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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–¡Ah! —exclamó alborozado—. ¿Hace mucho que ha llegado? No sabía que estabas aquí. Me alegro mucho de verle.

El viejo príncipe tan pronto le trataba de usted como le tuteaba. Le abrazó y siguió hablando con él, sin prestar atención a Vronski, que se puso en pie y esperó pacientemente a que el príncipe le dirigiera la palabra.

Kitty se daba cuenta de que, después de lo que había sucedido, la amabilidad de su padre debía de incomodar a Levin. Y se ruborizó al reparar en la frialdad con que el príncipe respondió por fin al saludo de Vronski y en la amistosa perplejidad con que éste lo miró, incapaz de entender que alguien estuviera predispuesto contra él.

–Príncipe, devuélvanos a Konstantín Dmítrich —dijo la condesa Nordston—. Queremos hacer un experimento.

–¿Qué experimento? ¿El de las mesas giratorias? Bueno, perdónenme, damas y caballeros, pero creo que sería más divertido que jugaran a la sortija —dijo el viejo príncipe, mirando a Vronski y adivinando que todo había sido idea suya—. El juego de la sortija, por lo menos, tiene algún sentido.

Vronski, sorprendido, miró al príncipe con sus ojos graves, y, a continuación, con una leve sonrisa, se puso a hablar con la condesa Nordston de un gran baile que iba a celebrarse la semana siguiente.

–Espero que asista usted —añadió, dirigiéndose a Kitty.

En cuanto el viejo príncipe se alejó, Levin salió sin que nadie se diera cuenta. La última impresión que se llevó de esa velada fue el rostro feliz y sonriente de Kitty al responder a la pregunta que Vronski le había formulado sobre el baile.

 

XV

Cuando se marcharon los invitados, Kitty le contó a su madre la conversación que había tenido con Levin. A pesar de toda la pena que sentía por él, se alegraba de que hubiera pedido su mano. Estaba segura de haber obrado bien. Pero, una vez en la cama, le costó conciliar el sueño. Una imagen la perseguía sin descanso: el rostro de Levin, con el ceño fruncido, escuchando lo que decía su padre y mirando con sus ojos bondadosos, tristes y sombríos tan pronto a Vronski como a ella. Y le dio tanta pena que se le saltaron las lágrimas. Pero acto seguido pensó en el hombre a quien había antepuesto. Se representó con viveza su rostro viril y firme, su distinguida serenidad, la bondad que parecía irradiar toda su figura. Recordó que la persona a quien amaba le correspondía y, sintiéndose de nuevo alegre, apoyó la cabeza en la almohada con una sonrisa de felicidad. «Es una lástima, una lástima, pero ¿qué puedo hacer? No tengo la culpa», se decía. No obstante, una voz interior le aseguraba lo contrario. No sabía si se arrepentía de haber conquistado a Levin o de haberlo rechazado. En cualquier caso, esas dudas acabaron enturbiando su felicidad. «Señor, apiádate de mí. Señor, apiádate de mí. Señor, apiádate de mí», estuvo repitiendo, hasta que se quedó dormida.

Entre tanto, abajo, en el pequeño despacho del príncipe, se producía una de esas escenas tan frecuentes entre marido y mujer cuando hablaban de su hija preferida.

–¿Qué? ¡Pues te lo voy a decir! —gritaba el príncipe, levantando los brazos y bajándolos al punto para arreglarse la bata de piel de ardilla—. No tienes orgullo ni dignidad. Estás cubriendo de oprobio y echando a perder el futuro de tu hija con ese estúpido y ruin afán de casarla.

–Pero, por Dios bendito, príncipe, ¿qué es lo que he hecho? —preguntó la princesa, a punto de echarse a llorar.

Feliz y satisfecha después de la conversación que había tenido con su hija, había ido a darle las buenas noches a su marido, como tenía por costumbre, y, aunque se había cuidado de no mencionar la proposición de Levin y el rechazo de Kitty, había dejado caer que, en su opinión, Vronski solo esperaba el consentimiento de su madre para declararse. Al oír esas palabras, el príncipe se puso furioso y empezó a cubrirla de reproches.

–¿Que qué has hecho? Pues te lo voy a decir: en primer lugar, has atraído a un pretendiente, como comentará Moscú con toda la razón. Si quieres organizar una velada, invita a todo el mundo, no sólo a unos pretendientes elegidos. Invita a todos esos cachorros—así llamaba el príncipe a los jóvenes moscovitas—, trae un pianista y deja que bailen. No como esta tarde, con esos pretendientes y esos tejemanejes. Me da asco verlo, asco. Has conseguido volver loca a la muchacha. Levin vale mil veces más. En cuanto a ese lechuguino de San Petersburgo, parece fabricado en serie. Están todos cortados por el mismo patrón y son todos la misma porquería. Y, aunque fuera príncipe de sangre, ¡mi hija no tiene necesidad de ir detrás de nadie!

–Pero ¿qué es lo que he hecho?

–Pues... —gritó el príncipe fuera de sí.

–Si siguiera tus consejos —le interrumpió la princesa—, jamás casaríamos a nuestra hija. En ese caso, más valdría que nos fuéramos a vivir al campo.

–En efecto.

–Espera un momento. ¿Acaso he ido yo detrás de alguien? En absoluto. Pero ese joven, que es muy buen muchacho, se ha enamorado de Kitty, y ella, según me parece...

–¡Sí, eso es lo que te parece a ti! ¿Y si sucede que Kitty se enamora y él tiene la misma intención de casarse que yo? ¡Ay, lo que daría por que mis ojos no tuvieran que ver todo esto! «¡Ah, el espiritismo! ¡Ah, Niza! ¡Ah, el baile!...» —Y el príncipe, imaginándose que estaba imitando a su mujer, hacía una reverencia a cada palabra—. ¿Y qué pasa si estamos labrando la infelicidad de Kitty? ¿Si en verdad se le ha metido en la cabeza...?

–¿Y por qué crees eso?

–No lo creo, lo sé. Los padres tenemos ojos en la cara, no como las mujeres. Por una parte veo a un hombre que tiene intenciones serias, Levin; por otra, a un mequetrefe como ese lechuguino, que sólo quiere divertirse.

–Cuando se te mete algo en la cabeza...

–Ya te acordarás de mis palabras, pero será demasiado tarde, como ha pasado con Dasha.

–Vale, vale, no hablemos más —le interrumpió la princesa, acordándose de su desgraciada hija.

–Estupendo. ¡Buenas noches!

Después de persignarse y darse un beso, marido y mujer se separaron, convencidos de que cada uno seguía en sus trece.

Al principio la princesa estaba firmemente convencida de que en esa velada se había decidido el destino de Kitty y de que no podía dudarse de las intenciones de Vronski; pero las palabras de su marido le causaron inquietud. Una vez de vuelta en su habitación, espantada ante ese futuro desconocido, repitió varias veces, como Kitty: «¡Señor, apiádate de mí! ¡Señor, apiádate de mí! ¡Señor, apiádate de mí!».

 

XVI

Vronski nunca había conocido la vida familiar. Su madre, mujer de la alta sociedad, muy brillante en su juventud, había tenido durante su matrimonio, y sobre todo después de quedarse viuda, muchas aventuras que estaban al cabo de la calle. Se había educado en el cuerpo de pajes y apenas guardaba recuerdo alguno de su padre.

Al salir de la escuela, convertido en un joven y brillante oficial, no tardó en adoptar el mismo régimen de vida que los militares ricos de San Petersburgo. Aunque asistía de vez en cuando a las reuniones de la alta sociedad, sus intereses amorosos pertenecían a otro ámbito.

En Moscú, después de la vida lujosa y grosera de San Petersburgo, experimentó por primera vez el encanto de tratar con una muchacha dulce e inocente del gran mundo, que se había enamorado de él. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que pudiera haber algo criticable en sus relaciones con Kitty. En los bailes la invitaba más que a las demás, iba a casa de sus padres. Le decía todas esas tonterías que suelen decirse en esa clase de reuniones, pero, sin darse cuenta, les daba un sentido especial. A pesar de que no le decía nada que no hubiera podido repetir en presencia de otras personas, se daba cuenta de que Kitty cada vez dependía más de él, y, cuando se convencía de ello, mayor era su satisfacción y más tierno el sentimiento que albergaba por ella. No era consciente de que su comportamiento se conocía con un nombre muy concreto: a saber, seducir a una señorita sin intención de casarse, una de las malas acciones más comunes entre los jóvenes brillantes como él. Se imaginaba que era el primero en descubrir ese placer y disfrutaba de su hallazgo.

Si hubiese tenido ocasión de escuchar las palabras de los padres de Kitty esa noche, si hubiera podido considerar la situación desde el punto de vista de la familia y enterarse de que Kitty sería desgraciada si no se casaba con ella, se habría sorprendido mucho y no lo habría creído. Se habría negado a admitir que hubiera algo reprensible en esas relaciones, que tanto placer y satisfacción le causaban a él, y sobre todo a ella. Y mucho menos que estuviera obligado a casarse con ella.

Jamás había contemplado la posibilidad de casarse. No sólo no le gustaba la vida familiar, sino que, como es habitual entre los solteros, la imagen de la familia y, especialmente, del marido le parecía algo ajeno, hostil y, sobre todo, ridículo. Y, sin embargo, aunque no tuviera la menor sospecha de lo que hablaban los padres, al salir esa tarde de casa de los Scherbatski, se dio cuenta de que el secreto vínculo espiritual que existía entre Kitty y él se había afianzado tanto que se hacía necesario tomar una decisión. Pero no acababa de tener claro qué era lo que podía o debía hacer.

«Lo que más me gusta —se decía de camino a casa, acompañado, como siempre que salía de la mansión de los Scherbatski, de una agradable sensación de frescura y pureza, que en parte se debía a que no había fumado en toda la tarde, así como a un sentimiento nuevo de ternura por el amor que ella le profesaba—, lo que más me gusta es que, sin necesidad de decirnos una sola palabra, nos entendemos de maravilla en ese lenguaje mudo de las miradas y las entonaciones. Hoy me ha dicho más claramente que nunca que me ama. ¡Y lo ha hecho con tanta delicadeza, con tanta sencillez y, sobre todo, con tanta confianza! Hasta tengo la sensación de haberme vuelto mejor, más puro. Me doy cuenta de que tengo corazón y de que albergo buenos sentimientos. ¡Esos hermosos ojos enamorados! Cuando me dijo: "Y mucho"...

»¿Entonces? Bueno, nada. A ella le gusta y a mí también.»

No sabía cómo acabar de pasar esa velada. Pasó revista a los diversos lugares a los que podía ir. «¿Al club? ¿Una partida de bésique? ¿Una botellita de champán con Ignátev? No. ¿Por qué no voy al Cháteau des Fleurs? Allí puedo disfrutar de la compañía de Oblonski, de los cuplés y del cancán. No, es aburrido. Por eso precisamente es por lo que me gustan los Scherbatski, porque me vuelvo mejor. Iré a casa.»

Se fue derecho a su habitación del hotel Dussaux, ordenó que le sirvieran la cena, se desvistió y, en cuanto apoyó la cabeza en la almohada, se quedó profundamente dormido, como siempre.

 

XVII

A las once de la mañana del día siguiente, Vronski se dirigió a la estación de ferrocarril para recoger a su madre, que venía de San Petersburgo, y la primera persona con la que se topó al pie de la gran escalera fue Oblonski, cuya hermana llegaba en el mismo tren.

–¡Ah, excelencia! —gritó Oblonski—. ¿A quién vienes a buscar?

–A mi madre. Llega hoy de San Petersburgo —respondió Vronski con una sonrisa, como todos los que se encontraban con Oblonski.

A continuación se estrecharon la mano y subieron juntos la escalera.

–Te estuve esperando hasta las dos. ¿Adonde fuiste al salir de casa de los Scherbatski?

–A casa —contestó Vronski—. La verdad es que me sentía tan bien después de pasar allí la velada que no me apetecía ir a ninguna parte.

–Reconozco los caballos fogosos por la marca y a los jóvenes enamorados por los ojos —declamó Stepán Arkádevich, exactamente como había hecho con Levin.

Vronski sonrió y dio a entender que no lo negaba, pero se apresuró a cambiar de tema.

–¿Y a quién esperas tú? —preguntó.

–¿Yo? A una mujer maravillosa —dijo Oblonski.

–¡Vaya!

Honni soit qui mal y pense! 15A mi hermana Anna.

–Ah, ¿la señora Karénina? —preguntó Vronski. —Seguro que la conoces.

–Creo que sí. O no... La verdad es que no me acuerdo —dijo Vronski con aire distraído, imaginándose de un modo vago, al oír el nombre de Karénina, una persona aburrida y afectada.

–Pero a Alekséi Aleksándrovich, mi famoso cuñado, tienes que conocerlo. Todo el mundo lo conoce.

–He oído hablar de él y lo conozco de vista. Sé que es un hombre sabio, inteligente, fuera de lo común. Pero, ya sabes, no está... not in my line—dijo Vronski.

–Sí, es un hombre notable; algo conservador, pero excelente persona —observó Stepán Arkádevich—. Excelente persona.

–Bueno, pues mejor para él —dijo Vronski, sonriendo—. Ah, estás aquí —añadió, dirigiéndose al criado de su madre, un hombre alto y viejo, parado al lado de la puerta—. Acércate.

En los últimos tiempos Vronski había sucumbido de manera especial al encanto de Stepán Arkádevich, no sólo por lo agradable que era con todo el mundo, sino también porque en su imaginación lo asociaba con Kitty.

–Entonces, ¿organizamos el domingo una cena en honor de la diva? —le preguntó, sonriendo y cogiéndole del brazo.

–Desde luego. Voy a abrir una suscripción. Ah, por cierto, ¿conociste ayer a mi amigo Levin? —preguntó Stepán Arkádevich.

–Sí, pero se marchó muy pronto.

–Es un gran tipo —prosiguió Oblonski—. ¿No es verdad?

–No lo sé —respondió Vronski—. El caso es que todos los moscovitas, excepto el que está hablando ahora conmigo —añadió en broma—, tienen un comportamiento un poco brusco. Se enfadan y saltan a la menor, como si quisieran dar a entender algo...

–En eso tienes razón, es... —dijo Stepán Arkádevich con una alegre sonrisa.

–¿Llegará pronto el tren? —preguntó Vronski a un empleado.

–Ya está entrando —respondió éste.

No cabía duda de que el tren estaba a punto de hacer su aparición, como demostraban los preparativos que se observaban en la estación, las carreras de los mozos, la presencia de guardias y empleados, los grupos de personas que esperaban a los viajeros. A través del vapor helado se vislumbraba a algunos obreros con pellizas cortas y flexibles botas de fieltro, que atravesaban las vías en una curva. Se oyó a lo lejos el silbido de la locomotora y el ruido de una masa pesada en movimiento.

–No —dijo Stepán Arkádevich, que se moría de ganas de hablarle a Vronski de las intenciones de Levin con respecto a Kitty—. No has apreciado a Levin como se merece. Cierto que es un hombre muy nervioso y a veces desagradable, pero también sabe mostrarse encantador cuando quiere. Es honrado y franco, y tiene un corazón de oro. Pero ayer tenía razones particulares para sentirse lleno de felicidad o profundamente desdichado– prosiguió con una sonrisa significativa, olvidando por completo el sincero cariño que había sentido la víspera por su amigo, pues ahora sentía lo mismo por Vronski—. Sí, tenía razones particulares.

Vronski se detuvo y preguntó sin rodeos:

–¿Qué quieres decir? ¿Que ayer pidió la mano de tu belle soeur...? 16

–Puede ser —dijo Stepán Arkádevich—. Ésa fue la impresión que me dio. Y si se marchó temprano y estaba de mal humor, no cabe duda de que... Lleva mucho tiempo enamorado y me da mucha pena.

–¡Vaya!... En cualquier caso, creo que Kitty puede aspirar a un partido mejor —dijo Vronski, enderezando el pecho y reanudando la marcha—. No obstante, no lo conozco —añadió—. ¡Sí, debe de ser una situación incómoda! Por eso la mayoría preferimos la compañía de chicas como Clara. Con ellas no puede haber otro fracaso que la falta de dinero; aquí, en cambio, te juegas tu dignidad. Ahí está el tren.

En efecto, se oyó a lo lejos un silbido. Al cabo de unos minutos el andén tembló y apareció la locomotora, expulsando nubes de humo que el frío arrastraba por el suelo, la biela de la rueda del medio subiendo y bajando a ritmo lento y regular, el maquinista arrebujado y cubierto de escarcha saludando a un lado y otro. De pronto el temblor del andén aumentó y detrás del ténder, que pasó aún más despacio, apareció el furgón de los equipajes, en el que iba un perro que no dejaba de ladrar. Por último, destilaron los vagones de pasajeros, que se estremecían ligeramente antes de detenerse.

Un apuesto revisor bajó de un salto y tocó el silbato; a continuación empezaron a salir, uno a uno, los impacientes viajeros: un oficial de la guardia que iba muy erguido y miraba con aire severo a su alrededor; un comerciante ágil y sonriente, con una bolsa de viaje; un campesino con un saco al hombro.

Vronski, al lado de Oblonski, contemplaba los vagones y a los viajeros, olvidado por completo de su madre. Lo que acababa de oír a propósito de Kitty le había causado una mezcla de excitación y alegría. Sin darse cuenta, irguió el pecho, y sus ojos centellearon. Experimentaba un sentimiento de triunfo.

–La condesa Vronski viene en ese compartimento —dijo el apuesto revisor, acercándose a él.

Esas palabras le despertaron, le obligaron a pensar en su madre y en su encuentro inminente. En el fondo de su alma no la respetaba y, aunque no se diera cuenta, no sentía por ella ningún cariño. En cualquier caso, su educación y los usos del círculo en el que se movía no le permitían imaginarse otro comportamiento que el de un hijo sumiso y obediente en grado sumo. Pero, cuanto mayores eran sus muestras externas de obediencia y sumisión, menos la respetaba y la quería en su fuero interno.

 

XVIII

Vronski subió al vagón detrás del revisor y se detuvo a la entrada del compartimento para dejar salir a una señora. Gracias a esa intuición de los hombres de mundo, le bastó una sola mirada para determinar que, por su aspecto, esa mujer tenía que pertenecer a la mejor sociedad. Después de disculparse, se dispuso a seguir su camino, pero sintió la necesidad de mirarla una vez más, no porque fuera especialmente bella o por la elegancia y la discreta donosura que desprendía su figura, sino por la expresión delicada y tierna que tenía su rostro encantador al pasar. En ese preciso instante, también ella se volvió. Sus brillantes ojos grises, que parecían oscuros por las espesas pestañas, se detuvieron amables y atentos en el rostro de Vronski, como si lo hubiera reconocido; luego se volvieron hacia la muchedumbre que se aproximaba, como buscando a alguien. En esa breve mirada Vronski tuvo tiempo de apreciar la animación contenida que irradiaba su semblante y revoloteaba entre los ojos resplandecientes, así como la sonrisa apenas perceptible que curvaba sus labios de grana. Era como si todo su ser acumulara un exceso de energía que se manifestaba en contra de su voluntad, ya en forma de sonrisas o de vivas miradas. Aunque procuraba velar el resplandor de sus ojos, no podía oscurecer la luz que envolvía la tímida sonrisa de sus labios.

Vronski entró en el compartimento. Su madre, una anciana seca de ojos negros y pelo rizado, examinó a su hijo sin dejar de parpadear y esbozó una leve sonrisa con sus delgados labios. Luego se levantó, entregó a la doncella una bolsita, tendió a su hijo su enjuta y descarnada mano, le levantó la cabeza y le dio un beso en la cara.

–¿Recibiste mi telegrama? ¿Estás bien? Gracias a Dios.

–¿Has tenido un buen viaje? —preguntó Vronski, sentándose a su lado y prestando oídos, sin querer, a una voz de mujer que se oía al otro lado de la portezuela. Sabía que pertenecía a la dama con la que acababa de cruzarse.

–En cualquier caso, no estoy de acuerdo con usted —decía la voz.

–Un punto de vista petersburgués, señora.

–Nada de petersburgués, simplemente femenino —respondió.

–Bueno, permítame que le bese la mano.

–Adiós, Iván Petróvich. Mire a ver si está mi hermano por ahí y dígale que venga —dijo la dama al lado mismo de la portezuela, y volvió a entrar en el compartimento.

–¿Qué? ¿Ha encontrado a su hermano? —preguntó Vronski, dirigiéndose a ella. En ese momento se dio cuenta de que se trataba de la señora Karénina—. Su hermano está aquí —dijo, poniéndose en pie—. Perdone que no la haya reconocido —añadió Vronski, inclinándose—. Por lo demás, nuestro encuentro anterior fue tan breve que no creo que se acuerde usted de mí.

–Nada de eso —dijo ella—. Podría haberle reconocido porque tengo la impresión de que su madre y yo hemos hablado de usted todo el viaje —añadió, permitiendo por fin que la animación que luchaba por manifestarse se concretara en una sonrisa—. Pero mi hermano sigue sin aparecer.

–Ve a llamarlo, Aliosha —dijo la vieja condesa.

Vronski salió al andén y gritó:

–¡Oblonski! ¡Por aquí!

Pero la señora Karénina no aguardó a que llegara su hermano. Nada más verlo, salió del vagón con pasos resueltos y ligeros. En cuanto Oblonski se acercó a ella, le pasó el brazo izquierdo por el cuello, en un gesto que llenó de sorpresa a Vronski por su energía y distinción; luego lo atrajo hacia ella y le dio un fuerte beso. Vronski, que no le quitaba los ojos de encima, sonrió sin saber por qué. Pero de pronto recordó que su madre le estaba esperando y volvió al interior del compartimento.

–¿Verdad que es encantadora? —le preguntó la condesa, refiriéndose a Anna Karénina—. Cuando su marido la instaló a mi lado, me puse muy contenta. Nos hemos pasado charlando todo el viaje. Bueno, ¿y tú? Dicen que... vous filez le parfait amour. Tant mieux, mon cher, tant mieux. 17

–No sé de qué estás hablando, maman—respondió el hijo con frialdad—. Bueno, maman, vamos.

Karénina volvió a entrar en el compartimento para despedirse de la condesa.

–Bueno, condesa, usted ha encontrado a su hijo y yo a mi hermano —dijo con voz alegre—. Por lo demás, había agotado todas mis historias. No habría podido contarle nada más.

–No lo creo, querida —dijo la condesa, cogiéndole la mano—. Podría dar la vuelta al mundo en su compañía sin aburrirme. Es usted una de esas mujeres simpáticas con las que resulta tan agradable hablar como callar. Y en cuanto a su hijo, le ruego que no se preocupe. Es imposible no separarse alguna vez.

Anna Karénina seguía inmóvil, muy erguida, y sonreía con los ojos.

–Anna Arkádevna tiene un hijo de ocho años —le explicó la condesa a Vronski—. Por lo visto, no se ha separado nunca de él, y está muy apenada de haberlo dejado.

–Sí, la condesa y yo hemos estado hablando todo el tiempo, yo de mi hijo y ella del suyo —dijo Anna Karénina, y de nuevo una sonrisa iluminó su rostro, una sonrisa llena de ternura, en este caso dirigida a él.

–Se habrá aburrido usted mucho —dijo Vronski, cogiendo al vuelo, como si de una pelota se tratase, la coquetería que le había lanzado.

Pero al parecer ella no tenía intención de proseguir la conversación en ese tono, porque se volvió a la anciana condesa y añadió:

Leestoy muy agradecida. El día de ayer pasó sin que me diera cuenta. Adiós, condesa.

Adiós, amiga mía —respondió la condesa—. Deje que le bese esa cara tan bonita. Con toda la franqueza que me concede la edad, le digo que le he cobrado cariño.

A pesar de que era una frase trillada, Anna Karénina, por lo visto, creyó en su sinceridad y se alegró al oírla. Se ruborizó, se inclinó ligeramente, acercó el rostro a los labios de la condesa, se enderezó de nuevo y, con esa sonrisa suya que parecía flotar entre los labios y los ojos, tendió su pequeña mano a Vronski, que se la estrechó lleno de felicidad, concediendo una gran importancia a la energía y fuerza de ese gesto. Anna Karénina salió con paso rápido y sorprendentemente ligero, teniendo en cuenta la redondez de sus formas.

–Es muy simpática —dijo la anciana.

Lo mismo pensaba el hijo. La siguió con los ojos, sin dejar de sonreír, hasta que su graciosa figura se perdió de vista. Contempló por la ventana como se acercaba a su hermano, le cogía del brazo y le contaba algo con animación, probablemente alguna anécdota que no tenía la menor relación con él. Esa idea le contrarió.

–Entonces, maman, ¿estás completamente bien? —volvió a preguntar, volviéndose hacia su madre.

Muy bien, estupendamente. Alexandre ha sido muy amable. Y Marie se ha puesto muy guapa. Es una mujer muy interesante.

Y de nuevo se puso a hablarle de los asuntos que más le preocupaban: del bautizo de su nieto, razón por la que había viajado a San Petersburgo, y de la particular benevolencia que el soberano testimoniaba a su hijo mayor.

–Ahí está Lavrenti —dijo Vronski, mirando por la ventana—. Podemos irnos ya, si te parece bien.

El viejo mayordomo, que había viajado con la condesa, entró para anunciar que todo estaba listo. La condesa se levantó para salir.

Vamos, ya no hay mucha gente —dijo Vronski.

La doncella se hizo cargo del bolso y del perrito, mientras el mayordomo y un mozo llevaban los demás bultos. Vronski tomó del brazo a su madre; pero, cuando se disponían a apearse del vagón, pasaron corriendo varias personas con cara de susto, entre ellas el jefe de estación con su gorra de color tan especial. Por lo visto, había sucedido algo insólito. Los pasajeros del tren volvían corriendo.

–¿Qué?... ¿Qué?... ¿Dónde?... ¡Se ha tirado!... ¡Le ha aplastado!... —decían algunas voces.

Stepán Arkádevich y su hermana, cogidos del brazo, volvían también, con expresión asustada. Sorteando a la gente que se agolpaba en el andén, se detuvieron al pie de la puerta del vagón.

Las señoras volvieron a subir al tren, mientras Vronski y Stepán Arkádevich se acercaron a los que pasaban para enterarse de los detalles del accidente.

El guardavías, ya porque estuviese borracho o demasiado abrigado para protegerse del intenso frío, no oyó retroceder al tren, que lo había arrollado.

Antes de que regresaran Vronski y Stepán Arkádevich, las señoras ya se habían enterado de todos esos pormenores por boca del mayordomo.

Stepán Arkádevich y Vronski vieron el cadáver mutilado. A Oblonski, por lo visto, le causó una enorme impresión. Fruncía el ceño y parecía a punto de echarse a llorar.

–¡Ah, qué horror! ¡Ah, Anna, si lo hubieras visto! ¡Ah, qué horror! —repetía.

Vronski guardaba silencio. La expresión de su hermoso rostro era grave, pero denotaba un completo dominio de sí mismo.

–¡Ah, si lo hubiera visto usted, condesa! —dijo Stepán Arkádevich—. Y su mujer está allí... Da pena verla... Se arrojó sobre el cadáver. Dicen que era el único sostén de una familia numerosa. ¡Qué horror!

–¿Y no se podría hacer algo por ella? —preguntó Anna Karénina en un susurro, muy agitada.

Vronski la miró y acto seguido se apeó del vagón.

–Ahora mismo vuelvo, maman—dijo desde la portezuela.

Al cabo de unos minutos, cuando regresó, Stepán Arkádevich hablaba ya con la condesa de una cantante nueva, mientras ésta miraba con impaciencia la portezuela, en espera de que apareciera su hijo.

–Ahora podemos irnos —dijo Vronski, nada más entrar.

Se apearon todos juntos. Vronski iba delante con su madre. Detrás, Anna Karénina con su hermano. Cerca ya de la salida, los alcanzó el jefe de estación, que corría detrás de Vronski.

–Le ha entregado usted doscientos rublos a mi ayudante. ¿Sería usted tan amable de decirme para quién son?

–Para la viuda —dijo Vronski, encogiéndose de hombros—. No entiendo qué necesidad hay de preguntarlo.

–¿Ha dado usted esa cantidad? —gritó Oblonski a sus espaldas y, apretando el brazo de su hermana, añadió—: ¡Muy bien, muy bien! ¿No es verdad que es un muchacho encantador? Mis respetos, condesa.

Y se detuvo para ayudar a su hermana a buscar a la doncella.

Cuando salieron de la estación, el carruaje de los Vronski ya había partido. Las personas con las que se cruzaban seguían hablando de lo sucedido.

–¡Una muerte horrible! —dijo un señor al pasar a su lado—. Según dicen, quedó partido en dos.

–Al contrario. Me parece una muerte muy sencilla, casi instantánea —replicó otro.

–¿Cómo es posible que no tomen medidas? —decía un tercero.

Anna Karénina se sentó en el coche, y Stepán Arkádevich vio con sorpresa que sus labios temblaban y que a duras penas lograba contener las lágrimas.

–¿Qué te pasa, Anna? —le preguntó, cuando ya se habían alejado unos metros.

–Es un mal presagio —respondió ella.

–¡Qué bobada! —dijo Stepán Arkádevich—. Has llegado, que es lo más importante. No puedes imaginarte cuántas esperanzas he puesto en ti.

–¿Hace mucho que conoces a Vronski? —preguntó ella.

–Sí. ¿Sabes?, es posible que se case con Kitty.

–¿De veras? —dijo Anna en voz baja—. Bueno, ahora hablemos de ti —añadió, moviendo la cabeza, como si quisiera expulsar físicamente un pensamiento superfluo e inoportuno—. Háblame de tus asuntos. Recibí tu carta, y aquí me tienes.

–Sí, en ti tengo puestas todas mis esperanzas —dijo Stepán Arkádevich. —Bueno, cuéntamelo todo.

Y Stepán Arkádevich se puso a relatarle lo que había sucedido. Al llegar a casa, Oblonski ayudó a su hermana a apearse, suspiró, le apretó la mano y se dirigió a su oficina.

 

XIX

Cuando Anna entró, Dolly se hallaba en la salita con un muchacho rubio y gordito, que ya se parecía a su padre, y le tomaba la lección de francés. El niño leía, dando vueltas en la mano a un botón medio desprendido de la chaqueta, que trataba de arrancar. Su madre le había apartado la mano regordeta varias veces, pero él seguía insistiendo. Entonces Dolly lo arrancó y se lo guardó en el bolsillo.

–Deja las manos quietas, Grisha —dijo, y retomó su labor: estaba tejiendo una colcha que había empezado hacía mucho tiempo, y de la que siempre se ocupaba en los momentos difíciles. Trabajaba con movimientos nerviosos, marcando los puntos con los dedos y contándolos. Aunque le había dicho a su marido la víspera que no le importaba lo más mínimo la llegada de su hermana, se había preparado para recibirla y la esperaba con emoción.

Aunque estaba abatida, destrozada por la pena, Dolly se acordó de que Anna era la esposa de uno de los personajes más importantes de San Petersburgo, así como una grande damepetersburguesa. Gracias a esa circunstancia, no cumplió lo que le había dicho a su marido, es decir, no se olvidó de la llegada de su cuñada. «A fin de cuentas, Anna no tiene la culpa de nada —pensaba—. No puedo decir nada malo de ella, y, en lo que a mí se me refiere, sólo me ha demostrado cariño y amistad.» Bien es verdad que, si su memoria no la engañaba, la casa de los Karenin en San Petersburgo no le había causado una buena impresión. Se apreciaba algo falso en la vida de aquella familia. «¿Por qué no iba a recibirla? ¡Con tal de que no se le ocurra consolarme! —se decía Dolly—. He pensado cientos de veces en todos esos consuelos, en todas esas admoniciones, en todas esas llamadas al perdón cristiano, pero nada de eso sirve de ayuda.»


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