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Anna Karénina
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 12:57

Текст книги "Anna Karénina"


Автор книги: Leon Tolstoi



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–No robar bollos.

Stepán Arkádevich prorrumpió en una carcajada.

–¡Ah, moralista! Pero no pierdas de vista que hay dos mujeres: una insiste sólo en sus derechos, es decir, en un amor que ya no puedes darle; la otra lo sacrifica todo por ti y no exige nada. ¿Qué debe hacerse? ¿Cómo proceder? En eso estriba todo el terrible drama.

–Si quieres mi opinión al respecto, te diré que yo no veo ningún drama.

Y voy a explicarte por qué. En mi opinión, el amor... los dos amores que Platón define en El banquete, si lo recuerdas, constituyen la piedra de toque de los hombres. Unos comprenden sólo el primero y otros, el segundo. Los que comprenden únicamente el amor no platónico no tienen ninguna razón para hablar de drama, ya que en esa clase de amor no puede haberlo. «Le estoy muy agradecido por el placer que me ha procurado.» Ahí está todo el drama. Y en el caso del amor platónico tampoco puede haber drama, porque en ese amor todo es puro y cristalino, porque... —En ese momento Levin se acordó de sus pecados y de la lucha interior a la que se había visto abocado.

Y añadió de manera inesperada—: En cualquier caso, puede que tengas razón. Es muy posible... Pero no lo sé, la verdad es que no lo sé.

–Ya lo ves —dijo Stepán Arkádevich—, eres un hombre de una pieza. Y ésa es tu mayor cualidad y tu mayor defecto. Debido a la integridad de tu carácter, querrías que la vida se basara en los mismos principios, pero no sucede así. Desprecias la labor del Estado, porque te gustaría que cualquier actividad humana tuviera un fin determinado, y eso no suele suceder. También querrías que todos nuestros actos tuvieran siempre un fin, que el amor y la vida conyugal fueran una misma cosa. Y están lejos de serlo. Tanto el encanto, como la variedad y la belleza de la vida residen en ese juego de luces y sombras.

Levin suspiró y no dijo nada. Pensaba en sus propios asuntos y no escuchaba a Oblonski.

De pronto ambos se dieron cuenta de que, a pesar de que eran amigos y de que estaban comiendo y bebiendo juntos, algo que en principio debería unirlos más, cada uno pensaba sólo en sus cosas y no en las del otro. Oblonski había reparado en más de una ocasión en que esas comidas, en lugar de acercar a los comensales, los distancia mucho más, y sabía lo que había que hacer en tales casos.

–¡La cuenta! —gritó, y pasó a la sala contigua, donde no tardó en encontrar a un ayuda de campo al que conocía. La conversación que entabló con él, a propósito de una actriz y del hombre que la mantenía, le proporcionó alivio y descanso, después de haber estado hablado con Levin, cuyo modo de encarar las cuestiones siempre acababa causándole una tensión espiritual y mental extremas.

Cuando el tártaro apareció con la cuenta, que ascendía a veintiséis rublos y pico, además de un suplemento por el vodka, Levin, que en cualquier otro momento, en su condición de hombre de campo, se habría horrorizado de que su parte ascendiera a catorce rublos, ni siquiera prestó atención a ese hecho. Pagó lo que le correspondía y se encamino a su casa para cambiarse de ropa, antes de dirigirse a la residencia de los Scherbatski, donde se decidiría su destino.

 

XII

La princesa Kitty Scherbatski tenía dieciocho años. La habían presentado en sociedad ese mismo invierno, y había cosechado mayores éxitos que sus dos hermanas mayores, superando incluso las expectativas de su madre. No sólo había hecho perder la cabeza a todos los jóvenes que acudían a los bailes de Moscú, sino que ya ese mismo invierno le habían salido dos pretendientes formales: Levin y, poco después de la partida de éste, el conde Vronski.

La aparición de Levin a principios del invierno, sus frecuentes visitas y su amor evidente por Kitty habían dado pie a las primeras conversaciones serias entre los padres de la joven sobre el destino de su hija, así como a alguna que otra discusión. El príncipe estaba de parte de Levin y decía que no deseaba nada mejor para Kitty. La princesa, por su parte, con esa tendencia tan propia de las mujeres de esquivar la cuestión fundamental, afirmaba que Kitty era demasiado joven, que Levin no había dado muestras de que sus intenciones fueran serias, que la muchacha no sentía ninguna inclinación por él, y otros argumentos por el estilo; pero se callaba lo fundamental, que esperaba un partido más ventajoso para su hija, que no comprendía a Levin ni le tenía afecto. Cuando Levin se marchó de repente, la princesa se alegró y le dijo con aire triunfal a su marido: «Como ves, tenía razón». Y cuando apareció Vronski se alegró aún más, pues de algún modo veía confirmadas sus previsiones de que Kitty acabaría encontrando un partido no ya bueno, sino magnífico.

Para la princesa no había comparación posible entre los dos pretendientes. Le desagradaban las opiniones extrañas y tajantes de Levin, sus torpes modales en sociedad, que ella atribuía al orgullo, y la vida que llevaba en el campo, en su opinión digna de un salvaje, siempre atareado con el ganado y los campesinos. También le molestaba mucho que, habiéndose enamorado de su hija, hubiera frecuentado su casa por espacio de mes y medio, siempre como a la espera de algo y sumido en observaciones, como si temiera honrarles en exceso si pedía la mano de su hija o no comprendiera que, para visitar con tanta asiduidad la casa de una joven casadera, era necesario aclarar sus intenciones. Y de pronto se había marchado sin ofrecer ninguna explicación. «Qué suerte que sea tan poco atractivo, así Kitty no se enamorará de él», pensaba.

Vronski colmaba todos los deseos de la madre. Era muy rico, inteligente, de buena familia, un hombre encantador a quien esperaba una brillante carrera tanto en el ejército como en la corte. No se podía concebir nada mejor.

En las reuniones de sociedad Vronski cortejaba a Kitty sin ningún reparo. Bailaba con ella y frecuentaba la casa, de manera que no podía ponerse en duda la seriedad de sus intenciones. En cualquier caso, la madre había pasado todo el invierno sumida en un estado de terrible inquietud y agitación.

La propia princesa se había casado, treinta años antes, gracias a los buenos oficios de una tía suya. El novio, cuya vida y fortuna conocían de antemano, llegó un buen día, vio a la novia, que a su vez le vio; la tía reparó en la buena impresión mutua y la comunicó a cada una de las partes; luego, un día señalado, se hizo a los padres la esperada proposición, que fue aceptada. Todo había sido muy fácil y sencillo, al menos así se lo había parecido a la princesa. Pero, cuando había llegado el momento de casar a sus hijas, había comprendido que esa cuestión, bastante común en apariencia, no tenía nada de fácil ni de sencillo. Cuántos temores, cuántas inquietudes, cuánto dinero gastado, cuántas desavenencias con su marido por culpa de la boda de sus dos hijas mayores, Daria y Natalia. Ahora, tras la presentación en sociedad de la más pequeña, se reavivaron esos miedos y esas dudas, y las discusiones con su marido se hicieron aún más enconadas. El viejo príncipe, como todos los padres, era muy puntilloso en todo lo tocante al honor y el buen nombre de sus hijas, con quienes se mostraba exageradamente celoso, sobre todo con Kitty, su favorita, y a cada paso acusaba a su mujer de comprometer a la muchacha. Aunque la princesa estaba acostumbrada a esos arrebatos, que ya se habían manifestado con las hijas mayores, se daba cuenta de que en este caso los escrúpulos del príncipe tenían motivos más fundados. Era consciente de que en los últimos tiempos las costumbres sociales habían cambiado mucho, circunstancia que había complicado aún más la tarea de las madres. Veía que muchachas de la edad de Kitty organizaban reuniones, acudían a no sé qué cursos, mostraban mayor desenvoltura con los hombres y paseaban solas en coche; muchas de ellas ya no saludaban con una reverencia y, lo que era aún peor, estaban firmemente convencidas de que la elección de un marido era asunto suyo, no de sus padres. «En estos tiempos ya no se casa a las hijas como antaño», pensaban y decían todas esas muchachas jóvenes, e incluso muchas personas de más edad. Pero nadie podía decirle a la princesa cómo había que casar entonces a las hijas. La costumbre francesa, que dejaba a los padres la decisión, no sólo había dejado de estilarse, sino que era blanco de todos los ataques. La costumbre inglesa, que propugnaba la total libertad de las muchachas, se rechazaba también, pues se consideraba incompatible con la sociedad rusa. En cuanto a la costumbre rusa de recurrir a una casamentera, se consideraba indignante y grotesca, y la princesa compartía esa opinión. Pero, entonces, ¿cómo debían concertarse las bodas? Nadie lo sabía. Todas las personas con quienes la princesa abordó aquel asunto le decían lo mismo: «Ya es hora de que renunciemos a esos usos antiguos. Son los hijos los que se casan, no los padres. Por tanto, dejémosles que se las arreglen como mejor les parezca». Para quienes no tenían hijas, era muy fácil hablar de esa manera; pero la princesa comprendía que, al hacer amistades, su hija podía enamorarse de alguien que no tuviera intención de casarse o que no le conviniera. Y, por más que procurasen persuadirla de que a esas alturas de siglo los jóvenes debían decidir su propio destino, le parecía una idea tan absurda como afirmar que podía haber una época en que el mejor juguete para un niño de cinco años fuese una pistola cargada. Por esa razón Kitty le preocupaba más que sus dos hijas mayores.

Ahora temía que Vronski no se limitara sólo a cortejar a su hija. Se daba cuenta de que Kitty se había enamorado de él, pero se consolaba pensando que Vronski era un hombre honrado y que no iría más lejos. Pero también comprendía que, con esa nueva libertad que se había establecido en las relaciones sociales, era fácil trastornar la cabeza de una muchacha, y no pasaba por alto la ligereza con que los hombres consideraban esa cuestión. La semana anterior Kitty le había contado una conversación que había tenido con Vronski durante la mazurca, cuyo contenido tranquilizó en parte a la princesa, pero no logró ahuyentar todos sus temores. Vronski le había dicho que tanto él como su hermano estaban tan acostumbrados a someterse en todo a la voluntad de su madre que nunca tomaban una decisión importante sin consultarla primero. «Y ahora espero como una felicidad especial su llegada de San Petersburgo», había añadido.

Kitty le había transmitido esas palabras sin concederles demasiada importancia. Pero su madre las interpretó de otra manera. Sabía que esperaban a la anciana de un día para otro y que ésta se alegraría de la elección de su hijo; por eso le resultaba tan extraño que, por miedo a ofender a su madre, Vronski no se decidiera a declararse. No obstante, deseaba tanto que se celebrara esa boda y, sobre todo, necesitaba tanto acallar su inquietud que dio a esas palabras el sentido que más le convenía. Por muy amargo que le resultara contemplar la desgracia de su hija mayor, Dolly, que se disponía a abandonar a su marido, el desasosiego que le causaba la suerte de su hija menor, que estaba a punto de decidirse, la absorbía por entero. En ese sentido, la llegada de Levin ese mismo día constituía un nuevo motivo de preocupación. Temía que su hija, que, según creía ella, sentía cierta inclinación por Levin, pudiera rechazar a Vronski, llevada de un exceso de delicadeza, y, en general, que la aparición de ese hombre complicara o retrasara un asunto que estaba ya próximo a su desenlace.

–¿Hace mucho que ha llegado? —preguntó la princesa a su hija, una vez que llegaron a casa.

–Hoy mismo, maman.

–Sólo quiero decirte una cosa... —empezó la princesa, y por su expresión seria y agitada Kitty adivinó de lo que se trataba.

–Por favor, mamá —la interrumpió, ruborizándose y volviéndose bruscamente hacia su madre—, no me digas nada, te lo ruego. Lo sé, lo sé todo.

Deseaba lo mismo que su madre, pero los motivos que habían decantado la elección de ésta la ofendían.

–Sólo quiero decirte que una vez que has dado esperanzas a uno...

–Mamá, querida, no me digas nada, por el amor de Dios. Es terrible hablar de esas cosas.

–Ya me callo, ya me callo —dijo la madre, viendo que los ojos de su hija se habían llenado de lágrimas—. Pero permíteme que te diga una cosa, alma mía. Me has prometido que no ibas a tener secretos conmigo. ¿No los tendrás?

–No, mamá, no tengo ninguno —respondió Kitty, enrojeciendo y mirando de frente a la princesa—. Pero por el momento no tengo nada que decirte. La verdad es que... aunque quisiera... no sabría qué decir...

«No, no puede mentir con esos ojos», pensó la madre, sonriendo al ver la emoción y la felicidad de su hija. Se daba cuenta de que la pobre muchacha concedía una importancia y un significado enormes a las sensaciones que la embargaban.

 

XIII

Desde la comida hasta la caída de la tarde Kitty experimentó un sentimiento semejante al que se apodera de un joven la víspera de una batalla. El corazón le latía con fuerza, y no era capaz de concentrarse en nada.

Se daba cuenta de que esa tarde, en que los dos se encontrarían por primera vez, decidiría su destino. No paraba de imaginárselos, tan pronto juntos como separados. Cuando rememoraba su pasado, se detenía con placer y ternura en los recuerdos que concernían a Levin. Algunos momentos de su infancia, así como la amistad de Levin con su difunto hermano, comunicaban un encanto especial y poético a su relación con ese hombre. Su amor por ella, del que estaba segura, la halagaba y la llenaba de alegría. En general, le agradaba pensar en él. En cambio, la imagen de Vronski le causaba cierto malestar, aunque era un joven de una corrección exquisita, siempre dueño de sus actos; le parecía como si en sus relaciones hubiera una nota falsa, y que ese equívoco se debía no tanto a él —era muy sencillo y simpático– como a sí misma, mientras que con Levin su comportamiento era sencillo y natural. En cualquier caso, tenía la impresión de que con Vronski se le abría la perspectiva de una felicidad deslumbrante; con Levin, por el contrario, el futuro se le aparecía envuelto en una especie de bruma.

Cuando subió a su habitación para vestirse y se contempló en el espejo, advirtió con alegría que estaba en uno de sus días buenos, es decir, en pleno dominio de todas sus fuerzas, algo que necesitaba muchísimo, en vista de lo que le esperaba: sentía una suerte de serenidad externa y sus ademanes eran desenvueltos y distinguidos.

A las siete y media, poco después de que bajara al salón, un criado anunció a Konstantín Dmítrich Levin. La princesa estaba todavía en su habitación y el príncipe todavía no había bajado. «Llegó el momento», pensó Kitty, y toda la sangre le afluyó al corazón. Se miró en el espejo y se asustó de su palidez.

Ahora sabía con certeza que Levin había venido antes para encontrarse a solas con ella y pedir su mano. Y en ese momento, por primera vez, todo el asunto se le presentó bajo una luz nueva y diferente. Sólo entonces comprendió que la cuestión no sólo le concernía a ella —con quién sería feliz y a quién amaba—, sino que en unos instantes iba a herir de un modo cruel a un hombre por el que sentía afecto... ¿Por qué? Porque ese simpático joven la quería, se había enamorado de ella. Pero no se podía hacer nada. Era preciso. No se podía obrar de otro modo.

«Dios mío, ¿es posible que deba decírselo yo misma? —pensaba—. Pero ¿qué le voy a decir? ¿Que no le quiero? No sería verdad. ¿Entonces? ¿Que amo a otro? No, es imposible. Lo mejor es que me vaya. Que salga de aquí ahora mismo.»

Ya se había acercado a la puerta, cuando oyó los pasos de Levin. «¡No! No estaría bien. ¿De qué me asusto? No he hecho nada malo. ¡Que pase lo que tenga que pasar! Le diré la verdad. Además, con él nunca me siento incómoda. Ahí está», se dijo viendo su fuerte figura, su aspecto apocado y sus ojos brillantes, clavados en ella. Lo miró directamente a la cara, como implorándole clemencia, y le tendió la mano.

–Me parece que he llegado demasiado pronto —dijo Levin, echando un vistazo al salón vacío. Y, cuando vio que sus expectativas se habían cumplido, que nada le impediría declararse, su rostro se ensombreció.

–Oh, no —dijo Kitty, sentándose a la mesa.

–Pero eso era precisamente lo que quería: verla a solas —dijo, sin tomar asiento ni levantar la vista, para no perder el valor.

–Mamá vendrá en seguida. Ayer estaba muy cansada. Ayer...

Hablaba sin saber ella misma lo que decía, y no apartaba de él sus ojos suplicantes y acariciadores.

Por fin se decidió Levin a mirarla, y entonces ella se ruborizó y guardó silencio.

–Le dije esta mañana que no sabía si iba a quedarme mucho tiempo... que todo dependía de usted... —Kitty cada vez bajaba más la cabeza, sin saber cómo iba a responder a lo que le iba a decir Levin—. Que depende de usted —repitió—. Quería decirle... Quería decirle... Para eso he venido... para... ¡pedirle que sea mi mujer! —exclamó por fin, sin saber él mismo lo que estaba diciendo; pero, dándose cuenta de que lo más terrible ya había pasado, se interrumpió y se quedó mirándola.

Kitty no levantaba los ojos del suelo y respiraba con dificultad. No cabía en sí de gozo. Una felicidad inmensa embargaba su corazón. Jamás se habría imaginado que esa declaración de amor pudiera causarle una impresión tan honda. Pero ese estado duró sólo un momento. De pronto se acordó de Vronski. Levantó hasta Levin sus ojos claros y sinceros y, al ver la desesperación que se reflejaba en su semblante, se apresuró a responder:

–No puede ser... Perdóneme...

¡Qué cerca de sí la había sentido un minuto antes, qué importante se le había antojado en su vida! ¡Y ahora qué distante y extraña se había vuelto!

–No podía ser de otro modo —dijo sin mirarla.

La saludó e hizo intención de retirarse.

 

XIV

En ese mismo instante entró la princesa. Una expresión de espanto asomó a su rostro cuando los vio solos y reparó en la turbación de ese hombre. Levin la saludó con una inclinación de cabeza y no dijo nada. Kitty guardaba silencio y no se atrevía a levantar los ojos. «Gracias a Dios, lo ha rechazado», pensó la madre, y sus labios esbozaron la sonrisa habitual con que recibía a sus invitados los jueves. Se sentó y empezó a hacerle preguntas a Levin sobre la vida que llevaba en el campo. Éste volvió a tomar asiento y se dispuso a esperar la llegada de los demás invitados, para poder marcharse sin que nadie lo notara.

Al cabo de cinco minutos llegó una amiga de Kitty, la condesa Nordston, que se había casado el invierno anterior.

Era una mujer seca, enfermiza, nerviosa, de tez amarillenta y brillantes ojos negros. Quería mucho a Kitty, y ese cariño, como el de toda mujer casada por una jovencita, se manifestaba en su deseo de que se guiara por su propio ideal de felicidad a la hora de elegir marido. Por eso prefería que se casara con Vronski. Levin, a quien había visto a menudo en casa de los Scherbatski a comienzos del invierno, le parecía desagradable. Cuando coincidían, su ocupación favorita y casi única consistía en burlarse de él.

–Me encanta cuando me mira desde lo alto de su grandeza, o interrumpe su brillante discurso porque me considera tonta, o cuando se muestra condescendiente conmigo. Eso último es lo que más me gusta: que se muestre condescendiente. Me alegro mucho de que no pueda soportarme —decía, cuando se refería a él.

Y no se equivocaba. En efecto, Levin no podía soportarla y despreciaba todo lo que ella consideraba meritorio y digno de orgullo: su nerviosismo, su indiferencia y su refinado desdén por lo que juzgaba grosero y material.

Entre la condesa Nordston y Levin se había establecido una clase de relaciones bastante frecuentes en sociedad: bajo capa de una amistad aparente, se profesaban un desprecio tan profundo que no podían tomarse en serio, ni siquiera sentirse ofendidos.

Nada más entrar, la condesa la emprendió con Levin.

–¡Ah, Konstantín Dmítrich! Así que ha vuelto usted a nuestra depravada Babilonia —dijo, recordándole lo que había dicho a principios del invierno, cuando comparó Moscú con Babilonia, y acto seguido le tendió su amarillenta mano—. ¿Es que nuestra Babilonia se ha regenerado o que usted se ha corrompido? —añadió, dirigiendo a Kitty una sonrisa burlona.

–Me halaga mucho, condesa, que no se haya olvidado usted de mis palabras —respondió Levin, ya recobrado de su desconcierto inicial, recurriendo a ese tono irónico y hostil que solía emplear cuando hablaba con ella—. Se ve que le han causado una honda impresión.

–¡Pues claro! Las anoto todas. Entonces, Kitty, ¿has ido otra vez a patinar?

Y se puso a hablar con Kitty. Por muy violento que le resultase a Levin marcharse en ese momento, se le antojaba preferible a pasar allí toda la velada, en compañía de Kitty, que le observaba a hurtadillas, aunque evitaba encontrarse con su mirada. Hizo intención de levantarse, pero en ese instante la princesa, viendo que no abría la boca, se dirigió a él:

–¿Va a quedarse mucho tiempo en Moscú? Si no recuerdo mal, formaba usted parte de la asamblea rural de su distrito, así que no podrá ausentarse mucho.

–No, princesa, he renunciado a mi cargo —dijo él—. Sólo voy a pasar unos días.

«Algo le ocurre —pensó la condesa Nordston, examinando el rostro serio y severo de Levin—. ¿Por qué no se lanza a sus discursos de costumbre? Pero ya le soltaré yo la lengua. Me divierte muchísimo que se ponga en ridículo delante de Kitty, y no me iré de aquí sin conseguirlo.»

–Konstantín Dmítrich —le dijo—, haga el favor de explicarme, usted que entiende de esas cosas, por qué en nuestra finca de Kaluga los campesinos y sus mujeres se han gastado en bebida todo lo que tenían y ahora se niegan a pagarnos. ¿Cómo es posible? Usted siempre los está alabando.

En ese momento otra señora entró en la habitación, y Levin se puso en pie.

–Perdóneme, condesa, pero no conozco el caso y por tanto no puedo decirle nada —respondió, reparando en un oficial que apareció detrás de la señora.

«Debe de ser Vronski», pensó y, para asegurarse, se volvió hacia Kitty, que ya había tenido tiempo de reconocer al recién llegado y ahora posaba la mirada en Levin. Le bastó ver el brillo involuntario de esos ojos para entender, con tanta seguridad como si se lo hubiera dicho ella misma, que Kitty amaba a ese hombre. Pero ¿qué clase de persona era?

Ahora, para bien o para mal, tenía que quedarse. Necesitaba saber cómo era el hombre del que Kitty se había enamorado.

Hay personas que, en presencia de un rival afortunado en cualquier ámbito de la vida, están dispuestas a negarle sus virtudes y ver sólo sus defectos. Otras, por el contrario, no desean más que adivinar los méritos que le han valido la victoria y, con el corazón desfalleciente, buscan exclusivamente sus virtudes. Levin pertenecía a ese segundo grupo. Por lo demás, no tuvo dificultades en descubrir los atractivos y las cualidades de Vronski: saltaban a la vista. Vronski era moreno, de estatura mediana y complexión fuerte, guapo de cara, con rasgos firmes, en los que se reflejaba una extremada serenidad. En toda su figura, desde los negros cabellos cortos hasta el mentón recién rasurado y su amplio uniforme nuevo, se percibía una sencillez entreverada de elegancia. Después de ceder el paso a la señora que acababa de entrar, Vronski se acercó a la princesa y después a Kitty.

Al tiempo que se acercaba, sus hermosos ojos brillaron con una ternura especial y sus labios, según le pareció a Levin, esbozaron una sonrisa apenas perceptible de felicidad y de modesto triunfo; luego se inclinó delante de ella, respetuoso y solemne, y le tendió la mano ancha, aunque pequeña.

Después de saludar y dedicar unas palabras a cada uno de los presentes, se sentó sin mirar a Levin, que no le quitaba los ojos de encima.

–Permítame que les presente —dijo la princesa, señalando a Levin—. Konstantín Dmítrich Levin. El conde Alekséi Kirílovich Vronski.

Vronski se levantó y, mirándole con expresión amistosa, le estrechó la mano.

–Creo recordar que el pasado invierno tenía que haber comido con usted —dijo, dedicándole una de sus sinceras y afables sonrisas—, pero se marchó usted al campo de manera repentina.

–Konstantín Dmítrich detesta la ciudad y odia a quienes vivimos en ella —dijo la condesa Nordston.

–A juzgar por lo bien que las recuerda, mis palabras han debido de causarle una profunda impresión —dijo Levin y, recordando que ya había hecho antes ese comentario, se ruborizó.

Después de mirar a Levin y a la condesa, Vronski sonrió.

–¿Y pasa usted todo el tiempo en el campo? —preguntó—. Supongo que se aburrirá usted en invierno.

–No, tengo muchos quehaceres; además, uno no se aburre nunca consigo mismo —respondió Levin con sequedad.

–Me gusta el campo —replicó Vronski, haciendo como si no se hubiera dado cuenta del tono de Levin, aunque no le había pasado desapercibido.

–Pero espero, conde, que no tenga intención de pasar todo el año en la aldea —dijo la condesa Nordston.

–No sé, nunca me he quedado mucho tiempo. Pero una vez me embargó una sensación extraña —prosiguió—. Nunca he echado tanto de menos el campo, el campo ruso, con sus campesinos y sus abarcas como cuando pasé con mi madre el invierno en Niza. Como usted sabe, Niza es una ciudad muy aburrida. Por lo demás, hasta Nápoles y Sorrento nos cansan en seguida. Pues es precisamente en esos lugares donde uno se acuerda de Rusia con mayor viveza, sobre todo del campo. Es como si...

Se dirigía tan pronto a Kitty como a Levin y pasaba su serena y amistosa mirada de uno a otro. Por lo visto, decía lo primero que se le pasaba por la cabeza.

Al darse cuenta de que la condesa Nordston quería decir algo, se interrumpió, dejando la frase a medias, y se quedó escuchándola con atención.

La conversación no decayó en ningún momento, de modo que la vieja princesa no tuvo que recurrir a los dos poderosos proyectiles que tenía siempre a mano por si se producía algún silencio: la educación clásica frente a la moderna y el servicio militar obligatorio. En cuanto a la condesa Nordston, no encontró ocasión de hacer rabiar a Levin.

Éste quería tomar parte en la conversación general, pero no lo conseguía. No paraba de decirse para sus adentros: «Me marcho ahora mismo» pero no se iba, como si estuviera a la espera de algo.

La conversación pasó a ocuparse de las mesas giratorias y de los fantasmas, y la condesa Nordston, que creía en el espiritismo, se puso a contar los prodigios de que había sido testigo.

–¡Ah, condesa, le ruego por lo más sagrado que me lleve a una de esas sesiones! Nunca he encontrado nada extraordinario, aunque lo he buscado por todas partes —dijo Vronski, sonriendo.

–Muy bien, el próximo sábado —respondió la condesa Nordston—. Y usted, Konstantín Dmítrich, ¿cree en esas cosas? —le preguntó a Levin.

–¿Por qué me lo pregunta? Ya sabe lo que voy a decirle.

–Pero quiero oír su opinión.

–Pues opino que esas mesas giratorias —respondió Levin– sólo demuestran que nuestras pretendidas clases educadas están a la misma altura que los campesinos. Ellos creen en el mal de ojo, en hechizos y brujerías, y nosotros...

–Entonces, ¿no cree usted?

–No puedo creer, condesa.

–Pero si lo he visto con mis propios ojos.

–También las campesinas dicen que han visto duendes.

–¿Así que piensa usted que no digo la verdad?

Y estalló en una risa forzada.

–No, Masha, Konstantín Dmítrich sólo está diciendo que no puede creer en esas cosas —intervino Kitty, ruborizándose por Levin; éste se dio cuenta y, aún más irritado, quiso replicar, pero en ese momento Vronski, con su sonrisa alegre y franca, intervino en la conversación, impidiendo que tomara un curso desagradable.

–¿No admite usted ni siquiera la posibilidad? —preguntó—. ¿Por qué no? Admitimos la existencia de la electricidad, de la que no sabemos nada. ¿Por qué no puede existir una fuerza nueva, aún desconocida, que...?

–Cuando se descubrió la electricidad —le interrumpió bruscamente Levin—, simplemente se confirmó la existencia de un fenómeno cuyo origen y efectos se desconocían; pasarían siglos antes de que pudiera pensarse en su aplicación. Los espiritistas, por el contrario, han empezado hablando de mesas que les transmiten mensajes y de apariciones de espíritus, y a partir de ahí se han referido a una fuerza desconocida.

Vronski escuchaba atentamente a Levin, como solía hacer en tales casos; se veía que sus palabras le interesaban.

–Sí, pero los espiritistas dicen: aún no sabemos qué clase de fuerza es esta, pero podemos constatar que existe y que actúa en tales condiciones. A los científicos corresponde averiguar en qué consiste. No veo por qué no puede existir una fuerza nueva, si...

–Pues porque, en el caso de la electricidad, cada vez que frote un pedazo de resina con lana —volvió a interrumpirle Levin—, se producirá un fenómeno conocido, mientras que en el espiritismo no sucede cada vez; en consecuencia, no estamos ante un fenómeno natural.

Vronski probablemente advirtió que la conversación estaba adquiriendo un carácter demasiado serio para un salón, porque, en lugar de replicar, se volvió a las damas con una alegre sonrisa.

–¿Por qué no hacemos una prueba, condesa? —preguntó.

Pero Levin quiso acabar de expresar su pensamiento.

–En mi opinión —prosiguió—, es un error que los espiritistas traten de explicar sus prodigios recurriendo a una fuerza desconocida. Hablan claramente de una fuerza espiritual y pretenden someterla a una prueba material.

Todos esperaban a que acabara de hablar, y Levin se daba cuenta.

–Y yo opino que sería usted un médium excelente —dijo la condesa Nordston—. ¡Hay en usted tanto entusiasmo!

Levin abrió la boca para responder, pero de pronto se ruborizó y no dijo nada.

–Vamos a probar lo de las mesas, se lo ruego —dijo Vronski—. ¿Da su permiso, princesa?

Vronski se puso en pie y se puso a buscar con los ojos un velador.

Kitty también se levantó. Al pasar al lado de Levin, sus miradas se encontraron. Lo compadecía con toda su alma, tanto más cuanto que se sentía culpable de su desgracia. «Perdóneme, si es usted capaz —decía su mirada—. Soy tan feliz.»

«Odio al mundo entero, incluyéndola a usted y también a mí mismo», le respondió la de Levin. Había cogido ya el sombrero, pero la mala suerte no le dejó escabullirse. En el momento en que todos tomaban asiento alrededor del velador y él se aprestaba a marcharse, apareció el viejo príncipe y, después de saludar a las damas, se dirigió a él:


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