella, descontento de los comentarios que le hacía. Pero esta vez la buena mujer interpretó sus palabras en un sentido completamente distinto del que él les había dado.
–Ya se sabe, el hombre debe pensar ante todo en su propia alma —dijo con un suspiro—. Ahí tiene usted a Parfén Denísich —añadió, refiriéndose a un criado que había muerto hacía poco—. Sería analfabeto, pero ojalá nos conceda Dios una muerte como la suya. Comulgó y le dieron la extremaunción.
–No me refiero a eso —dijo Levin—. Lo que quiero decir es que lo hago en mi propio beneficio. Es más rentable para mí que los campesinos trabajen mejor.
–Por mucho que haga usted, los vagos seguirán sin dar un palo al agua. Los que tienen conciencia trabajarán; y los que no, no harán nada. ¡Eso no se puede cambiar!
–¿No dice usted misma que Iván cuida mejor del ganado ahora?
–Lo único que digo es que debería usted casarse —contestó Agafia Mijáilovna. Era evidente que no estaba diciendo lo primero que se le pasaba por la cabeza, sino que seguía el curso lógico de sus propias reflexiones.
A Levin le apenó y le ofendió que Agafia Mijáilovna aludiera a la misma cuestión en la que él había estado pensando. Frunció el ceño y, sin contestarle, volvió a sentarse a la mesa y retomó su trabajo, no sin antes repetirse que esa tarea tenía una enorme importancia. Sólo de vez en cuando escuchaba en el silencio el susurro de las agujas de Agafia Mijáilovna y, recordando lo que deseaba olvidar, volvía a fruncir el ceño.
A las nueve se oyó un rumor de campanillas y el sordo traqueteo de un coche rodando por el barro.
–Vaya, parece que viene alguna visita. Así no se aburrirá usted —dijo Agafia Mijáilovna, levantándose y dirigiéndose a la puerta. Pero Levin se le adelantó. Su trabajo no avanzaba en esos momentos, y se alegraba de tener un invitado, fuera quien fuera.
XXXI
Al llegar a la mitad de la escalera, Levin oyó en el vestíbulo una tosecilla conocida; pero el rumor de pasos le impidió distinguirla con claridad, y albergó la esperanza de haberse equivocado. Luego vio una silueta larga y huesuda que le resultaba familiar. Ya no era posible equivocarse, pero de todos modos seguía negándose a creer que ese hombre alto que se estaba quitando la pelliza y que no paraba de toser era su hermano Nikolái.
Levin quería a su hermano, pero convivir con él siempre le había parecido un tormento. Ahora, bajo la influencia de las ideas que le habían venido a la cabeza y las palabras de Agafia Mijáilovna, se sentía confuso y desorientado, y una entrevista con su hermano se le antojaba especialmente penosa. En lugar de un visitante rebosante de alegría y de salud, de una persona extraña que, así lo esperaba, lo arrancara por unos instantes de sus incertidumbres, le aguardaba una conversación con su hermano, que lo comprendía a fondo, que removería sus pensamientos más profundos y le obligaría a sincerarse, algo de lo que no tenía la menor gana.
Reprochándose esas consideraciones tan mezquinas, bajó corriendo al vestíbulo. En cuanto vio de cerca a su hermano, el sentimiento de contrariedad desapareció como por arte de magia, dejando paso a una honda piedad. Por terribles que fuesen antes la delgadez y el aire enfermizo de su hermano, no eran nada en comparación con el aspecto demacrado y extenuado que tenía ahora. No era más que un esqueleto cubierto de piel.
Estaba de pie en el vestíbulo, sacudiendo su cuello largo y fino para quitarse la bufanda, y sonreía de un modo lastimero y extraño. Al ver esa sonrisa, humilde y sumisa, Levin sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
–Por fin me tienes aquí —dijo Nikolái con voz sorda, sin apartar los ojos ni por un segundo del rostro de su hermano—. Hace tiempo que quería venir, pero mi salud no me lo permitía. Ahora me encuentro mucho mejor —dijo, enjugándose la barba con sus manos grandes y descarnadas.
–¡Sí, sí! —respondió Levin. Y su espanto fue aún mayor cuando, al besar a su hermano, sintió en sus labios la piel seca y vio de cerca el brillo extraño de esos ojos enormes.
Unas semanas antes Konstantín. Levin le había escrito a Nikolái que había vendido una pequeña parte dé la herencia que quedaba sin dividir, y que podía cobrar la cantidad que le correspondía, unos dos mil rublos.
Nikolái le dijo que venía a recoger ese dinero y, sobre todo, a pasar unos días en su antiguo nido y tocar la tierra para recobrar las fuerzas, como los paladines de antaño, antes de afrontar los retos que le esperaban. A pesar de la pronunciada curvatura de su espalda y de su pasmosa delgadez, tan poco acorde con su estatura, sus movimientos seguían siendo rápidos y bruscos. Levin lo condujo al despacho.
Nikolái se cambió de ropa con especial cuidado, algo que antes no solía hacer, se peinó sus cabellos ralos y lacios y, sonriendo, subió al piso de arriba.
Se mostraba alegre y cariñoso, como Levin lo recordaba en su infancia. Hasta mencionó el nombre de Serguéi Ivánovich sin rencor. Al ver a Agafia Mijáilovna, bromeó con ella y le preguntó por los antiguos criados. La noticia de la muerte de Parfén Denísich le causó una impresión desagradable. En su rostro se reflejó una expresión de temor, pero se dominó en seguida.
–Ya era muy viejo —dijo, y cambió de tema—. Me quedaré aquí un par de meses y luego me iré a Moscú. ¿Sabes que Miágkov me ha prometido una colocación? Así que voy a ingresar en la administración. Voy a organizar mi vida de una manera completamente distinta —prosiguió—. ¿Sabes que me he separado de esa mujer?
–¿Te refieres a Maria Nikoláievna? ¿Y por qué razón?
–¡Ah, era insoportable! No sabes los disgustos que me ha dado —exclamó, pero no entró en detalles. No podía decirle que la había echado porque le servía un té demasiado flojo y, sobre todo, porque le atendía como a un enfermo—. Además, quiero cambiar de vida de manera radical. Naturalmente, he cometido muchas tonterías, como todo el mundo, pero el dinero es lo que menos me preocupa, así que no me arrepiento. Lo importante es tener salud. Y, gracias a Dios, me encuentro mucho mejor.
Levin escuchaba y pensaba en lo que podría decirle, pero no se le ocurría nada. Nikolái, a quien seguramente le pasaba lo mismo, empezó a preguntarle por sus asuntos. Levin, contento de hablar de sí mismo, pues así no tenía que recurrir a disimulos, le hablo a su hermano de sus proyectos y de sus actividades.
Nikolái le escuchaba, pero era evidente que esas cosas no le interesaban.
Los dos hombres eran tan afines y se conocían tan bien que el menor gesto o el tono de su voz les decía mucho más de lo que pudieran expresar con palabras.
En esos momentos los dos estaban pensando en lo mismo, en la enfermedad y la muerte inminente de Nikolái, y ese presentimiento ahogaba cualquier otra consideración. Ni uno ni otro se atrevía a mencionar esa cuestión, la única que en verdad les interesaba, y todo lo que decían sonaba a falso. Levin nunca se había alegrado tanto de que llegara la noche y fuera preciso irse a la cama. Nunca ante ningún extraño, ni siquiera en el caso de una visita oficial, se había mostrado tan poco sincero y natural. Levin se daba cuenta, y los remordimientos que sentía le ofuscaban aún más. Tenía ganas de llorar por su querido hermano, ya con un pie en la tumba, y sin embargo debía escuchar sus comentarios sobre la nueva vida que pensaba llevar.
Como la casa era húmeda y sólo una habitación estaba caldeada, Levin instaló a su hermano en su propio dormitorio, detrás de un biombo.
Nikolái se tumbó. Ya estuviera dormido o despierto, se revolvía en la cama como un enfermo, tosía y, cuando no podía expectorar, refunfuñaba. De vez en cuando, con un profundo suspiro, decía: «¡Ah, Dios mío!». En otras ocasiones, cuando las flemas le ahogaban, murmuraba irritado: «¡Ah, diablos!». Levin estuvo escuchándole largo rato, sin poder dormirse. Le asaltaban los pensamientos más diversos, pero todos tenían un vínculo común: la idea de la muerte.
La muerte, fin inevitable de todo, se le presentaba por primera vez con toda su fuerza irresistible. Y esa muerte, que estaba allí, en el cuerpo de su querido hermano, que se quejaba en sueños, invocando por costumbre, sin distinción alguna, tan pronto a Dios como al diablo, no estaba tan lejos como le había parecido antes. Estaba también en él, la sentía. ¿Qué más daba que en lugar de venir hoy viniera mañana o dentro de treinta años? ¿Y qué era en realidad esa muerte inexorable? No lo sabía; ni siquiera lo había pensado, jamás había tenido el valor suficiente para preguntárselo.