355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Leon Tolstoi » Anna Karénina » Текст книги (страница 8)
Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



сообщить о нарушении

Текущая страница: 8 (всего у книги 68 страниц)

Kitty había visto a Anna a diario, estaba prendada de ella y se la imaginaba siempre vestida de color lila. Ahora, no obstante, al verla de negro, se dio cuenta de que no había apreciado todo su encanto. Era como si la viera bajo una luz completamente nueva e inesperada. Ahora entendía que Anna no podía ponerse un vestido lila, que su encanto consistía precisamente en que su atavío pasaba desapercibido, no eclipsaba su elegancia innata. Así sucedía con ese vestido negro de suntuosos encajes. No era más que un marco: sólo se la veía a ella, sencilla, natural, distinguida, y al mismo tiempo alegre y animada.

Como de costumbre, estaba muy erguida; cuando Kitty se acercó al grupo en el que se encontraba, hablaba con el dueño de la casa, la cabeza ligeramente inclinada.

–No, no seré yo quien arroje la primera piedra —objetaba, en respuesta a algún comentario del anfitrión—, aunque debo decir que no lo entiendo —prosiguió, encogiéndose de hombros, y acto seguido dirigió a Kitty una sonrisa afable y protectora. Después de contemplar su vestido con una fugaz mirada de mujer, hizo un gesto apenas perceptible, pero cuyo significado Kitty entendió a la perfección: lo aprobaba y la encontraba bella—. Ha entrado usted en la sala bailando —añadió.

–Es una de mis mejores colaboradoras —dijo Korsunski, saludando a Anna Arkádevna, a quien no había visto hasta entonces—. La princesa me ayuda a que los bailes sean alegres y agradables. ¿Un vals, Anna Arkádevna? —añadió, inclinándose.

–¿Se conocen ustedes? —preguntó el dueño de la casa.

–¿Quién no nos conoce a mi mujer y a mí? Somos como los lobos blancos: todo el mundo nos conoce —respondió Korsunski—. ¿Un vals, Anna Arkádevna?

–No bailo cuando puedo evitarlo —respondió ella.

–Pero esta noche es imposible —objetó Korsunski.

En ese momento se acercó Vronski.

–Bueno, en ese caso, bailemos —dijo y, sin prestar atención al saludo de Vronski, puso apresuradamente la mano en el hombro de Korsunski.

«¿Por qué estará disgustada con él?», pensó Kitty, dándose cuenta de que Anna no había respondido al saludo de Vronski de manera deliberada.

Vronski se acercó a Kitty, le recordó que le había prometido la primera cuadrilla y expresó su pesar por no haber tenido el placer de verla en todo ese tiempo. Mientras le escuchaba, Kitty contemplaba embelesada cómo bailaba Anna. Albergaba la esperanza de que Vronski la invitara a ese vals, y, como no lo hizo, le miró sorprendida. Él se ruborizó y se aprestó a ofrecerle su mano, pero, apenas había enlazado el esbelto talle de la joven y dado el primer paso, cesó la música. Kitty, entonces, miró esa cara que tenía tan cerca... Pasaría mucho tiempo, años y años, antes de que fuera capaz de recordar sin que el corazón se le desgarrara de vergüenza, la mirada llena de amor que le dirigió y a la que él no respondió.

—Pardon, pardon! ¡Un vals, un vals! —gritó Korsunski desde el otro extremo de la sala, y, asiendo a la primera muchacha con la que se topó, se puso a girar con ella.

 

XXIII

Kitty dio algunas vueltas de vals con Vronski y después se reunió con su madre. Apenas había tenido tiempo de intercambiar unas palabras con la condesa Nordston cuando Vronski fue a buscarla para la primera cuadrilla. Mientras bailaban, no se dijeron nada de particular. Hablaron de los Korsunski, marido y mujer, a los que Vronski describió con bastante gracia como unos niños de cuarenta años, y de un teatro público que se iba a inaugurar; sólo en una ocasión la conversación hirió a Kitty en lo vivo, cuando Vronski le preguntó si Levin había acudido al baile y añadió que le había gustado mucho. Por lo demás, Kitty no esperaba gran cosa de la cuadrilla. En cambio, aguardaba la mazurca con el corazón en vilo. Tenía la impresión de que entonces se decidiría todo. No le preocupó que Vronski no la hubiera invitado para la mazurca mientras bailaban la cuadrilla. Estaba segura de que acabaría haciéndolo, como había sucedido en los bailes anteriores, por eso rechazó cinco proposiciones, pretextando que ya la tenía comprometida. Todo el baile, hasta la última cuadrilla, fue para ella una especie de sueño maravilloso de alegres colores, sonidos y movimientos. Sólo dejaba de bailar cuando se sentía demasiado fatigada. Entonces pedía que la dejaran descansar. Pero, durante la última cuadrilla, que bailó con un muchacho aburrido, al que no había podido evitar, tuvo ocasión de encontrarse vis-à-viscon Vronski y Anna. No había vuelto a coincidir con Anna desde el comienzo del baile, y ahora volvió a verla bajo un aspecto completamente nuevo e inesperado. Advirtió ese entusiasmo causado por el éxito que tantas veces ella misma había experimentado. Veía que Anna estaba embriagada de la admiración que causaba. Kitty conocía ese sentimiento y todos sus síntomas, y ahora los descubría en Anna: el brillo trémulo y fulgurante de los ojos, la sonrisa de felicidad y entusiasmo que, a su pesar, asomaba a sus labios, esa distinción impecable, esa seguridad, esa ligereza de movimientos.

«¿Quién será el responsable? —se preguntó—. ¿Todos o uno solo?»

Y, sin ayudar al desdichado joven con el que bailaba a reanudar una conversación cuyo hilo había perdido y no despertaba en ella el menor interés, y sometiéndose en apariencia a las disposiciones alegres y ruidosas de Korsunski, que tan pronto ordenaba a todos que formaran en grand rondcomo en chaine, 18Kitty observaba, y el corazón se le oprimía cada vez más. «No, no es la admiración de la muchedumbre lo que la ha embriagado, sino el entusiasmo de uno solo. Pero ¿quién será? ¿Acaso él?» Cada vez que Vronski le hablaba, los ojos de Anna despedían un brillo alegre y una sonrisa de felicidad curvaba sus labios de grana. Parecía como si se esforzara en no revelar esas señales de satisfacción, que no obstante se manifestaban en su semblante. «¿Y él?» Kitty lo miró y se quedó horrorizada. Lo que el rostro de Anna le había mostrado con la fidelidad de un espejo se reflejaba también en el de él. ¿Qué había pasado con esa actitud firme y serena, con esa expresión imperturbable? Ahora, cada vez que se dirigía a Anna, inclinaba ligeramente la cabeza, como si deseara caer a sus pies, y en su mirada se percibía un matiz de temor y sumisión. «No quiero ofenderla —parecía decir esa mirada—; sólo aspiro a salvarme, pero no sé cómo.» Kitty lo contemplaba y apenas lo reconocía.

Vronski y Anna hablaban de conocidos comunes, intercambiaban frases intrascendentes, pero Kitty tenía la impresión de que cada una de esas palabras decidiría su propio destino y el de ellos. Y, cosa extraña, aunque se referían a lo ridículo que estaba Iván Ivánovich cuando hablaba francés y comentaban que Yelétskaia habría podido encontrar un partido mejor, esas palabras adquirían un significado especial, y ellos mismos se daban cuenta, como también Kitty. El baile, la gente: todo se cubrió de bruma en el alma de Kitty. Sólo la estricta educación que había recibido le permitió hacer lo que se esperaba de ella, es decir, bailar, charlar y responder a las preguntas y hasta sonreír. Pero, justo antes de la mazurca, mientras ponían las sillas en su sitio y algunas parejas dejaban las habitaciones más pequeñas y se trasladaban a la sala principal, Kitty sucumbió a la desesperación y el pánico. Había rechazado a cinco parejas y ahora se iba a quedar sin bailar la mazurca. No había ninguna esperanza de que la invitaran, por culpa, precisamente, de su éxito en sociedad: a nadie se le podía pasar por la cabeza que no la tuviera ya comprometida. Debería haberle dicho a su madre que se encontraba mal y haberse marchado a casa, pero no encontraba fuerzas para hacerlo. Estaba destrozada.

Se retiró al fondo de una pequeña sala y se desplomó en un sillón. La vaporosa falda de su vestido flotaba como una nube alrededor de su esbelto talle. Uno de sus brazos desnudos, finos y delgados se hundía sin fuerzas en los pliegues de su túnica rosa; con la otra mano sujetaba el abanico, que agitaba con movimientos cortos y rápidos delante de su rostro congestionado. Aunque parecía una mariposa que se hubiera posado un momento en una brizna de hierba, antes de echar de nuevo a volar, desplegando las alas irisadas, una angustia insoportable le oprimía el corazón.

«¿No me habré equivocado? ¿No será todo producto de mi imaginación?»

Y volvió a recordar lo que había visto.

–Kitty, ¿qué te pasa? —dijo la condesa Nordston, deslizándose por la alfombra sin hacer ruido—. No entiendo nada. —Un estremecimiento sacudió el labio inferior de Kitty. Se levantó a toda prisa—. ¿No bailas la mazurca?

–No, no —respondió la joven con voz llorosa.

–La ha invitado para la mazurca delante de mí —dijo la condesa Nordston, sabiendo que Kitty entendería a quiénes se refería—. Ella le preguntó si no iba a bailarla con la princesa Scherbátskaia.

–¡Ah, me da igual! —respondió Kitty.

Nadie más que ella misma podía comprender su situación; nadie sabía que unos días antes había rechazado a un hombre a quien quizá amaba porque había confiado en otro.

La condesa Nordston fue en busca de Korsunski, con quien tenía apalabrada la mazurca, y le pidió que invitara a Kitty.

Así pues, Kitty formó la primera pareja. Por suerte para ella, no tuvo que pronunciar palabra, ya que Korsunski iba de un lado para otro dando disposiciones. Vronski y Anna estaban sentados casi enfrente de ella. Primero los observó de lejos, con sus ojos perspicaces, y luego más de cerca, cuando les llegó su turno de bailar, y, cuanto más los observaba, más se convencía de que su desdicha se había consumado. Se daba cuenta de que se sentían solos en esa sala repleta. Y en el semblante de Vronski, siempre tan sereno e impasible, volvió a ver esa expresión sumisa y temerosa que tanto la había sorprendido, semejante a la de un perro inteligente que se sabe culpable.

Cuando Anna sonreía, Vronski le respondía; cuando se quedaba pensativa, él se ponía serio. Impulsada por una especie de fuerza sobrenatural, Kitty no podía apartar la mirada del rostro de Anna. Ataviada con su sencillo vestido negro, su aspecto general era encantador, y no menos encantadores sus torneados brazos cargados de pulseras, su firme cuello con el hilo de perlas, sus cabellos rizados con algunos mechones sueltos, los movimientos gráciles y ligeros de sus manos finas y de sus pequeños pies, su hermoso rostro arrebatado; no obstante, en medio de toda esa fascinación, se percibía algo terrible y cruel.

Kitty la admiraba aún más que antes y sufría cada vez más. Se sentía anonadada, como delataba su rostro. Cuando Vronski se encontró con ella en una figura de la mazurca, al principio no la reconoció, tanto habían cambiado sus rasgos.

–¡Un baile maravilloso! —dijo, por decir algo.

–Sí —respondió ella.

En medio de la mazurca, mientras repetían una complicada figura inventada hacía poco por Korsunski, Anna salió al centro del círculo, llamó a dos caballeros y a dos damas. Una de ellas era Kitty, que se acercó asustada. Anna, con los ojos entornados, la miró y le apretó la mano con una sonrisa. Pero, al advertir la expresión de sorpresa y desesperación con que Kitty le respondía, se volvió y se puso a hablar alegremente con la otra dama.

«Sí, hay algo extraño, diabólico y fascinante en ella», se dijo Kitty.

Anna no quería quedarse a cenar, pero el dueño de la casa insistió.

–Vamos, Anna Arkádevna —le dijo Korsunski, cubriendo su brazo desnudo con la manga de su frac—. ¡Ya verá qué idea se me ha ocurrido para el cotillón! Un bijou! 19

Y a continuación dio unos pasos, tratando de arrastrarla. Al anfitrión le parecía bien su conducta, como delataba su sonrisa.

–No, no puedo quedarme —respondió Anna. A pesar de que había pronunciado esas palabras con una sonrisa, el tono decidido convenció a los dos hombres de que no había posibilidad de retenerla—. He bailado más en Moscú en una sola noche que en San Petersburgo en todo el invierno —añadió, dirigiendo una mirada a Vronski, que estaba a su lado—. Tengo que descansar antes del viaje.

–¿Se va usted definitivamente mañana? —preguntó Vronski.

–Sí, creo que sí —respondió Anna, a quien pareció sorprender el atrevimiento de esa pregunta; pero el brillo irresistible de sus ojos y la sonrisa con que pronunció esas palabras lo abrasaron.

Anna Arkádevna se marchó a casa antes de que se sirviera la cena.

 

XXIV

«Sí, debe de haber en mí algo desagradable y repulsivo —pensaba Levin, mientras se dirigía a pie a casa de su hermano, después de salir de casa de los Scherbatski—. No me llevo bien con la gente. Dicen que es por culpa del orgullo, pero no soy orgulloso. Si lo fuera, no me habría puesto en semejante situación.» Y se representaba a Vronski, hombre feliz, bueno, inteligente y ponderado. ¡Seguro que él jamás se había visto en una tesitura tan espantosa como la de esa tarde! «Sí, es natural que lo haya elegido a él. No podía ser de otra manera, así que no tengo motivos para quejarme de nada ni de nadie. La culpa la tengo yo. ¿Qué derecho tenía a pensar que ella querría unir su vida a la mía? ¿Quién soy yo? ¿Qué soy yo? Un hombre insignificante a quien nadie necesita.» Se acordó de su hermano Nikolái y se demoró en esa imagen con delectación. «¿Acaso no tiene razón cuando dice que todo en este mundo es vil y repugnante? Me parece que no lo hemos juzgado bien. Naturalmente, desde el punto de vista de Prokofi, que se lo ha encontrado borracho y con la pelliza hecha jirones, es un hombre despreciable; pero yo lo contemplo bajo otra luz. Conozco su alma, sé que nos parecemos. Y yo, en lugar de ir a verle, me he ido primero a comer y después a esa velada.» Levin se acercó a un farol, sacó de la cartera un papel con las señas de su hermano y llamó a un cochero. Durante el largo trayecto, repasó con viveza los episodios que conocía de la vida de su hermano. Durante sus estudios universitarios y un año después de terminarlos, a pesar de las burlas de sus compañeros, Nikolái había vivido como un monje, cumpliendo rigurosamente los preceptos de la religión, asistiendo a los oficios, respetando los ayunos y huyendo de todos los placeres, sobre todo de las mujeres; pero de pronto las pasiones parecieron desatarse en su interior, se rodeó de gente de la peor ralea y se entregó a la más inmunda depravación. Luego se acordó de un niño al que su hermano había traído del campo para educarle y al que, en un ataque de ira, había golpeado con tanta saña que se inició un proceso contra él por un delito de lesiones. También le pasó por la memoria aquel tramposo al que había dado en pago de una deuda de juego una letra de cambio (la misma que había satisfecho Serguéi Ivánovich) y al que luego había denunciado, acusándole de haberle estafado. Se acordó de la noche que había pasado en comisaría por alterar el orden público y del vergonzoso pleito que había iniciado contra su hermano Serguéi Ivánovich, a quien acusaba de haberse quedado la parte que le correspondía de la herencia de su madre. Su último incidente se había producido en la región occidental de Rusia, donde marchó a trabajar: le habían llevado a juicio por darle una paliza a un superior. Todo eso era terriblemente repulsivo, pero a Levin no se lo parecía tanto como a quienes no estaban al tanto de la historia de Nikolái ni conocían su corazón.

Levin recordó que, en los tiempos en que vivía obsesionado por la devoción, los ayunos, los monjes y las ceremonias de la Iglesia, en que buscaba en la religión un freno y una brida a su naturaleza apasionada, nadie le había apoyado; al contrario, todos se habían burlado de él, hasta el propio Levin. Le gastaban bromas, le llamaban Noé y fraile. Y, cuando se entregó al libertinaje, en lugar de ayudarlo, todos se apartaron de él con horror y repugnancia.

Levin barruntaba que, a pesar de su vida escandalosa, su hermano Nikolái, en su fuero interno, en el fondo de su alma, no era peor que quienes lo despreciaban. No tenía la culpa de haber nacido con ese carácter indomable y una inteligencia limitada. Siempre había querido ser bueno. «Le hablaré con el corazón en la mano, le obligaré a hacer lo mismo conmigo y le demostraré que le quiero y que, por tanto, le comprendo», decido Levin para sus adentros, cuando llegó, a eso de las once, al hotel que indicaba la dirección.

–Arriba, números doce y tres —respondió el portero a la pregunta de Levin.

–¿Está en casa?

–Creo que sí.

La puerta de la habitación número doce estaba entornada, y por el hueco, iluminado por una franja de luz, salía una espesa nube de humo, que desprendía un olor a tabaco malo y barato, así como una voz que Levin no conocía. Pero en seguida se enteró de que su hermano estaba allí, porque reconoció su tos.

Cuando atravesó el umbral, el desconocido decía:

–Todo depende de que el asunto se lleve de manera cuidadosa y razonable.

Konstantín Levin echó una ojeada desde la puerta y vio que quien estaba hablando era un joven con una tupida mata de pelo, ataviado con una chaqueta corta. Una mujer joven, con el rostro picado de viruelas, que llevaba un vestido sin cuello ni mangas, estaba sentada en el sofá. No se veía a Nikolái. A Konstantín se le oprimía el corazón al pensar entre qué clase de gente vivía su hermano. Por lo visto, nadie había reparado en su presencia. Mientras se quitaba los chanclos, escuchó lo que decía el señor de la chaqueta. Hablaba de algún negocio.

–¡Bueno, que se vayan al diablo las clases privilegiadas! —dijo la voz de Nikolái, después de un acceso de tos—. ¡Masha! Mira a ver si hay algo para cenar y tráenos vino, si es que queda. En caso de que se haya acabado, manda a alguien a por una botella.

La mujer se puso de pie, pasó al otro lado del tabique y vio a Konstantín.

–Hay aquí un señor, Nikolái Dmítrich —dijo.

–¿Por quién pregunta? —dijo Nikolái Levin con voz irritada.

–Soy yo —respondió Konstantín, poniéndose donde pudieran verlo.

–¿Y quién es ese yo? —replicó la voz de Nikolái aún más irritada.

Levin le oyó levantarse precipitadamente y tropezar con algo. Luego vio delante de sí, en el umbral, la figura de su hermano, gigantesco, delgado, cargado de espaldas, tan familiar y sin embargo tan impresionante, con su aspecto salvaje y enfermizo, sus ojos grandes y asustados.

Estaba aún más delgado que tres años antes, cuando Konstantín Levin lo vio por última vez. Llevaba una levita corta. Sus manos y sus prominentes huesos parecían aún más descomunales. Aunque los cabellos se habían vuelto más ralos, el mismo bigote recto perfilaba sus labios y los ojos miraban con la extrañeza y la ingenuidad de siempre.

–¡Ah, Kostia! —exclamó de pronto, reconociendo a su hermano, y sus ojos resplandecieron de alegría. Pero, en ese mismo instante, se volvió hacia el joven e hizo con la cabeza y el cuello un movimiento convulsivo que Konstantín conocía bien, como si le apretara la corbata, y a continuación en su rostro demacrado apareció una expresión completamente distinta, salvaje, sufriente y cruel—. Ya os he escrito a Serguéi Ivánovich y a ti que no quiero saber nada de vosotros. ¿Qué quieres? ¿Qué queréis de mí?

No era así, ni mucho menos, como Konstantín se lo había imaginado. Al pensar en su hermano, había olvidado el aspecto más molesto y desagradable de su carácter, lo que hacía tan difícil el trato con él. Sólo se acordó de todo eso al ver los rasgos de su cara y, sobre todo, aquel movimiento convulsivo de la cabeza.

–No necesito nada de ti —replicó con timidez—. Sólo he venido a verte.

Esa timidez, por lo visto, aplacó a Nikolái, que frunció los labios.

–Ah, ¿por eso vienes? —dijo—. Bueno, entra, siéntate. ¿Quieres cenar? Masha, trae tres porciones. No, espera. ¿Sabes quién es éste? —preguntó a su hermano, señalando al individuo de la chaqueta corta—. Es el señor Kritski, amigo mío ya desde los tiempos de Kiev, un hombre muy notable. Naturalmente, le persigue la policía, porque no es un canalla.

Siguiendo su costumbre, envolvió a todos los presentes en una mirada. Al ver que la mujer, de pie al lado de la puerta, se aprestaba a salir, le gritó:

–¡Te he dicho que esperes!

Y, con esa torpeza y esa falta de elocuencia que Konstantín conocía tan bien, se puso a contar a su hermano la historia de Kritski, no sin antes dirigir a todos una nueva mirada: cómo lo habían expulsado de la universidad por haber fundado una sociedad de ayuda a los estudiantes pobres y varias escuelas dominicales; cómo después se hizo maestro de una escuela pública, de la que también le echaron; cómo más tarde le habían juzgado por algún asunto.

–¿Ha estudiado usted en la Universidad de Kiev? —dijo Konstantín Levin a Kritski para romper el molesto silencio que se había producido después de la exposición de Nikolái.

–Sí, en la de Kiev —respondió éste, hosco y enfurruñado.

–Y esta mujer, Maria Nikoláievna —le interrumpió Nikolái, señalando a Masha con el dedo—, es la compañera de mi vida. La he sacado de una casa... —Y su cuello se estremeció al pronunciar esas palabras—. Pero la quiero y la respeto. Cualquiera que desee tratar conmigo —añadió, levantando la voz y frunciendo el ceño– debe quererla y respetarla. Es como si fuera mi esposa, ni más ni menos. Así que ya sabes con quién te las tienes que ver. Si consideras que esta situación te rebaja, ahí tienes la puerta.

Y de nuevo paseó su mirada escrutadora por todos los presentes.

–No entiendo por qué iba a rebajarme.

–En ese caso, Masha, tráenos la cena: tres porciones, vodka y vino... No, espera... No, no es necesario... Vete.

 

XXV

—Ya ves —prosiguió Nikolái Levin, arrugando la frente con esfuerzo y haciendo muecas. Por lo visto, no sabía qué decir ni qué hacer—. Mira... —añadió, señalando unas barras de hierro atadas con cuerdas que había en un rincón de la habitación—, ¿Las ves? Son los cimientos de una empresa nueva que estamos poniendo en marcha. Se trata de una cooperativa manufacturera...

Konstantín apenas le escuchaba. Examinaba su rostro enfermizo de tísico y cada vez sentía más pena de él. No era capaz de prestar atención a lo que su hermano le estaba contando de la cooperativa. Se daba cuenta de que ese proyecto no era más que un ancla de salvación para escapar del desprecio que sentía por sí mismo. Nikolái Levin siguió con su exposición:

–Como sabes, el capital oprime al obrero. Nuestros trabajadores, nuestros campesinos, llevan todo el peso del trabajo. Pero, tal como están las cosas, por más que trabajen no pueden escapar de su condición de bestias de carga. Todas sus ganancias, que les permitirían mejorar su situación, disfrutar de algunas horas de asueto y, en consecuencia, instruirse, se las arrebatan los capitalistas. La sociedad está organizada de tal modo que, cuanto más trabajan, mayor es el beneficio de comerciantes y terratenientes, mientras ellos seguirán siendo siempre bestias de carga. Hay que cambiar ese orden de cosas —concluyó, mirando con aire inquisitivo a su hermano.

–Sí, desde luego —dijo Konstantín, reparando en unas manchas rojas que habían aparecido bajo los prominentes pómulos de Nikolái.

–Estamos organizando una cooperativa de cerrajeros en la que todo sea común: la producción, las ganancias y, sobre todo, las herramientas.

–¿Y dónde la organizaréis? —preguntó Konstantín Levin.

–En una aldea de la provincia de Kazán que se llama Vozdrioma.

–¿Y por qué en una aldea? Me parece que en el campo ya hay suficiente trabajo. ¿Qué necesidad tienen en una aldea de una cooperativa de cerrajeros?

–Pues porque los campesinos siguen siendo tan esclavos como antes, y eso es lo que a Serguéi Ivánovich y a ti os molesta: que se les quiera sacar de esa situación de esclavitud —dijo Nikolái Levin, irritado por la objeción de su hermano.

Konstantín suspiró, mientras recorría con la mirada la habitación lúgubre y sucia. Ese suspiro, al parecer, irritó aún más a Nikolái.

–Ya conozco los puntos de vista aristocráticos de Serguéi Ivánovich y los tuyos. Sé que emplea toda su energía intelectual en justificar los males existentes.

–No es verdad. Pero ¿por qué hablas de Serguéi Ivánovich? —preguntó Levin con una sonrisa.

–¿Por qué hablo de Serguéi Ivánovich? Pues te lo voy a explicar —gritó de pronto Nikolái, al oír el nombre de su hermano—. ¡Te lo voy a explicar!... Pero ¿de qué vale discutir? Dime sólo una cosa... ¿Para qué has venido a verme? Desprecias todo esto y estás en tu derecho. Pero ¡vete de una vez, por Dios, vete! —vociferó, poniéndose en pie—. ¡Vete, vete!

–No lo desprecio en absoluto —replicó Konstantín Levin con timidez—. Ni siquiera lo discuto.

En ese momento regresó Maria Nikoláievna. Nikolái la miró con enfado. Ella se acercó con premura y le dijo algo al oído.

–No me encuentro bien, me he vuelto irritable —dijo Nikolái Levin, tranquilizándose y respirando con dificultad—. Y encima me hablas de Serguéi Ivánovich y de su artículo. ¡Qué cantidad de insensateces y de embustes! ¡Qué manera de engañarse a sí mismo! ¿Qué puede escribir acerca de la justicia un hombre que no la conoce? ¿Ha leído su artículo? —añadió, dirigiéndose a Kritski, mientras volvía a sentarse y apartaba con la mano, tratando de hacer un poco de sitio, un montón de cigarrillos a medio hacer que ocupaba la mitad de la mesa.

–No —respondió Kritski con expresión sombría; era evidente que no quería intervenir en la conversación.

–¿Por qué? —preguntó Nikolái Levin, irritado una vez más, en esta ocasión con Kritski.

–Porque no me gusta perder el tiempo con esas cosas.

–Perdone, pero ¿cómo sabe usted que sería una pérdida de tiempo? Ese artículo está muy por encima de la comprensión de muchos. En mi caso, es diferente. Veo el fondo de su pensamiento y conozco sus puntos débiles.

Todos guardaron silencio. Kritski se levantó muy despacio y cogió su gorro.

–¿No quiere quedarse a cenar? Bueno, pues adiós. Venga mañana con el cerrajero.

En cuanto Kritski salió, Nikolái Levin sonrió y guiñó un ojo.

–Tampoco éste es gran cosa —dijo—. Desde luego, me doy cuenta de que...

Pero en ese momento Kritski lo llamó desde la puerta.

–¿Qué quiere ahora? —dijo, reuniéndose con él en el pasillo.

En cuanto se quedó solo con Maria Nikoláievna, Levin le preguntó:

–¿Hace mucho que vive con mi hermano?

–Más de un año. Su salud ha empeorado bastante. Bebe mucho.

–¿Qué quiere decir?

–Que bebe vodka y le sienta mal.

–Pero ¿tanto bebe? —murmuró Levin.

–Sí —respondió ella, dirigiendo una mirada temerosa a la puerta, donde apareció Nikolái Levin.

–¿De qué estáis hablando? —preguntó, frunciendo el ceño y mirando tan pronto a uno como a otro con ojos asustados.

–De nada —respondió Konstantín, confuso.

–Si no queréis decirlo, no lo digáis. Pero no hay razón para que hables con ella. Es una perdida y tú, un señor —exclamó, con un estremecimiento en el cuello—. Ya veo que lo has comprendido todo, que te haces cargo de mi situación y que te compadeces de mis extravíos —agregó, levantando la voz.

–Nikolái Dmítrich, Nikolái Dmítrich —volvió a susurrar Maria Nikoláievna, acercándose a él.

–¡Bueno, bueno!... ¿Qué pasa con la cena? Ah, ya viene —dijo, viendo a un camarero con una bandeja—. Aquí, déjalo aquí —añadió con enfado y, a continuación, llenó una copa de vodka y se la bebió de un trago—, ¿Quieres? —le preguntó a su hermano, ya más alegre—. Bueno, no hablemos más de Serguéi Ivánovich. En cualquier caso, me alegro de verte. Dígase lo que se diga, no somos extraños el uno para el otro. Vamos, tómate una copita. Y dime, ¿de qué te ocupas ahora? —continuó, mientras masticaba con avidez un pedazo de pan y llenaba otra copa de vodka.

–Vivo solo en el campo, como antes, y me ocupo de las tierras —respondió Konstantín, a quien horrorizaba la glotonería con que su hermano comía y bebía, aunque trataba de disimularlo.

–¿Por qué no te casas?

–No se me ha presentado la ocasión —replicó Konstantín, ruborizándose.

–¿Por qué? Yo, como ves, estoy acabado. He echado a perder mi vida. Lo he dicho y lo sigo diciendo: si me hubieran dado mi parte entonces, cuando la necesitaba, mi vida habría sido muy diferente.

Konstantín Dmítrich se apresuró a cambiar de tema.

–¿Sabes que tu Vaniushka trabaja en mi oficina de Pokróvskoie? —dijo.

Nikolái, cuyo cuello se vio sacudido por otro estremecimiento, se quedó pensativo.

–Sí, cuéntame cómo van las cosas en Pokróvskoie. ¿Sigue la casa en pie?

¿Y los abedules? ¿Y nuestro cuarto de estudios? ¿Aún vive Filipp, el jardinero? ¡Cómo me acuerdo del cenador y del sofá! Lo importante es que no cambies nada en la casa, que te cases cuanto antes y que vuelvas a vivir como antaño. Entonces iré a verte, si tu mujer es agradable.

–¿Y por qué no vienes ahora? —dijo Levin—. ¡Qué bien lo pasaríamos juntos!

–Iría si supiera que no iba a encontrarme con Serguéi Ivánovich.

–No lo encontrarás allí. No dependo para nada de él.

–Ya, pero, por mucho que digas, tendrás que elegir entre él y yo —dijo Nikolái, mirándole tímidamente a los ojos. Esa timidez conmovió a Konstantín.

–Si quieres conocer mi opinión, te diré que en esa disputa vuestra no tomo partido por uno ni por otro. Ninguno de los dos tenéis razón. Tú te equivocas más bien en las formas; y Serguéi, en el fondo.

–¡Ah! ¡Lo has entendido! ¡Lo has entendido! —exclamó Nikolái lleno de júbilo.

–Y también debo decirte, por si te interesa, que aprecio más tu amistad porque...

–¿Por qué? ¿Por qué?

Nikolái no se atrevía a confesar la verdadera razón: que lo consideraba desdichado y, por tanto, más necesitado de afecto. Pero Nikolái lo adivinó y, frunciendo el ceño, volvió a echar mano del vodka.

–¡Basta, Nikolái Dmítrich! —dijo Maria Nikoláievna, alargando el carnoso brazo desnudo hacia la garrafa.

–¡Suelta! ¡Déjame en paz o te daré una buena! —gritó Nikolái.

Maria Nikoláievna esbozó una sonrisa llena de bondad y mansedumbre, que comunicó a Nikolái, y apartó el vodka.

–¿Crees que no entiende nada? —dijo Nikolái—. Lo entiende todo mejor que cualquiera de nosotros. ¿No es verdad que es una muchacha simpática y agradable?

–¿No había estado usted nunca en Moscú? —le preguntó Konstantín, por decir algo.

–No le hables de usted. Eso le da miedo. Salvo el juez de paz que la juzgó cuando quiso abandonar la casa de tolerancia, nadie le ha hablado de usted. ¡Dios mío, cuántos disparates hay en este mundo! —exclamó de pronto—. ¡Esas instituciones nuevas, esos jueces de paz, esas asambleas rurales! ¡Qué horror!


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю