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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–Me he equivocado tantas veces en los cálculos que ya no estoy segura de nada.

–¿Y no tienes miedo?

Kitty sonrió con cierto desdén.

–Ni pizca —dijo.

–Si se produce alguna novedad, ya sabes que estoy en casa de Katavásov.

–No, no sucederá nada, no te preocupes. Voy a dar un paseo por el bulevar con papá. Pasaremos por casa de Dolly. Te espero antes de la comida. ¡Ah, sí! ¿Sabes que la situación de Dolly se está volviendo realmente insostenible? Está cargada de deudas y no tiene dinero. Ayer mamá y yo estuvimos hablando con Arseni —así se llamaba al príncipe Lvov, el marido de su hermana Natalia—, y decidimos que él y tú le leáis la cartilla a Stiva. Las cosas no pueden seguir así. Y con papá no se puede hablar de este tema... Pero si Arseni y tú...

–¿Y qué podemos hacer nosotros? —preguntó Levin.

–Bueno, como vas a ir a casa de Arseni, habla con él. Te dirá lo que hemos decidido.

–Vale, pero ya sabes que con Arseni siempre estoy de acuerdo. Entonces, iré a verlo. Por cierto, en caso de que asista al concierto, iré en compañía de Natalia. Bueno, adiós.

En la entrada lo detuvo Kuzmá, su viejo criado de los tiempos de soltero, que ahora se ocupaba de su casa de la ciudad.

–Han vuelto a ponerle herraduras a Krasavchik —era el caballo que enganchaban a la izquierda, que habían traído del campo—, pero sigue cojeando —dijo—. ¿Qué quiere que haga?

Al principio de su estancia en Moscú, Levin se ocupaba de los caballos que se había llevado de la finca. Quería organizar ese asunto lo mejor posible y del modo más barato. Pero acabó comprendiendo que tener sus propios caballos salía más caro que tomar coches de alquiler, algo que a veces era inevitable.

–Manda llamar al veterinario. Puede que tenga una herida.

–¿Y cómo va a ir Katerina Aleksándrovna? —preguntó Kuzmá.

A Levin ya no le asombraba, como en los primeros tiempos de su estancia en Moscú, que para trasladarse de Vozdvízhenka a Sívtsey Brázhek fuera necesario enganchar dos robustos caballos a un pesado carruaje, recorrer un cuarto de versta por la nieve fangosa y dejarlos a la intemperie cuatro horas, pagando por ello cinco rublos. Ahora ya le parecía natural.

–Dile al cochero que traiga un par de caballos para nuestro carruaje —dijo.

–Como ordene, señor.

Y, después de resolver de forma tan sencilla y fácil, gracias a las condiciones de la ciudad, un contratiempo que en el campo habría requerido tantos esfuerzos y desvelos personales, Levin salió a la calle, llamó un coche, se subió y se dirigió a la calle Nikítskaia. Por el camino ya no pensaba en el dinero, sino en su encuentro con ese erudito petersburgués, experto en cuestiones de sociología, con quien iba a hablar de su libro.

Sólo en los primeros días que pasó en Moscú se sorprendió de los gastos improductivos pero inevitables, tan extraños para un hombre acostumbrado a la vida en el campo, que le exigían por todas partes. Ahora ya se había acostumbrado. En ese sentido, le sucedía lo mismo que a los borrachos, según el dicho popular: sólo cuesta trabajo engullir la primera copa, después es como beber agua. Cuando Levin cambió el primer billete de cien rublos para pagar las libreas del lacayo y del portero, no pudo dejar de pensar que nadie las necesitaba; no obstante, debían de ser imprescindibles, a juzgar por la sorpresa de la princesa y de Kitty cuando insinuó que podían pasarse sin ellas. Esas libreas costarían lo mismo que dos braceros contratados para todo el verano, es decir, cerca de trescientos días laborables, desde la semana de Pascua hasta el último día de Carnaval, trabajando de firme de sol a sol. El primer billete de cien rublos había sido como la primera copa. El siguiente, cambiado para comprar las provisiones necesarias para ofrecer una comida a los parientes —en total había gastado veintiocho rublos—, no removió en su interior tantos escrúpulos, aunque no pudo dejar de pensar que esa suma equivalía a casi diecinueve hectolitros de avena, cosechada, agavillada, trillada, aventada y metida en sacos a costa de grandes esfuerzos y sudores. Ahora ya no pensaba en tales cosas cuando cambiaba billetes, que volaban como pajarillos. Hacía ya mucho tiempo que no reflexionaba sobre la correspondencia entre el trabajo necesario para la adquisición de ese dinero y el placer que procuraban las cosas que se compraban con él. También se había olvidado de los cálculos que había hecho para no vender el grano por debajo de cierto precio. A pesar de sus largas luchas para que el centeno no perdiera un ápice de su valor, acabó vendiéndolo por cincuenta kopeks menos la medida de lo que le habían ofrecido un mes antes. Ni siquiera tenía en cuenta la consideración de que, si seguían gastando de esa manera, sería imposible llegar a fin de año sin contraer deudas. Sólo le preocupaba una cosa: tener dinero en el banco, sin preguntarse de dónde procedía, para poder pagar la comida del día siguiente. Y hasta entonces esos cálculos no le habían fallado: siempre había tenido dinero en el banco. Pero ahora el fondo se había agotado y no sabía de dónde sacar más. Por eso se había disgustado cuando Kitty aludió a la cuestión, pero no tenía tiempo para pensar en eso. Todas sus reflexiones se ocupaban de Katavásov y del encuentro inminente con Metrov.

 

III

Durante su estancia en Moscú Levin había vuelto a frecuentar a su antiguo compañero de universidad, el profesor Katavásov, a quien no había vuelto a ver desde el día de la boda. Le gustaban la claridad y la sencillez con que su amigo contemplaba la vida. Atribuía esa claridad a la limitación de su naturaleza. Por su parte, Katavásov creía que la inconsecuencia de las ideas de Levin se debía a su falta de disciplina mental. Pero a Levin le agradaba la claridad de Katavásov, y a éste le gustaba la abundancia de ideas indisciplinadas de aquél. A ambos les procuraba un enorme placer encontrarse y discutir.

Levin le había leído ciertos pasajes de su obra, que recibieron el beneplácito de su amigo. La víspera, al coincidir con él en una conferencia pública, Katavásov le había dicho que el célebre Metrov, uno de cuyos artículos tanto le había gustado a Levin, se hallaba en Moscú y había mostrado tanto interés por lo que le había contado de su obra que había quedado en acudir a casa de su viejo amigo al día siguiente, a las once de la mañana, donde albergaba la esperanza de conocerlo.

–La verdad es que se está usted corrigiendo, amigo. Es un placer verle —dijo Katavásov, recibiendo a Levin en un saloncito—. Cuando he oído la campanilla, he pensado: ¿es posible que haya llegado puntual...? Bueno, ¿qué me dice de los montenegrinos? Son guerreros por naturaleza.

–¿Qué ha pasado? —preguntó Levin.

En pocas palabras, Katavásov le puso al corriente de las últimas novedades; a continuación entró en su despacho y le presentó a un señor robusto, bajo de estatura y de aspecto agradable. Era Metrov. Durante unos minutos la conversación se ocupó de cuestiones políticas y de lo que se comentaba en las altas esferas de San Petersburgo a propósito de los últimos acontecimientos. Metrov repitió las palabras que, según le había contado una fuente digna de todo crédito, habrían pronunciado el emperador y uno de los ministros. Katavásov, por su parte, afirmó que el emperador había dicho justo lo contrario, como le había informado una fuente no menos fidedigna. Levin trató de imaginar una situación en que ambas declaraciones hubieran sido posibles, y al poco rato cambiaron de tema.

–Está terminando de escribir un libro sobre las condiciones naturales del campesino en relación con la tierra —dijo Katavásov—. No soy un especialista en la materia, pero, como naturalista, me ha gustado que no sitúe al ser humano fuera de las leyes zoológicas, sino que, por el contrario, considere que depende del ambiente y busque las leyes del desarrollo en esa dependencia.

–Es muy interesante —dijo Metrov.

–La verdad es que había empezado a escribir un libro sobre agricultura, pero poco a poco me he ido centrando en el principal instrumento de la economía rural, el trabajador —dijo Levin, ruborizándose—, y al final he llegado a conclusiones completamente inesperadas.

Y Levin se puso a exponer su punto de vista con muchas precauciones, como si estuviera tanteando el terreno. Sabía que Metrov había escrito un artículo contrario a la teoría económico-política comúnmente aceptada, pero desconocía hasta qué punto encontraría comprensión para sus novedosos planteamientos, y el rostro sereno e inteligente del erudito no le permitía adivinarlo.

–Pero ¿qué condiciones del campesino ruso considera usted que son especiales? —preguntó Metrov—. ¿Las zoológicas, por decirlo de algún modo, o las propias de su vida?

La pregunta llevaba implícita una idea con la que Levin no podía estar de acuerdo. No obstante, siguió exponiendo su teoría de que el campesino ruso tenía una visión de la tierra completamente distinta de la de los demás pueblos. Y, para demostrarlo, se apresuró a añadir que, en su opinión, esa visión del pueblo ruso procedía de la conciencia de que estaba destinado a poblar las inmensas regiones deshabitadas que se extendían al este.

–Es fácil cometer errores cuando se extraen conclusiones sobre la misión general de un pueblo —dijo Metrov, interrumpiendo a Levin—. La condición de los campesinos siempre dependerá de la relación con la tierra y el capital.

Y, sin dejar que Levin acabara de exponer su idea, Metrov empezó a explicarle las particularidades de su propia teoría.

Levin no acabó de entender qué tenía de especial, entre otras cosas porque no se esforzó en comprenderla. Se daba cuenta de que Metrov, lo mismo que otros, a pesar de que había escrito un artículo en el que refutaba las enseñanzas de los economistas, consideraba la posición del campesino ruso exclusivamente desde el punto de vista del capital, de los jornales y de la renta. Aunque tenía que reconocer que en la parte oriental de Rusia, la de mayor extensión del país, la renta seguía siendo nula, los jornales de las nueve décimas partes de la población, que ascendía a ochenta millones de personas, apenas daban para subsistir, y el capital sólo existía bajo la forma de instrumentos rudimentarios. No obstante, seguía estudiando a los campesinos exclusivamente bajo ese aspecto, aunque en muchos puntos no estaba de acuerdo con los economistas y tenía su propia teoría sobre los jornales, que le expuso a Levin.

Éste le escuchó de mala gana y al principio puso algunas objeciones. Quería interrumpir a Metrov para comunicarle su propia idea, que, en su opinión, haría innecesaria cualquier explicación ulterior. Pero luego, convenciéndose de que sus puntos de vista eran tan opuestos que jamás llegarían a ponerse de acuerdo, dejó de contradecirle y se limitó a escuchar. Aunque lo que decía Metrov ya no le interesaba lo más mínimo, experimentaba cierta satisfacción al escucharle. Que un erudito tan eminente le comunicara sus ideas con tanto entusiasmo, tanta atención y tanta confianza en sus conocimientos sobre la materia halagaba su amor propio. A veces se refería con una mera alusión a todo un aspecto de la cuestión, algo que Levin atribuía a sus propios méritos, sin darse cuenta de que Metrov, que ya había tratado la cuestión con todos sus amigos íntimos, estaba más que dispuesto a hablar de ese detalle, que aún no acababa de tener del todo claro, con cualquier nuevo conocido.

–Se nos está haciendo tarde —dijo Katavásov, consultando su reloj, en cuanto Metrov dio por terminada su exposición—. Sí, hoy se celebra una reunión de la Sociedad de Aficionados para celebrar el cincuentenario de Svíntich —añadió, en respuesta a la pregunta de Levin—. Piotr Ivánich y yo tenemos que asistir. He prometido hablar de los trabajos de Svíntich sobre zoología. Venga con nosotros. Será muy interesante.

–Sí, la verdad es que ya es hora de que nos vayamos —dijo Metrov—. Venga con nosotros. Desde allí, si quiere, podemos ir a mi casa. Me gustaría mucho que me diera más detalles de su trabajo.

–No. ¿Para qué? Aún no está terminado. Pero les acompañaré con mucho gusto a la reunión.

–¿Se han enterado ustedes, señores? Se ha presentado una resolución independiente —exclamó Katavásov desde otra habitación, mientras se ponía el frac.

Y se pusieron a hablar de la universidad, una cuestión de gran relevancia ese invierno en Moscú. Tres catedráticos viejos no habían aceptado en el Consejo la opinión de sus colegas más jóvenes, y éstos habían presentado una resolución independiente. Según unos, esa resolución era terrible; según otros, muy correcta y atinada. El caso es que los catedráticos se habían dividido en dos grupos.

Unos, entre los que se encontraba Katavásov, atribuían a la facción contraria una actitud engañosa y falsa y la acusaban de instaurar un ambiente de denuncia; otros la consideraban pueril y poco respetuosa con las autoridades. Aunque Levin no pertenecía a la universidad, desde que estaba en Moscú había oído hablar de ese asunto en varias ocasiones y hasta se había formado su propia opinión al respecto. Por tanto, pudo tomar parte en la conversación, que se prolongó a lo largo de todo el camino que les llevó al viejo edificio de la universidad.

La sesión ya había empezado... Alrededor de la mesa a la que sentaron Katavásov y Metrov, cubierta con un paño, había seis personas. Una de ellas, inclinada sobre un manuscrito, leía algo. Levin tomó asiento en una silla vacía, que había al lado de la mesa, y preguntó en voz baja a un estudiante qué era lo que estaban leyendo. El estudiante le miró con cara de pocos amigos y le dijo:

–La biografía.

Aunque a Levin no le interesaba la biografía del sabio, no pudo por menos de escuchar, y se enteró de algunos detalles nuevos e interesantes de la vida de ese científico eminente.

Cuando el lector concluyó, el presidente le dio las gracias y leyó un poema que el poeta Ment había enviado con motivo de la conmemoración, con unas palabras de gratitud al poeta. Después Katavásov leyó con su voz fuerte y chillona una ponencia sobre los trabajos científicos del homenajeado.

Cuando concluyó, Levin consultó su reloj y vio que ya era más de la una. Pensó que no tendría tiempo de leerle su obra a Metrov antes del concierto; además, ya no le apetecía. Durante la lectura había estado dándole vueltas a la conversación que habían tenido y había llegado a la conclusión de que, por muy importantes que pudieran ser las ideas de Metrov, también lo eran las suyas. Esas ideas sólo podrían esclarecerse y conducir a algo siempre que cada uno trabajara por separado, siguiendo su propio camino. En cambio, intercambiar ideas no conduciría a nada. Una vez tomada la decisión de rechazar la invitación de Metrov, se acercó a él al final de la sesión. Metrov le presentó al presidente, con el que estaba hablando de las últimas novedades políticas. Metrov le contó al presidente lo mismo que ya le había dicho a Levin, y éste hizo las mismas observaciones que por la mañana, pero, por darles cierto aire novedoso, añadió un par de consideraciones que se le ocurrieron en ese momento. Después volvieron a ocuparse de la cuestión universitaria. Como Levin ya había oído todas esas cosas, se apresuró a comunicarle a Metrov que, sintiéndolo mucho, no podía aceptar su proposición. A continuación se despidió y se dirigió a casa de Lvov.

 

IV

Lvov, que se había casado con Natalia, hermana de Kitty, había pasado toda su vida en capitales y en el extranjero, donde se había educado y había desempeñado diversos cargos diplomáticos.

El año anterior había interrumpido su carrera, no porque hubiera sufrido algún contratiempo (no discutía nunca con nadie), y había entrado al servicio de la casa imperial en Moscú, con la intención de dar una mejor educación a sus dos hijos.

A pesar de que sus opiniones y costumbres no podían ser más contrarias y de que Lvov era mayor que Levin, a lo largo de ese invierno habían intimado mucho y habían llegado a ser buenos amigos.

Lvov estaba en casa y Levin entró sin hacerse anunciar.

Cómodamente instalado en un sillón, con una chaqueta larga provista de cinturón, unas zapatillas de ante y un pince-nez 164de cristales azules, estaba leyendo un libro colocado en un atril, sosteniendo cuidadosamente con su delicada mano un cigarro a medio consumir.

Su atractivo rostro, fino y aún joven, al que sus brillantes y rizados cabellos plateados daban un aire aún más distinguido, se iluminó con una sonrisa en cuanto vio a Levin.

–¡Estupendo! Estaba a punto de enviar a alguien en su busca. ¿Cómo está Kitty? Siéntese aquí, estará más cómodo... —Lvov se levantó y le acercó a Levin una mecedora—. ¿Ha leído usted la última circular del Journal de St. Pétersbourg? 165Me ha parecido excelente —dijo con un acento ligeramente francés.

Levin le refirió los rumores que, según Katavásov, corrían por San Petersburgo. Después de charlar un rato de política, le contó que había conocido a Metrov y que había asistido a una sesión en la universidad. A Lvov eso le interesó mucho.

–Le envidio que tenga usted acceso a ese mundo científico tan interesante —dijo, y a continuación pasó a hablar en francés, como tenía por costumbre, pues en esa lengua se expresaba mejor—. La verdad es que no dispongo de tiempo. Los deberes de mi cargo y las ocupaciones con los niños me lo impiden. Además, si le soy sincero, carezco de la instrucción necesaria.

–No lo creo —replicó Levin con una sonrisa, maravillado, como siempre, de la baja opinión que tenía ese hombre de sí mismo, pues sabía que era totalmente sincero, que no había en sus palabras la menor sombra de falsa modestia.

–¡Ah, así es! Ahora me doy cuenta de lo deficiente que es mi formación. Cuando tengo que enseñarle algo a mis hijos, me veo en la necesidad de refrescar la memoria e incluso de estudiar. Porque no basta con tener profesor; debe haber también un supervisor, del mismo modo que en su finca es preciso que alguien vigile a los campesinos. Mire lo que estoy leyendo —añadió, señalando la gramática de Busláiev, 166que descansaba en el atril—.

Misha tiene que aprendérsela y es tan difícil... A ver si puede explicarme esto. Aquí se dice...

Levin trató de explicarle que aquello no había manera de comprenderlo, que era necesario aprendérselo sin más. Pero Lvov no estaba de acuerdo.

–¡Se está riendo usted de mí!

–Al contrario. No puede usted imaginarse hasta qué punto me sirve de ejemplo ver lo que hace usted. También yo tendré que educar a mis hijos.

–Pues no creo que aprenda nada de mí —dijo Lvov.

–Lo único que sé es que no he visto unos niños mejor educados que los suyos y que no deseo para los míos nada mejor —replicó Levin.

Lvov trató de reprimir la alegría que embargó su corazón, pero una sonrisa iluminó su rostro.

–Me conformo con que sean mejores que yo. No pido nada más. No sabe usted el trabajo que supone ocuparse de unos niños como los míos, cuya educación ha sido descuidada por nuestra vida en el extranjero.

–Saldrán adelante. Son unos chicos muy listos. Lo más importante es la educación moral. Eso es lo que aprendo yo cuando veo a sus hijos.

–Habla usted de educación moral. ¡No puede imaginarse lo difícil que es! Apenas se ha superado un obstáculo, surgen otros, y de nuevo empieza la lucha. Si no fuera por el apoyo de la religión... Como ya le he dicho en otra ocasión, sin esa ayuda ningún padre sería capaz de educar a sus hijos.

La entrada de la bella Natalia Aleksándrovna, vestida ya para salir, puso fin a esa conversación tan interesante para Levin.

–No sabía que estaba usted aquí —dijo, alegrándose de interrumpir una conversación que había oído miles de veces y que la aburría muchísimo—. ¿Qué tal está Kitty? Hoy voy a comer en su casa. Entonces, Arseni —añadió, dirigiéndose a su marido—, ¿vas a llevarte el coche...?

Y marido y mujer se comunicaron sus planes para ese día. Como Lvov tenía que encontrarse con alguien por razones del servicio y Natalia se proponía asistir al concierto y a una reunión pública del Comité del Sudeste, había que tomar en consideración muchas cosas, y tratar de resolverlas. Levin, como un miembro más de la familia, tuvo que tomar parte en los planes. Decidieron que acompañaría a Natalia al concierto y a la reunión pública. Después, enviarían el coche a la oficina de Arseni, que recogería a su mujer y la llevaría a casa de Kitty. En caso de que no le diera tiempo a terminar sus asuntos, enviaría el coche y Levin iría con Natalia.

–Este hombre me está echando a perder —dijo Lvov a su mujer—. Asegura que nuestros hijos son encantadores cuando me consta que dejan mucho que desear.

–Arseni siempre está pasando de un extremo al otro. Mira que se lo digo —afirmó Natalia—. Si busca uno la perfección, nunca estará satisfecho. Es verdad lo que dice papá: cuando nos educaban a nosotros, se tendía a un extremo. Nos tenían siempre en el entresuelo, mientras nuestros padres vivían en el primer piso. Ahora sucede lo contrario, los niños están en el primer piso y los padres en la buhardilla. Los padres ya no tienen ninguna vida, lo sacrifican todo por los hijos.

–¿Y qué, si resulta más agradable? —preguntó Lvov, dedicando a su mujer una de sus sonrisas encantadoras y acariciándole la mano—. Quien no te conociera pensaría que, más que una madre, eres una madrastra.

–No, los extremos no son buenos en ningún caso —replicó Natalia con serenidad, poniendo en su sitio del escritorio la plegadera de su marido.

–Bueno, venid aquí, niños perfectos —dijo Lvov.

Levin se volvió y vio en la puerta a dos hermosos niños que, después de saludarle, se acercaron a su padre, con el propósito evidente de preguntarle algo.

A Levin le habría gustado hablar con ellos, escuchar lo que le decían a su padre, pero Natalia le dirigió la palabra, y a continuación apareció un compañero de Lvov, Majotin, con el uniforme de la corte, que venía a buscar al dueño de la casa para ir en su compañía a recoger a aquel personaje importante. Se inició entonces una conversación interminable sobre Herzegovina, sobre la princesa Korzínskaia, sobre la duma y sobre la repentina muerte de la señora Apráksina.

Levin se había olvidado por completo del encargo que le había hecho su mujer. No lo recordó hasta que salió al vestíbulo.

–Ah, Kitty me ha pedido que hable contigo de la situación de Oblonski —dijo, cuando Lvov se detuvo en la escalera, para despedirse de su mujer y de él.

–Sí, sí, mamanquiere que los beaux frèresle llamemos al orden —dijo, sonriendo y poniéndose colorado—. Pero ¿por qué tengo que hacerlo yo?

–Entonces me encargaré yo —dijo Natalia que, envuelta en su capa blanca de piel de perro, esperaba con una sonrisa en los labios a que acabara la conversación—. Bueno, vamos.

 

V

En el concierto matinal iban a interpretarse dos piezas muy interesantes: una fantasía titulada El rey Lear de la estepay un cuarteto dedicado a la memoria de Bach. Ambas obras eran nuevas, imbuidas del espíritu de los tiempos, y Levin quería forjarse su propia opinión. Después de acompañar a Natalia a su butaca, se instaló al pie de una columna y se dispuso a escuchar con la mayor atención y concentración posibles. Trataba de no distraerse y, para no echar a perder la impresión musical, procuraba no mirar al director de orquesta que, con sus gestos y su corbata blanca, siempre acababa desviando la atención del oyente; a las señoras con sus sombreros, que con tanto mimo habían engarzado las cintas por encima de las orejas para acudir al concierto, así como todos esos rostros que, o bien mostraban indiferencia o trasparentaban intereses que no guardaban la menor relación con la música. Hizo todo lo posible por evitar cualquier encuentro con entendidos en materia de música y espectadores charlatanes, y se quedó inmóvil en su sitio, escuchando con la mirada baja.

Pero, cuanto más escuchaba la fantasía del rey Lear, menos capaz se sentía de formarse una opinión definida. A cada momento parecía iniciarse la expresión musical de un sentimiento, pero al punto se deshacía en fragmentos de nuevas expresiones musicales, y a veces en sonidos extremadamente complejos que no guardaban ninguna relación entre sí y sólo obedecían al capricho del compositor. Pero hasta esos fragmentos de expresiones musicales, buenos a veces, resultaban desagradables porque eran completamente imprevistos y no habían sido preparados con el debido cuidado. La alegría y la tristeza, la desesperación, la ternura y el triunfo irrumpían sin la menor justificación, como si se tratara de las emociones de un loco. Y, como sucede con los locos, se desvanecían de manera inesperada.

Durante la ejecución se sintió como un sordo contemplando unos bailarines. Cuando la pieza terminó, no cabía en sí de perplejidad y sentía una extremada fatiga, motivada por la tensa atención con que había seguido la obra, que no había recibido recompensa alguna. Por todas partes se oyeron estruendosos aplausos. Todos los espectadores se levantaron, empezaron a ir de un lado para otro, intercambiaron impresiones. Pensando que tal vez las impresiones ajenas le ayudarían a disipar un tanto su desconcierto, Levin buscó la compañía de los entendidos, y se alegró al ver que uno de los más reputados expertos estaba charlando con Pestsov, a quien Levin conocía.

–¡Impresionante! —decía Pestsov con su profunda voz de bajo—. Buenos días, Konstantín Dmítrich. El pasaje en que se percibe el acercamiento de Cordelia, en que la mujer, das ewig Weibliche, 167se apresta a luchar con el destino es particularmente gráfico, escultural y rico en colores, por decirlo de alguna manera. ¿No es verdad?

–Pero ¿qué tiene que ver Cordelia con todo eso? —preguntó Levin tímidamente, olvidando por completo que aquella fantasía representaba al rey Lear de la estepa.

–Pues claro que aparece Cordelia... Aquí lo tiene —replicó Pestsov, dando golpecitos con los dedos en el programa de papel satinado que tenía en la mano y tendiéndoselo a su amigo.

Sólo entonces se acordó Levin del título de la fantasía y se apresuró a leer los versos de Shakespeare, en traducción rusa, impresos en el reverso del programa.

–Sin esto es imposible seguir la obra —dijo Pestsov, dirigiéndose a Levin, porque su otro interlocutor se había marchado y no tenía nadie más con quien hablar.

Durante el entreacto Levin y Pestsov se pusieron a discutir sobre las virtudes y los defectos de la música de orientación wagneriana. Levin trataba de demostrar que el error de Wagner y de todos sus seguidores consistía en querer que la música penetrara en el dominio de otro arte, de la misma manera que la poesía se equivocaba cuando describía los rasgos de una cara, algo que corresponde a la pintura, y, a modo de ejemplo, le habló de un escultor al que se le había ocurrido cincelar en mármol las sombras de las imágenes poéticas, surgiendo alrededor de la figura del poeta en el pedestal.

–Esas figuras se parecen tan poco a sombras que tienen que apoyarse en una escalera —dijo Levin.

Aunque aquella frase le gustó, no pudo por menos de turbarse, pues tenía la sospecha de haberla pronunciado antes, precisamente delante de Pestsov.

Por su parte, Pestsov defendía que el arte es uno y que sólo puede alcanzar sus manifestaciones más altas cuando sus diferentes géneros se unen.

A Levin le fue imposible escuchar la segunda pieza del concierto. Pestsov se había quedado a su lado y estuvo casi todo el tiempo hablando con él. Criticó la obra por su sencillez superflua, empalagosa y afectada, comparándola con la sencillez de la pintura de los prerrafaelitas. Al salir, Levin se encontró con muchos otros conocidos, con los que habló de política, de música y de amigos comunes. Entre otros, se encontró con el conde Bol, a quien había olvidado por completo visitar.

–Bueno, puede ir ahora —le dijo Natalia, cuando le comentó lo que le había pasado—, aunque tal vez no le reciban. Después pase a buscarme a la reunión. Estaré todavía allí.

 

VI

—¿Reciben hoy los señores? —preguntó Levin, entrando en el vestíbulo de la casa de la condesa Bol.

–Sí, haga el favor de pasar —respondió el portero, quitándole con resolución la pelliza.

«¡Qué fastidio! —pensó Levin, quitándose los guantes con un suspiro y alisando el sombrero—. ¿Para qué habré venido? ¿De qué voy a hablar con esta gente?»

Al atravesar el primer salón, se encontró en la puerta con la condesa Bol, que estaba dando órdenes a un criado con expresión grave y preocupada. Al ver a Levin, sonrió y le invitó a que pasara al saloncito contiguo, del que llegaba un rumor de voces. Allí estaban las hijas de la condesa, sentadas en sendos sillones, y un coronel de Moscú al que Levin conocía. Después de dar unos pasos, les saludó y se sentó en el sofá con el sombrero en las rodillas.

–¿Qué tal está su mujer? ¿Ha asistido usted al concierto? Nosotras no hemos podido. Mamá ha tenido que acudir a un funeral.

–Sí, algo he oído... ¡Qué muerte tan repentina! —dijo Levin.

Entró la condesa, se sentó en el sofá y le preguntó también por su mujer y por el concierto.

Después de responderle, Levin repitió el comentario sobre la repentina muerte de Apráksina.

–Siempre estuvo muy delicada de salud.

–¿Asistió usted ayer a la ópera?

–Sí.

–Lucca 168estuvo muy bien.

–Sí, muy bien —dijo. Y, como le daba completamente igual lo que pensaran de él, empezó a repetir lo que había oído cientos de veces sobre el enorme talento de dicha cantante.

La condesa Bol hizo como si escuchara. Cuando Levin consideró que ya había hablado bastante, se calló. En ese momento el coronel, que había guardado silencio hasta entonces, se puso a hablar. Después de dedicar unas palabras también a la ópera, se refirió al alumbrado. Por último, después de mencionar la proyectada folie journée 169en casa de Tiurin, se echó a reír, se levantó ruidosamente y se marchó. Levin también se puso en pie, pero, por la cara de la condesa, se dio cuenta de que era pronto para irse. Tenía que quedarse un par de minutos más. Volvió a sentarse.

No obstante, como no podía dejar de pensar que todo aquello era una estupidez, no encontró ningún tema de conversación y guardó silencio todo el rato.

–¿No va a asistir usted a la reunión pública? Dicen que será muy interesante —dijo la condesa.


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